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Berlín, a pesar de todo. Por Armando Murias Ibias. 24/04/2012.

 

Como el oso, que simboliza a la ciudad, Berlín a lo largo del último siglo tuvo la energía suficiente para rampar por el monte de la historia. Después de un triste periodo de hibernación en el que su vida quedó reducida a la mínima expresión, hoy muestra una actividad envidiable, a pesar de las cicatrices que recorren su cuerpo alambrado.
De Berlín me habían dicho que era un islote dentro de Alemania, algo diferente. También había leído que de Berlín no quedan ni las piedras, que la ciudad entera había sido derretida por las bombas de los vencedores, que así quisieron aniquilar toda posibilidad de renacimiento. Y es verdad.
Pero de ese fuego y de ese aislamiento surgió algo sorprendente. En lo más profundo del fango más infamante de la historia se formó esta ciudad en la que queda reflejado todo lo que existe en el mundo. Hoy es posible contemplarla con nitidez, con las imperfecciones que el cincel de la historia la esculpió, repleta de mataduras, con las aristas que reflejan su constitución poliédrica y vitalista. En los costurones todavía calientes del Muro que durante 28 años escenificó con mayor dramatismo la Guerra Fría todavía es posible sentir el vértigo de la libertad y de su antónimo. Fueron unos años en los que la ciudad, partida en dos y ocupada por los ejércitos que se repartieron la bola del mundo, trataba de enseñar a la otra mitad (y a su mundo: el este y el oeste) lo mejor que podían ofrecer. Fue el escaparate donde se exhibían a escasos metros de distancia (siempre alambrados, electrificados, amurallados) la propaganda de los dos sistemas que más de una vez estuvieron a punto de colisionar.
En sus ojos de animal inquieto brillan los 17 años que en los que Berlín fue capital del Reino de Prusia, los 47 años como capital del Imperio, los 14 que lo fue de la República de Weimar y los 12 del III Reich. Desde 1990 es capital de la República Federal de Alemania y el remozado Reichstag acoge a los parlamentarios desde 1999.
Prueba de esa vitalidad es que sobre sus escombros se levantaron las dos operaciones urbanísticas más importantes y singulares de Europa: el Palacio de los Obreros de la kilométrica Karl Marx Allee en la zona ocupada por las tropas soviéticas, y la Potdamer Platz, ubicada en otros tiempos en un cruce de caminos donde se instaló el primer semáforo de Europa, que después quedó convertida en tierra de nadie atravesada por el Muro.
Sus gentes, constreñidas por el aislamiento y la penuria, siempre supieron que el cielo sobre Berlín era igual para todos, un cielo en el que brillan estrellas como Walter Gropius, Bertolt Brecht, Marlene Dietrich o Albert Einstein. De la cultura de la parte occidental lo sabemos casi todo a través de los medios de comunicación y de las diferentes manifestaciones artísticas, aunque nunca está de más recurrir a la recientemente fallecida Christa Wolf, que desde el Berlín oriental indaga sobre la naturaleza del autoritarismo alemán (El cielo dividido, 1963). Más recientemente, Uwe Tellkamp (nacido en la RDA en 1968) es el gran narrador de la decadencia de la República Democrática Alemana, de los días que preceden a la caída del Muro de Berlín, al seguir la mejor tradición de la novela alemana con un texto rico y exuberante como años atrás pudiera haber escrito Thomas Mann. (La Torre, Ed. Anagrama, Panorama de las Narrativas, 2011, Deutscher Buchpreis.)
El oso de la ciudad en ningún momento esconde sus garras de animal salvaje y es posible visitar los museos de la terrible Stasi (Seguridad del Estado de la RDA), del Holocausto, del Muro y otros 363 museos repartidos por la capital alemana, premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 2009.

 

Vicente Gallego: “Hay verdades del corazón que las palabras no llegan más que a sugerir”. Por Lauren García. 19/04/2012.

La poesía de Vicente Gallego es evocadora como una puesta del sol sobre el mar: contagia la incorruptible alegría de vivir. Recientemente este poeta valenciano ha publicado Mundo dentro del claro (Tusquets), un poemario en el que concede a la vida la posibilidad de eliminar las incisivas tinieblas. Autor de ineludible referencia en la poesía española más reciente y premiado gracias a libros como La luz, de otra manera, Santa deriva o Si temierais morir, con Mundo dentro del claro Vicente Gallego se congracia con el canto para alcanzar el dulce veneno de lo sagrado.   

 

—¿Muestra su último libro la incertidumbre de estar vivo? 

Sí y no. Sí, porque lleva esa incertidumbre a su consecuencia radical, que es la inexistencia de nuestras personas, puesto que la muerte significa el olvido absoluto de ellas con carácter retroactivo; no, porque, a partir de esa comprensión -que supone la paz y la dicha definitivas, el despertar o renacer a lo Real-, el libro canta el hecho absoluto de la Vida, la realidad ilimitada de la conciencia, que carece de forma y atributos y que es el fundamento desnudo sobre el que urdimos nuestras identidades pensadas. Sólo nace y muere -y además a cada paso- lo que nunca tuvo vida, nuestra identidad fabulada: "Soy así y así". Pero ni nace ni muere el Ser, es decir, el puro conocimiento en que se manifiesta todo lo conocido. Ese el es claro en que el mundo amanece a su realidad intemporal como expresión siempre presente del contenido de la conciencia cósmica. Lo que hace incierta la vida es creer que nos pertenece de manera personal, cuando la persona no es más que una manifestación de la Vida en el presente absoluto, ya que nada ocurre, aunque parezca lo contrario, más que aquí y ahora. Todas estas palabras y conceptos se hacen pura práctica de vida cuando la humildad, el reconocer nuestra nada última como individuos, nos toma el ser y la palabra. El que de veras admite que él ya no será mañana, tampoco cree ser hoy, y entonces la certidumbre, la alegría sin objeto se hace dueña de esa plaza felizmente vacante. 
 
 —Como en sus más recientes poemarios apuesta por una celebración de los sentidos…

Los sentidos son el órgano perceptor de la maravilla cuando no les atribuimos, en connivencia con la razón aprendida, la capacidad del conocimiento verdadero, cuya llave sólo tiene el corazón humano, el fondo del alma, que es donde se asienta el Intelecto cósmico. El budismo ha llamado prajñá a esta capacidad intuitiva que, sin pertenecer a la persona, está siempre presente en el hombre esperando ser despertada. Nuestra tradición habla del espíritu, el único capaz de conocer lo inmediato desde la propia inmediatez. No hace falta renunciar a los sentidos para que se nos revele la realidad que está más allá de su dominio, basta con reconocer su incapacidad para descubrirla, porque eso nos lleva a la introspección de manera natural y obligatoria. Ahora bien, cuando accedemos a la vivencia interior de la unidad de conciencia, los sentidos renacen con nosotros a un mundo renovado, y entonces es cuando no se cansan de ver, de tocar, de oler, de gustar, de oír la infinita verdad de la Belleza.

—¿Está muy marcado por la esencia mediterránea?

No sé muy bien cómo acotar un término tan amplio de connotaciones. Lo que sí puedo asegurar es que amo mi tierra, que nací al lado mismo del mediterráneo, y que luego he tenido la satisfacción de vivir los montes austeros y cristalinos que otean esa lámina azul. Rodeada de tanta claridad, inmersa en ella, mi poesía toma la palabra y se la encuentra dada en canto de gratitud y clarividencia.

—Hay dos poemas dedicados a la figura de Miguel Ángel Velasco, una pérdida notable para la poesía española…

No podré aquí, ni en ninguna otra parte, dar cuenta de lo que Miguel significó en mi vida. Hay verdades del corazón que las palabras no llegan más que a sugerir. Llegó en el momento justo y me abrió las puertas cuya llave había puesto en sus manos el destino, el gran maestro, puertas que conducían siempre un poco más hondo en mi inquirir, en mi pregunta radical sobre el sentido de la vida. En cuanto al poeta, para mi una de las voces más verdaderas de nuestro tiempo, estoy convencido de que nunca dejará de crecer en el alma de sus lectores. Me permito recomendar la lectura de sus tres libros póstumos, que verán la luz en un solo volumen en la editorial Tusquets este mismo año, quizá antes de verano. Miguel vivió por y para la poesía, y ella le reconoció con larga generosidad esa entrega enamorada.
 
—¿Es más que significativo el magisterio de Francisco Brines para los poetas valencianos?

Eso no sería más que reducir el alcance de su palabra, que surge en el seno de la mejor tradición castellana y se dirige, por tanto, a un público mucho más amplio, el cual la ha recibido con gratitud y aprovechamiento, pues es innegable, para cualquier lector de poesía, la creciente influencia que su obra ha ejercido, de una u otra manera, con más o menos intensidad, en la escritura de los poetas españoles. No he conocido a un poeta más auténtico, auténtico en el sentido de que Paco sólo escribe cuando lo obliga la poesía, casi cuando lo coge por el cuello y lo sienta a escucharla. Jamás se ha empeñado en buscar las palabras, y por eso, me parece, las palabras verdaderas se han empeñado en encontrarlo tantas veces.
 
¿Puede cobrar la poesía la importancia social de antaño en estos días de desastre?

Cualquier importancia social que adquiera la poesía será siempre secundaria con respecto al trabajo que realiza en la conciencia y en la sensibilidad de cada uno de sus lectores. En ese terreno, la poesía está siempre de moda y se impone como una gozosa necesidad del espíritu humano. "La poesía es escuela de tolerancia", ha dicho muchas veces Francisco Brines con la lucidez del sabio, pero es además invitación a investigar en lo esencial, y escarmiento de vanidosos, pues el poeta no escribe como quiere, sino como se lo permite en cada momento la poesía. Por otra parte, todo lo que adquiere importancia social se acaba banalizando. Si hacemos con la poesía lo que ha hecho con la novela el fenómeno del best seller, prefiero que se quede en las catacumbas. ¿No le fue allí mejor a la palabra verdadera de Jesús que cuando la Iglesia se empeñó en institucionalizar su significado e imponerl
a por las bravas? Siempre es en lo solo y escondido donde se nos desvela lo más auténtico y asombroso de la experiencia humana. 

Una aventura cultural. Exposición de Juan José Plans. 19/04/2012

UNA AVENTURA CULTURAL Exposición de Juan José Plans. 

Inauguración 23 de abril. CMI Pumarín. Gijón Sur. c/ Ramón Areces, 7. 33211 GIJÓN.

Del 23 de abril al 20 de mayo de 2012

Juan José Plans (Gijón, 1943) es escritor, periodista y artista plástico.
Ha sido galardonado por la Asociación de Escritores de Asturias con
el premio de las Letras de Asturias en su última edición. El jurado ha
valorado “su condición de inquieto humanista “en todos los ámbitos
de la cultura. “Asturiano universal, siempre atento a la proyección de
Asturias fuera de nuestras fronteras, es una de las figuras más señeras
y prolíficas de la literatura fantástica. “Premio Nacional de Relatos de
Ciencia Ficción, ha destacado por sus incursiones a otros géneros:
policíaco, biográfico, ensayístico… Autor de más de cuarenta libros,
ha adaptado la mayoría de sus relatos y novelas para televisión y radio,
teniendo algunas de sus obras versión cinematográfica.
Es premio Nacional de Radio, Premio Ondas, Premio Ateneo Jovellanos…
En Gijón en particular o en Asturias en general ocurre la acción
en varios de sus libros
En esta exposición se reúne únicamente de su vasta obra la publicada
en forma de libro.
La exposición se completa con una selección de ilustraciones de algunos
de los libros debidas al propio autor y de recuerdos –fotografías,
juguetes, máquinas de escribir…– que sirven para conocer mejor la
personalidad de Juan José Plans, que define su vida como una aventura
cultural.
CMI PUMARÍN
GIJÓN-SUR LETRAS

Exposición de Juan José Plans

Primer capítulo de Sal dulce, de José Ángel Ordíz. 18/04/12

              Por cortesía de Editorial Quadrivium.                                                           
 
                                 Sal dulce
                                                                        José Ángel Ordiz            
 
          
 
 
 
 
 
 
 
 
 
«Desde que tengo por Dios
al Dios de las hormigas,
cuánto me duelen estas heridas
de cualquiera, de otros, mías;
tajos en el corazón,
desgarros de la vigilia;
llagas donde los peores días y días
vierten toda la sal;
quizá sal dulce, menos dañina,
con el tiempo, mañana,
hoy sal pura, impía».
 
J. A. García
Entra la enfermera en la habitación y le pide que salga un momento.
Sólo entonces, aún entre las suyas la mano que una Virita dormida no tiene conectada al gotero, deja de recordar tiempos más o menos pretéritos: la pérdida prematura de la virginidad en un sexo casi familiar, su cuerpo enteco inmovilizado en la arena de la playa de Santa Marina mientras golpean al amigo con propósitos homicidas, su identidad entre los nombres de una lista de triunfadores que desde el verano del éxito y la juventud se consideran inmunes para siempre —algo así— al otoño de las vidas y los hechos.
Duerme, le responde a la enfermera de edad imprecisa, quizá cincuentona reciente como ellos, como Virita y él, como Santos, y teme de pronto que la hija de Elvira, ingresada la tarde anterior en el modesto hospital de Arriondas con el sentido perdido tras impactar su cabeza contra la encimera de la cocina —debido a un resbalón que la derribó—, no descanse en el regazo del sueño sino que haya retornado al abandono del coma, del que salió cuando los médicos de urgencias la estabilizaban y la ambulancia que la había traído desde Ribadesella todavía esperaba fuera por si la posible gravedad del traumatismo aconsejaba trasladarla al Central de Asturias, a Oviedo.
            Pero la propia Virita —Qué hora es— disipa con la pregunta y con el rebullir de la mano izquierda —la que el profesor de educación secundaria en un instituto ovetense cobija entre las suyas— el miedo repentino del visitante llegado de la capital sobre las cuatro, hace unos veinte minutos aunque él creyera antes de mirar el reloj, de satisfacer la curiosidad de la amiga, que habían transcurrido muchos más, ciertamente perezosos como nunca los tiempos del padecer y de la espera en los sanatorios.
            Al llegar él, Joseba le cedió el asiento y acabó convenciendo a la suegra, que no quería separarse de la hija a pesar de que la vida de su primogénita ya no corría peligro, para que lo acompañase hasta la cafetería del hospital: La dejamos entretenida, y tú tienes el estómago vacío. Sonrió el vasco. El asturiano devolvió disminuido el gesto al tercer marido de Virita, al hombre alto y fornido como los esposos anteriores de la mujer de ojos negros, morena, tendida de espaldas en la cama.
            En cuanto se quedaron a solas en la habitación, comentó ella: Pareces cansado. Luego, la mano entre las del amigo de toda la vida, se interesó por el número de clases que había dado el químico ese lunes, segundo día de octubre. Tres, respondió Fredo, y por un momento posó la mirada en la boca carnosa de Virita, en el labio inferior partido, túmido.
—¿Nada más? Pues pareces cansado.
—Cuesta arrancar al principio.
—Después de tantas vacaciones como tenéis…
—Las necesarias para conservar unos gramos de cordura, lista.
—¿Sigue lloviendo?
—Empezó a orvallar cuando salía de Oviedo, pero ahora llueve de verdad. Según los del tiempo, caerán las primeras nieves en los altos a partir de mañana.
—Se acabó el verano.
—Y la sequía.
            La tarde anterior, en la sobremesa, mientras fumaba el puro dominical, Fredo había observado desde la terraza del chalé, desde Toleo, desde las faldas del monte Naranco, que, enfrente, en la zona de Faro, también por Limanes, se levantaban varias columnas de humo, que otros se deshacían ya de los despojos vegetales acumulados en las tierras durante el estío, terminantemente prohibidas las quemas hasta finales de septiembre, abrasado el país entero entre incendios fortuitos e intencionados. Poco después, amontonaba rastrojos en la huerta con la voluntad de quemarlos, aunque careciese de permiso para prender fuego, cuando Dafne reclamó su atención por la ventana del cuarto de baño del pasillo; le tendió el teléfono inalámbrico, le adelantó: Es su mamá.
            A Mercedes, la madre, le extrañó que la asistenta del solterón, contratada de lunes a viernes, por las mañanas, estuviera en la vivienda un domingo por la tarde. Él le aclaró que no era María quien había cogido el teléfono, sino la hija de la uruguaya.
—¿La hija? Pero ¿no estaba en América con el novio?
—Ya te lo explicaré cuando vaya por ahí. Qué quieres.
—Ah, sí, eso. No sabes lo que acaba de pasar.
            La madre, Mercedes, le habló de la Virita inconsciente que sangraba por la boca, de la ambulancia que se había presentado en el Cobayu precedida por el estridor lúgubre de la sirena.
—Elvira y yo andábamos de paseo, casi nos enteramos las últimas de la desgracia. Ahora estoy en casa sola porque tu hermano y Esperanza marcharon en el coche detrás de la ambulancia y llevaron a Elvira con ellos. Yo me quedé con Fran. Además, ya sabes que me pongo mala en los hospitales, en los sitios cerrados. No sé qué será de mí si me tienen que ingresar algún día. Me darán calmantes, como tú dices. Pero no te entretengo más: coge el coche y tira para Arriondas. Qué desgracia, hijo. La pobre Virita, toda la vida sin levantar cabeza, con esos hombres tan raros por maridos… Porque el que tiene ahora… Montó en la ambulancia con ella, y pedía calma a todo el mundo, pero… Bueno, no te entretengo más. Coge el coche y tira para Arriondas, ya lo sabes.
            Dejó el inalámbrico en el salón. Acomodada en una esquina del sofá, Dafne le preguntó si necesitaba algo. Negó él con la cabeza. Ella fijó de nuevo la vista en la película del Plus o en su interior atormentado. A través de
l móvil, el químico contactó con Nito Santos, empleado en un vivero de plantas y residente en una vieja casa de campo situada en medio de la nada, en una llanura perteneciente al municipio de Siero, donde vive, solo como el amigo, igualmente soltero, desde que llegó muerto a España, no menos corroído por dentro que Dafne. También él saldría de inmediato hacia Arriondas pese a que había bebido media botella de ponche y se arriesgaba al positivo en algún control de alcoholemia.
            —Puedo pasar yo por ahí, por esos andurriales, y vamos juntos en mi coche.
            —Ahora sí que te perderías bien perdido. Y, hasta que no te acostumbres a las bifocales, tú sí que eres un peligro al volante. Casi sería mejor que hiciéramos al revés, que yo te llevara a ti.
            —Nos vemos en Arriondas entonces.
            Ya estaba Santos en el hospital cuando llegó Fredo. Fue el propio amigo quien tranquilizó al profesor: Virita, según el esposo, había recobrado el sentido y probablemente descansaría aquella misma noche en la cama del Cobayu, no en algún lecho del Grande Covián.
            Pero no fue así. Los médicos decidieron mantener ingresada dos días, en observación, a la paciente. Por eso la enfermera espera aún que su mandato sea cumplido.
            Desde una de las ventanas del pasillo, Fredo contempla los exteriores del sanatorio. Debe aprender a mirar, le advirtió la chica de la óptica que le vendió las gafas con lentes progresivas, miope desde los tiempos de la universidad y ahora hipermétrope también. No se percata de que Rosa y Rodo se acercan a él hasta que lo llama la hermana de Virita, reconocido por ambos en el hombre de estatura media, flaco, entrecano el bigote, que, de pie ante al cristal, alzaba y agachaba ligeramente la cabeza una y otra vez como si hablara consigo mismo y asintiera; como si, pirado, justificara el mote que le pusieron los alumnos de Oviedo. Pero sólo aprendía a mirar, que nadie se preocupe, y no obtenía la visión pretendida si únicamente movía los ojos hacia arriba y hacia abajo.
Besa a Rosa en la mejilla —de nuevo la recuerda en su cama— y estrecha la mano del marido, de Rodo, tan delgado como él pero mucho más alto. Qué haces aquí, le pregunta ella, y él, tras dudar un instante, como si ignorase la respuesta, contesta al fin: Está una enfermera con Virita, he tenido que salir de la habitación.
—Dónde está mi madre.
—Tomando algo en la cafetería, con Joseba.
De pelo y ojos castaños, Rosa es quince años más joven que la hermana. Las malas lenguas aseguran que Elvira, al saberse embarazada de la segunda hija con los cuarenta cumplidos, con el poco dinero de siempre y con un marido que negaba ser el progenitor de la criatura concebida, procuró el aborto mediante saltos bruscos desde ciertas alturas y la ingesta de bebedizos diversos. Los que la quieren bien replican ante semejantes comentarios viperinos que si realmente hubiera intentado librarse de la preñez indeseada se habría puesto, al igual que otras, en manos de una especialista en arruinar la conquista del espermatozoide peleón, profesional pero ciego; ahí, de nuevo, el llanto de esas mujeres que antes lloraron debido a la gravidez insostenible y lloran ahora por el feto en las cloacas.
            Casi tan atractiva como Virita, Rosa es gestora procesal en Gijón, ciudad donde reside. Ella y Rodo, empleado en Prosegur, conductor de un furgón blindado, son propietarios de un piso no muy lejano de la playa de San Lorenzo, aunque no ven el Cantábrico ni el paseo marítimo desde la quinta planta del edificio en el que viven. Llevan casados cerca de una década, y al fin esperan el hijo —una niña, según la última ecografía— que Rodolfo siempre anheló, más determinante para ella a principios de año, cuando se decidió a ser madre, las urgencias de la edad que el renovado deseo del marido.
            Se despide Fredo una hora después. Rodo sale con él de la habitación dispuesto a fumar un cigarrillo en el exterior del hospital, de donde acaba de llegar Joseba tras haber hecho lo propio y algo más, pues su nueva ausencia junto a la esposa ha durado treinta minutos. En uno de los pasillos se tropiezan con Santos, fácilmente reconocible por la altura, similar a la de Rodo, por la obesidad, por la alopecia y por las barbas crecidas y descuidadas como su atuendo de costumbre, vestido apenas con unos viejos vaqueros y con un amplio jersey de lana raída, únicamente invariable en él la mirada azul, los ojos zarcos que una mañana de su juventud descubrieron en la playa de Ribadesella a la muchacha, rubia como él, de la que se enamoró de inmediato con un amor que late en su pecho otoñal más vigoroso aun que entonces: entonces puro y hoy corrupto.
            —La lluvia me ahorró el riego —sonríe el viverista, y al hacerlo muestra la mella de los dos incisivos superiores que perdió treinta años atrás y que nunca ha querido reponer.
            —No hacía falta que vinieras —estima Rodo, añade—: Ya sobramos los que andamos por aquí, y Virita está bien. Le acaban de retirar el gotero y mañana le darán el alta.
            Son las once de la noche. Continúa lloviendo. Antes de acostarse, antes de bajar la persiana del cuarto, Fredo contempla la luminaria ambarina de la ciudad, de Oviedo, desde la ventana del dormitorio. Luego dirige la mirada hacia los focos lechosos que iluminan parte de la obra del nuevo Hospital Universitario Central de Asturias. Finaliza el paseo visual por el este, por La Corredoria. Observa el lejano neón rojo que anuncia con intermitencia sexos femeninos a sueldo, el del Club Model´s, cuando oye el llanto convulso, repentino, de Dafne: la chica, hospedada en la única habitación del chalé que no tiene unas vistas excelentes, ignora sin duda que él posee intacto el fino oído del profesor, que a sus carencias oculares no se suman las audit
ivas. Suspira el solterón. No sabe qué hacer, o sabe que no puede hacer nada. Recuerda lo que el sábado, antes del accidente de Virita, aventuró Soraya, desnuda aún: Esa María acabará por meter a toda su familia en tu casa.

  

La guerra y sus consecuencias: El fuego y las cenizas, de Jorge Ordaz. Por Marcelo Matas. 11/04/2012.

 
Jorge Ordaz
El fuego y las cenizas
Pez de Plata, Morcín (Asturias), 2011
222 páginas
18,50 euros
 
 

Con su última obra, Jorge Ordaz parece cerrar una trilogía de novelas “filipinas”, que inició con La perla de Oriente (finalista del Premio Nadal, 1993) y siguió con Perdido edén (1998). Si aquéllas se ambientaban en el siglo XIX, aún durante la época colonial española, en El fuego y las cenizas la acción se desarrolla en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército japonés desembarca en Filipinas después del ataque a Pearl Harbor.

Estructurada en tres partes –además de un prólogo y un epílogo—, la novela nos relata las “maniobras clandestinas” que van urdiendo los personajes en los momentos previos a la invasión, “el fuego” de guerra y represión que se sucede en Filipinas “bajo la férula japonesa” y “las cenizas” que van quedando esparcidas en un país y una población que se ve condenada a habitar “entre ruinas”. En Manila, llevados por un instinto depredador, producto a su vez de una innata necesidad de supervivencia, se mueven personajes extremos, que son al mismo tiempo víctimas y verdugos de la situación en la que están inmersos. Son arquetipos de tantas narraciones donde se desenvuelven espías, sicarios, prostitutas, periodistas, políticos, empresarios y diplomáticos sin muchos escrúpulos, pero uno de los méritos de esta novela es que el autor ha conseguido que estos personajes-modelo aparezcan ante el lector como seres de carne y hueso, que en su deambular firme o escurridizo por los consulados, las lujosas mansiones, los clubes nocturnos o las cárceles más siniestras, sintamos con ellos el pálpito de la intriga, la crueldad de la violencia más despiadada, la viscosidad de sus traiciones o la silenciosa llama del amor. Los hechos históricos son el soporte de lo novelado, pero la realidad y la ficción están tan imbricadas en la trama que apenas se distinguen –y ya se sabe que para la verosimilitud de una novela esto poco importa- los episodios verdaderos de los inventados, de igual manera que se aprecia cómo los posibles personajes reales “dialogan” en el mismo plano con los imaginados por el autor.  

Con un estilo literario de resonancias cinematográficas, Jorge Ordaz suele introducir los capítulos con unas referencias ambientales o históricas que enmarcan la escena que se va a desarrollar a continuación, donde la fuerza narrativa logra que el lector mantenga la atención en vilo, aquélla que se debe exigir a una buena novela que combina con maestría técnicas comunes a varios géneros: negra, espionaje, aventuras, histórica. De igual manera, en un despliegue de riqueza narrativa, el autor utiliza diferentes registros, como el diario y los diálogos escritos a modo de texto teatral.

Hay que agradecer a Jorge Ordaz que acerque una vez más al lector español un territorio tan olvidado por la literatura –ensayística y de ficción— en castellano, más aún si tenemos en cuenta que Filipinas fue la parte más oriental de aquel imperio donde nunca se ponía el sol. Igualmente hay que celebrar el valor –en el doble sentido de valentía y buena cualidad— de la joven editorial asturiana Pez de plata, no sólo por el especial cuidado que presta a la  edición de sus obras, sino por la singular apuesta que hace por ilustrar sus libros. En este caso son de destacar los expresivos dibujos en blanco y negro de Enrique Oria, que, como si fueran planos cinematográficos, ilustran espléndidamente esta estupenda novela de Jorge Ordaz.  

Sal dulce, de José Ángel Ordíz. 10/04/2012

 

Sal dulce

José Ángel Ordiz
Editorial Quadrivium.
Colección Argos. 2012. Girona.
 
Sal dulce no es una tragicomedia (o al menos no lo es meramente). Como las Dríades, los personajes de Ordiz surgen de una cópula entre Gea (lo Real) y los dioses, y quedan cosidos, como Dafne (el mito, pero también el personaje), entre la flecha dorada de Cupido (el amor, el deseo) y la sagita de punta broncínea de Eros (desprecio, desdén, goce). Lo inefable del destino –corte, herida, brecha–, adviene marca indeleble que precipita y a la vez orienta a los personajes a una desenfrenada búsqueda, que no huida: «siempre es más importante lo que nos falta que lo que tenemos». Tránsito la vida por vericuetos angostos de límites imprecisos, con lo incierto en el cénit y el vacío por insignia. Buscando entre la existencia los sebos —como los pescadores lombrices entre el fango de la bajamar de una ría— para atrapar migajas de felicidad, los personajes caminan detrás de una vida que se les escapa escurridiza, como el agua —o las anguilas—, entre los dedos. La insatisfacción: alfaguara del deseo.
Impecable, precisa, excelente, Sal dulce es una novela imprescindible para
quienes están atentos a las nuevas tendencias literarias, de esmerado estilo y
rigurosidad en la exposición de las ideas; densa en conceptos, compleja en la
trama y rica en recursos expresivos. Con esta novela, José Ángel Ordíz muestra
una vez más su talento como escritor, dentro de un movimiento literario que se
quiere desprender de lugares comunes y de la vacuidad conceptual. Podemos
decir que viene a sumarse a esa Literatura de la diferencia que preconizaran no ha mucho Antonio Enrique y Fernando de Villena, entre otros.


 

José Ángel Ordiz Llaneza (San Martín del Rey Aurelio, Asturias, 1955), es licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad de Oviedo. Fue profesor de Física y Química en varios institutos de Educación Secundaria (principalmente en el «Padre Feijoo» de Gijón). El inicio de su labor literaria lo marca la novela corta Bosquejo de una sombra (Premio Diputación de Asturias 1980). Sus relatos breves han dado cuerpo a diversas publicaciones con las que ha colaborado, así como a sendas antologías. Parte de ellas han dado origen al libro Relatos impíos, merecedor del Premio de la Crítica de Asturias en el año 2009. Es autor de las novelas Las muertes de un soñador (Premio Cáceres 1994), Buenas noches, Laura (Premio Onuba 2006), Mujer te doy, El narrador de historias fantásticas, Las luces del puerto (Premio de la Crítica de Asturias 2010), y En aquel tiempo (editada por Quadrivium en 2011). La novela que ahora les presentamos, Sal dulce, fue seleccionada entre las diez finalistas del premio Planeta en 2010.

 

La rebelión de 5 mujeres, de Nicanor Rozada. 2/04/2012

 

 
 
La rebelión de 5 mujeres
Nicanor Rozada
Gofer Impr.2012

301 páginas. 

 
     Los acontecimientos que figuran en esta obra, con cinco mujeres como protagonistas principales, resultan duros y vivaces. Vidas de cinco mujeres que comportaron un riesgo extremo para ellas, dado que la realidad superó con creces los relatos novelados. De todo ello, el autor deja constancia a lo largo de las presentes páginas.
     La rebelión de estas cinco mujeres fue apasionante y en su recuerdo Nicanor Rozada se enfrenta narrativamente a estas historias de los duros tiempos de postguerra que los lectores disfrutarán.