La moleskine de Chatwin. Por Fernando Fonseca. 16/01/2009

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El laberinto de la memoria mantiene ciertos vientos cambiantes, una paleta de colores inesperados, alguna rara procesión de enlutados resentimientos y mucha, muchísima pretensión infantil. No se trata de viajar desde la quietud a un espacio enigmático y punto menos que imposible, como siempre resulta ser nuestro pasado. Tampoco debe tratarse de una mera escenificación, sin hilos ni cartón piedra, inmersa en la vaporosidad espacial de un escenario fragmentado y flexible, grande y pequeño a la vez, alto y bajo, plano, circular y perfilado, sin límites ni medidas, allá perdido en la ociosidad de los antiguos recuerdos, entre músicas de melancólico acordeón y versos de abstracción tirando a rosa. Lo que otro más viejo y más sabio llamó “el aleph”. Entonces uno va y busca a la Viterbo sin la necesidad de recorrer la bonaerense calle Garay; sino aquí sentado, en este butacón de fieltro con manchones de grasa sólida y respaldo descosido por el roce de tantas horas –ay, Dios…-, tantas tardes, tantos meses, tanta eternidad… Y algún que otro día.

 Paul Verlaine debía de tener la cabeza grande y azafranada, ser poco dado a la higiene, hablar como un carretero enfurecido delante de la absenta y padecer los rigores de la arteriosclerosis. La estatua de la Poesía, en Ópera, perdió un brazo y su lira al paso del cortejo fúnebre de Paul Verlaine.
 
El hombre mayor abre los ojos y todo ante él se torna gris, rutinario, peligroso, inalcanzable u hosco. Si tanto cuesta el movimiento más simple del cuerpo, tanto más habrá de costar el manejo a conveniencia de la mente, que es otra cosa distinta. ¿Cómo imaginar que uno es fuerte y valiente, sano y aguerrido, ante el asombro angelical y blanco de la esbelta niña que nos aguarda y expresa sin rubor su encendida admiración?… Eso era el amor. Imposible en buena lid, pero el amor. ¿Cómo recuperar en la imaginación el ejercicio reconfortante en la playa al atardecer, allá donde los niños de la pelota amarilla, en lontananza, tan sano todo e inquieto?… ¿Cómo imaginar una piel tersa y brillante, un cuerpo obediente al mando de la caprichosa voluntad, los constantes descubrimientos a la luz de la intriga y a la sombra de la sorpresa dominguera, unos cabellos a lo loco y una risa sin hipamiento ni ahogo razonable?…
 
Imposible, aunque sólo sea imaginarlo. Era el amor.

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