Prólogo por Aurelio González Ovies
Xiblón, como Camelot o Macondo, no existió, pero existe.
Xiblón, un pueblo apartado y pintoresco con poco más de una treintena de
niños y niñas, es escenario de la nueva entrega de Esther García López. Y
digo pintoresco para empezar estas líneas de manera eufemística, pues en
Xiblón la endogamia no suponía un problema, sino más bien una tradición, una
práctica tan arraigada en aquel paraje como la misa de los domingos, las
esfoyazas del otoño, las guerras entre las familias por el robo de un apero, un
amorío entre cuñados, los lindes de una finca o el desplazamiento de unos
mojones.
Todos en Xiblón podrían presumir de apellidos repetidos siempre que, con
buena habilidad, no se ocultaran o que el aborto, táctica tan primitiva,
interrumpiera el nacimiento de un nuevo descendiente de aquel árbol
genealógico que no era precisamente un roble frondoso, sino más bien un
arbusto con ramas enredadas. Tanto así que los primos o los hermanos más
que interesarse con un ‘¿qué tal?’ deberían preguntarse ‘¿tú a qué revolcón
perteneces?, ¿en qué tenada te engendraron?’. Pues eso, que las cañas del
tronco no crecen para los lados, se enmarañan y se enrollan como una
enredadera de la que no se libra ni el cura ni el sacristán ni los lugareños más
mojigatos, en apariencia.
Xiblón -y repito a propósito el nombre para que se incruste en la memoria del
lector- es una ventana con vistas al desmadre, al descarrío; un territorio de
enredos y de enredadores, donde detrás de cualquier sebe o delante de
cualquier cuadra no es extraño toparse con una escena de sexo entre macho,
hembra o animal, pues tanto monta como montan tantos. Es un auténtico
ámbito de personajes masculinos rudos, nada astutos, a la par que -imagen
muy repetida a lo largo del relato- un nido de víboras, en el más amplio sentido
de la palabra y con todo el veneno que quepa en cada una de sus acepciones.
Primos carnales, primos segundos, primos demasiado segundos, matrimonios
consanguíneos, parientes demasiado cercanos, parientes de hecho y lecho…
Ni ascendentes ni descendientes pierden el tiempo entre faena del campo y la
hora de la siesta, ni de la cocina al hórreo ni de los bailes nocturnos a la vuelta
a casa. Eso bien lo saben las afiladas lenguas que murmuran sin tregua, a
cualquier hora y en cualquier cocina, y los ojos espías que vigilan de continuo
el trajín de los muchos protagonistas de este Menudu putiferiu. Todo es
aparentemente perfecto y todos guardan con celo sus intimidades, o eso fingen
unos y otras, unas y otros.
Hablillas, calumnias, malentendidos, cizaña, rencores y venganzas, miradas de
odio y acusaciones de infidelidad, risas y lamentos. Pero, sobremanera,
chismes, chismes que alimentan los secretos, secretos que nutren las
tensiones. Y cuernos, muchos cuernos, cuernos sospechados y cuernos
aceptados como los frixuelos de los convites, el acordeón verbenero o el pan
de cada jornada. Algunos los llevan con dignidad, otros con vergüenza; y no
falta tampoco el que los asimila con humor negro y sonrisa sarcástica. Hay una
cierta pizca de locura campestre en todo cuanto sucede en estas páginas, pero
lo que aquí se narra nos remite a contextos no tan lejanos ni en el tiempo ni en
espacios donde, como en Xiblón, todo se conspira en silencio, todo se sabe y
nada se olvida.
La autora, a través de estas historias cargadas de humor y exageración, no en
pocos casos, retrata aspectos de las dinámicas humanas nada ajenos a la
realidad. Nos magnifica situaciones y actitudes. Nos evidencia tensiones y
desavenencias idénticas: rivalidades familiares, clandestinidad, transgresión e
inercia, conflictos que se convierten en una forma de convivencia. Emociones
humanas, al fin y al cabo. Mezcla entre lo trágico y lo cómico y una forma de
lidiar con las expectativas sociales y las normas tradicionales.
En Xiblón, todo quisqui lleva in ocultis y grita a voces quién cruza la noche o
quiénes gimen entre la hierba; quién, furtivo, se encuentra con qué necesitada;
o qué manfloritos se satisfacen en la espesura de la oscuridad. Las bocas y las
miradas son como el reloj de una torre que marca las 24 horas del día. Y tal
vez, esta falta de privacidad y ese acechar continuo, estimulan esa búsqueda
incesante de escapatorias, tanto al margen de las obligaciones como fuera del
matrimonio. Realidad y Esther convienen en declararnos que todos estos
apaños, en una monotonía cansina y tediosa, son foco de insatisfacción e
impulsa al vecindario a buscar algo, lo que sea, al margen de lo establecido.
Cuanto más cerrado es el entorno, quién lo duda, más se abre el abanico del
adulterio y la traición. Y en Xiblón, y en las innumerables parroquias, los
matrimonios no solo se basan en el amor, sino en conveniencias e intereses
económicos. Todo ello es motor de insatisfacción, nos lo atestiguan los de ca
Merín y los de ca Xuanón, Lala de la Riva, Lena y Mina y Paco y Lolo y D.
José, un vecindario que trabaja la tierra, cuida de las bestias, riñe, se acusa,
llora, enzarzado en una enfermiza rutina que se rompe con esas tan frecuentes
aventuras extraconyugales.
En Xiblón, una aldea de trece casas, lo ficticio se mezcla con lo mitológico, la
superstición con la fe, lo humano con lo sobrenatural. De ello nos da buena
cuenta Esther García López, consciente de que folclore y mitología son
valiosos contenedores de verdades universales, espejo de creencias y miedos,
deseos y valores. Apego, sacrificio, moralidad, negligencia y maltrato son la
consecuencia de una actuación impulsiva en todas las culturas.
Abundan las escenas en Menudu Putiferiu protagonizadas por espíritus y
diaños, por visiones y leyendas que se transmiten de boca en boca, sea en
velorios o en sextaferias, y que tocan puntos emocionales profundos,
mostrándonos cómo estamos conectados por experiencias comunes. Los
episodios de esta novela, triviales tal vez a primera vista, abordan, sin duda,
cuestiones mucho más transcendentales: la confianza, la lealtad, el respeto, la
identidad… Pero también, con la magia, el drama o la farsa, se nos recuerda
que el poder de la transformación y el cambio está en nuestras manos. La
actitud de estos nombres -Pacho, Florina, Lías, Tresa, D. Pascual…- nos
muestra los que somos y lo que, en determinadas circunstancias, llegamos a
ser, tanto para bien como para mal, lo mejor o lo peor. Son ejemplo de
conflictos que vienen de muy atrás y nunca dejarán de aleccionarnos.
Por otra parte, G. López conoce bien el registro de cuantos platican y profieren
todo tipo de improperios. Descubrirá el lector un amplio repertorio de tacos,
insultos que demarcan el territorio donde discurre la novela, al tiempo que
denotan carácter y defensa verbal. Sonarán fuertes o agresivos, irrespetuosos
o vulgares pero, en cualquier caso, refuerzan diálogos y mensajes sin restar
credibilidad y sirven de guiño de camaradería o de recurso para delimitar
territorio en una conversación. Esther conoce el alcance del lenguaje, sus
expresiones denotan agresividad o desprecio, cercanía o complicidad,
fortalecen lazos y aligeran tensiones. Todo depende del contexto y Xiblón es
un registro de historia, cultura y lengua viva y dialecto.
Estamos, en definitiva, ante un estudio que da noticia de usanzas y valores,
que enfatiza la relación entre el ser humano y la naturaleza, que tanto
denuncia, con sarcasmo y humorada, la cobardía ante muchos
comportamientos, como la valentía de cuantos se las arreglan para sobrevivir a
duras penas, para sobrellevar las penas (o penes) duras. Caracterizan a la
obra estampas costumbristas y tipos caricaturescos -curas, médicos, suegras
mandonas, amos picarones- que desvelan la brutalidad y las miserias de las
zonas más abandonadas y la hipocresía del, hasta hoy, aireado honor rural;
desenmascaran la falsa moral de los que critican y hacen lo mismo.
Y no hay tabú ni rodeos: follar es lo que es; zorrear, de lo más común; a la
promiscuidad, puterío; al puterío, jodienda. Tras unas cenizas, un polvo. Y
punto. ¿Para qué más patrañas? Y de unas tetas, lo más codiciado, semana
tras semana en Xiblón, a una buena cuquina. Alegría al cuerpo y al mundo. De
lunes a sábado, en Xiblón, todo son domingas.










