El hombre de Angola, por Gerardo Lombardero. 11/03/2012

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                    El hombre de Angola 
 
             Apuntes para una ficción que se encontró con la realidad 
 
 
Es lógico que, en muchas ocasiones, nos preguntemos cuáles fueron las causas y las circunstancias que llevaron a un determinado autor, a emprender el sinuoso camino que va desde el origen de una novela hasta su conclusión final. Un camino la más de las veces, no exento de asperezas y en ocasiones, de errores en el plan trazado que obligan a rectificar la ruta. El título de este artículo, es también el título de una de mis novelas inéditas, que espera el momento adecuado para ver la luz, que no es otro que la editorial dispuesta a publicar una historia llena de anécdotas increíbles. Porque el hombre de Angola existe, es un portugués de avanzada edad que vive muy cerca de Oviedo y que pasó 25 años de su vida en África, dedicado a la caza como guía profesional.
Cuando lo conocí, todavía hablaba un portugués cerrado muy propio de las colonias lusas. Un idioma difícil de comprender para mí y que me obligaba a incesantes interrupciones y matizaciones sobre términos que ni con la imaginación más desbordante lograba asimilar. Muchos días, cuando me quedaba absorto en sus narraciones, iba tejiendo en mi cerebro un posible relato, lleno de cacerías, lugares remotos y exóticos que poco a poco fueron solidificando hasta que me dí cuenta de que tenía una auténtica novela entre las manos. Si a este soliloquio le sumaba las numerosas fotos con que ilustraba el relato, difícil era sustraerse a la tentación de llevar todo aquello al plano literario. Algunas imágenes mostraban un león cazado en plena sabana, un animal de enorme cabeza junto a la cual, el rudo cazador que parecía sacado de una película, era casi un pigmeo.
Los avatares de la vida, habían llevado al principio de los años 50, a un joven de Lisboa hasta Luanda, la capital angoleña, en busca de mejor fortuna. Aquel joven que comenzó repartiendo en una desvencijada camioneta productos de varios almacenes familiares, llegó un día al sur del país a un inhóspito lugar llamado Luengue-Luiana. Allí para su sorpresa, se encontró con dos portugueses que explotaban con éxito un campamento de caza mayor para turistas y que viendo su afición por la caza le ofrecieron trabajo. Tardó veinticinco años en regresar y de paso, me había dado el primer peldaño para la redacción de una novela que parecía imposible al principio. Nuestro cazador se llama Adriano Seabra y entre otros méritos, posee el de ser el único hombre blanco que resistió el ataque de un león. Eso sí, tras una estancia en el hospital de Luanda y varios litros de sangre en transfusiones.
 
 
La elaboración de esta novela tan tentadora por su temática no resultaba tarea fácil desde un principio. Sobre todo porque yo como autor, aunque había tenido ocasiones de practicar la caza, nunca lo había hecho en las sabanas africanas y menos sobre piezas tan impresionantes como existen en esa fauna. Pero la casualidad, con su mano impredecible, vino a facilitarme la labor y de paso, aportó una anécdota externa a un texto que se prometía muy rico en ellas. Un día entramos un amigo y yo en un local de hostelería del centro de la ciudad. Y sobre el mostrador, en un gran terrario había una iguana de respetable tamaño. Era propiedad de una amable y atractiva joven que regentaba el local, quien me permitió sacarla brevemente de su encierro y una vez colocada sobre mi brazo pareció taparlo por entero. La iguana y su exotismo nos llevaron a que yo le hablase del proyecto sobre el que estaba trabajando. Ella tras escucharme con atención, regresó a la barra con un libro que me tendió para que lo ojeara. Era una rara joya, encuadernado en tela gris, que delataba su edición a finales de los años cuarenta. Había sido escrito por un inglés, que había sido guarda en una reserva de caza durante treinta años y estaba salpicado de numerosas ilustraciones gráficas. Un tesoro, ya que explicaba con precisión los distintos lances y peligros a los que se había enfrentado, a lo largo de su dilatada vida profesional.
Cuando salimos del local, llevaba en concepto de préstamo el libro —que devolví al cabo de dos meses— y la certeza de que había encontrado la llave de la autenticidad de la narración. Yo le había señalado unos agujeros asimétricos que el volumen tenía en el lomo, para que se diera cuenta que tenía en el momento de prestármelo algunos desperfectos. No fue hasta llegar a mi casa cuando al abrirlo para ojearlo de nuevo, numerosas bolas metálicas rodaron sobre la mesa. Eran perdigones de los conocidos como «doble cero» que se usan normalmente en las cacerías del zorro. Los guardé en una bolsa y procedí jornada tras jornada, a dejarme guiar por los consejos de aquel inglés en el Kilimanjaro. Cuando finalicé el trabajo, ya me había hecho una idea clara de la procedencia de los proyectiles. Al devolvérselo, la joven me corroboró la historia que había pergeñado en mi interior. El dueño, gran cazador y propietario de una mansión en las afueras, celebraba en ella numerosas fiestas entre amigos y aquellos agujeros de lomo, no eran otra cosa que el producto de una exaltación alcohólica, que le llevara en su día a disparar en el salón a las estanterías donde reposaban los numerosos volúmenes que sobre temas cinegéticos acumulaba. Ni que decir tiene, que la devolución de los perdigones la hice con todos los honores junto al libro que tanto y bien me había servido.
 
Gerardo Lombardero es escritor.
 
                                                             

1 COMENTARIO

  1. Han pasado años desde esta publicación, por tanto, no se si recibira esta contestacion. Conocí a Adriano Seabra hacia el año 2000,me mostró sus álbumes de fotos de su epoca de Angola. Yo he vivido los ultimos quince años allí. Si usted ha publicado el libro, por favor indiqueme donde conseguirlo. Ha de ser apasionante su lectura.

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