DE FUTUROS DESTRUIDOS Y ESPERANZAS CONDENADAS: UN VISTAZO A FAHRENHEIT 451, 1984, UN MUNDO FELIZ Y SOY LEYENDA
Pablo Menéndez Fernández
LOS CUATRO LIBROS
Los cuatro libros de los que vamos a hablar hoy están muy alejados de las entrañables fantasías de H.G.Wells o Julio Verne. Ray Fradbury, George Orwell, Aldous Huxley y Richard Matheson beben todos de la misma fuente irracional, romántica, y crítica; pero tienen otra cosa en común: nos enseñan que la mejor ciencia ficción no habla del futuro, sino de nuestros problemas inmediatos y presentes.
RAY BRADBURY
Ray Bradbury quiso ser siempre un niño que corretea por los densos y verdes mares de la América profunda, intuyendo con su espirítu infantil que detrás de tamaña belleza anidada una oscuridad profunda y densa.
Bradbury era como un motor a reacción impulsado por El Milagro y El Prodigio, y en sus mejores momentos conseguía que sus cuentos siguieran el ritmo de su alocado y sentimental corazón. En sus peores momentos, construía relatos con diez capas de azúcar pero sin sustancia; sin embargo cuentos como El cohete, El sonido del trueno, La última noche del mundo o La sirena nos hacen disculpar en seguida los pecados de Bradbury.
Bradbury escribió muchos cuentos, pero pocas novelas. De hecho, solo escribió dos novelas verdaderamente memorables: La feria de las tinieblas (léanla si quieren experimentar de nuevo ese miedo que solo se puede tener con doce años) y Fahrenheit 451.
El protagonista de Fahrenheit 451 se llama Guy Montag y es un bombero muy particular. No apaga incendios: los provoca. En el mundo de Montag, los libros son considerados un peligro para los ciudadanos y, en consecuencia, son quemados sin compasión.
Tres son, a mi juicio, los elementos que hacen de Fahrenheit 451 una novela memorable. Y no estoy hablando de banalidades como la prosa, el estilo, la estructura o los personajes.
Estoy hablando, en primer lugar, de un final arrebatador (poético y terrible a la vez) construido con imágenes que persiguen por siempre al lector.
Estoy hablando, también, de cierta ambivalencia que reside en el núcleo del libro. Seria demencial decir que Bradbury aprueba la censura y el control estatal; pero no sería tan demencial decir que Bradbury es lo suficientemente inteligente como para saber que el conocimiento conlleva sus riesgos, y que estos no se pueden tomar a la ligera. Como pone en boca de Beatty (el culto superior de Montag en el cuerpo de bomberos): “Lo importante que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los demás somos los Guardianes de la Felicidad. Nos enfrentamos con la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios. Hay que aguantar firme y no permitir que un torrente de funesta melancolía y de funesta filosofía ahoguen nuestro mundo”.
Esto, por supuesto, podría completarse con estas palabras de Mork, el lobo totalitario de La historia interminable (otro libro que dialoga con los peculiares riesgos de la fantasía): “Las personas sin esperanza son fáciles de dominar. Y quien tiene el dominio…tiene el poder”.
Y estoy hablando, por último, de que Fahrenheit 451 es la menos futurista de las novelas futuristas. En su libro Bradbury nos habla, en realidad, del insidioso veneno del matrimonio y de las inquietantes formas de la infidelidad. Quizás Beatty no este revelándose contra un gobierno, sino contra una forma de vida en la que todo su ser se verá irremediablemente aplastado por la rutina y las convenciones.
Lean el libro (y el catalizador encuentro con la joven Clarisse al comienzo del mismo) desde esta óptica y descubrirán que Bradbury, el niño eterno que corretea por los campos, guardaba dentro de sí considerables dosis de la misma oscuridad que percibía en las praderas de América.
NO LE SORPRENDERÁ A NADIE
No le sorprenderá a nadie, dado el título del libro, que Un mundo feliz presente una distopia simpática; simpática, pero no menos terrible. El socialismo con rostro humano con el que hasta cierto punto podría identificarse el sistema social de la novela de Aldous Huxley es terrible porque ha conseguido (mediante un peculiar cóctel de entretenimiento, drogas, publicidad y genética) que el ser humano ame su servidumbre.
No sé si Huxley era un gran aficionado al ajedrez; pero lo que sí sé es que su escritura se parece al ajedrez. Ambos juegos se basan en la estrategia y el sacrifico. Para Huxley, lo único que de verdad importa son los personajes, y la estrategia con la que esa suerte de peones se mueven por el tablero. La estrategia, en literatura, se llama estructura. La estructura implica sacrificio, y a veces en la literatura y en la vida hay perder de vez en cuando para ganar cien veces.
La literatura de Huxley se basa, como el ajedrez, en una lógica y una razón profundamente enraizadas en la emoción, pero desde luego no está conducida por esta última. Como bien sabía Huxley, una literatura conducida por la emoción solo es palabrería vacía o, peor aún, publicidad al servicio de un estado supuestamente utópico.
DE ENTRE TODOS LOS AUTORES
De entre todos los autores citados en este artículo, George Orwell es el único que tuvo experiencia directa con la represión estatal. En sus libros Los días de Birmania y Homenaje a Cataluña, Orwell relata de primera mano sus experiencias con la policía colonial inglesa (primero) y con la policía política comunista en la Guerra Civil Española (después). Quizás por eso 1984 sea la distopia más terrible, seca y dura jamás creada. En la literatura de Orwell no hay espacio para tonterías ni concesiones luminosas al sentimentalismo. Solo hay sitio para el Gran Hermano.
De algún modo, nuestra cínica sociedad postmoderna ha conseguido convertir la distopia orwelliana en un retruécano referencial. La única manera en la que los gobiernos han conseguido instaurar la neo-lengua, la vigilancia omnipresente y la unidad de pensamiento características de 1984, es diciendo “efectivamente, sois marionetas en nuestras manos; pero por lo menos os dejamos ver los hilos”. Y nosotros convertimos el terror en un chiste…que más que chiste en una arcada de vómito.
Orwell, seguro, se sentiría fascinado con este giro de guion.
DE ENTRE TODOS LOS LIBROS
De entre todos los libros comentados en este artículo es el menos conocido el que quizás refleje con más exactitud nuestros dolores contemporáneos.
En Soy leyenda, una epidemia de origen desconocido y consecuencias devastadoras ha asolado el mundo. Robert Neville es el último humano sobre la tierra. Consume sus días encerrado en casa, sumido en la depresión, el vino, la música clásica y los libros.
Los mejores libros de Richard Matheson (entre ellos El increíble hombre menguante y Soy Leyenda) versan sobre la imposible necesidad de esquivar el cambio en un mundo siempre cambiante. “El hombre que no deja de encoger” o “el hombre que está solo” son metáforas (tan perfectas en su construcción y su aparente sencillez como un diamante) del eterno dilema humano: como dejar de echar de menos una normalidad que ya nunca regresará.
No desvelaré el final de Soy Leyenda. Dejaré que descubran por su cuenta (me remito de nuevo a Bradbury) un final arrebatador, construido con imágenes que perseguirán por siempre al lector. Quizás así descubran que ese final está mucho más cerca de nuestra realidad de lo que pensamos; y quizás así entiendan cual es el verdadero espirítu de la ciencia ficción.
El estilo Gaudí. ¿Qué estilo? (Y 4ª Parte) (De Gaudí a la modernidad)
Autor: José Mª Fdez. CHIMENO
Doctor en Historia (Historiador de Arquitectura) y Escritor
El estilo tardío de Gaudí, completamente personal, surgió por vez primera en el diseño del Parque Güell y sus principales obras civiles se concibieron en paralelo al parque (casa Batlló y casa Milà) con formas tan extravagantes que resultaron del todo inimitables, lo que impidió la propagación de «su estilo» como una tradición local (catalana). Por consiguiente, sin haber podido pergeñar un “estilo” que pudiera ser repetido por las nuevas generaciones de arquitectos, lo que sí legó para la posteridad son las tres tendencias-manifiesto (tradición geométrica, visión postgótica y acervo naturalista) que se desvelan en la obra La herencia del “lenguaje gaudinista”. Gaudí y la arquitectura contemporánea española (editada por CSED-Historia del arte, 2013); una tesis doctoral donde se recoge la frase pronunciada por Antonio Gaudí: «El uso de las superficies regladas es lógico por su superioridad plástica y su facilidad constructiva».
Su importancia (de las superficies regladas) es tal (en particular del paraboloide hiperbólico y del hiperboloide de una hoja) [ver artículo: El estilo Gaudí. ¿Qué estilo? 3ª Parte] que Antonio Gaudí las aplicó en bóvedas y ventanales del Templo de la Sagrada Familia siempre relacionándolas (¡sorpresa!) con la iluminación del templo. Partiendo de que «la arquitectura consiste en el juego magistral, correcto y magnífico de los volúmenes reunidos bajo la luz» (R. Stern, Clasicismo moderno) y dado que las columnas de la nave central del Templo debían ser “como un bosque” en la cobertura superior de la nave y en otros puntos de luz, Gaudí tuvo la genialidad de pensar que si las “formas hiperbólicas” difunden bien los sonidos estas mismas formas propagarían perfectamente los rayos de luz. Así aparecen decenas de trozos de hiperboloides para ser acceso de luz. En el ensayo de Claudí Alsina y Josep Gómez-Serrano, Gaudí. La búsqueda de la forma, se afirma que: «Las soluciones gaudinianas son, raramente, la expresión literal de algo preexistente. Gaudí hacía pasar la inspiración por el tamiz de una creatividad personal inagotable. Así, la famosa afirmación “Este árbol cercano a mi obrador: éste es mi maestro” expresa muy bien la devoción por la obra de Dios, pero las columnas arborescentes de la Sagrada Familia van mucho más allá, en cuanto a complejidad geométrica, que el crecimiento helicoidal del tronco de los eucaliptos o el desarrollo en el espacio natural del ramaje de los plátanos».
Si bien Gaudí fue el primero en descubrir la correspondencia de la arquitectura con las estructuras de la vida -los paraboloides, hiperboloides y helicoides de la Naturaleza, de troncos vegetales y esqueletos de animales- en ocasiones dudaba, pues: «Mis ideas son de una lógica indiscutible, solo que no comprendo cómo no han sido aplicadas antes y me toque a mí ser el primero en romper el fuego. Esta es la única circunstancia que a veces me hace vacilar».
Dicho esto, William J. R. Curtis confiesa en su obra La Arquitectura Moderna (desde 1900) –publicada en 1982- «La riqueza del arte de Gaudí reside en la reconciliación de los fantástico y lo práctico, lo subjetivo y lo científico, lo espiritual y lo material. Sus formas nunca eran arbitrarias, sino que estaban enraizadas en principios estructurales […] La estructura de la Sagrada Familia y los diseños como el de la cripta de Santa Colomba de Cervelló se basaban en la optimización de fuerzas estructurales que llevó al arquitecto a variaciones sobre las formas parabólicas. Gaudí fue mucho más “racionalista” de lo que su obra llevaría a pensar tras un examen superficial», por cuanto, en ese binomio, tradición-modernidad, a Antonio Gaudí se le puede considerar como “el último de los magister operis del Medievo y uno de los primeros arquitectos modernos”.
Tras la Guerra Civil española, a Eduardo Torroja, como a otros arquitectos-matemáticos se le ha buscado una filiación que lo emparentaría con el ingenio constructivo de Gaudí –haciendo sus láminas de hormigón, descendientes de la bóveda cerámica catalana o bóveda tabicada–, siendo más original que Josep Lluis Sert y más moderno que Secundino Zuazo, el maestro del racionalismo español y defensor del “arte sin artificio”. El brillante ingeniero, heredero de una tradición artesanal, proyectó el Hipódromo de la Zarzuela (Fig.3) cuya cubierta sumamente delgada (tan solo de 5 cm de grosor) estaba construida usando segmentos de hiperboloides, de tal forma que «Las enormes luces se conseguían combinando el principio de ménsula con curvas intersecantes que generaban la rigidez necesaria sin recurrir a las vigas». Algo de eso recordaba los sistemas de “bóvedas tabicadas” usadas por Gaudí en torno a 1900.
Pero Gaudí ha encontrado a su sucesor natural, no en una persona en particular (Eduardo Torroja), sino en una pléyade de “arquitectos-matemáticos” que aspiran a refundar la arquitectura contemporánea como reacción frente a un periodo de academicismo desnaturalizado y contra un racionalismo difuso. En los años posteriores a la muerte de Gaudí (1926) surgió la cuestión de quien sería su sucesor, y pronto fueron muchos los arquitectos europeos fascinados por la “obra gaudiniana”; entre otros el artista vienés F. Hundertwasser, con su Manifiesto enmohecido contra el racionalismo en la arquitectura (1958), donde se reivindica, que en los edificios «hay que introducir el moho creador para salvarlos de la ruina moral».
Esa herrumbre de la gaudiniana geometría reglada-alabeada pervive en las «cáscaras de huevo» de Félix Candela (Restaurante Los Manantiales de Mexico/1957), Jørn Utzon (Ópera de Syney/1974) y Pier Luigi Nervi (Palacio del deporte de Roma/1957), tratando de sobrevivir en una jungla de líneas rectas (que no tienen Dios y son inmorales), que en nada son creativas sino reproductivas. Gracias al auge de las nuevas tecnologías digitales, la luz biomórfica hoy atrae la atención del turismo cultural, que aprecia en la “arquitectura orgánica” de fluida plasticidad, que subyace en la Galería de Toronto (1987) y la reformada Catedral de St. John, en Nueva York (ambas obras del arquitecto-ingeniero Santiago Calatrava), como son las que más se parecen a la sección y espacio interior de la Sagrada Familia. Ese espacio que el genial arquitecto catalán vaticino «será como un bosque», le llevó a arduas reflexiones por dar con la solución a la continuidad que quería para su sistema arboriforme, hasta quedar satisfecho con el resultado obtenido: «Hemos estado dos años trabajando […] para llegar a una solución completa de las columnas». Y la manera en que resolvió magistralmente la ramificación del tronco con cuatro ramas, es una imagen del “árbol cercano al obrador de Gaudí”. Una evolución de lo expuesto podemos verlo en el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe de Valencia.
Si el avance para el “futuro de la Arquitectura” ha quedado patente en el interior del templo expiatorio, en el exterior de La Sagrada Familia se exigen otros parámetros. Las distintas facetas que presenta la obra arquitectónica de Antonio Gaudí la convierte en un objeto de estudio harto interesante, a la vez que sumamente compleja. Uno de los que mejor supo interpretarla fue Enric Miralles –tan imaginativo, organicista, delirante e imprevisible que fue considerado “el Gaudí del siglo XX”-, llevando a la escritora Isabel Artigas a calificarle como «un arquitecto de talante y talento gaudinianos malogrado en el momento más creativo de su carrera». Mas, a pesar de ello, pervive en la ciudad de Barcelona una de sus mejores obras, que no deja de reflejar en su cubierta el homenaje al famoso trencadis gaudiniano: El Mercado de Sta. Caterina
«Los estilos –porque es necesario tener algo- intervienen como aporte del arquitecto en la decoración de las fachadas y de los salones: son las degeneraciones de los estilos, el desecho de un tiempo viejo» (Le-Corbusier, Hacia una arquitectura). Con estas premias, ha llegado el momento crucial en que para desentrañar sus misterios sea necesario algo más que preguntarse (pasados noventa y cuatro años) cuál es el “estilo Gaudí”, y desviar el foco de la atención hacia sus diseños -pues como afirma Norman Foster: «Si eres arquitecto diseñas para el futuro. Tienes que ser optimista» (EL PAIS/ICON Nº 79)-; y ver si estos diseños han influido en el “futuro de la Arquitectura”. La respuesta, como no puede ser de otra manera, es categóricamente afirmativa.
El estilo Gaudí. ¿Qué estilo? 3ª Parte (De Gaudí a la modernidad)
Solo a partir de los años cincuenta del pasado siglo XX, por mérito del crítico de arte Bruno Cevi, Gaudí comienza a aparecer en la Historia de la Arquitectura del Siglo XX. A ello contribuyó Josep Lluís Sert –discípulo de Le Corbusier y sucesor de Gropius en la enseñanza en Harvard-, al vaticinar: «No se puede seguir construyendo nuestras ciudades limitándose a edificios que se parecen cajas, inspirados exclusivamente en el sistema del envigado y de la pilastra».
Los primeros reconocimientos internacionales a la obra de Gaudí, llegaron de la mano del historiador del arte Nikolaus Pevsner, el cual, en su obra Pioneros del diseño moderno, en la primera edición en español de 1958, incluyó por vez primera a Gaudí (en anteriores ediciones solo se le menciona en las notas aclaratorias) «como el arquitecto más significativo del Art Nouveau, como que en efecto lo es Gaudí [y resalta que] alcanzó una liberación total en 1898, y sus primeras obras maestras ya completamente maduras fueron comenzadas en ese año y en 1900 […]. Es en la Colonia Güell y su asombrosa, fascinante, horrible e inimitable iglesia de Santa Coloma de Cervelló y el Parque Güell como concepción […] Gaudí recurre a azulejos rotos, taza y platos viejos para revestir un parapeto, los mismos materiales improbables que más tarde usará para los pináculos de la Sagrada Familia». Si fue Gaudí quien propuso un sistema que se consideró inédito -el trencadís-, otro arquitecto, el mencionado Sert (exiliado de la Guerra Civil en Estados Unidos), fue quien hizo hincapié en que «las formas de sus edificios, y especialmente las de los ventiladores, las chimeneas y las salidas de escalera de La Pedrera, (eso era) la verdadera escultura de Gaudí».

Tampoco se puede obviar que Le Corbusier fue el primero en abrir los ojos de sus contemporáneos, en lo que respecta al genio de Gaudí. En vida del prócer arquitecto ya se había construido la Robie House de Chicago (de F. Lloyd Wright) y el Pabellón del Espirit Nouveau de Le Corbusier, para la exposición de Paris de 1925, un año antes de la muerte de Gaudí. Fueron, pues, obras que crearon escuela, episodios iniciales de la arquitectura contemporánea; mientras que, según Oriol Bohigas (Gaudí 2002): «Es muy significativo que la obra de Antonio Gaudí no fue incorporada en los estudios y catálogos internacionales de la arquitectura moderna hasta que se superaron los dogmas fundacionales, las utopías del Racionalismo y el Funcionalismo…».
El Funcionalismo apareció en 1923, cuando Le Corbusier publicó su obra Vers une architecture, y propugnó que cada elemento debe responder a una función estructural; pero ya entonces Gaudí estaba de vuelta. Los arcos equilibrados (parabólicos) que muchos años antes empleara en el Palau Güell (1883) no son más que una manifestación del revisionismo funcional, estético y utilitario que forman parte de su eterno legado: «Este llamado funcionalismo en los últimos años de Gaudí, como el racionalismo que privaba en su juventud y la arquitectura orgánica que debería venir después –el mismo afán progresivo en tres distintas épocas-, nuestro arquitecto lo practicó de una manera casi intuitiva y con mayor intensidad que ninguno otro…».
El gaudinismo (el arquitecto Cesar Martinell fue quien propuso por vez primera esta expresión, en un texto breve publicado en 1953) se identifica por solucionar las imperfecciones del gótico, porque al no quedar satisfecho con las estructuras tradicionales –la ojival, en este caso-, se decide por “la mecánica” (de entre los tres aspectos: el geométrico, el mecánico y el constructivo) ya que son las fuerzas y los pesos las que mandan. De estos nace la forma y a esta ha de someterse la construcción. Con estas premisas Gaudí se decanta por las columnas inclinadas (suprimiéndose los contrafuertes y arbotantes) y las aplica por vez primera en la cripta de la Colonia Güell, dando muestras de una imaginación desbordada y observación del entorno.
La fuerte personalidad de Antonio Gaudí no necesitaba de influencias arquitectónicas, pero el Modernismo (ver artículo: El estilo Gaudí. ¿Qué estilo? 2ª Parte) (Literarias, 21 de septiembre de 2020) actuó en él como «lubricante que suavizó el camino y suprimió los obstáculos históricos -alega Martinell, y añade que la nueva teoría gaudiniana- extendió a las bóvedas la idea que ya había aplicado en los arcos […] planteando primero el problema mecánico, que resolvió con formas geométricas (helicoide, elipsoide, paraboloide hiperbólico, hiperboloide y conoide) para hacerlo constructivo». Mientras se desconocieron las leyes de “la mecánica” era explicable que la gran arquitectura se centrara en la geometría y la construcción, pero Gaudí prefirió completar su obra con el estudio estético de las formas equilibradas, sin tradición en toda la Historia del Arte e ideó la maqueta funicular (Figura. 5), pero invertida, a base de pesos que sustituyen las cargas y cadenas en lugar de arcos (esta estructura tiene la ventaja de no dar empujes laterales).
«Yo soy geómetra, que quiere decir sintético. Los del Norte [de Europa] no comprenden la síntesis y han hecho la geometría analítica […] Los mediterráneos son los únicos que han entendido la geometría y para hallarla hay que recurrir a los griegos». Este comentario aparece recogido por Isidro Puig Boada (otro de los “cuatro evangelistas”) en su obra El pensamiento de Gaudí, y refleja bien a las claras el ideario del genial tracista. Pero donde mejor se aprecian las tres tendencias, legadas por Gaudí para la posteridad (postgótica, naturalista y geométrica), es en el Templo Expiatorio de La Sagrada Familia (Fig. 6). Según Daniel Giralt-Miracle: «se inició sobre unos cimientos neogóticos […] adoptó formas organicistas en las columnas, arcos, cubiertas y torres, y culminó con unos pináculos que se pueden calificar de cubistas»; todas ellas soluciones únicas que Gaudí, más que imponer en una escuela stricto sensu, supo trasmitir a sus acérrimos colaboradores (maestros de obras y arquitectos) bajo una atmósfera intelectual y mesiánica.
Autor: José Mª Fdez. CHIMENO
Doctor en Historia (Historiador de Arquitectura) y Escritor
Publicado en LA NUEVA CRÓNICA DE LEÓN
El estilo Gaudí. ¿Qué estilo? 2ª Parte (De Gaudí a la modernidad)
Si bien habíamos situado a Gaudí erróneamente como un arquitecto del Modernismo, tal vez “por una simple comodidad cronológica” (ver artículo: El estilo Gaudí. ¿Qué estilo? 1ª Parte) (Literarias, 13 de julio de 2020), constantemente el genial arquitecto reusense tenía palabras de censura hacia el arte de la Europa del Norte, «aquella que los modernistas admiraban, y [por el contrario] de elogio enamorado hacia el arte meridional, sobre todo de los griegos [solía decir que el espíritu artístico de la Sagrada Familia era helénico], que era exactamente lo que los novecentistas predicaban» (Isidro Puig Boada, El pensamiento de Gaudí). En cambio, Gaudí era más criticado por los novecentistas, pues su arte tiene todas las características aparentes del Modernismo.
Quizá por ello, el arquitecto y director de la Cátedra Gaudí, Juan José Lahuerta en su obra Antoni Gaudí, Fuego y Cenizas (2016), insiste en que «Gaudí representa a la perfección el papel de arquitecto moderno, modernista. Por un lado, arriba, imponiendo su gusto lleno de excesos en cosas que atañen directamente a la vida –a la vida privada de sus clientes, sobre todo, pero también a la vida pública de la ciudad- lleva al límite el modo de actuar del artista bohemio, gran burgués del fin de siglo…». En el año 1894, por ejemplo, Josep Puiggarí escribía, refiriéndose al arquitecto Gaudí y su mecenas Güell, «”que un artista, un hombre verdaderamente digno de ese gran nombre, debe poseer algo esencialmente sui generis, gracias a lo cual es él y no otro”, y antes, en 1890, Frederic Rahola había recalcado que el principal motivo del éxito del palacio era el modo en que Eusebi Güell había “dejado moverse al artista, con entera libertad, teniendo plena confianza en su talento, sin preocuparse de la excomuniones del vulgo”».
Sobre esto último, Lahuerta coincide con otro notable entusiasta seguidor de su obra, el ilustre arquitecto César Martinell i Brunet (1888-1973), cuando en uno de sus tres artículos publicados en el semanario Destino bajo el título de El legado de Gaudí (1953) dice: «…en el Palacio Güell es donde aparece por primera vez la potente personalidad de Gaudí, ostensible en su fachada por los dos arcos parabólicos de sus portales que luego caracterizarán las obras del arquitecto».
Según Martinell, este es el momento en que Antoni Gaudí, por intuición, por sentido innato de la mecánica, decide romper con la tradición de unas formas constructivas que no resuelven el problema mecánico (con dos clases de arcos, el de medio punto y el ojival); pues dichos arcos no se sostienen mecánicamente (las catedrales góticas necesitan de contrafuertes, arbotantes y botareles); y entonces, con gran valentía, antes de que especialistas en cálculos de mecánica como el ingeniero belga Jules Arthur Vierendeel diera en su obra la “forma parabólica” como la más racional, la aplica Gaudí en el Palau Güell.
Martinell se reafirma en esta idea y deja constancia en su libro Gaudinismo (1954), al añadir: «La primera obra que inicia de manera decidida la trascendencia arquitectónica de la obra de Gaudí es el palacio Güell, que en 1885 le encargará este prócer barcelonés; cuando tenía 33 años de edad. Las líneas generales, sin ser góticas, respiran el medievalismo de la época, y por la gran cantidad de proyectos que ejecutó para el estudio de la fachada, nada revelan su “ingenio”, hasta que aparecen los arcos parabólicos de sus dos portales y los de la galería y gran salón». Ciertamente, Gaudí, en esta obra, despliega un derroche de ingenio y originalidad (tan anhelado por los artistas, como premio de su afán en la honrada búsqueda de la perfección) y, sin embargo, él nunca se propuso ser original. César Martinell nos recuerda que «con frecuencia sus creaciones fueron soluciones que aparecían por primera vez en arquitectura […] Gaudí fue original porque nadie ha hecho lo que él hizo…».
Esto demuestra, si fuera necesario probarlo, la independencia estética de Gaudí (que no admite etiquetas, pues su arte es fruto de su propio criterio) y reafirma con esta actitud, que reprueba ostensiblemente tanto el Vanguardismo –el Cubismo y el Racionalismo-, como el Modernismo; y a menudo pretendió desmarcarse de los dos; cuando fue elogiado (el arte gaudiniano) y reivindicado con entusiasmo por los surrealistas y los racionalistas. Aunque ahora cueste creerlo, hubo un tiempo en que las obras de Gaudí no gustaban a los barceloneses; una sociedad burguesa, conservadora y tradicional, incapaz de asumir la renovación estética que suponía el Modernismo. Precisamente, Salvador Dalí (el mayor representante del movimiento surrealista, fundado en Paris por un pequeño grupo de escritores y artistas, llegó a afirmar: “la diferencia entre yo y los surrealistas es que yo soy el surrealismo”), sería uno de los primeros en redescubrir la obra del ya prócer arquitecto catalán. En palabras del excéntrico y visionario pintor de Figueras: «Creo haber sido el primero, en 1929, en considerar sin asomo de humor, la arquitectura delirante del Modern Style modernismo, en inglés como el fenómeno más original y extraordinario de la historia del arte».

Y no contento con su compromiso incondicional, en el año 1933 Dalí dio a conocer a Gaudí a los surrealistas en un artículo publicado en la revista Minotaure (Sobre la belleza aterradora y comestible de la arquitectura Modern Style), en el que coincide con el genial tracista sobre el ideal de una arquitectura creadora «que proporcione máquinas para soñar y que potencie el funcionamiento de los deseos». Dalí designa a Gaudí de protosurrealista y resalta una conversación con el arquitecto Le Corbusier en su ensayo, donde declara que: «el último gran genio de la arquitectura se llama Gaudí, cuyo nombre significa “alegre” […] Elevar torres de carne viva y huesos vivos al cielo vivo por excelencia de nuestro Mediterráneo, eso fue la arquitectura de Gaudí, inventor del gótico mediterráneo destinado a resplandecer al sol antiguo de Grecia». También el padre del surrealismo, André Breton, estaba convencido del surrealismo de Gaudí: «Goya era surrealista, como Dante o Ucello, o Lautremont, o Gaudí».
José Mª Fdez. CHIMENO
Doctor en Historia (Historiador de Arquitectura) y Escritor
Artículo publicado en LA NUEVA CRÓNICA DE LEÓN
Fig. 4 Salvador Dalí i Domènech (1878) Fig. 3 Gaudinismo de César Martinell (1954)
Fig. 2 Antoni Gaudí i Cornet (1888) Fig. 1 Palau Güell (Barcelona) (1885-1888)
Novela de José Ángel Ordiz Llaneza
Según los dictámenes médicos, yo debería haber fallecido el 23 de julio de 2017. Pero se conoce que la infatigable parca de Joan Manuel Serrat, el último nombre de la existencia, vino a segarme con la guadaña mal cabruñada y, como suelen pagarse muy caros los excesos de confianza, de vacío tuvo que marcharse. Tendido en la cama del hospital, sujeté por la pechera al cardiólogo de turno y le pregunté: «Oye, tú, ¿la diño o no la diño?». «Parece ser que, de momento, no», me respondió el especialista con la extrañeza reflejada en su rostro pálido, huesudo, como de enfermo grave. Pasó un mes, pasaron dos meses, y, recluido en mi hogar, volvieron a acosarme nuevos personajes. Traté de alejarlos, de convencerlos con mis discursos silenciosos, admonitorios: Comprobad mi estado vosotros mismos, amenazo ruina inminente de la cabeza a los pies. A simples bosquejos podrían quedar reducidos, a sencillos bocetos sin pies o sin cabeza incluso. Todo en vano, insoslayable mi pasión por las ficciones propias y ajenas. De modo que, al igual que en la interminable posguerra hicieron los maquis, me eché al monte y acabé en El Valle de las Fuentes, del que tanto me hablaron mis ancestros. Y en El Valle de las Fuentes sigo. No me escondo, simplemente espero. No he podido ni bautizar a mis últimos hijos de papel, con pies y cabeza pese a los dictámenes médicos y a mi ruina evidente, pero creo que eso, lo de las presentaciones y demás, no les importa mucho: no serán leídos, pero ahí están, como yo, esperando.
Declarado en Oviedo, Asturias, en septiembre de 2020.
José Ángel Ordiz Llaneza (Sotrondio, Asturias, 1955)
Licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad de Oviedo, funcionario de carrera después, fue profesor de Física y Química en varios institutos de Educación Secundaria, principalmente en el Padre Feijoo del barrio gijonés de La Calzada, donde obtuvo en 1990 el Premio Nacional a la Experimentación por la relevancia del trabajo desarrollado como miembro del equipo pedagógico del Proyecto Mercurio.
Inició su labor literaria con la novela corta Bosquejo de una sombra (Premio Diputación de Asturias 1980). Sus relatos breves figuran en diversas revistas y antologías. La mayor parte de estas narraciones están reunidas en los libros Relatos impíos (XI Premio de la Crítica de Asturias), El fin y otros relatos de supervivencia, Club Lola y otros espectáculos, Extravíos, Violencias, La vida y otras ficciones y Relatos de carne y hueso. Ha publicado las novelas Las muertes de un soñador (Premio Cáceres 1994, ediciones ampliadas y corregidas en 2010 y 2014), Buenas noches, Laura (Premio Onuba 2006), Mujer te doy (Tercer Premio Casa Eolo-Fundación Bolskan), El narrador de historias fantásticas (Traducida a varios idiomas), Las luces del puerto (XII Premio de la Crítica de Asturias y Premio Taza de Oro del Club de Lectura Café Candás, edición ampliada y corregida en 2016), En aquel tiempo (Finalista en el XXVII Premio Asturias-Fundación Dolores Medio), Sal dulce (Seleccionada como una de las diez obras finalistas en el LIX Premio Planeta, edición modificada en 2018), Circo (Premio Ángel Miguel Pozanco), La vocalista ausente, Lo sucedido y El Valle de las Fuentes.
Nuevu llibru de José Ángel Gayol
José Ángel Gayol (Mieres del Camín, 1977) ye poeta (Los poemes del oriental, 2013; El llibru de les coses misterioses, 2013; Los suaños y los díes, 2014; Una selmana y otros díes, 2015), narrador (Argonautes, 2007; En primera persona, 2019), creador de testos teatrales (Ensin noticies del fin del mundu, 2011) y ensayista de fondura (Vértigu, 2016; Exercicios d’asturianu, 2016).
Tien ganao dellos de los premios de más prestixu de les lletres asturianes: Asturias Joven de Poesía (2015) y de Textos Teatrales (2010); «Elvira Castañón» (2011), «Fernán-Coronas» (2011) y «Xuan María Acebal» (2012) de Poesía, amás del «Máximo Fuertes Acevedo» d’Ensayu en dos ocasiones (2015 y 2019). El silenciu invisible confírmalu como la voz más interesante y personal de les nueses lletres pola fondura intelectual y la capacidá d’análisis, que lu lleven a afilvanar idees y afirmaciones polítiques, filosófiques o sociales d’altor.
El silenciu invisible ye un llibru singular, a medio camín ente la obra d’arte y la de pensamientu. Con un planteamientu bien orixinal y plásticu, al empar cenciellu y d’altor, l’autor va guiando a quien llee páxina tres páxina per ún de los grandes debates de la humanidá: cómo’l ruíu nos torga l’entendimientu y la comprensión.
El conocimientu sociopolíticu que la ciudadanía tien o la información social que recibe ye un discursu, una ficción que los poderes económicos y políticos-y ponen delantre como una Ventana comunicacional qu’ellos manexen y mueven d’equí p’allá p’abrir o cerrar la visión según intereses. Esta ventana comunicacional asemeya un cuadru y la pintura invita al silenciu, ye poesía muda, la palabra del silenciu. ¿Cómo pue, entós, ayudanos la pintura a conocer esa realidá? D’eso trata esti llibru, de cómo nel silenciu de la pintura vamos poder descubrir l’otru silenciu necesariu pal entendimientu y la comprensión de la realidá –la Verdá– esterior.
Presentación de PRIMAVERA ETERNA 2020
La Asociación de Escritores de Asturias presenta el libro colectivo PRIMAVERA ETERNA 2020 el próximo martes, 22 de septiembre, con el otoño recién arrancado. No pudo ser en esta primavera a causa del confinamiento sanitario del coronavirus, pero este retraso no empaña el entusiasmo primaveral de varios socios de la AEA.
Os esperamos.