martes, 30 de septiembre de 2025
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Los demonios de Berlín de Ignacio del Valle.

 


427 PÁGINAS. TRES AÑOS DE TRABAJO. LOS ÚLTIMOS QUINCE DÍAS DE BERLÍN. LA CONJURA STAUFFENBERG. EL PROYECTO MEGALOMANÍACO DE GERMANIA. EL PROGRAMA ATÓMICO ALEMÁN. LA MISTERIOSA SOCIEDAD THULE. EL VÉRTIGO DE LOS DOS ÚLTIMOS AÑOS DE LA DERROTA ALEMANA. LA SALVAJE DEFENSA DE BERLÍN POR LAS SS. LAS ATROCIDADES SOVIÉTICAS. EL NIHILISMO NACIONALSOCIALISTA…

 

EL FINAL DE LA TRILOGÍA. ARTURO ANDRADE HA VUELTO…

 

Lee el primer capítulo

Otros viajes con letra y música de Ángel García Prieto y Miguel Ángel Fernández.

“En la misma línea del anterior Viajes con letra y música (DG Edições, 2008) de los mismos autores — y del que he escuchado comentarios muy positivos —, éste Otros Viajes con letra y música. Visitas, narrativa literaria y world music de siete países de Europa  nos deleita sin estridencias, nos conduce a través de la imaginación a parajes tan reales que podríamos tocarlos sólo con extender la mano, porque cada descripción, cada observación, cada análisis, surge de lo real y lo tangible y los autores lo ponen a nuestro alcance gracias a una prosa atractiva, ágil y cuidada.

¿Qué esperamos encontrar en un libro de viajes? ¿Una guía, tal vez, que nos ayude a seleccionar aquello que puede interesarnos y que siempre será visto a través de los ojos de otro? El libro que tienes en tus manos, lector, no es una guía turística. Es una aventura personal, la sorpresa de encontrarte con rincones que, aunque los hayas visto, tal vez te pasaron desapercibidos, y que ahora se te aparecerán como acuarelas con excelente música de fondo. Te has metido en un cuadro y actúas en él”.

(del prólogo, de Aurora García Rivas)

Underground: El Síndrome del Perro Piloto. Por Manolo D. Abad (04/05/2009).

 

Enfilamos ya la recta final de la campaña electoral y hoy toca repasar una de las mayores enfermedades que continúa asolando a la clase política y a los pobrecitos subordinados que les tenemos que aguantar en sus delirios de discursos, mítines y celebraciones vacuas y absurdas con que nos envuelven en las fechas previas a cada convocatoria en las urnas. Se trata del que bien podríamos denominar como "El Síndrome del Perro Piloto". ¿En qué consiste este síndrome? Muy fácil, lanzados en su huida hacia ninguna parte, exultantes en su delirio, los políticos lanzan sus presuntas ofertas como si nos encontráramos asistiendo a una de esas tómbolas que abundan en las fiestas populares (no del partido ídem; del pueblo llano, me refiero). Subidos a una montaña rusa de creatividad falsa y mendaz, los políticos ofrecen cheques-bebé, ayudas para la compra de vaya usted a saber o la más delirante (¿genial?) de las promesas que a cualquier iluminado se le pueda ocurrir. No se preocupen, transcurridos varios meses después de las elecciones, la idea se enterrará en la confianza de que la batalla dialéctica del día a día o cualquier acontecimiento de la actualidad será más fuerte y ocupará más espacio en los medios de comunicación. Sólo los incautos que hayan creído en esas promesas vivirán en sus propias carnes la irresponsabilidad de unos dirigentes a los que sólo les preocupa mantener su status, agenciado por un buen número de votos de esos indecisos que siempre vuelcan las encuestas hacia uno de los dos grandes partidos (esos a quienes les gustaría que mandase el bipartidismo y éste fuera lo más acusado posible), convencidos a última hora de la necesidad de esa falacia que es el voto útil. Sabedores de esa circunstancia, amparados en unas encuestas que obvian a los demás partidos y seguros de que esta táctica lleva dándoles resultado desde hace mucho tiempo, recurren a ese "o yo o el caos", "hágame caso, que le toca el perro piloto", "vote útil, la derecha o la izquierda somos nosotros" y otros slóganes con los que pretenden convencernos de que la escopeta con la que tratamos de ganar el perro piloto no está trucada.

Star Trek 2009: No sólo para trekkies. Por José Havel (03/06/2009).

La nueva entrega de la mítica saga de Star Trek, dirigida por el creador de las series Alias y Lost, J.J. Abrams, cuenta cómo se conocieron el capitan Kirk (Chris Pine) y Spock (Zachary Quinto, el malvado Sylar de la televisiva Heroes). Todo está preparado para el viaje inaugural de la nave más moderna jamás creada: la USS Enterprise. Su joven tripulación tiene una importante misión: encontrar una manera de detener al malvado Nero (Eric Bana), que movido por la venganza amenaza a toda la humanidad…

Retorno a las fuentes en busca de los orígenes. Más que para llevar la Enterprise hacia fronteras nuevas, Abrams retoma los mandos del western estelar trekkie para hacer el relato de sus comienzos. En realidad, no hay nada de sorprendente en ello. Strak Trek 2009 comparte con no pocas franquicias fantásticas con solera la obsesión por los “origins”, por el “beginning” (sin ir muy lejos, véase el spin-off, también en cartel, X-Men Orígenes: Lobezno). Una inteligente manera de conciliar a los fans de toda la vida con otros (los demás) espectadores. Así, unos pueden disfrutar casi como arqueólogos, yendo al hallazgo de los moldes de donde se obtuvieron los personajes, y otros encuentran una puerta de entrada a la iniciación en la mitología correspondiente, retomándola enteramente, pues, desde el inicio.

En este sentido, Star Trek funciona a las mil maravillas desde su premisa de partida (el modelado inicial tanto de Kirk y Spock como de su relación personal), simple pero de una eficacia narrativa incluso plástica. El retorno a los orígenes es igualmente un regreso al relato a secas, a veces con una exposición espléndida, como sucede en el nacimiento de Kirk, en medio de la catástrofe, mientras que el padre se sacrifica. Star Trek reconcilia al público con la eficacia perdida del blockbuster, Abrams confirma su talento de artesano neoclásico.


STAR TREK. EE UU, 2009. Dirección: J.J. Abrams. Interpretación: Chris Pine, Zachary Quinto, Eric Bana, Zoë Saldana… Duración:125 minutos.

 

De viaje. El Ávila, nuestro centinela y protector de cada día. Por Beatriz F. Morín (03/06/2009).

Cuando observo el Ávila lo que veo ante mis ojos es una majestuosa y mágica montaña. Creo que es un gran tesoro de la ciudad de Caracas; nuestro centinela y protector de cada día.

Colocándonos de frente a la montaña, vemos el hotel Humboldt con una altura de 2.159 metros. Esa es la parte denominada Ávila por don Gabriel de Ávila, un ciudadano español, compañero de Diego de Losada, que se estableció en las faldas de la montaña hacia la zona que hoy conocemos como San Bernardino.

La segunda altura es la Silla de Caracas, ubicada a mano derecha del Ávila. Su nombre tiene origen en las dos elevaciones que la conforman: el Pico Oriental y el Pico Occidental, las cuales le dan forma de una silla de montar. 

Más a la derecha nos encontramos en pico Naiguatá con 2.765 metros. El nombre fue tomado en honor del cacique indígena Naiguatá.

El Ávila es un tesoro para todos. Una de las más maravillosas experiencias es mirarlo, subir sus laderas y llegar al hotel Humboldt en el teleférico, aunque la subida sea algo “aterradora” para los que puedan tener algo de miedo a las alturas. Estar allí arriba ayuda a conocer mucho más a nuestra maravillosa montaña. Podemos apreciar la gran altura de la cumbre. La niebla aparece a lo largo de la tarde y nos impide, algunos días, que nuestra vista llegue a divisar el mar Caribe. El Ávila nos separa de la costa y, a la vez, nos une.

La subida es una especie de intromisión en la montaña. Uno siente como si le tuviera que pedir permiso por estar acercándose a ella.

Al subir sus laderas en el teleférico pienso en Humboldt. Me lo imagino caminando por sus colinas observando esa vegetación y esa flora que para los europeos era algo, ya desde los cronistas de indias, maravilloso. Se quedó cautivado ante tanta belleza. Aún hoy podemos entender todo lo que él sintió. Sólo tenemos que observar cuadros de Manuel Cabré para poder comprender toda la pasión que esa montaña puede ofrecer a todo el que la contempla. El Ávila te observa, tranquilo y sereno. Uno lo mira, desde cualquier punto de la ciudad y se mantiene igual. Siempre está ahí, pase lo que pase. Sus laderas están iluminadas cada día.

Dentro de cada uno de los rincones del Ávila hay vegetación, flora… Cada uno de sus resquicios es reflejo de la exuberancia del trópico.

Nuestra misión es cuidarlo cada día para que siempre permanezca como reflejo de toda una sociedad y de una civilización.

El Ávila es uno de nuestros símbolos de identidad. Cada época ha tenido pintores que lo han reflejado, literatos que han escrito sobre él… Sólo hay que detenerse unos momentos a lo largo del día para poder contemplarlo y poder entender toda esa magia que desprende.

Reseñas. El libro de los finales, de Albert Angelo. Por Alfonso López Alfonso (02/06/2009)

 

Albert Angelo,

El libro de los finales,

El Aleph, Barcelona, 2007.

 

 

Preferiría estar esquiando

¿Qué dice un hombre, si es que dice algo, cuándo está a punto de morir? Lo más probable es que de su boca salga alguna banalidad. Puede decirle a su cónyuge que le traiga un vaso de agua, a sus hijos que los quiere o pedirle a alguien perdón por aquello que hizo y nunca debió hacer. En fin, cosas por el estilo. Pero, ¿qué dice un gran hombre –o una gran mujer, por supuesto— al presentar sus últimas palabras al juicio de la posteridad? Normalmente, más o menos lo mismo que cualquier mortal, aunque hay alguna excepción.

Cuando Stan Laurel, el flaco de la pareja que formaba con Oliver Hardy, empezó a sentir que el alma se le despegaba del cuerpo le dijo a su enfermera que preferiría estar esquiando. Al preguntarle ella si le gustaba esquiar, él respondió: “No, pero preferiría estar esquiando que muriendo.” Casos hay, también, en los que se fuerza la pose, como el de Pancho Villa, que acribillado a balazos en su coche le dijo a un reportero justo antes de morir: “¡Escriba usted que he dicho algo!”; o de vanidad extrema, como el de William Saroyan, que viéndose fallecer llamó a la Associated Press para decir: “Todo el mundo tiene que morir, pero siempre creí que en mi caso se haría una excepción. ¿Y ahora, qué?”

Este libro de finales está hecho para fisgonear más que para leer. Contiene tres partes: la primera se ocupa de las últimas palabras que pronunció tal o cual celebridad –desde Benito Mussolini o el Che Guevara a Blas Infante, pasando por Gabriele D’Anunzio, Emily Dickinson o Marcelino Menéndez y Pelayo—; la segunda se ocupa de epitafios célebres y la tercera de notas de suicidio. Bonito empeño en el que el lector agradecería un prólogo que hablara del propósito de la obra y una bibliografía o algunas notas que le señalaran de dónde procede la información que se da sobre los personajes, puesto que después de cada entrada –cada cita de las últimas palabras, cada epitafio o cada nota de suicidio— hay un breve texto que explica algo acerca del personaje citado, muchas veces tan aclaratorio como el que se pone tras el epitafio de William Butler Yeats, que dice: “Sufrió varias enfermedades a lo largo de su vida, que le llevaron finalmente a la muerte a los 73 años, en un hotel de Francia.”

El libro de los finales es un libro rico en palabras, uno de esos libros que se puede abrir por cualquier página. En él se encontrarán citas tan hermosas como el epitafio de John Keats: “Aquí yace alguien cuyo nombre quedó escrito en el agua”, epitafio, al parecer, innecesariamente alargado por sus amigos John Severn y Charles Brown; y otras tan brillantes e ingeniosas como la que Benjamín Franklin ideó para su tumba: “Aquí yace el cuerpo de Benjamín Franklin, tipógrafo, como la cubierta de un viejo libro roto, sin títulos ni dorados. Es pasto de los gusanos, mas no será perdido todavía, pues cree firmemente que reaparecerá en una nueva edición, mejorada, revisada y corregida por el autor”; o tan divertidas como el epitafio de Charles Baudelaire: “Aquí yace uno que por amar demasiado a las puercas bajó un día al reino de los topos”. Pero el lector también levanta la cabeza después de leer cada cita pidiendo algo más, saber, por ejemplo, de qué fuentes toma el autor el apartado “últimas palabras”.

Tan sorprendente como el libro es la nota biobibliográfica que se incluye del autor en la contraportada, donde se dice que Albert Angelo, nacido en Avinyonet de Puigventós en 1957 “es un reconocido entomólogo y clarinetista catalán que, además, ejerce de crítico literario y musicólogo.” Entre sus obras –y seguimos copiando de la contraportada— están títulos tan poco chocantes como Miles y los lepidópteros o El jazz en el entorno rural. Y para rematar, “su feroz defensa de la privacidad le ha llevado, en alguna ocasión, a disparar con munición real contra periodistas que pretendían entrevistarle.” Tampoco le gustan los escritores, así que al loro, porque aunque por este libro puedan enterarse de que los célebres epitafios de Groucho Marx –“perdonen que no me levante”— y Dorothy Parker –“perdonen por mi polvo”— no están en sus tumbas, podría también servir para hacerles vecinos suyos antes de tiempo.

Crines y acero (y3): Caballos españoles, caballos espectaculares. Por José Havel (01/06/2009).

Hispania abastecía a Roma, más que cualquier otro lugar, de caballos para la guerra y los espectáculos. Principalmente hispanos eran los caballos adquiridos para las peligrosas carreras en los circos, pues la velocidad en las carreras era la nota peculiar de todas las razas ibéricas equinas. Los alrededores de la ciudad de Olisipo y de la desembocadura del río Tajo alimentaban una raza caracterizada por su prodigiosa rapidez en la carrera. Esta raza, junto con los asturcones y tieldones, corría en los circos romanos. Su velocidad era tal que originó la leyenda de que a las yeguas las fecundaba Favonio, viento del Oeste, llamado Zéphyro por los clásicos. Los naturalistas Varrón, Plinio y Columela escribieron acerca de esta teoría como de cosa archisabida y admirable, sosteniendo que las yeguas de aquella zona concebían sobre el sagrado monte Tagro por el viento en cierta época. A esta creencia tampoco se resiste Silio Itálico ni el poeta Virgilio en sus Geórgicas.

Pero la Península Ibérica no sólo producía caballos para el circo, sino excelentes aurigas. En el monumento erigido bajo Antonino Pío, después del año 146, al auriga Cayo Apuleyo Diocles el Hispano, del bando de los rojos, al retirarse después de cuarenta y dos años de servicios, se conmemoran 4.257 carreras, de las que 1.462 fueron victorias. Diocles, el mejor auriga de todos los tiempos, labró una fortuna de 35.863,120 sestercios. Compitiendo, sin duda, la mayoría de las ocasiones con caballos ibéricos, convirtió a dos corceles en “centenarios” (vencedores en cien o más carreras) y a otro en bicentenario. Uno de ellos, de nombre Passerinus, ganador de más de 200 carreras, era tan venerado por los romanos que los soldados patrullaban las calles cuando dormía para evitar que la gente hiciese ruidos que turbasen su descanso. Así pues, resulta completamente verosímil la conversación que en Gladiator (Ridley Scott, 2000) mantienen Máximo el Hispano (Russell Crowe) y el pequeño Lucio Vero (Spencer Treat Clark), cuando éste pregunta si hay buenos caballos en Hispania (“Do they have good horses in Spain?”) y aquél responde que algunos de los mejores (“Some of the best”). Por supuesto, algunos de los corceles que aparecen en el filme de Scott son de procedencia española.

En la actualidad nuestros caballos siguen siendo pieza fundamental del mayor espectáculo de su tiempo: el cine. No hace mucho pudimos verlos en Astérix en los Juegos Olímpicos (Frédéric Forestier y Thomas Langmann, 2008), luciéndose en las carreras de cuádrigas, como antaño. Ése fue uno de los momentos más intensos del rodaje y espectaculares de la película. Las escenas ecuestres de riesgo se dejaron en manos del prestigioso domador y especialista español Ricardo Cruz, movilizando para la ocasión a cerca de sesenta caballos, entrenados para la carrera a lo largo de dos meses. Cruz lleva cincuenta años abasteciendo de caballos al cine, implicado a menudo en grandes rodajes internacionales con caballos españoles, como los de Indiana Jones y la última cruzada (Steven Spielberg, 1989), Braveheart (Mel Gibson, 1995), la arriba citada Gladiator, El último Samurai (Edward Zwick, 2003), Cold Mountain (Anthony Minghella, 2003), El rey Arturo (Anthony Fuqua, 2004), Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) ó 1492: La conquista del paraíso (Ridley Scott, 1992). Por cierto, en ésta última se recoge la llegada a las Indias del caballo español, el primero en arribar a América: admirados, los indios acarician el pura sangre negro que monta el noble castellano Mújica (Michael Wincott), pensando que jinete y montura son un único ser.

En América, continente huérfano de la especie equina hasta fines del siglo XV, todas las razas actuales tienen un poco de la sangre del caballo ibérico introducido por los conquistadores españoles. El mustang, del castellano “mesteño” (sin domar), es el heredero de las monturas llevadas a Norteamérica por los exploradores españoles. Pequeño, fuerte, mestizo, era el caballo de los indios pieles rojas, según bien se apunta en la película Océanos de fuego (Joe Johnston, 2004), a propósito de Hidalgo, sobre el que el legendario jinete del pony express Frak T. Hopkins (Viggo Mortensen), pionero en adiestrar a los caballos mediante el susurro, realizó en 1890 la carrera “Ocean of Fire”, de unos 4.830 kilómetros, por tierras árabes. Fue el origen español del mustang fue lo que curiosamente llevó a Steven Spielberg a llamar a Carlos Grangel, responsable junto a su hermano Jordi del prestigioso Grangel Studio de animación ubicado en barcelona, para trabajar en su película de DreamWorks Spirit (Kelly Asbury y Lorna Cook, 2002). Granjel, animador de prestigio internacional que ha trabajado en proyectos como El príncipe de Egipto (Brenda Chapman, Steve Hickner y Simon Wells, 1998) o La novia cadáver (Tim Burton, 2005), cuenta que cuando les llegó el guión de Spirit no sabían absolutamente nada de caballos, «pero la razón por la que Spielberg nos llamó fue porque eran caballos mustangs, descendientes de caballos españoles. Las razones por las que se pueden dirigir a ti son de lo más variado, y no siempre lógicas, a veces son estrambóticas».

Claro que de antes de su viaje a tierras americanas data la contribución del caballo español a la formación de numerosas razas europeas, como el Lippizzaner, el Frisón, el Conmemora, el Kladruber, el Frederiksberg, el Cleveland Bay o el Pura Sangre inglés, creado con las Royal Mares… Durante siglos el caballo ibérico fue la raza por antonomasia para la guerra, la pompa y la Alta Escuela
, dejando honda huella no sólo en la equitación, sino también en la literatura y el arte mundiales, como base genética que fue de numerosas razas caballares. Desde fines de la Edad Media, sobre todo en el Renacimiento, su fama corrió cual reguero de pólvora por toda Europa. De hecho influyó capitalmente en el nacimiento de la Alta Escuela italiana. Cuando Fernando el Católico llegó a Nápoles, sus monturas fascinaron de tal modo que provocaron la fundación de las primeras academias napolitanas, a cargo de Grisone o Fiaschi, con el objeto de transplantar al caballo itálico las virtudes naturales de los españoles. El cultivo de la imagen caballar de estilo hispánico pasó de Italia a Francia, y de ésta al resto de las cortes europeas. Tanto que puede decirse que hasta finales del siglo XVIII el caballo español encarna el ideal del caballo de Alta Escuela para todos los reyes, aristócratas y expertos caballares en sus diversas variantes.

En ese siglo XVIII François Robichon proclamó que el de España es «el primero de todos los caballos para el picadero, por su agilidad, por sus recursos y su cadencia natural; para la pompa y el desfile, por su fiereza, su gracia y su nobleza; para la guerra en un día de combate por su valor y su docilidad». Antes, en el XVII, adelantándose casi en trescientos años a su paisano Steve Dent, el gran horse master del cine mundial, (quien, a propósito de los dos hermosos corceles negros andaluces –adquiridos en Sevilla— que montaba el Jinete Sin Cabeza, aprovechó el rodaje filmación de Sleepy Hollow [Tim Burton, 1999] para elogiar la particular inteligencia del caballo español), William Cavendish, duque de Newcastle, uno de los mayores expertos caballares de su época, escribió que «de todos los caballos del mundo, de cualquier parte, clima o provincia que sean, los caballos de España son los más entendidos; y lo son con tal extremo que es cosa que sobrepasa la imaginación. Por esta causa no son los más fáciles de enseñar, porque reparan en todo con demasiada atención y aplicación, y porque tienen mucha memoria y preparan y adelantan su juicio, aun antes de saber la voluntad del hombre. (…) si se sabe elegir bien el caballo español, yo respondo que es el más noble del mundo y de que no lo hay mejor cortado desde la punta de la oreja a la punta de los cascos. Es de gran vigor, de mucho aliento y muy dócil; marcha con altivez y trota lo mismo con la acción más hermosa del mundo. Es arrogante en el galope, más veloz que todos los demás caballos en la carrera, mucho más noble y mucho más amable que ellos; y es en fin el más adecuado para que un gran monarca en un día de triunfo pueda ostentar a sus pueblo su gloria, o presentarse en un día de batalla a la cabeza de su ejército… Digo, por tanto, que el caballo español es el mejor caballo del mundo». Amén.