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Underground: “Saber Ganar, Saber Perder”. Por Manolo D. Abad (13/08/2009).

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Una de las estampas veraniegas más comunes es la del Tour de Francia, convertida desde hace casi tres décadas en la prueba ciclista por excelencia, superando a sus antiguas iguales, las otras dos grandes (pruebas de tres semanas de duración) Vuelta a España y Giro de Italia. Esta edición de 2009 ha estado marcada por el regreso del heptacampeón Lance Armstrong a la competición y por su duelo con la figura emergente del español Alberto Contador. El admirable esfuerzo que ha supuesto la vuelta del supercampeón estadounidense se ha visto ensombrecida, sin embargo, por todas las artimañas extradeportivas que ha tejido en su relación con su compañero de equipo Contador. Armstrong nos ha mostrado un lado oscuro que ya había dejado entrever en alguna otra ocasión puntual, como cuando se negó a asistir a la ceremonia de entrega de los Premios Príncipe de Asturias para recoger un galardón bien ganado en las carreteras francesas. De poco sirvieron de aquella las excusas de su amigo, el ciclista asturiano Chechu Rubiera, y la hosca faz del norteamericano comenzaba a empañarse con el turbio color de la soberbia. Y de poco serviría cualquier otra excusa hoy a la vista de un comportamiento que está muy lejos de ser lo que esperamos de un deportista y mucho más aún de un ídolo deportivo.

A Lance Armstrong no le ha salido en esta ocasión su juego. Según él, regresó para propagar la lucha contra el cáncer, a través de su fundación Livestrong. Según muchos, su vuelta obedeció al deseo de contrarrestar la figura de Alberto Contador, uno de los pocos que ha logrado la "triple corona" (Tour, Giro, Vuelta) y que permanece invicto en una grande desde su primera victoria en el Tour. A la vista de sus maniobras extradeportivas en el seno del mismo equipo que Contador y de sus constantes comentarios en la prensa y en Twitter (¿tendrá acciones de esta compañía el texano?), aquellos que creían en un retorno por celos pueden estar más cerca de la realidad. Lance intentó vencer en el Giro, pero ni siquiera se clasificó entre los diez primeros, atacado sin piedad por sus rivales, que ya no le profesaban ese respeto teñido de miedo con el que impuso su dictadura victoriosa de siete Tours, contratando como pretorianos a sus rivales emergentes para fundirlos trabajando para él, marcando ese ritmo brutal y constante que, en sus buenos tiempos, recibió el nombre de molinillo.

 Para el Tour preparó mejor sus armas: arropado por un superequipo a su servicio, manejó el ritmo de carrera a su antojo para que apenas hubiese ataques en las primeras dos semanas -aquellas donde había flaqueado en el Giro- y llegar a los Alpes como aspirante e intentar conseguir coronarse de amarillo el mismo día que otro Armstrong pisó la Luna. Fuera de las carreteras, aisló en los hoteles a Contador y los suyos, con el beneplácito de su director deportivo -el belga residente en Madrid Johan Bruyneel- y los desaires fueron constantes. No le salió la jugarreta en la carretera donde el de Pinto mostró una superioridad que pudo haber sido mucho mayor (y quién sabe si más nociva para las debilidades mostradas por el texano en la ruta), pero persistió dedicándose a lucir en la prensa, de tal modo que "Le Monde" titulaba tras el Tour: "Lance Armstrong, vencedor mediático del Tour". Y eso que Contador suma dos Tours, un Giro y una Vuelta a sus 26 años, edad en la que el "vencedor mediático del Tour 09" ni tan siquiera había estrenado su palmarés. Este mundo en que vivimos ha olvidado cualquier rasgo de sensatez y glorifica a un tipo que ha demostrado no tener buen perder, una circunstancia que debería borrarle como ejemplo. Pero, ya sabemos, que Armstrong vive en el mundo de las estrellas, allá donde el más mínimo gesto benevolente se glorifica y donde se perdona su constante juego sucio en la trastienda.

Un agosto muy ligero (2), por Sussana Rojas. Del 10/08/2009 al 16/08/2009.

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Lunes, 10.

 
El síndrome del lunes es de sobra conocido. Así que ahorraré palabras. El Gran Jefe sigue en su sitio, sólo que ahora él y los otros grandes jefes están más tranquilos, babeando por su solaz estival. Por lo demás, el volumen de trabajo va aumentando en proporción directa al número de compañeros de vacaciones. Normal. La gente sigue empeñada en aborregarse junta y descartan reivindicaciones alternativas, tanto laborales como privadas. Así las cosas no resulta extraño que con la crisis que algunos han montado, a los cubanos, por poner un ejemplo, se les empiece a poner una tremenda cara de mosqueo. Será por eso que Beti, cara de muñeca, encantada de conocerse a sí misma y salida como una perra con el trigueño que se ha cepillado en la isla, esté realmente preocupada.
 
Les cuento. Once de la mañana. Nos vamos a tomar el café ella, Angie y yo. Y de repente, entre el bostezo de una y el café descafeinado cortado con sacarina de la otra, Beti nos suelta que a los cubanos les queda menos de tres meses para limpiarse el orto con lo que mejor tengan a mano excepto con papel higiénico.
 
—Pura escatología —le dije yo, quedamente.
—No, no. La crisis —nos aclaró ella.
—Ah —soltó Angie
 
Entonces le preguntamos por su hombre en La Habana, ese mojito de menta y sabrosura, y nos cuenta que ella nunca nos había dicho que estuviera enamorada y ni mucho menos que quisiera quedarse con él toda la vida. Ya. Claro. Y nosotras que nos chupamos el dedo. Lo que pasa es que tener una aventura es muy fácil cuando estás encerrada entre las cuatro paredes de un hotel de salsa, mango y chachachá, sobre todo si la aventura dura un corto invierno o un ardiente mes de verano. Ser amante ya es otra cosa. Es el siguiente paso y entonces el hotel se queda pequeño y uno quiere más: que si una escapada aquí, un café allá o una cenita a la luz de las velas más acá y dime lo maravillosa que soy y lo enamorado que estás de mí. Sucede que una isla está muy bien para una semana, pero si empieza a faltar el jabón y hay que ponerse a buscar la comida, cocinar todos los días y aguantar los ronquidos sine die, entonces va a ser que no
 
—Y ¿qué vas a hacer? —le preguntó Angie con la misma cara de lelo que ponen los hombres cuando acabas de contarles lo que te pasa.
—¿Habéis visto al nuevo becario de la planta de abajo? Qué mono ¿verdad?
 
En fin, las mujeres somos el único animal capaz de ver un hecho y contarlo cien veces de cien maneras distintas en un brevísimo plazo de tiempo. Pero están muy equivocados quienes crean que no sabemos lo que queremos. A ser posible, todo y ahora.
 
 
Martes, 11
 
Cuando me llamó la secretaria del Gran Jefe ya advertí la urgencia en su tono. Y sin embargo, cuando llegué a su despacho nada parecía fuera de lo habitual. Las lógicas preguntas de un aspirante a ejecutivo ahogándose en el charco de las aguas mansas de su ignorancia. Me siento frente a él y le cuento, le explico, le pongo ejemplos y veo cómo su rostro se va constriñendo. Lenta pero tensamente, igual que un arco. De improviso, como un amortiguador que saltara inopinadamente, se levanta y me dice:
 
—Vengo ahora. Tengo que ir al servicio.
 
O sea, que mientras yo pensaba que aquella transformación de su cara en surcos, arrugas y fruncidos respondía a un cierto nivel de esfuerzo, concentración y entendimiento de los inputs y de los outputs, resulta que sólo se trataba de una urgencia, de un apretón de mi jefe. Los hombres son así. Ni se inmutan y muestran descuidados y francos sus más bajas necesidades. Las chicas no tenemos esos problemas o, caso de tenerlos, suceden de siglo en siglo.
 
Casi al final de la mañana me llamó Carma. Me contó que acababa de salir de la pelu. Se había cortado su melena rubia.
 
—Qué fuerte —le digo.
—Ya. Pero estoy desesperada. Necesito un cuerpo que me saque brillo. Estoy cansada de la bayeta de casa. Así que nada mejor que quitarme el polvo de encima y customizar la carrocería.
 
Le digo que a dónde quiere ir de caza un martes en esta luna de Valencia.
 
—Hija, ni que fueses nueva.
 
Me quedé pensando en Nacho. Lo cierto es que me había servido para quitarme lo más gordo y por eso yo estaba así, tan tranquila. Así pues, era muy normal sentir esa urgencia cuando alguien como Carma tenía el pulso de su libido asiduamente por los suelos.
 
A las nueve de la noche, mientras en la terraza del Lisboa Carma y yo dábamos cuenta del segundo Absoluto para aligerar el cuerpo y avivar la mente, Fred llegaba tarde junto con Bego, una prima un poco piji pero encantadora. Fred se quedó de piedra en cuanto vio a Carma con su nuevo look. Luego de picotear nos fuimos al Bubble’s. Bailamos y nos reímos. Sabía que al día siguiente iba a estar muerta, pero el trabajo ya podía esperar y resentirse mientras ayudaba a una amiga con su particular apretón. Y ello a pesar de que lamentablemente, en casos de urgencia, las expectativas de las mujeres suelen resultar inversamente proporcionales a sus conquistas inmediatas.
 
Carma estaba con Bego bailando en la pista, esparciendo el rastro múltiple de sus encantos cuando de repente se le acercó Víctor. Fred y yo no dábamos crédito a nuestros ojos. No. No puede ser. Pero sí, era. Víctor.
 
—No. No lo hagas, no lo hagas —clamábamos desde un silencio at&oac
ute;nito pero atronador. Es cierto que sólo mental, porque la verdad es que la actitud encantadora, provocadora y aceptadora de Carma nos decía con meridiana claridad:
—Chicas, un apretón es un apretón, aquí y en Sebastopol. Y qué mejor que un ex como Víctor para destrozar mi nuevo look y desempolvar mi armario más íntimo.
 
En fin, está bien recordar que en momentos de urgencia siempre es mejor lo malo conocido a lo malo por conocer. Aunque luego volvamos a quejarnos. ¡Ay!

 

Miércoles, 12
 
¡Ay! Ya sé que, como decía Sabina, nadie se ha muerto por ir sin dormir una vez al currelo, pero es que ayer, cuando sonó el despertador, estaba realmente muerta. Y no es que no durmiera nada de nada, pero el alcohol y mi necesidad de ocho horas reglamentarias de sueño hicieron que no fuera persona durante el resto del día. Esto sólo se hace por una amiga… pensé, hasta que deje de ser una amiga. Of course.
 
Como todo el mundo sabe, una resaca es un agujero negro en el que los recuerdos son difusos, el pensamiento se licúa y el resto de seres humanos son expedientes X sin resolver. Supongo que por eso precisamente, a media mañana me llamó Fred para comentar la jugada de Carma durante la noche anterior con Víctor; seguro que por eso el Gran Jefe me pasó una orden para proyectar una estrategia de recorte de sueldos a los empleados en un 1% para el año próximo, asunto que le correspondería hacer a él; y definitivamente seguro que por eso los astros se conjuntaron para que una lluvia de llamadas y de compañeros acabaran por ponerme la cabeza mucho peor que como la tenía cuando me levanté. En realidad, hace tiempo que desconfío de las casualidades, del destino o de la suerte y la mala suerte, pero cómo llamar si no a ese tipo de albures. Al fin, son palabras que explican casi todo aquello para lo que no tenemos ganas de pararnos a razonar y analizar convenientemente, no vaya a ser que en el camino nos encontremos con esas piedras en el zapato que tanto nos incomodan al andar. La vida es una tela que viene confeccionada de fábrica y luego nosotros nos encargamos, nos dejen o no, de cortarla a nuestra medida. Uf, qué metafísica estoy. Será que no como.
 
Pues eso, que cuando salí del trabajo estaba hambrienta y muerta de sueño. Cerca de casa me paré en el Pinocho’s. Me comí un plato de macarrones a la putanesca y una ración de tiramisú para mi solita. Luego me fui a casa, me puse el camisón azul gris perla, desconecté el móvil y el teléfono y me quedé con el aire acondicionado tirada sobre el sofá, con el TV encendido, más pancha que una odalisca de Fortuny. Después de la tormenta llega la calma. A eso de las 11 de la noche me desperté, todavía con sueño, pero ya muy despejada de aquel agujero negro que ahora había desaparecido por el desagüe de mis órganos vitales. Me levanté, pasé por el baño y me metí en la cama cual gata de angora. Acurrucada, buscando el frufrú de la sábana y el paraíso de los sueños. Y soñé que salía por la noche y me pasaba la noche bailando y llegaba mi ex marido y celebrábamos el reencuentro…  ¡Aaaggghhh, qué pesadilla! Y es que a veces el destino no se cumple en nuestras grandes aventuras cotidianas sino en las pequeñas pesadillas de nuestros sueños más íntimos. Juro por Dios que noches como la de ayer ni una más y a Sabina que le den.

 Jueves, 13

 
Suenan campanas de alivio en el curro. El Gran Jefe se va de vacaciones. Desconozco si solo o acompañado. Yo, desde luego, no iría con él ni a comer el mejor socarrat de la Albufera. El problema es que ahora la Gran Jefa soy yo. Sí, señoras y señores, me quedo al mando. Y lo peor es que, en el otro ala del edificio, también se queda Menéndez el trucha. Al parecer ya se fue de vacaciones en junio. Prometo contarles cómo van yendo las cosas, aunque mucho me temo que voy a necesitar un intérprete para explicarle que no me utilice como intermediaria en sus asuntos de logística. Pesado es este Menéndez, oigan.
 
—Estos expedientes son los que corren más prisa. Te dejo al mando. Yo me voy de safari fotográfico a Kenia. Ya me cuentas a la vuelta. Por supuesto, llámame para cualquier duda.
 
Ni lo pienses, so mamón, me dije en silencio mientras le mostraba al Gran Jefe mi mayor sonrisa y le ofrecía mis más falsos deseos. Que se lo coman los leones. Aquí no hace ninguna falta y, por supuesto, anda listo si cree que le voy a dar el placer de llamarle para preguntarle nada del trabajo. Antes me corto la mano.
Y es que por lo visto, y según una investigación del Institut Universitari d’Estudis de la Dona, una gran mayoría de hombres piensan que son imprescindibles en sus trabajos. Lamentablemente piensan lo mismo cuando están con sus parejas o en sus casas. Y, además, son contumaces como asnos. Esta última afirmación es fruto de un estudio personal basado en cerca de doscientos hombres con los que he compartido trabajo, casa, amistad, sexo o simplemente un ratito de conversación.
 
Y ante tanta y tan abrumadora información ya vislumbrada por la experiencia, lo mejor que podía hacer era volver a quedar, como todos los jueves, con mis queridas Fred y Carma. Esta vez me retrasé hablando con mi hermana, encantada con París, su Pierre, su glamur, su privilegiada escuela de diseño y sus noches de blanco satén. Por eso piqué algo en casa y luego fui directa al Bubble’s.
 
Carma estaba sentada junto a la barra, con cara de pocos amigos, oyendo a Víctor, su ex. Por su parte, Fred hablaba muy animada con Nacho, el niñito cantante que me beneficié el finde pasado, y con otros dos que me había presentado
pero de los que no recordaba su nombre. Ni falta. Así que me acerqué a la barra y le pedí a Bono que me pusiera lo de siempre. Lo cierto es que el Bubble’s estaba poco animado. Era jueves, noche, pero extrañamente no había demasiado ambiente. ¿O tal vez era yo la que no estaba ambientada? ¿Qué me pasaba? ¿Era el cansancio semanal, un agosto más, la envidia que me corroía porque el Gran Jefe se iba a un safari fotográfico? ¿O simplemente era una cuestión hormonal? Ni idea, pero estaba más aburrida y más sola que la una. En estas se acercó Bono y me dijo que una chica, amiga suya, quería hacerme una propuesta. Mi sorpresa fue mayúscula. Giré la cabeza y la vi en el lugar de la barra reservado para los camareros. Era igual que un nenúfar. Bono le hizo un gesto y se acercó. Joven, morena, los ojos verdes o azulados, no sé, y las manos pequeñas como casi todo su cuerpo. No sé bien cómo ocurrió, pero cuando Bono me la presentó, nos dimos sin querer un beso en los labios. Se me hizo extraño. Olía como su nombre: Rocío. Era fotógrafa y buscaba modelos para su próxima exposición. Quería que posara en su estudio. Rocío llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo. De repente, creo que fui yo la que enrojeció. ¿Y por qué no?, me dije. Al cabo, si unos se iban de safari fotográfico, qué me impedía a mí ser la leona de un safari urbano. De inmediato una sonrisa de satisfacción y estima se me plantificó en el centro de la cara. El finde prometía.
 
—Bono, por favor, ponme otra. Y tú, cielo, qué tomas.
 

 

Segundo finde.

 
No podía dejar de mirar el rojo de las uñas de sus dedos. No sólo de los pies. También los de sus manos. Sobre todo con cada clic de su cámara.
 
—Sonríe, ríete, échate hacia atrás —clic, clic, clic—, mírame, eres un ángel, mírame, con rabia, con dolor, ¿sabes llorar? —clic, clic, clic—. Pues llora, vamos, vamos. No, no. Así no. Miénteme, miénteme, no me muestres cómo eres. Eso es. Dame tu mentira, vamos, vamos, dámela. Esos ojos, esos ojos. Así, así. Sólo es una pose. Interpreta, así, así, —clic, clic, clic. Eso es, interpreta, sigue, frunce los labios, los ojos, baja la cabeza, así, ahora mírame —clic, clic, clic—, mala, muy mala. Ahí, ahí, aguanta. Vale. Un descanso.
 
Rocío me había citado el viernes al atardecer, en una casa con azotea. El amarillo asfixiante de la tarde fue flameándose hasta alcanzar aquellos rojos de Tiziano y luego, con los últimos rayos, mudarse a esa paleta de melocotón maduro, con los azules altos y metálicos profundizando hacia la oscuridad estelar, hasta aparecer, entre el incendio del horizonte y el cenit del cielo, los azures, lavandas y violetas.
Durante la sesión estábamos tan concentradas que parecíamos profesionales. Y sin embargo, no pude quitarme esa sensación de tan pronto estar junto a la persona más responsable sobre la faz de la tierra como de repente ante una joven atolondrada. Bajamos a su casa, me acercó una cerveza helada. Puso un CD de Russian Red. Era de pocas, muy pocas palabras. Me miraba y dejaba de hacerlo. Esquiva, juguetona, marcaba unos pases de baile, leve, empinaba la botella, desafiante… Se hacía tarde. Me fui.
 
El sábado a primera hora, ¡a las siete!, nos paseamos por la ciudad. Era esa hora en la que el azul de la mañana es tan limpio que parece blanco. Y era esa hora en la que una está hecha una muñeca de trapo, con la cara de galleta y los ojos a la altura de las tetas. Pero era la hora que precisamente buscaba Rocío. Reconozco que mi plena disposición durante la tarde anterior ahora se había transformado en una incómoda vergüenza. No me apetecía que alguien conocido pudiera reconocerme, posando por aquellas calles estrechas y clandestinas donde es difícil ver alguna vez la luz del sol directamente sobre el asfalto. Pero me puse el disfraz e interpreté mi papel de mujer urbana, liberal y dinámica tal y como Rocío me había solicitado. Luego, cuatro horas después, guardó su cámara y me dijo que, por su parte, ya había terminado. Era pronto, pero el sol ya apretaba y nos fuimos al centro a refrescarnos. A diferencia de la tarde anterior y del tiempo que duró la sesión matinal, ahora Rocío no sólo parecía dispuesta a hablar, sino que, además, apuntaba hacia conversaciones que me interesaban sobremanera: música, viajes, arte, moda y cotilleos muy variados. Más tarde nos sentamos en una terraza y la invité a comer. Las tres cervezas del aperitivo ya me habían hecho efecto y las distancias entre su rostro y el mío ya sólo era una cuestión ajena a nuestra voluntad. Al fin, nos ofrecimos un par de besos furtivos: nuevos, excitantes y jugosos. Lo malo fue que en cuanto alcé la vista allí estaba el rostro y la frente austera de Menéndez, el trucha, saludándome con una sonrisa que no me anunciaba nada bueno. Y es que no estamos todavía preparados para abandonarnos sin miedo a las buenaventuras y placeres que nos ofrece la vida urbana actual. Su presencia me fastidió. Pero había que superar el momento y disfrutar.
Volvimos a su casa. Qué placer adentrarnos en el frescor de la penumbra, descalzarnos para sentir el frío del mármol y dejarnos caer sobre el sofá.
 
—Si quieres, puedo hacer fotos desnuda —dijo como si me estuviera ofreciendo un café. Me quedé perpleja, tal vez algo noqueada, pero sólo un instante. —Bueno —se explicó—, no te ofendas, pero todas acabáis queriendo tener fotos desnudas. Así que no serías la primera.
 
La hubiera abofeteado o le hubiera emborronado todo su russian red de los labios por la cara, pero me ganó su franqueza y aquellas uñas rojas, pequeñas como botones. Pensé que era una de las más hermosas provocaciones que me habían hecho desde hacía mucho tiempo. Así que me alcancé hasta ella y la morreé en esa boca de gajos lascivos. Pasó lo que me apeteció que pasara. Luego, abandonadas entre la pereza y la lujuria, le dije:
 
—Ahora ya puedes hacerme esas fotos.
 
Sonrió. Cogió su Pentax y comenzó a disparar. Esta vez no hizo falta que me indicase nada. Ya sabía yo muy bien las poses y los gestos que debía poner.
Por fortuna, reconozco enseguida la sabiduría de quienes no quieren adentrarse en futuros imposibles y se despiden con el recuerdo de un presente tierno, divertido e imborrable. Tal vez tan imborrable como las fotos que Rocío prometió enviarme a la dirección que dejé junto a su barra de labios.
 

sussirojas@gmail.com

 

Reseña de La calle de la tiendas oscuras, de Patrick Modiano, y de La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe. Por Israel Paredes (10/04/2009).

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Fotografias y fantasmas

 

1. La calle de la tiendas oscuras, dePatrick Modiano.

 Guy Roland ha vivido durante muchos años sin pasado, anclado en el presente, trabajando para una agencia de investigación dirigida por su amigo Hutte hasta que éste se retira. Entonces, Roland decide emprender una nueva –y quizá definitiva– investigación: la de su pasado: averiguar quién es en realidad. Así arranca La calle de las tiendas oscuras, novela de Patrick Modiano, escrita en 1978.

A través de un estilo conciso, directo, sin apenas ornamentos pero, a la vez, muy atento a las descripciones, tanto físicas como emocionales, Modiano somete a Roland a una sucesión de encuentros-entrevistas con personajes que, de una manera u otra, pudieron tener relación con él o con personas que pudieron conocerle. Poco a poco, Roland va recuperando la memoria, la niebla inicial va desapareciendo y los fantasmas del pasado –él mismo– toman forma. Al comienzo no son más que borrones en su memoria; poco después, formas reconocibles. Cada capítulo corresponde a una entrevista, a un momento del pasado, también a una información recalada por Roland, conformando todo ello una trayectoria que hará que el ya anciano Roland vaya descubriendo qué persona fue, o, mejor dicho, las diferentes personas que pudo ser. Su regreso a la época de posguerra trae consigo la introducción en una época oscura, la cual es representada por Modiano a través de la pérdida de memoria de Roland que puede ser ante todo el deseo por olvidar un momento gris, tanto personal como histórico. De este modo, Modiano habla de una época y un tiempo sin incidir en él, dejando que sea la propia narración personal de Roland la que la cree y de sentido. Las descripciones ambientales acercan a La calle de las tiendas oscuras a un relato noir, aunque rehúye el crear una novela de género: se sirve de ciertas bases –más atmosféricas que narrativas– y a partir de ellas crea una novela que va más allá de cualquier condición genérica.

Con La calle de las tiendas oscuras Modiano plantea cuestiones acerca de la identidad del individuo tanto en lo que atañe a lo personal como a lo colectivo. ¿Cómo saber quién es uno cuando todo lo que se va descubriendo apunta a diferentes personalidades? ¿Son todas ellas viables? ¿Es posible que en verdad, en nuestro pasado, con diferente aspecto, tengamos varias identidades y cada una de ellas se corresponda a una mirada particular?

La novela se abre con una frase sencilla y concisa: No soy nadie. A partir de ahí: la reconstrucción de un pasado que se va conformando a base de retazos, de fragmentos encontrados. Y el mecanismo de la ficción como vehículo para esa reconstrucción.

¿Es posible a través de la literatura dar cuenta de ella? ¿Qué supone cada relato individual, cada objeto recuperado?

Uno de los aspectos más curiosos de la novela de Modiano es cómo en cada entrevista Roland consigue recuperar algo del pasado. Objetos, fotografías, anotaciones… va recopilando una serie de elementos que en un principio no le dicen nada pero, paulatinamente, van tomando una forma en su mente. Dejan de ser objetos en abstracto, del mismo modo que los nombres de aquellas personas que surgen en su investigación y aquellos con quienes se entrevistan abandonan el anonimato o la extrañeza y alcanzan un estatus diferente dentro de su vida y de sus recuerdos. Y entonces el pasado se va reconstruyendo o incluso creando a través de una narración que es en realidad una investigación, no sólo sobre la personalidad de Roland, sino ante todo sobre la imposibilidad de dar cuenta de un pasado a no ser a través de fragmentos encontrados. Un pasado, entonces, ciertamente peligroso. No sólo por aquello que esconde, sino porque no se sabe si en realidad es verdad. Modiano parece querer decir que sumergirse en el pasado –ya sea recordado u olvidado– puede ser peligroso, como asomarse a un abismo cuyo interior depara tanto lo conocido como lo desconocido, cohabitando ambos en armonía y conformando una vida pasada tan reconocible como ignorada. Y ese pasado puede ser tanto aquel que un amnésico va descubriendo poco a poco como aquel que cualquiera intente averiguar a través de una reconstrucción fragmentaria.

Ahora bien, Modiano, a través de Roland, pone de relieve que, quizá, el pasado, no es tanto aquello que recordamos o dejamos de recordar como aquello que ha quedado en aquellas personas que conocimos y en aquellos objetos que poseímos. Y por tanto, la recuperación de ambos es una manera de recuperarnos a nosotros mismos.

 

2. La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe.

Rosamond ha muerto. De su herencia surge, en primer lugar, un nombre que parece no decir nada a casi nadie de su familia: Imogen. Sólo Gill, su sobrina y una de las herederas, la recuerda levemente del pasado. Recuerda que era una joven muy hermosa y, ante todo, que era ciega. Poco más y no es suficiente. Sin embargo, parte de la herencia de Rosamond es para ella, entre otras cosas, un conjunto de cintas de casete que Rosamond le ha dejado. Pero tienen que encontrarla. Así, Gill, junto a sus hijas, comienza a escuchar las grabaciones de su tía y que son la descripción/narración de un total de veinte fotografías.

Veinte fotografías. Rosamond va describiendo una a una las imágenes que tiene ante ella mientras graba su voz, cercana a la muerte –sabe que va a morir–, para que la ciega Imogen pueda hacerse una idea que aquello que sucede en el interior de las instantáneas. Sin embargo, el procedimiento encubre un deseo mayor: el dar cuenta de la vida de la abuela y la madre de Imogen, en parte también de la suya, claro, pero ante todo revelarle a Imogen quién es realidad –porque por determinadas causas, que no se deben revelar, no lo sabe–. Y así, Jonathan Coe, en La lluvia antes de caer, su última novela, nos sitúa ante el recuento de varias vidas que se suceden desde la década de 1940 casi hasta la actualidad en Inglaterra.

¿Qué es una fotografía? Coe no quiere responder a ello, aunque en un momento dado, en boca de Rosamond, nos diga que las fotografías nos traen un sinfín de recuerdos, pero aún así las imágenes que recordamos, aquellas que se encuentran en nuestra mente/memoria, pueden ser más reales que cualquiera que una cámara pueda recoger en su película, porque Rosamond usa las fotografías iniciales como punto de partida para ir desglosando a partir de ellas aquellos recuerdos que le interesan transmitir a Imogen y que, en ocasiones, no tienen mucho que ver que las fotograf
ías, otras veces sí, al menos como punto de arranque, pero lo más importante es el relato que ella misma va construyendo a partir de su memoria. Su vida, la de Beatrix, su prima, la de Thea, la hija de Beatrix, la de la propia Imogen, se van conformando a través de fragmentos narrativos mostrados cronológicamente pero con importantes elipsis temporales que a veces se complementan más adelante, otras no, porque en verdad Rosamond, la narradora de La lluvia antes de caer, no ornamenta su narración con elementos superfluos: desea ir a aquellos sucesos realmente importantes para sus propósitos. A este respecto, Coe trabaja con maestría la fragmentación de la novela, la reconstrucción de un pasado que, para Rosamond, está compuesto por fotografías y fantasmas.

Lo importante no es tanto aquello que se ve en la fotografía como aquello que se puede ir tejiendo a partir de ella. Una vida a base de retazos pero perfectamente hilvanada a través de un pulso narrativo magnífico. Coe demuestra saber cómo ir avanzando la narración y que al final todas las piezas encajen en el momento preciso. La lluvia antes de caer podría verse de alguna manera como una novela de mujeres, sin embargo, va más allá. Se trata de un trabajo literario que busca convertir la narración de una vida en una ficción. También es un retrato de cinco décadas de historia inglesa a través de elementos atmosféricos, detalles descriptivos: la evolución personal de Rosamond, sus movimientos, su vida, su relación con los demás, van dando cuenta de cómo el país cambia o no lo hace, de cómo era el ambiente reinante en cada momento. Coe parte de lo individual y logra construir algo más general, aunque al final lo que predomine sea el acercamiento personal a unas vidas cuya existencia ya es de por sí lo suficientemente relevante.

Una novela sobre aquello que ha quedado atrás y que aún, en el recuerdo, se puede recuperar. Aunque para ello haya que recurrir a los fantasmas que habitan las fotografías.

Underground: “La 2 contra Michael Haneke”. Por manolo D. Abad (06/07/2009).

El mundo al revés: el pasado lunes 27 de julio de 2009 me dispuse a ver en La 2 la película de Michael Haneke Caché (Escondido). Dada la penuria de cine de calidad en las televisiones patrias -más aún de cine europeo- la velada pintaba prometedora. Pero no. Para mi sorpresa, nada más comenzar el film, con unos seis minutos de proyección, llegó el primer corte publicitario. En ese momento pensé que ya no habría muchos más, recordando los tiempos en que, siguiendo las directrices europeas, se realizaba un único corte que solía coincidir con la mitad de la película. Pero no. Los tiempos de reforma han llegado a La 2 para cargarse su singularidad. ¡Hasta cuatro cortes publicitarios sufrió Caché (Escondido)! El vía crucis que supuso tratar de seguir una película con más cortes publicitarios incluso que otras cadenas comerciales sólo se pudo superar por la calidad de la cinta. En caso contrario, hubiera desistido de verla hasta el final mucho tiempo antes. ¿Son estos los tipos que vienen a arreglar TVE? Seguro que son los mismos que pretenden cargarse Radio 3 para convertirla en una absurda radiofórmula más, ahora que Los 40 y demás andan de capa caída. Los mismos que echaron, vía jubilación anticipada a un montón de profesionales expertos para reducir una plantilla que a los dos meses volvieron a engrosar con jóvenes pipiolos que superaron en número a aquellos que habían servido para aligerar previamente el staff. En TVE sucede lo mismo que con las reformas educativas: cada nuevo cambio va a servir para empeorar aún más. Para septiembre -¡miedo me da!- pretenden acabar con la publicidad. Bien está la idea, pero de poco sirve si siguen sin recuperar el espíritu de una cadena pública con la calidad, con mantenerse al margen de la basura, del sensacionalismo, de la pobreza generalizada a la hora de tratar la cultura… Baste ver cómo han desaparecido las proyecciones de películas europeas de los 60 o 70 en versión original subtitulada, por ejemplo (como mucho una o un par de pelis en V.O. por semana para cubrir el expediente) para dudar que la nueva reforma vaya a ser la panacea prometida. Por no hablar de esos musicales grimosos, con jovenzuelos ignorantes hablando como presentadores de radiofórmula o de la inexistencia de un programa sobre literatura mínimamente ponderado o de un largo etcétera que sería demasiado prolijo enumerar. Crucemos los dedos y esperemos, con paciencia y esperanza, lo venidero.

Un agosto muy ligero (1), por Sussana Rojas, Del 3/08/2009 al 9/08/2009.

LUNES, 3

 
Mi jefa se ha ido. La muy… Es agosto y abandona el barco. A cambio, muy sospechoso, se ha quedado el Gran Jefe, lo que significa que me toca a mí el antiguo IBM a por esto y por lo otro. Conste que ha sido él quien le ha permitido irse con la que nos está cayendo. Porque hay que rebajar o estirar el presupuesto, según se vea, y preparar los pagos y las nóminas y los avances y lo que venga.
Pero la cosa, al menos ayer, no dio para mucho y lo que se anunciaba como la madre de todas las debacles todavía no ha sucedido. El Gran Jefe de reunión en reunión y cerrando la puerta porque le toca, pero al fin sin fumata. Así que mientras esperaba a que se aclarasen, me abandoné con Beti, cara de muñeca, o mejor, ella se abandonó en el confidente de mi despacho. Acaba de regresar de vacaciones y ya me ha endosado lo bien que se lo ha pasado en Cuba, porque es que allí los tíos, tía —confesó sin darme opción a abrir la boca—, te escuchan, te miman y hasta ellos mismos te dan el helado de fresa y chocolate en cucharilla, para que sólo tengas que abrir la boca y chupar hasta morirte del gusto. Y mientras describía con más detalles me pareció que Beti, cara de muñeca, restregaba su culito en el sillón con un mohín fruncido y caída de párpados incluida. Ni le pregunté a cuánto le salió el helado porque en estos casos es de mal gusto aguar esos recuerdos tan ricos con los que una se consuela durante el invierno. Ha llegado morena como un habano, con un vestido escotado hasta el ombligo de color rojo rojo rojo y una luminosa sonrisa tan larga y abierta como la playa de la Malvarrosa. Siento envidia negra como el carbón, eso sí, con mi mejor sonrisa.
Luego me comí unos espaguetis y volví. La espera se terminó cuando, casi al final de la tarde, me llamó el Gran Jefe. Puedes irte, pero no les digas nada a los de presupuestos, me dijo en tono confidencial. Pobre Gran Jefe, como si los de presupuestos o yo misma no supiéramos lo que hay. Es lo que tiene ser Gran Jefe cuando no se está todavía madurito para estos menesteres y sin saber que, aunque te cuelgues la corbata, las formas de un hombre comme il faut no se improvisan. Le pusieron el pasado invierno, a dedo, desde Madrid, y desde entonces no ha solucionado ni una. Seguro que mi jefa se lo ha hecho pagar y a cambio de su ayuda le ha dicho que ella en agosto hacia mutis por el foro. Eso es lo que pasa cuando no se es ni cabeza de ratón ni cola de león, que una gobierna a sus anchas y no como yo que sólo soy cuerpo. Eso sí, un cuerpo como Dios manda.
El resto me lo pasé en casa, delante de una ensalada muy pobre, hablando con mi hermana la loca que vive en París y viendo Cosmopolitan TV hasta que me entró un sueño de muerte. Pues eso, hasta mañana, París.
 
sussirojas@gmail.com

Martes, 4

 

Ayer fue un día horroroso. La tranquilidad del lunes fue la tormenta del martes. Porque ¿qué es lo peor que le puede pasar a una chica cuando va al trabajo? En cuanto me senté en el despacho y noté que se me había olvidado ponerme la braguita, lo primero que me subió fue la temperatura y allí solita enrojecí como una fresa de regalo. Ya sé que no todas piensan lo mismo. A Silvie, por ejemplo, le encantaba salir conmigo por las noches sin nada debajo, pero es que ella venía de París y aquí, en cuanto les da un poco el sol, se ponen muy ohlalá. Pero aquello ocurrió hace ya muchos años.
Ahora no tenía escapatoria posible y lo segundo que me subió fue la histeria. Comencé a hacer señales, gestos y bufidos para que a ningún gestor económico, y mucho menos a Elenita la analista o a Beti cara de muñeca, se les ocurriera atravesar el muro de mi vergüenza que separaba mi desnudez de la urgencia de sus expedientes e informes. A las diez ya estaba en el centro de mando del Gran Jefe, cargada hasta las cejas de carpetas, documentos y toda la inseguridad del universo bajo mi vestido de Dolce&Gabbana, que para eso una se lo gana y tiene el body que alimenta. No es por nada, pero estoy muy buena.
Por su parte, el Gran Jefe traía la cara de diez lunes juntos y durante todo el día se dedicó a brindarme uno tras otro bostezos salvajes supurantes de halitosis. Al final terminé corrigiendo los desaguisados que el Gran Jefe junto con otros grandes jefes de otras grandes áreas habían solucionado la tarde noche anterior, pero como un sudoku mal hecho. Lamentable. Como mi obsesiva desnudez que me hacía llevar los ojos al asiento cada vez que me levantaba. Pánico por si veía alguna huella de mi desnudez. Ya, ya lo sé. Es el tópico de siempre, pero la diferencia está ahí y funciona: las mujeres sufrimos en silencio y los hombres bostezan como leones. Y es que para esto, los chicos son una fuente de franqueza: igual despiertos que recién follados.
Paramos una hora para comer y, of course, me fui como un Ferrari al Centro Comercial para vestir mi desnudez más íntima. Esta vez regresé completamente vestida y así pude terminar la jornada: agotada pero segura. Cuando me despedí del Gran Jefe, me dijo algo que no entendí. Sólo pude avistar cómo levantaba la mano al tiempo que bostezaba.
Estaba muerta, pero tuve fuerzas para llegar a casa, cenar y darme un pequeño homenaje en forma de chocolate. En esas estaba cuando me llamó Noa.
—No te lo vas a creer, tía —me dijo con voz expectante—.
—¿El qué? —pregunté mientras me chupeteaba los dedos mirando la tele.
—Esta mañana, voy en el autobús, camino del trabajo, y de repente me doy cuenta de que se me ha olvidado ponerme la braguita…
—¿Y…?
—Qué gustito, oye.
—Ya. Qué me vas a contar.

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Miércoles, 5.
 
 

Ayer a última hora, tras confirmar que lo peor del terremoto presupuestario para este año ya ha pasado, el Gran Jefe, vestido con un traje de Boss y una cara a juego, mucho mejor que el día anterior, dónde va a parar, me felicitó por tanta entrega y profesionalidad en momentos tan complicados. Yo se lo agradecí y atontada por el cumplido pensé que algo bueno iba creciendo en este anteproyecto de ejecutivo puesto a dedo.
 

En realidad tenía que haber aprovechado el momento para plantarme y decirle que quería negociar un aumento de mis condiciones o, de lo contrario, que supiera que mi currículum vítae estaba circulando a toda pastilla para ponerme en venta desde ese mismo instante, que esto es el mercado y que lo toma o lo deja y que ya tendría noticias de mi representante.
 
Porque el mercado es mercado, igual que fútbol es fútbol. Y como en los fichajes de verano, yo también me exponía en la pasarela canicular y a ver qué pasaba. Así que si me quería como hincha incondicional de la empresa, ya estaba proporcionándome un nuevo contrato, sustancioso, con mejora en sueldo, objetivos, plan de pensiones y acciones de la compañía. Yo, como los futbolistas, también soy una mercenaria. Y, además, de las mejores en mi posición. A ver si no quién les hubiera solucionado la papeleta.
Estaba yo en estas felices elucubraciones cuando una voz queda y melosa, aflautada y pastoril para más señas, me dijo:
—Por cierto, a finales de la próxima semana me voy de vacaciones. Te quedas al cargo de todo, ¿vale? Gracias, lo has hecho muy bien.
El Gran Jefe volvía por sus fueros adolescentes y de paso ahogaba mis ínfulas mentales. Pero hay que ser tonta: las mujeres nos conformamos con un poco de atención, dos palabras de reconocimiento y una de gratitud. Sólo le faltó añadir que mi utilidad marginal como hincha de la empresa era igual a cero. Pero no. No lo dijo. Eso lo dije yo. Así que, bonita, mejor te quedas como estás. Que para llegar a CR o KK mejor te vas a trabajar a Londres, París o Madrid.
 
Por la tarde me entregué con toda el alma a restañar mi cuerpo. Mientras decoraba mis uñas hablaba con Carma y luego, mientras dejaba que los potingues obraran el milagro en piernas, cuerpo y cara—para eso me gasto la pasta en ellos— charlaba con Fred. Las tres somos amigas, el fin de semana se acerca, mañana es jueves y la sangre por la noche corre a toda velocidad. Comparada con mi empresa, la noche es una jungla peligrosísima y hay que sacar todo el arsenal si una no quiere quedarse para vestir santos. No hay más que ver la cara a algunas jefas. ¡Uf!, sólo de pensarlo me dan escalofríos.
 
Y para compensar los sinsabores de los días anteriores, estuve probándome la ropa que iba a ponerme durante todo el fin de semana. La verdad es que estoy desbocada como un caballo salvaje. Mm, esto se pone interesante, pensé, y ¡flop!, de improviso me quedé dormida.

 

Jueves, 6.

 
Me las prometía yo muy felices. El Gran Jefe, amén de joven anteproyecto de ejecutivo, también es un calzonazos y un pusilánime del tamaño de un par de huevos de avestruz. Porque, claro, otros grandes jefes le han tomado la medida y ahora resulta que le han comido tan bien el terreno que me lo han dejado de puntillas mirando a la pared. Menéndez, el otro gran jefe, tiene los ojos pequeños y muy juntos, con una nariz finísima y larga que nace ya desde su frente despejada. Parece una trucha o un salmón, espasmódico y escurridizo, como si acabaran de pescarlo. El caso es que ahora tengo a otro mameluco encima y sólo espero que cuando el Gran Jefe se vaya de vacaciones, Menéndez el trucha no me toque demasiado las narices con sus opiniones tan cargantes. En fin, es bien sabido que la presuntuosidad de un hombre siempre tiene una parte de necesidad y otra de mediocridad. Pero la mediocridad de un hombre no tiene fondo.
 
Al mediodía salí a tomar café con mi Beti cara de muñeca, feliz de conocerse a sí misma después de su trip por el Caribe —está planeando muy seriamente su próximo desembarco en La Habana— y con Angie, una de esas mujeres de las que nadie diría que es una mujer, básicamente porque como tal es invisible. A ella parece no preocuparle su fealdad y tal vez será por eso que su lengua es demasiado larga y viperina. De lo poco inocente que dijo, fue que el sábado visitó en El corte inglés de la Avenida de Francia una exposición sobre la evolución de la ropa interior masculina. La idea me gustó como para ir por la tarde con Fred y Carma. El slip customizado de Warhol basta para eliminar al rubito de la historia del arte. Menuda imbecilidad. Como casi todo lo que hizo él y tantos otros, sigue sobrevalorado. Como arte, yo no pagaría ni un céntimo por ese brief decorado por Andy. Menudo camelo. Y dicen que está valorado en 300.000 euros. A mí el que más gracia me hizo fue uno azul con caracteres chinos y una apertura horizontal, muy útil para ellos y muy atractivo para mí. Bueno, el caso es que nos hicimos unas risas a cuenta de los calzoncillos. La verdad es que con lo que son para sus cosas, qué pocos hombres ponen atención en sus cositas. Tal vez por eso les gusta tan poco contemplar nuestra ropa interior. Carma nos confesó que ya sólo se desnudaba con sus conquistas a oscuras, pero Fred, a veces tan francamente bocazas le dijo que a ella no se la pegaba, que eso no lo hacía por la desidia de ellos sino por la inseguridad de su cuerpo. Carma casi se la come.
 
Nos fuimos a tomar una copa al Bubble’s. Había un grupo tocando. El cantante era guapo y mientras entonaba Every Little thing she does is magic yo me fui imaginando qué tipo de calzoncillo llevaba. Luego se acercó. Me pareció menos guapo de cerca, pero me resultó divertido y, sobre todo, muy tierno cuando me contó sus éxitos. ¡Cuánto nos necesitan los hombres para contarnos sus batallas! El caso es que mañana hemos quedado para cenar. Ya veremos qué es lo
que hay que ver. Y ya luego, frente al espejo, mientras me desmaquillaba, no sé por qué, me pregunté cómo serían los calzoncillos de mis Grandes Jefes. Sonreí. Me sienta muy bien sonreír. Dormí como una reina egipcia.

Primer finde.

 El viernes quedé para cenar con Nacho, el cantante que conocí el jueves en el Bubble’s. La cena la pagué yo, las copas las pagué yo y los porritos los puso él. El sexo fue paritario: yo el 50 y él el 30. El 20 por ciento restante fue materia oscura. Sobre todo porque si a los cuarenta un hombre no tiene una casa propia a la que llevarte es que todavía no ha pasado la fase anal y así hay cosas que son muy difíciles de aprender si no se aprenden por uno mismo. Pero esto a las mujeres ya no nos extraña: cada día hay más hombres niños, incapaces de abandonar el calor del útero materno. En fin, que la cama también la puse yo. Un placer que te susurren canciones al oído, pero qué quieren que les diga, prefiero el silencio antes que saberlo todo sobre una virtual protosuegra después de un par de metesacas insustanciales.
Lo mejor fue que Nacho no tenía pretensión alguna que no fuera el éxito musical y por eso ni siquiera fue necesario echar mano de las humillaciones selectivas que tanto joden a los machitos. En apenas un par de horas me presentó a una buena cantidad de amigos y otros seres de la noche, nos divertimos y tuvimos un poco de sexo muy higiénico. Suficiente. Lo peor fue el despertar, cuando se puso gallito y creyó que iba a poder tratarme como a una de sus fans veinteañeras. Y es que a ciertas mujeres nos encanta que nos traten como a princesas o como a hembras, pero sólo cuando hemos encontrado a nuestro príncipe o a nuestro iaculator.
Nacho se fue el sábado por la tarde, tras dejarme la nevera como el primer día que la compré. Que me llamaba, dijo. No, no te preocupes. Si yo estoy bien, hombre. No me extraña que me dijese que su madre ya le había advertido que no había mujer que le mereciera. No sabes qué razón tiene tu madre, pensé cuando cerré la puerta y solté un largo y hondo ¡uuuff!  
El domingo por la tarde quedé con Carma en el Lisboa. Luego llegó Fred, muy excitada, con su melena pelirroja y su cara de conejito azul despistado. Que Ramón, su ex, había vuelto a aparecer y ahora qué hacía con Hugo. Que ella a quien quería era a Ramón, pero sabía que no servía para tener una relación estable. Que Hugo, sí, pero que le resultaba aburrido y como del siglo pasado. Aunque reconocía que tenía sus ventajas. Le ayudaba con su hija, le llevaba a la compra, le hacía los recados, organizaba los viajes y le daba todos los caprichos que quisiera.
Carma, de sobrada, lo tenía claro. Pero cuál es el problema. Hugo para comer y Ramón para picar.
—¡Ag! Cómo eres Carma. No te enteras de nada. Es que Ramón es el hombre de mi vida y a lo mejor cambia.
—Pues por eso, alma cándida. El hombre de nuestras vidas dura uno o dos años como mucho y nunca cambia, pero nuestros caprichos, querida, duran toda la vida y siempre son distintos—sentenció muy afectada, en plan Oscar Wilde.
Lo malo es que la historia con Ramón, casado, tres hijos, amante conocida y a saber qué otras sorpresas guardaba en el fondo del armario, ya duraba doce años. O sea, que o bien Ramón se había convertido en otro capricho de Fred, el único que Hugo no iba a proporcionarle, o sencillamente nuestra amiga padecía el síndrome de Estocolmo.
Acabamos dando vueltas sobre Hugo y Ramón, les conté mi aventura con Nacho y al fin Carma nos confesó que se había pasado todo el finde leyendo, enganchada al primer libro de Stieg Larsson. Una delicia, dijo.
Y es que a veces una buena lectura vale más que la tontería de tantos hombres.

Reseña de La vida es un guión, de Isabel Coixet. Por José Havel (03/08/2009).

Isabel Coixet, La vida es un guión, Quinteto, Barcelona, 2007.

 

¿Sirven para algo las películas?

De la misma manera que todo buen filme alberga un discurso sobre el propio cine, el buen cine reflexiona acerca de sí mismo sin orillar el reflejo de la condición humana. Unos principios de los que participa, desde su mismo título, La vida es un guión, libro concentrado y en envase pequeño, como un perfume, en este caso hecho de unas esencias básicas llamadas sensaciones, ideas, cine, libros, arte, vida. Y como sucede con los buenos perfumes, el aroma de sus páginas perdura en nosotros tras su lectura.

Uno de los atractivos de esta colectánea de textos breves, la mayoría de ellos publicados originariamente en el medio periodístico, que pudimos leer ya en 2004 tanto en catalán (La vida es un guió, Ara Llibres) como en castellano (El Aleph Editores), radica en el retrato robot emocional e ideológico que traza de la autora, la cineasta Isabel Coixet, haciéndonos partícipes de su personal visión del mundo y sus obsesiones íntimas.

Apasionada lectora de libros de historia (“me proporcionaron ciertas herramientas para entender el mundo”), Coixet abre el volumen con una serie de apuntes personales, estructurados en forma de diccionario bajo epígrafes por orden alfabético, en torno a una (pos)guerra civil española “que no viví”, pero a cuya sombra desde luego creció. Por ejemplo, el término “Madregilda” recoge la feliz idea de que, sin duda, aquella época oscura se entendería mucho mejor en los colegios utilizando el citado filme de Francisco Regueiro junto a El verdugo y Bienvenido, Mister Marshall, “en vez de los insípidos textos de historia de la ESO”. Entre reflexiones y vivencias familiares alrededor de aquella (pos)guerra que los miembros de su familia vivieron con fatalismo, “como una prueba más de que los pobres, pase lo que pase, pringan más que nadie”, la realizadora catalana deja en el aire alguna que otra pregunta cuya respuesta lógica se ha visto suplantada en la realidad por el sinsentido falaz: “Había dos zonas, la ‘nacional’ y la otra, la del Gobierno legalmente constituido (¿no debería haberse llamado ‘nacional’ esta última?)”.

Interrogantes de similar cariz afloran igualmente a propósito del terrorismo doméstico machista, mal llamado violencia de género, otro de los temas medulares de este libro ligero, que no escrito a la ligera, cuando leemos: “No hay que olvidar que el ochenta por ciento de las mujeres asesinadas han denunciado repetidamente a sus asesinos. Y que, en España, las mujeres agredidas tienen que salir de sus casas con lo puesto y los niños, en pijama, mientras los agresores se quedan en ellas Que alguien me lo explique, por favor.” Con relación a este problema Coixet señala que la historia del cine ofrece, por desgracia, “ejemplos alucinantes de cómo la violencia doméstica ha ido prendiendo en el imaginario del espectador de manera que ésta se ha banalizado y no nos resulta tan fácil descifrar sus códigos”.

Para colmo de males todavía descorazona más asistir, en pleno siglo XXI, a no pocos actos de culto a la identidad diferencial mal entendida. Al respecto se nos recuerda cierta manifestación de adolescentes musulmanas francesas ante su instituto, ¡con la cara pintada con los colores de la bandera de Francia y la consigna “libertad, igualdad, fraternidad”!, reclamando el derecho a llevar velo. Y es que “una cosa es la libertad de conciencia, y otra que esa libertad de conciencia suponga un cañonazo a la igualdad de sexos por la que tanto se ha luchado y tanto se va a tener que seguir luchando”.

Este atomizado –y concienciado— cuaderno de notas concede a asimismo espacio para otras realidades. Desde el apunte sociopolítico a pie de calle (léanse el hipócrita conflicto bélico de Irak o la degradación de nuestra clase política, por ejemplo), hasta la confesión de los miedos, inquietudes y obsesiones personales (las aristas kafkianas del día a día, la tristeza de las tardes dominicales, la adicción a la publicidad inmobiliaria…), pasando –cómo no— por textos preferencialmente cinematográficos. Entre éstos descuella la entrevista con el director hongkonés Wong Kar-wai, que ya justifica por sí sola la lectura del libro; tanto como el grupo de escritos referentes a Mi vida sin mí (2003), cuarto largometraje de la Coixet.

Cerrando este breve pero denso libro, de un sentido y sensibilidad parejos a los de sus filmes, la autora se atreve a responder a una de esas preguntas del millón: ¿para qué sirven las películas? A raíz de determinados encuentros con algunos espectadores de Mi vida sin mí, la cineasta asegura que “por primera vez, tengo pruebas palpables de que una película sirve, reconforta, ayuda a entender las cosas que pasan, a descifrar el denso ladrillo de la vida cotidiana, a vivir”.

Reseña de El Rey de las Dos Sicilias, de Andrzej Kusniewicz. Por Ángel García Prieto (31/07/2009).

Andrzej Kusniewicz

El rey de las Dos Sicilias (Król Owojga Sycylii)

Anagrama. Barcelona, 2009. 307 págs. 17 euros

Traducción de Bozena Zaboklicka

 

Andrzej Kusniewicz (Kolo, 1904 – Varsovia, 1993) era un escritor de lengua polaca, nacido en Galitzia cuando aquella región – ahora ucraniana – formaba parte del Imperio Austro-Húngaro. Aristócrata con estudios universitarios de derecho, arte y ciencias políticas, formó parte de la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, fue confinado por los nazis en Mathausen y luego ocupó diversos puestos diplomáticos en Francia, tras el final de la contienda. En 1950 regresa a Polonia, donde escribió poesía y narrativa; sus dos novelas más importantes, galardonadas con el Premio Nacional de Literatura de Polonia, son Lecciones de lengua muerta – también publicada en España por Ed. Anagrama – y ésta, que también obtuvo el Premio Louis Séguier 1978 para novela extranjera. La primera edición en español es de 1983, aunque ahora vuelve a publicarse en la nueva colección Otra Vuelta de Tuerca. Su obra se parangona con la de Roth o Musil, en cuanto a su temática en torno al final del Imperio Austro-Húngaro y al hundimiento moral de su sociedad.  

El rey de las Dos Sicilias es el nombre de un regimiento de caballería austriaca, originariamente constituido por ulanos sicilianos, movilizado a un territorio fronterizo con Servia en las fechas posteriores al asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, que había de desencadenar la Primero Guerra Mundial. Su protagonista Emil R., es un joven oficial de dicha unidad; hijo de una familia burguesa de Viena, está neurotizado por una morbosa infancia al lado de su sádica hermana mayor y lleno de complejos por el fracasado intento de compensar sus escrúpulos y obsesiones con la creación poética. En la movilización del regimiento, Emil R. y el grupo de compañeros de armas se cruza con el extraño asesinato de una jovencita prostituta gitana, en la ciudad en que está acuartelada la unidad militar y donde el prefecto de la policía local investiga a los oficiales.

Es una novela de estilo poco común, en el que sin llegar a esos experimentalismos difíciles o imposibles de entender, el autor mezcla diverss elementos literarios, como los tiempos verbales, entre el presente y el futuro que parece estar condicionando; el narrador y los tiempos de la narración; el mundo subjetivo y las percepciones de los personajes con los detalles inmediatos o lo acontecimientos históricos evocados; en un bullicio barroco de descripciones sensoriales con un fondo de tensión trágico. Es, sin duda, un fresco que convoca un sinfín de elementos de la realidad a concatenarse en la sinfonía literaria del hundimiento de una persona, como analogía de la hecatombe de un imperio, de una sociedad y de una guerra mundial.

Underground: Verano, el Reino de la Telebasura. Por Manolo D. Abad (30/07/2009).

Este 2009 nos había traído la buena noticia del descenso, en su primer semestre, de los programas de telebasura. Pero se ve que la mierda televisiva posee un gran potencial de resistencia y reciclaje, así que, con los calores estivales, ha renacido con todo su brillo y esplendor. Y es que no hay manera de quitársela de encima. Resulta paradójico que en un tiempo como el estival donde el ocio se postula como el eje de la vida de muchos, la televisión se degrade más aún, en una espiral que no parece tener fin. Antiguamente era un tiempo donde las cadenas rodaban a algunas de sus teleseries de cara a la temporada otoñal. Recuerdo con especial cariño un desternillante mes de agosto –y creo que parte de julio también— que me pasé hace unos años con "A Medias", una corrosiva teleserie creada por nuestro Tom Fernández y que pudo sobrevivir algunos meses más allá del verano. Los meses estivales también eran el momento para revisar viejas teleseries y aquí se llevaba la palma Verano Azul, claro. Pero, metidos ya de lleno en el nuevo Milenio, los capitostes de las principales cadenas apenas si arriesgan y tan sólo La Sexta se apunta a estrenar la nueva sexta temporada de la magnífica NCIS: Navy Investigación Criminal o la cuarta de Numb3rs, o Cuatro decide que es el momento de la estupenda "Dexter" y su cuarto año, aunque, a las dos semanas, se arrepienten y la cambian al horario de madrugada para castigarnos con un patético biopic de… Michael Jackson. Es, por lo tanto, y al margen de los deportes (TVE sólo se ha atrevido a poner en la 1ª dos jornadas de otro Tour español) el momento para que la telebasura resurja, para que tipos grimosos como Jordi González hagan girar su Noria, llenando de porquería el medio televisivo. Leo en los periódicos la última "hazaña" de sus tertulianos (sic) y no me sorprende: un individuo que un día pudo llamarse periodista deportivo agrede a otro personaje –por cierto, ambos con columna en "Marca", ¡manda guebs! –. Suspendido temporalmente (sic), me imagino que habrá recibido un sobresueldo por un revuelo que, sin duda, aumentará audiencias. Propongo que esas "tertulias" las hagan en un cuadrilátero y así ya se muestran tal como son: un engendro sólo apto para la ignominia, la brutalidad y la ignorancia. ¿Es que no se va a acabar esta porquería nunca?