Entre dos tierras y dos aguas. Por Armando Murias Ibias. 12/01/2013.

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Entre dos tierras y dos aguas

Por Armando Murias.

 

En las tierras más meridionales de España existen unos lugares que llevan en su topónimo una palabra que no deja lugar a dudas, la marca de la historia. Son Jerez de la Frontera, Arcos de la Frontera, etc. Como rasgo que los distingue físicamente tienen una fortaleza en lo alto de la colina, en torno a la cual se arremolina el calor humano. En un principio los habitantes se instalaron, protegidos, dentro de las murallas. Con el paso de los siglos, el desarrollo y los prolongados tiempos de paz los invitaron a salir al exterior para dejarse caer por las laderas del cerro tiñéndolas con el blanco hiriente de sus casas. Esta es la disposición que tiene la mayoría de los lugares con ese apellido: Jimena de la Frontera, Vejer de la Frontera, etc.
Un caso diferente, único, es Castellar de la Frontera. Gaditano como los otros citados, está dentro del Parque Natural de los Alcornocales. Su castillo marcó durante siglos la frontera más occidental del reino nazarita de Granada hasta que en 1434 pasó a manos cristianas, aunque antes la colina ya había sido ocupada por íberos, fenicios y romanos, desde donde controlaban el Estrecho y las primeras tierras africanas. El extenso perímetro de la fortificación permitió que el pueblo creciera dentro de las murallas con una estructura totalmente medieval en su planteamiento, hasta que el 1971, sin agua corriente ni luz eléctrica, en manos de la casa ducal de Medinaceli -que ejercía un poder feudal sobre sus súbditos- el Instituto de la Colonización decide trasladar a sus habitantes a un sitio llano y con los servicios propios del último tercio del siglo XX.

 

Es el nuevo poblado de Castellar de la Frontera, diametralmente distinto al antiguo, con calles trazadas a cordel, anchas y llenas de palmeras, con todo lo que no podían tener intramuros. Pero esa no va a ser la última conquista de sus pobladores. En 1980 consiguen arrebatarle al duque la finca La Boyal de 500 hectáreas, fue un juicio largo en el que brilló la astucia de un joven abogado llamado Felipe González, que después sería presidente del gobierno.

Con el traslado, el castillo –y el pueblo que le daba vida- quedaron abandonados, sólo una familia relacionada con la casa ducal permanece fiel a sus orígenes terrenales. Durante los años de la transición política, el hueco fue ocupado por gente joven que buscaba en el enclave fortificado el paraíso que les habían dictado los dioses de la psicodelia: calles misteriosas por las que se esconden sueños huidizos, empedradas por otras culturas, perfumadas por el jazmín y el azahar de sus patios, casas encaladas en las que trepa una buganvilla atrevida. Dentro de los mismos muros fronterizos que cobijaron tantas culturas siguen conviviendo dos mundos antagónicos: uno de los últimos reductos del feudalismo y los hippies epigonales que todavía buscan la felicidad entre las flores y la meditación, con la música y las palabras entreveradas de humo e incienso.

blankUn poco más abajo se extiende La Almoraima, un antiguo convento del XVII construido en torno a una antigua torre almenara. Tras la Desamortización fue comprado por el duque para convertir todo ello en un palacio donde invitaba a cazar a la nobleza más encumbrada en las 16.000 hectáreas que tiene la finca.
Fue en este latifundio en el que se fijó el guitarrista algecireño Paco de Lucía para desarrollar el mundo campesino que está presente en la música de su disco titulado Almoraima (1976). Esta música flamenca todavía vive entre los muros del castillo, sobre todo cuando se llena la luna en el corazón del verano.Es entonces cuando el pueblo adquiere su grado superlativo, cuando suena en lo más alto la música gitana que nace en los arrabales donde se hunde el continente, entre las calles encaladas que forman arabescos y filigrana en las que se hacinaron las culturas más lúcidas y creadoras, en medio del silencio del bosque mediterráneo más grande del mundo, en lo alto del mayor latifundio de Europa, con la vista puesta en un cielo pródigo que une dos tierras y dos mares.

 

 

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