Ángel Petisme: Ministerio de la Felicidad
Fundación Aula de las Metáforas te invita al concierto de Ángel Petisme.
Viernes 13 de diembre de 2013 | 20:00 horas | Capilla de los Dolores, Grado.
Ángel Petisme: Ministerio de la Felicidad
Fundación Aula de las Metáforas te invita al concierto de Ángel Petisme.
Viernes 13 de diembre de 2013 | 20:00 horas | Capilla de los Dolores, Grado.
El próximo viernes día 13 de diciembre (fecha no del todo casual), tendrá lugar la presentación del libro En el bosque, bajo los cerezos en flor, de Sakaguchi Ango, primer título de Satori Ficción, la nueva colección de la editorial asturiana Satori, especializada en literatura y cultura japonesa, en el que he tenido el placer de colaborar con un amplio epílogo. Con este motivo, charlaremos sobre el gran clásico macabro de Ango, llevado al cine y el anime, así como sobre el resto de títulos de esta colección dedicada a la literatura fantástica y de misterio nipona, que está ya dando a conocer obras fundamentales del género de autores como Osamu Dazai, Shiro Hamao o Kenyi Miyazawa.
El acto tendrá lugar a las 20.00 h. en el acogedor recinto de La Librería de Bolsillo (C/. Adosinda, nº 3) de Gijón, donde estaré junto a los editores para pasar un buen rato evocando a los maestros conocidos y desconocidos de la literatura de género japonesa.
Hermosísima pero arriesgada propuesta estética, la película Ida de Pawel Pawlikowski (Last Resort, My Summer of Love, The Woman in the Fifth) recibe premios allí donde concurre. A los galardones de Toronto, Gdynia, Varsovia o Londres se suman ahora los del Festival Internacional de Cine de Gijón a los mejores largometraje, actriz (Agata Kulesza), guión y dirección artística, así como el Premio del Jurado Joven al mejor largo.
Filmada en resplandeciente blanco y negro, con el clásico formato cuadrado de pantalla, en un ejercicio fílmico de sobrecogedora elegancia aplicado a reducir el cine a su más pura esencia, Ida sitúa su acción en la Polonia de principios de los años 60. Anna (Agata Trzebuchowska) es una huérfana de 18 años, o al menos eso cree ella, cuya vida ha pasado enclaustrada en el convento católico de las monjas que la educaron. Antes de permitirle tomar sus votos como hermana de la caridad, la Madre Superiora le ordena visitar sorprendentemente a su único pariente vivo: Wanda Gruz (Agata Kulesza), una alcoholizada juez de autodestructiva vida disoluta, conocida como Wanda la Sangrienta por su papel de implacable fiscal estalinista contra los “enemigos del Estado”, a principios de los 50. Aunque reacia a resucitar recuerdos dolorosos, esa tía materna revela a Anna varios secretos: su verdadero nombre es Ida Lebenstein, nació judía en Piaski, sus padres fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial y logró sobrevivir gracias a un sacerdote católico local; así comenzó su vida entre las monjas. Wanda y Anna, ahora Ida, deciden emprender la búsqueda del desconocido lugar donde se hallan enterrados los padres de la joven —quizá un bosque, tal vez un lago—, en un intento por proyectar algo más de luz sobre el doloroso pasado de su extinta familia.
—¿Esperaba Pawel Pawlikowski una acogida de crítica y reconocimientos internacionales tan buena para Ida?
La verdad es que no. Nunca pensé que tuviera esta recepción. Para mí ha sido una sorpresa. Pensé: bueno, si hago una película polaca, con un reparto de actores que no son conocidos y, además, desde una perspectiva muy formal, entonces no va a tener una gran repercusión. Encima no corren buenos tiempos para los filmes polacos, pues no tienen hoy mucha cobertura en los festivales, no están de moda. Así que fue una muy grata sorpresa ver esta buena acogida en los certámenes cinematográficos con tantos premios.
—¿Podría hablarnos de la génesis de este proyecto de tan compleja naturaleza, por la propuesta estética que plantea, pero al mismo tiempo con temas importantes aliados a una investigación detectivesca que, a su vez, entraña el interés añadido del estudio de dos caracteres confrontados?
La génesis de Ida fue un proceso largo. En primer lugar, había una serie de elementos históricos con los que estuve jugando durante todo este tiempo. Siempre me ha resultado interesante la época de principios de los 60 en Polonia. (Yo quería crear una película de ficción en Polonia –la primera mía allí–, pero no ambientada en la actualidad, cuyas claves desconozco.) Los 60 era una época que yo recordaba desde la perspectiva de un niño pequeño y, a título personal, me resultaba muy atractivos, muy cercanos a mi corazón, los sentía muy íntimos. En parte, decidí situar el filme en ese tiempo por ese recuerdo infantil tan intenso. Recordaba de mi niñez imágenes, sonidos, olores, sabores, pero también tenía recuerdos obtenidos de los álbumes de fotos de la familia.
Ese período era también atractivo desde un punto de vista social, dada su originalidad: la Segunda Guerra Mundial había concluido no mucho tiempo atrás y el estalinismo había terminado recientemente. Se trataba de un mundo devastado, petrificado, muerto. Sin embargo, al mismo tiempo empezaba a verse una cierta vitalidad y juventud con el surgimiento del rock´n roll, del jazz, del pop, un mundo que también recuperaba esa juventud.
Por otro lado, hay otra pieza que ha tenido importancia en el largometraje: la fe. Pero no como una convención religiosa, sino como algo más trascendental. A menudo en Polonia existe, el tópico de hablar de los polacos católicos. Creo que esto no va más allá de una mera fórmula sociocultural. Mi intención ha sido hablar sobre una persona religiosa que no se definiera como la típica polaca católica, sino que tuviera una fe mucho más profunda y real, trascendental.
Todas estas cosas tuvieron mucha influencia en el nacimiento de la película. Han interactuado en su creación varios elementos: la fe, la identidad y los recuerdos personales.
Pepe Monteserín lleva en el asunto literario veinte años con pleno conocimiento de causa, como poco. Aunque hablando con él diríase que toda la vida, incluyendo los meses anteriores a su nacimiento. Seguro que ya estaba allí tomando nota de todo lo que sucedía a su alrededor. Me lo presentó Manuel García Rubio hace unos 18 ó 19 años, o eso creo si mi memoria no me engaña, y enseguida le convencí para que formara parte de aquella maravillosa troupe que fue Literástura (más de 40 autores circulando por una treintena de casas de cultura e institutos de secundaria, con encuentro literario nacional y la publicación de un libro con lo escrito y hablado).
Sí, eran otros tiempos, porque luego unos desprevenidos cortaron la línea con el paraíso literario y llegó el derramamiento generalizado, ¿recuerdan?: el libro blanco, los gastos suntuarios e irresponsables, la mácula en el Niemeyer, etcétera, etcétera. Me cuenta Helios Pandiella, el diseñador de aquellos libros, que uno de ellos, titulado Literástura ’98: Cien años después, y que ahora puede leerse en internet ya ha tenido más de 8000 visitas en menos de un mes. El caso es que hablando con Monteserín durante el regreso de uno de aquellos bolos, creo recordar que del oriente de Asturias, me di cuenta de que me hallaba ante un lector voraz y atento y también ante un escritor con hambre, con ese hambre que es la ambición de escribir cada día para ganarse el pan con el sudor de cada una de las palabras que encadenaba y con el deseo de despertar del letargo a tantos lectores como su estilo e historias pudieran. Desde entonces he disfrutado con sus libros y, al mismo tiempo, he asistido al crecimiento del autor que, a mediados de septiembre de este año, presentó su última obra, la novela Me levanté herido. Durante la presentación, escoltado por Raquel Díaz Rámila, su mujer, y por su amigo Luis Arias Argüelles, pude observar cómo el tiempo le había vestido con una camisa más cómoda, sin las apreturas de los primeros tiempos cuando escribió Mar de fondo, Mañana perdí los nervios o Los chispazos burlones de las estrellas. Pero la comodidad de esa camisa no le ha quitado ese punto de nervio tan necesario para no confiarse: «Yo necesitaría un bucle de cinco minutos para decir lo que pienso», se arrancó o se despojó, según, con sus gafas, una para cerca y otra para lejos y tal es su pasión por el lenguaje que, si pudiera, aun contaría con otra más para ver las fibras de las que está hecha cada palabra, sus venas, arterias, huesos, humores y tendones con el fin de entender el espíritu de su origen y las posibilidades de sus odios y amoríos con
otras. Y comprobé también que el tiempo y la literatura han dejado en Monteserín un poso de ceniza sobre su cabeza muy a juego con esa edad de plata que ha alcanzado y que le ha servido para quitarse el peso empresarial subyacente. A cambio se ha puesto por montera la alegría del lector y la fortuna inquietante del escritor, lo que a la postre le han convertido en un cazador obsesionado con la pieza, cual Acab en el Pequod buscando a sotavento la joroba y la cabeza de la Ballena Blanca, guarecido delante de la pantalla del ordenador y con la libreta siempre a mano a la espera de cobrarse con cada disparo su mejor página. Que la comparación no sirva para pensar ni de lejos en la desquiciada amargura del capitán o en la de cualquier letraherido: Monteserín disfruta escribiendo y hablando de literatura. Y ya que hablamos de su disfrute digamos que el estilo de Monteserín es siempre, y por lo general, barroco, cuestión que él mismo ha afirmado desde hace tiempo sin ambages. Pero esto conviene matizarlo, pues lo general suele acarrear imprecisiones que acaban por errar el tiro. Tengo para mí que el estilo de Pepe Monteserín atiende a la precisión lingüística tanto como a la precisión estructural y, por tanto, a la más alta precisión derivada de la relación entre ambas. De ahí que en cada uno de sus libros pueda rastrearse una sólida urdimbre que lejos de construir un pesado esqueleto lo aligera porque nada que moleste queda suspendido en el imaginario del lector. Es decir, es barroco, sí, pero consistente, además de lúcido y divertido. Este equilibrio entre los contenidos exactos y el continente en movimiento continuo, es el que procura por lo general una lectura placentera, llena de ingenio y entretenimiento y que tanto acerca a los lectores de diferente condición y alcance. Tal vez fuese este uno de los rasgos principales que los editores de Lengua de Trapo atisbaran en Monteserín para publicar en 1999 el libro de relatos El viajero que huye (en el que aparece el magnífico La dama de cedro). A partir de aquí y hasta el año 2007 vendrá una explosión literaria que, a pesar de que el propio autor declare que «No soy consciente de ello», pocos autores han conocido: gana el Premio Francisco Ayala con Caballos de cartón, el Ciudad de Alcalá con Los ángeles más hermosos, el Emilio Alarcos de novela en 2004 por Se detuvo el mundo y en 2007 el Premio Lengua de Trapo por La lavandera. Entre tanto, se ha alzado con varios premios de la crítica de Asturias y publica en ese período otras cuatro obras, entre ellas Matómela Dumas, una espléndida y muy sutil narración de espíritu matemático y ciencia literaria. Y todo ello con una respuesta muy notable tanto por parte de la crítica como de los lectores.
Más de 3000 artículos publicados en La Nueva España (esos «“billetes” diarios», como él los l
lama, llenos de reflexión, chispazos, visibilidad, humor y generosidad con tantos compañeros de letras) y seis años después desde su última novela, reaparece con esta historia sobre la Guerra Civil española en la que además de poner de nuevo en juego su estilo —un estilo que según la opinión de un editor nacional «sería una mezcla casi imposible pero absolutamente reconocible, con destellos de Proust, Cervantes y Pessoa»—, pone también en juego una parte muy importante de su vida familiar y a cuya consecución pone en la sartén literaria todo el amor del mundo. Me levanté herido (Septem, 2013) es una novela que «empezó como un homenaje a mi padre; al morir él sin conocerla, pasó a ser también un homenaje a mi madre. Quería escribir además sobre falangistas en una época donde los falangistas están condenados de antemano. En suma, un homenaje a mi padre en toda regla, para que quede claro que lo admiro y lo respeto públicamente.» No seré yo quien juzgue si estamos ante la novela más acabada del autor, la que consigue un mayor vuelo literario, pero sí pienso que es una de las más enteras pues muestra las claves ya maduras que mueven el universo monteseriniano: sólida estructura narrativa, detalle hasta la obsesión y fineza con los personajes. Una novela que se enmarca en un año en el que Pepe Monteserín ha publicado dos cuentos ilustrados, Tac, tac, tac, plof, en Narval (Lengua de Trapo) y Cuatro esquinines (Pintar-Pintar), la biografía El peligro del éxito (Nobel), la inmediata publicación en Cuadernos (Trea), de un cuento sobre el agua, tres en realidad, titulados Tres en agua y la finalización de otra novela y un Diccionario de un escritor. Es por esta relación por lo que el autor afirma que «mi mejor año fue éste, 2013».
Casi todo el que lo conoce sabe que este autor dejó su profesión anterior, aparejador y ejecutivo inmobiliario (sin duda con un mayor interés crematístico) por el oficio de escritor. Lo suponemos satisfecho con el cambio, pero reconoce que «dedicarse a escribir, como es mi caso, es una ruina económica; en este sentido, la cosa cambió poco porque se
concibe mal la ruina de la ruina. Hay menos a ganar pero lo que uno busca es el prestigio, y en este sentido no hay muchas menos oportunidades y tampoco la respuesta ha de ser inmediata. Es como si escribiera para el futuro. Mi estado de ánimo es muy bueno. Nunca tuve tantas ganas de escribir. Menos ganas, en cambio, de leer y menos de vivir.»
Pero veinte años doblando esquinas, las de la vida y las de los libros, dan para mucho más, así que sólo cabría aportar a este impreciso perfil que es natural de Pravia, «y con eso queda dicho todo», tal y como anuncia la portada de su página web. Bueno, casi todo. Porque también es el cronista oficial de Pravia y, año tras año, ejerce de anfitrión en unas jornadas de literatura que allí organiza la Asociación de Escritores de Asturias con la complicidad de su alcalde, su bibliotecaria y sus gentes. El resto puede leerse en sus libros ya publicados y en los que vendrán, siempre una aventura, un largo viaje a la espera de doblar no sabemos si el Cabo de Hornos o el de Buena Esperanza para cumplir con la travesía que le llevará a entregar su más preciada carga al puerto de los lectores olvidados.
Foto: cedida por Pepe Monteserín.