Después de varias semanas de lucha contra el coronavirus, ha muerto en Asturias el escritor Luis Sepúlveda. Descanse en paz.
Se fue el escritor más internacional
NOVELA DE JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, CON UN GUIÑO AL MOMENTO ACTUAL
Por Ángel García Prieto
José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930 – Alcazarén, Valladolid, 2020) es un escritor castellano, fallecido hace unos días, que durante muchos años fue director del diario El Norte de Castilla, de Valladolid y sobre todo autor una muy extensa obra narrativa, ensayística y poética con la que en 1992 obtiene el Premio Nacional de las Letras – después de haber logrado tres años antes el de la Crítica – y haber acostumbrado en las últimas década a sus lectores a una nueva entrega anual de novela. Tiene libros antológicos, de un castellano rico, puro, terso, cálido, que hacen las delicias de muchos lectores.
Para los familiarizados con sus relatos pudo resultar un tanto sorprendente encontrarse con una novela en la que, aún reconociéndose señas de su anterior narrativa, José Jiménez Lozano estrenó una forma novedosa, de rasgos modernos (o ¿postmodernos?), que contiene un argumento nítido, envuelto en un discurso discontinuo, donde las ambigüedades, las asociaciones espontáneas de ideas, las indeterminaciones temporoespaciales de algunos momentos del relato, hacen mantener una tensión en la que el lector necesariamente va a sentirse propuesto a conjeturar, sospechar e investigar el sugerente planteamiento de una situación cargada de significados. Es una novela que de alguna manera casi, casi reproduce la situación actual creada por el Covid-19 y que no deja de hacer pensar en la curiosa casualidad con el momento de su muerte ahora.
El tema de la novela, titulada “Teorema de Pitágoras” (Ed. Seix Barral, 1995) es el mal, el mal en general, que adquiere en el relato la concreción de su aspecto social: racismo, sida, xenofobia, capitalismo desbocado, explotación humana, violencia en todas sus formas. Un mal que cabalga en la grupa de la narración entre los ámbitos de la selva africana y los suburbios de una gran ciudad europea. Grupos de exaltados adolescentes neonazis, mafias chinas de prostíbulo y drogas se conjugan con intereses de poderosas coaliciones políticas y económicas, personificadas anónimamente en pulcros ciudadanos europeos pululando por los salones de algún hotel de lujo para turistas en África.
El mal tiene miles de víctimas, millones quizá, pero alguna de ellas se concreta en un protagonista del relato. Pues frente a esta inmensa conjura del mal en el mundo se alza sin apenas saberlo, un grupo constituido por tres mujeres, una monja misionera y dos jóvenes doctoras, europeas aunque educadas en un colegio francés de algún lugar de África. Son tres mujeres llenas de fuerza y personalidad, que han encontrado – o buscan – la lógica de las cosas, que tratan de racionalizar el poder del mal, como se explica el teorema de Pitágoras: “Comenzaron a mostrarle papeles y planos, mapas y cartas que antes le habían parecido misteriosos, y ella comprobó con qué facilidad las palabras más aisladas, oídas desde lejos, de los mil crucigramas que había hecho para entender, se posaban tranquilamente, como palomas cándidas(…) todo era muy simple y de una lógica perfecta. Como la suma de los tres ángulos de un triángulo: dos rectos”.
La doctora Estévez, Cristina Dinesen y Mère Agnes personalizan la esperanza, son gente que ayuda a los demás con entrega desinteresada, que representan una idea de cristianismo al oponer al mal su paciencia aparentemente escéptica y el sentimiento de proximidad al ser humano.
Se acaban encontrando razones para seguir, para vivir. En medio del gran horror se van perfilando, cada vez más nítidamente estas tres voceadoras de la esperanza. En fin, una buena manera de despedir al gran José Jiménez Lozano.
Primavera eterna
Fue en abril de 2014 cuando la primavera se hizo eterna con este libro en el que intervienen varios autores de la Asociación de Escritores de Asturias. Hoy, seis años más tarde, vuelve a estar presente en nuestra web para recordarnos que los textos permanecen floridos en esta primavera eterna a causa del coronavirus, son textos que nos hacen sentir en este confinamiento cómo llega la primavera a los balcones de nuestras calles.
Relatos casi verdaderos, de Rafael Cortina
Hoy tenemos con nosotros a nuestro compañero de la Asociación Rafael Cortina Canal (Gijón, 1952). En su juventud luchó contra la dictadura desde la extrema izquierda. Médico en aldeas de Caso y Valdés, trabajó con diferentes oenegés en Nicaragua y Marruecos durante 25 años. Desde 2010 se dedica a la literatura. Residente en Marruecos, ha publicado dos libros de narrativa con la Editorial Trabe: Según nos escribe el tiempo y Visionarios.
Recogemos aquí el capítulo I de RELATOS CASI VERDADEROS:
Aït Ouglif, a 16 de marzo 2020
Ya sabemos lo que es la muerte, pero lo hemos olvidado. Antes de nacer estábamos muertos.
Volver al oscuro valle. Santiago Gamboa
Desde hacía más de una década, Jacques había instalado su vida en un oasis entre montañas desérticas, un paisaje seco y pleno de color, de libertad. Había nacido por casualidad en Madrid, donde su padre ocupaba un cargo diplomático, pero a los pocos años lo llevaron a París. Pintor de profesión, viajaba a menudo a su país de origen, allí visitaba las pinacotecas para impregnarse de los clásicos del Renacimiento y del Barroco. En su juventud había sido lo que en Francia llaman un soisentehuitard, pertenecía a aquella generación que en 1968 había saltado a las calles de París pregonando la utopía. Durante varias décadas se había mantenido fiel a la doctrina y moda de entonces, que lo transformaba en un ser anacrónico. Aquel ensueño quedaba bien en los jóvenes, pero mostraba su faceta incómoda, antiestética y tendente al alcoholismo, en envejecidos de vestimenta descuidada que portan largas greñas blanquecinas. A finales de siglo, había hecho cierta fortuna al vender sus cuadros en su estudio de la rue de la Seine. Por eso, superada aquella etapa, había podido emigrar en búsqueda de la hermosa luz sahariana; allí su ideología había derivado hacia el librepensamiento, a un escepticismo que lo inclinaba a la tolerancia y a la desconfianza en el ser humano.
El último año había atravesado una indefinida crisis que lo incomodaba, pero aún se sentía feliz y al atardecer era capaz, en su terraza, de estremecerse ante la luz que difundían las rocas de un ocre rojizo festoneado por sombras laberínticas. A menudo ascendía a la montaña y relajaba su mente cuando su mirada observaba el paisaje y veía lejos. A la orilla de río, los pajarillos le contagiaban la alegría recuperada tras la tormenta, bulliciosos entre el ramaje de dos álamos que enlazan sus troncos de plata como si se amasen, unidos en su destino.
Con el otoño llegaba el declive del ciclo anual, el curso lento del tiempo, esa calma que incita a la reflexión, reacomoda el pensamiento y la visión del mundo, que hace balance y renueva el talante frente al invierno. El frío y los días cortos habían apagado la agitación veraniega que adormece la reflexión, se habían calmado sus pasiones y disfrutaba nuevamente del sosiego. Había intuido la causa de su crisis un día en que cierto aire helado llegaba desde la montaña, ya nevada, mientras el suelo tapizado de hojas crujía contra el silencio de sus pasos. Ahora ya tenía la certeza de que el declive de su vida demandaba cambios, modificar sus coordenadas y su actitud. Durante los meses previos, había soportado un seísmo moral intermitente. Sus pilares temblaron, se ponían en cuestión sus rutinas y argumentos, sus proyectos y ansias. Intentó apuntalar muros y reparar fisuras, mantener aquel edificio construido con tesón: debía afrontar la incógnita de una vejez que hasta entonces había asociado a otros, nunca imaginado en sí mismo.
Comenzó a esbozar planes que prometían estímulos inéditos y otro equilibrio a su existencia. Se encontraba en el mismo lugar haciendo lo que nunca se le había ocurrido, descubría nuevos placeres en lo mismo, exploraba espacios por donde había pasado sin saborearlos, y una vez más sentía el milagro del alma satisfecha con ese diálogo entre permanencia y mutación. Ya había asumido que lo inmóvil no existe, él mismo cambiaba lentamente sin cesar, y se propuso seguir a otro ritmo las ondulaciones de la vida. Estaba acostumbrado a placeres que exigían superar obstáculos o exigían desplazarse, pero también allí, al alcance de la mano, podía agarrar la dicha que estaba escondida en su interior, solo tenía que dejarla brotar, estimularla y seguir su impulso.
Imaginaba lo que le esperaba a partir de lo que había observado, de cómo había sido el final de sus padres y de algunos compañeros o conocidos; sentía el absurdo de las desapariciones y el sinsentido de no haber existido antes de nacer. Esa consciencia le hacía relativizar sus metas, era una cura de humildad, lo hacía más tolerante y generoso e incrementaba su escepticismo. Sabía que para disfrutar tenía que aceptar su propia evolución y lo que le acontecía, estaba acostumbrado a adaptarse a situaciones diversas, a divertirse con los recursos disponibles.
Sus amistades se burlaban cuando les decía que estaba de nuevo en crisis, pues lo veían disfrutar plenamente y había quien lo envidiaba por «haber encontrado su lugar en el mundo». Quizá ese lugar no fuera más que su actitud ante la vida, su clave personalizada. Lo cierto es que practicaba una especie de nomadismo, físico pero sobre todo espiritual, un continuo cambio de lo que le rodea y de sí mismo; no un cambio aleatorio, anárquico, sino una corrección de rumbo para adaptarse a sus necesidades y su situación. Lo había guiado la intuición, que quizá fuese su mayor riqueza. No había tomado su crisis demasiado a pecho, seguía feliz en su existencia, pero los apuntes en su diario manifiestan que cavilaba sobre las paradojas de la vida:
«Puedo entender que haya diversos individuos autónomos, personas o animales que piensen, actúen, interaccionen; al fin y al cabo son otros. Pero siento una especie de vértigo cuando me hago consciente de que «yo» soy uno de ellos. Uno más, completamente contingente, que existe por azar durante un tiempo limitado. No me explico mi propia conciencia, encontrarme como encerrado aquí, ser esto que está sujeto a cualquier eventualidad que le ocurra a mi cuerpo, que «yo» sea precisamente ese cuerpo.
»No puedo comprender mi propia existencia. Se han dado todo tipo de explicaciones razonables y comprensibles, que si la fecundación, que si el cerebro, el aprendizaje, la cultura, etc., pero no llegan a la raíz del absurdo. Es difícil explicar esta sensación, las palabras no aciertan a trasmitirla salvo a quien haya sentido lo mismo. Lo que no concibo es que yo sea eso; soy consciente de mi propio despropósito, que me sienta tan real (poseo esa certeza de mí, soy testigo de cómo me he transformado con el tiempo, con las circunstancias, con mi programación genética), que por instinto de supervivencia me considere crucial, y que no sea más que algo fugaz —como todo lo demás— en el devenir de los tiempos.
»Seguro que muchos sintieron lo mismo antes que yo (de ahí esas explicaciones metafísicas, que si los espíritus, la vida eterna, las diversas disquisiciones religiosas…). Se resistieron a aceptar que todo era absurdo, y por una especie de horror al vacío, a lo inexplicado, inventaron unos mitos, también absurdos, que calmaban momentáneamente su incomodidad.
»Son ideas de viejo que me asaltan, no como una preocupación, más bien son una náusea, el vértigo de asomarse al tiempo, un abismo sin fondo».
De ahí partía, a lo largo de los años siguientes aparcaría también esa crisis existencial, una serie de acontecimientos le ayudarían a esclarecer su confusión o a al menos a no darle importancia.
Entrevista a José Ángel Ordiz Llaneza
En la AEA estamos de enhorabuena, estrenamos nuevo formato en esta web. Llevamos muchos años en la red y ya era hora de modificar el mecanismo interno, aunque la apariencia y la estructura siguen muy similares. Esperamos que sea del agrado de todos los socios y lectores.
Comenzamos esta nueva etapa con una serie de entrevistas a nuestros socios para que sean más conocidos por propios y extraños.
José Ángel Ordiz Llaneza
José Ángel Ordiz Llaneza (Sotrondio, Asturias, 1955) es licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad de Oviedo. Funcionario de carrera, fue profesor de Física y Química en varios institutos de Educación Secundaria. Inició su labor literaria con la novela corta Bosquejo de una sombra (Premio Diputación de Asturias 1980). Sus relatos breves figuran en diversas revistas y antologías. La mayor parte de estas narraciones están reunidas en los libros Relatos impíos (XI Premio de la Crítica de Asturias), El fin y otros relatos de supervivencia, Club Lola y otros espectáculos, Extravíos y Violencias. Ha publicado las novelas Las muertes de un soñador (Premio Cáceres 1994, ediciones ampliadas y corregidas en 2010 y 2014), Buenas noches, Laura (Premio Onuba 2006), Mujer te doy (Tercer Premio Casa Eolo-Fundación Bolskan), El narrador de historias fantásticas, Las luces del puerto (XII Premio de la Crítica de Asturias y Premio Taza de Oro del Club de Lectura Café Candás, edición ampliada y corregida en 2016), En aquel tiempo (finalista en el XXVII Premio Asturias-Fundación Dolores Medio), Sal dulce (seleccionada como una de las diez obras finalistas en el LIX Premio Planeta, edición modificada en 2018), Circo (VI Premio Ángel Miguel Pozanco), La vocalista ausente y Lo sucedido.
ENTREVISTA
1.- Eres un escritor que en tu vida literaria has recibido varios reconocimientos a tu labor. ¿Qué opinas de los premios literarios?
Los reconocimientos literarios ayudan a seguir escribiendo. No tanto como el tener los lectores que yo no tengo pero ayudan. Me acuerdo, sobre todo, del primero, del Diputación de Asturias, en el lejano 1980, cuando aún había Diputación por estos parajes norteños en los que ambiento gran parte de mis historias. Yo, por entonces, tras licenciarme en Químicas, estaba en el paro y, además del premio, ¡qué bien me vinieron esas cien mil pesetas de entonces! Seguí escribiendo, claro, pero nunca fui un buen padre para mis relatos ni amable con el lector: no me atrae la vida literaria y no empiezo mis obras por el principio porque no me sale nada si intento escribir como escribe la vida, a la que plagio en casi todo lo demás.
2.- ¿Cómo ves el panorama literario en estos momentos? ¿Puedes concretar en Asturias?
Lo veo con más escritores y menos lectores. Pero veo también desde mi pequeña atalaya que el número de buenos escritores y lectores es el de siempre. Y veo también que el futuro de escritores y lectores ya está aquí en forma de libro electrónico y redes sociales y otros inventos, algo que, tal vez debido a mis estudios pretéritos, me parece estupendo aunque también me duele, y mucho, el cierre progresivo de las librerías tradicionales, de esas lágrimas en la lluvia, como diría Roy el androide en mi admirado Blade Runner. Y Asturias no es ninguna excepción.
3.-La soledad está presente en muchos de tus escritos. ¿Es un tema literario o forma parte de nuestra sociedad?
Está presente en muchos de mis escritos porque está presente en la sociedad. Ya he dicho antes que, por lo general, me limito a plagiar lo que la vida cuenta aunque yo lo escriba de otro modo. Pero es también mi tema literario. La vida es mucho más rica en temas, evidentemente. Que yo me quede con la soledad es una simple querencia creativa mía.
4.-Tu última novela se titula LO SUCEDIDO, ¿podrías decir por qué hay que leerla?
Tal vez porque es corta y breve será el posible tormento del lector mientras descubre lo que un alud permite descubrir. Además, si nada han leído de mí, que es lo más probable, en ella tienen un resumen de todas mis creaciones. De todas mis recreaciones, mejor dicho. Por motivos que no vienen a cuento, ni la he bautizado siquiera. Muy mal padre hasta el final, ya lo creo que sí, no tengo perdón ni lo pretendo.
5.- ¿Es importante que los escritores estemos unidos en una Asociación?
Mucho, muchísimo. Más amparo, más visibilidad… En definitiva, menos soledad. Y que nadie olvide que la soledad, en lenguaje químico, es altamente oxidante. Es decir, que todo lo envejece antes de tiempo, la madre que la parió.
Por Armando Murias Ibias
El triunfo de la palabra
Reseña de Ingenio lego, de Marcelo Matas.
Editado por la Diputación de Salamanca, 2016
125 páginas.
Por David Fueyo
Dice el escritor Eloy Tizón, —quizá uno de los que más ha teorizado sobre el cuento en los últimos años— que todo aquel que no se pliegue dócilmente a los dictados del mercado debe ser consciente de que no va a tenerlo fácil; ha escogido un camino en rampa, áspero, lleno de dificultad y con muchos escollos. Ese es la senda elegida por Marcelo Matas a la hora de llevar a cabo su Ingenio Lego, la del triunfo de la palabra sobre cualquier otra consideración, —mercantil, estilística o simplemente dejándose llevar por las modas— fuera de lo meramente literario.
Conozco a Marcelo, sé de su sensibilidad con el cuento infantil, de hecho tuve el placer de presentar El niño que se convirtió en coche (Juglar, 2015), un cuento para contar y disfrutar en familia, accesible y a la vez delicado. Lo compartí con niños y comprobé que disfrutaban conmigo; sin embargo he de confesar que no me esperaba la profundidad, complejidad y delicadeza que el mismo autor iba a sugerirme apenas un año después con éste, su Ingenio Lego, aunque durante el tiempo que le conozco puso ante mi diversas pistas de este talento literario en forma de cuento corto en varias antologías en las que participamos ambos, promovidos por la Asociación de Escritores de Asturias (Pravia con todas las letras, Mina de palabras, u Oviedo, libro abierto). Ahora me doy cuenta de que, de un coleccionista de Quijotes como es Marcelo, puedes esperar —literariamente hablando— cualquier ingeniosa aventura escrita.
Ingenio lego, impecablemente editado por la Diputación de Salamanca, contiene catorce cuentos que van desde el monólogo interior hasta el lenguaje cervantino, del humor al desasosiego, de la prosa poética sin ni un solo punto seguido a la transcripción oral del lenguaje del pueblo, sus chascarrillos y sus muletillas, consiguiendo así la obra ser una polifonía llena de escollos bien superados muy lejos de lo que Tizón busca para el cuento moderno —picante, con cierta acidez, veloz y ligero— pero por encima en calidad y equilibrio de mucho de lo que se publica hoy en día.
Los catorce cuentos sugieren. Creo que ese es “El Piropo” con mayúsculas que puede definir un buen cuento. Desde el impresionante relato que da nombre al volumen, en el cual Marcelo parece tomar la pluma encarnado en un noble que, siguiendo escrupulosamente el tono cervantino, dice que prefiere ser olvidado que reconocido a pesar de conocer a Cervantes e incluso haberle regalado sus propios versos para que este pudiera conformar su prestigio en el futuro, —sencilla y retorcidamente lúcido— hasta el humor de guante blanco presente en Cuento de Navidad, una historia cotidiana que nos lleva un paso más allá en la vida de un soldado.
Hay lugar para la metaliteratura y el olor a librería de viejo, fonda y paraíso de aquellos que creemos que los libros son un tesoro, máxime si son encontrados entre un montón de saldos amarillentos o, mejor aún, en un contenedor de basura (Agua de palabras y Gesticulan voces). También para el monólogo, para el cuento torrencial (La casa en el camino de los juegos y el impresionante Al final el silencio, con el que se cierra el volumen), para la luz y la esperanza de dos enamorados unidos en todo menos en dimensión, —él en la real, Clarín, y ella, Ana Ozores, su creación, en la literaria—, y para la oscuridad, la venganza y la crudeza (Por la piel y El peluquero zurdo), historia (Rubén Darío se lava con Heno de Pravia), vida como trayecto (La vaca Jueves) y la muerte que en el fondo es un viaje de ida sin retorno, (El regreso, y vuelvo a citar otra vez Al final el silencio).
Los catorce cuentos están trabajados con la paciencia y precisión del orfebre. No hay escritura rápida, no hay prisas, no hay estruendo ni alharaca, tampoco extraños artificios ni Deux ex machina. El camino es en rampa áspera, pero sabe a dónde llevarnos: literatura pura y consistente, juego canónico donde no hay un canon preestablecido más allá de poner a funcionar las palabras con una cuidadosa fascinación por el lenguaje. Ingenio Lego no podría ser escrito por alguien que no ama la literatura y la comprende como vehículo de belleza y emoción. No podíamos esperar otra cosa de un coleccionista de Quijotes. Otro triunfo para la palabra que a buen seguro sabrá saborear el avezado lector.
Premio de Columnismo
La Asociación de Escritores de Asturias ha dado a conocer el Premio al Columnismo Literario de este año.
Los premiados son Marcelo Matas y Tino Pertierra

Marcelo Matas
El jurado destaca en Marcelo Matas no solo la calidad de sus textos, sino también que, a lo largo de los últimos años, ha sido constante en mostrar a los lectores ejemplos de literatura infantil y juvenil a través de su columna. Matas, autor de centenares de columnas, ha publicado también agudas críticas de novedades literarias.

Tino Pertierra
Por otra parte, el jurado valoró la calidad de los textos de Tino Pertierra y su vocación por profundizar en el alma femenina, desde una óptica perspicaz y respetuosa, sobre todo, en la serie de artículos “Solo será un minuto”.