Riodeporcos, frontera Oeste. Por Alfonso López Alfonso. 12/01/2012.
En los preparativos de todo viaje hay algo que bulle en la cabeza, como un encantamiento que predispone a ver el lado bueno de las cosas. Te subes al coche y te dejas llevar dispuesto a descubrir horizontes nuevos, sueñas con traspasar fronteras, aunque no estén demasiado lejos ni separen nada.
Hace varios años que mi amigo Iván me habló de Riodeporcos, una aldea en la frontera con Lugo que pertenece al concejo asturiano de Ibias. Allí nació su padre y allí pasó mi amigo los veranos de la infancia y la adolescencia, que todavía le saben a vino furtivo en la bodega, a manzanas en el horto, a petardos con rosquillas por San Roque y a un sin fin de aventuras imaginarias, con fuertes del séptimo de caballería en mitad de los peñascos y canoas mohicanas surcando el río. Vamos, por fin, a visitar lo que quede de ese mundo. En el coche nos acompañan Suso, Laura y una pequeña bola de pelo, despierta y graciosa, que atiende al nombre de Pispi y podría ser un perro. Salimos de Cangas del Narcea y pronto me entretengo mirando el mapa de carreteras y contando las que tendremos que pisar. Cuento hasta cinco. En la Riela de Perandones, a cinco kilómetros de la villa, dejamos la AS-15 para subir hacia el Pozu las Muyeres Muertas, uno de los puertos que separa Cangas del Narcea de Ibias. Vamos poco a poco adentrándonos en el río del Coutu, zigzagueante y secreto, y entre los acentuados desfiladeros de la montaña y el agua del río ascendemos y pasamos aldeas: Tremau, Augüera, Veiga d’Hórriu, Munasteriu’l Coutu. Subimos y subimos, hacia el brezo y la cumbre, y luego descendemos camino de San Antolín, pero antes de llegar nos desviamos en dirección a Grandas de Salime y A Fonsagrada. Por esta carretera alcanzamos Marentes, última aldea de Ibias antes de pisar suelo gallego. Una frontera. La traspasamos y no notamos nada especial. Circulamos por la 702 de Lugo hasta encontrar un puente con balaustrada de hierro. Suso explica entonces que se trata del puente de Boabdil, construido muy a principios de los años sesenta. En un alarde de erudición que me sorprende, informa también de que fue la primera obra o una de las primeras del ingeniero Tomás Notario Vacas para la Diputación de Lugo, pero no sabe decirme a qué viene el nombre del rey granadino. Atravesado el puente seguimos el camino de la izquierda hacia A Fonsagrada hasta pasar otro puente con pretiles de piedra que parece más antiguo que el de Boabdil, pero esta vez Suso no nos aclara nada, únicamente Iván menciona que se trata del puente de Marondo, que, pienso yo, es Macondo con la c cambiada. Al pasarlo se puede seguir la carretera actual, que pronto comienza a ascender hacia A Fornaza, o desviarse por un tramo de carretera abandonada que lleva a Riodeporcos. Esa carretera abandonada -explica de nuevo Suso- iba a ser la vía natural de comunicación con A Fonsagrada, siguiendo el río Navia, pero con la construcción del embalse de Grandas de Salime el río anegó un tramo de unos cuatrocientos metros y la carretera se abandonó sin llegar a utilizarse. Ahora descansa sobre las enaguas de la montaña como un animal viejo y dormido. Y de momento nosotros no cosquilleamos su sueño, decidimos seguir trayecto por la carretera en uso para subir hasta el mirador de Arexo.
El mirador permite que el viajero asome seguro su curiosidad -protegida por una barandilla de granito- al surco del río Navia, en este tramo ensanchado como cola del embalse de Grandas. La hendidura del río es el límite natural entre Asturias y Galicia. Los de la orilla derecha son asturianos, los de la izquierda, gallegos. No parece que existan grandes diferencias ni económicas, ni sociales, ni culturales, pero hay una frontera. Comparten río y lengua, falan xa enténdense. Y esto da pie a pensar que no debe hacerse demasiado caso de determinadas fronteras –quizá de ninguna frontera- porque en pocos lugares notará uno la nítida continuidad, la ausencia de separación tajante, como en determinadas fronteras. Me viene a la cabeza un libro de Alonso de Torre titulado La frontera que nunca existió, un libro viajero que explora la tierra de nadie –o más bien de todos- que es la Raya entre España y Portugal, y les cuento a mis acompañantes el caso de José Bigares, nacido en una aldea fronteriza que se conoce como Las Casas de la Duda, donde dos casas son españolas, otras dos portuguesas y el resto, dependiendo de lo que les convenga en materia de impuestos, se acogen a una u otra patria. Esa imprecisión fronteriza permitió a José Bigares nacer en Portugal, empadronarse en España y durante toda su vida levantarse de la cama en el término de Portalegre y desayunar en el de Valencia de Alcántara. “Algo parecido –me comenta Suso- le sucede a algún pueblo asturiano de los que rayan con Galicia”. Y cómo es eso, le pregunto, de levantarse todos los días asturiano y ver que los de la orilla de enfrente son gallegos. “Pues no tiene nada de particular ni se piensa en ello. Aquí todos somos vecinos, nos llevamos bien y nos ayudamos en lo que podemos. Recuerdo que cuando era un niño bajaba a montear con los perros de caza cerca del río. Y luego, por no volver a subir cruzaba por donde podía. En invierno se te ponían las piernas moradas de lo fría que estaba el agua. Y siempre me acordaré de que al otro lado, de la parte gallega, muchas veces encontraba a un paisano que cuando me veía así, amoratado de frío, se quitaba la gorra y me daba friegas en las piernas para que entrara en calor”.
Zona rica en hierro, en esta comarca hubo explotaciones mineras desde la antigüedad. En los pueblos que se pueden ver desde el mirador, como los gallegos Arexo y A Fornaza, o Riodeporcos, perteneciente a la parroquia asturiana de Sena, hay restos de antiguas explotaciones mineras. A un paso de aquí está la Ferrería de Vilar de Cuiña, puesta en marcha a finales del siglo XVIII y que se mantuvo activa durante aproximadamente un siglo. La Compañía de la Vega, de Ribadeo, explotaba los yacimientos de estas montañas hasta Grandas de Salime. En la Ferrería de Vilar de Cuiña había hornos y mazos que se abastecían de ese mineral y lo transformaban para vendérselo a los ferreiros de la zona y también para exportarlo a colonias lejanas, como Cuba, pero lo que hay ahora son ruinas. Ruinas inmersas en un romántico selvatismo capaces de evocar, en un suave día de sol, como hoy, un mundo antiguo y perdido de hombres rudos y duros como el hierro que doblegaban, pero también, por la amabilidad del sol y la brisa, lugares lejanos y exóticos a orillas del Mediterráneo, islas griegas o italianas, costas fenicias. S
uena extraña esa asociación, pero deja de serlo un poco cuando Suso nos explica el microclima que hace de estos valles y montañas lugares propicios al madroño y el alcornoque: “Antes el corcho para tapar el vino lo sacábamos de los alcornoques. Todo eso que ves cubierto de árboles y maleza fueron viñas”, nos dice mientras exploramos la fábrica, las casas de alrededor, la capilla y el molino de agua: “Aquí yo ya no conocí la fábrica funcionando, pero sí la maquila y la casa de postas”.
Deshaciendo camino volvemos con intención de llegar a la vieja carretera inconclusa que conduce a la entrada de Riodeporcos, pero a nuestro guía se le ocurre que podemos hacer un poco de senderismo para visitar una antigua explotación minera. Aparcamos a la derecha en la LU-721 y cogemos un estrecho camino por la ladera de la montaña que conduce a las bodegas de A Cova. Cuando desde el sendero ya se pueden ver las bodegas, el incansable Suso nos plantea bajar monte a través hasta alcanzar la explotación. Emprendemos el camino algo indecisos y a trancas y barrancas llegamos a la bocamina. “Pero esto no es nada. Mirad, venid conmigo. Un poco más abajo hay un drenaje hecho en la roca. Es absolutamente impresionante. Yo fui de muy joven a trabajar en las minas de carbón de Cangas y sé bien lo que es una mina, por eso me sorprende tanto ese drenaje, lo que tuvo que trabajar a pico y pala aquella pobre gente entre estas piedras para poder desviar el agua cuando la mina se inundaba. Impresionante. Mirad, venid, ya lo veréis”. Efectivamente, seguimos bajando unos metros más y oculta entre la espesura aparece una obra catedralicia, anónima e impactante. Con algo de vértigo en el estómago, más miedo que vergüenza y una linterna nos adentramos en la mina por el drenaje y logramos salir sin dificultad cerca de la boca.
Por fin llegamos a la entrada de Riodeporcos, pero como gustamos de alargar los placeres decidimos dar un paseo río arriba antes de entrar en el pueblo. Siguiendo la orilla gallega del río embriaga el olor de las mentas y ensucia algo los zapatos el barro legamoso que deja la resaca del cauce ensanchado por el embalse. “Muy a principios de los años cincuenta –se pone a contarme Laura, que parece saber de lo que habla- se pusieron a construir aquí, justo en este punto, una gran presa que anegaría buena parte de los pueblos aguas arriba de Riodeporcos. Fue durante el franquismo, con la fiebre de los pantanos, y este, que se iba a llamar Gran Suarna, taparía incluso Navia de Suarna, una población bastante importante de aquí cerca. Poco después se abandonó el proyecto sin ninguna explicación, pero si te fijas, en esa montaña de enfrente puedes ver la marca de hasta dónde llegaría el muro de la presa, a la que pensaban darle unos 150 metros de altura. ¿Ves aquella boca que hay a la orilla del río? Pues es la de salida del túnel que hicieron para desviarlo. La de entrada está algo más arriba. Hicieron muchas cosas: montaron oficinas, compraron y expropiaron tierras, pero de repente todo cesó sin ninguna explicación, aunque de cuando en cuando vuelven a amenazar con hacer el pantano. Claro que ya no un Gran Suarna, sino uno más modesto. Si lo hacen, todo lo que hemos visto en la Ferrería quedará enterrado en agua”. Mientras me cuenta estas cosas a Pispi le da por ponerse juguetón y sale corriendo. Su dueña lo persigue unos cuantos metros hasta que, desprevenida, se cae en un lodazal del que sale completamente pringada de barro y agua. El perro la observa a salvo y parece reírse con ganas, como los demás.
Tras solucionar algún que otro problema de intendencia para sustituir la ropa mojada de Laura, nos dirigimos, ahora sí, a la entrada de Riodeporcos, y mientras lo hacemos se nos ocurre pensar que sería agradable pasear por las orillas del Navia e ir recogiendo las historias que estos pueblos fronterizos entre Asturias y Galicia llevan siglos tirando a sus aguas.
“Fíjate en el pueblo –comenta Iván- es asturiano pero accedemos a él desde Galicia”. Y tenemos que hacerlo por un puente colgante peatonal. A casi todos los sitios puedes ir en coche y hay muchos lugares a los que puedes llegar en tren y hacerlo es una delicia: a la estación Termini, en Roma, a Gran Central Station, en Nueva York, a Atocha, en Madrid, a tantos y tantos otros sitios; hay lugares a los que puedes llegar en barco y hay otros a los que puedes llegar en avión; a Riodeporcos únicamente puedes llegar atravesando un puente peatonal. Debes dejar el coche al otro lado del río para alcanzar el pueblo. ¿Y antes de que construyeran el puente? “Antes del puente se cruzaba en barca. Bueno, en realidad también hay un camino que viene por la montaña, desde Sena, pero es transitable únicamente para tractores y vehículos todoterreno”.
Como a Arthur Rimbaud al alcanzar Charleroi, ocho días de caminos pedregosos, entre pesadas piedras cargadas de hierro, nos parecía llevar caminando con las botas rotas, pero en realidad únicamente llevábamos cinco horas fuera de casa. Cansado, también como Rimbaud, esperaba que alguna moza saludable me trajera mantequilla y jamón tibio, perfumado con un diente de ajo, en una bandeja de flores. Además, claro está, de una cerveza bien fría y espumosa. Faltaron la muchacha y la bandeja, pero todo lo demás lo sacamos de la mochila. “Aquí en el pueblo –comenta Suso mientras comemos- también hubo durante los años cincuenta y sesenta una empresa que explotó el hierro y de la que yo me acuerdo. Creo que se llamaba Lezama y Lezamón. Eran vascos. Si te fijas, desde la orilla gallega del río verás una mezcla de agua y tierra rojiza que baja por este monte de al lado, que llamamos Barcemirón. Pues ahí es donde estaba la mina”.
Después de comer al arrullo de la fuente subimos a la aldea y visitamos la casa de Maurín, donde Antonio, el hermano de Suso y tío de Iván, nos ofrece hospitalidad, un buen vino blanco del año e higos en abundancia. Para su gusto –y el nuestro- todo lo aceptamos. Admiramos el inmenso corredor, la panera, la bodega en tierra y la cocina antigua o lareira. Paseamos bajo las sombras de las parras por apacibles caminos, visitamos la capilla de San Roque y nos acercamos al hotel rural, resultado de
una armoniosa restauración del conjunto de la casa de Méndez, con su escudo, sus dos hórreos y su palomar.
No mucho después, algo cansados ya, descendemos hacia la salida del pueblo, hacia ese puente que es guía y emblema, y antes de dejarlo nos fijamos en un pequeño cartel de chapa. Por él nos enteramos de que la altitud de Riodeporcos sobre el nivel del mar es de 283 metros y de que en el año 2000 tenía 4 habitantes. No son muchos, pensamos. Ojalá que sean bien avenidos. Y nos vamos murmurando en un tono inalcanzable, en un tono que no es el nuestro porque es coloquial y profundo, cotidiano y eterno, Goethe pasando por Joseph Brodsky: “¡Detente, instante! No eres maravilloso, sino irrepetible”.
Luminosas sombras: “El cine” y otras prosas de juventud, de José Díaz Fernández. Por José Havel. 25/12/2011.
«Debéis penetrar en el cine cuando ya la sala esté en sombras y por el lienzo vaya pasando la fábula. Acostumbrados los ojos a la luz no veréis en la penumbra más que las maniobras de las cabezas atentas, reunidas en una sola nube informe. Por eso, después, cuando la luz se haga, será el público para vosotros una revelación…»
Así comenzaba José Díaz Fernández (1898-1941) su artículo “El cine”, sobre cuya pista me ha puesto Alfonso López Alfonso como editor y prologuista de “El cine” y otras prosas de juventud (Ateneo Obrero de Gijón, 2011; Colección Fortuna Balnearia, 18), atractiva selección de los textos publicados por el escritor castropolense en Asturias, aquella revista de La Habana a través de la cual tanto emigrante astur trató de enjugar parte de su morriña.
Leer “El cine”, texto que Díaz Fernández escribió en 1919 –nueve años antes de El blocao, su más emblemática obra, sin duda el mejor relato español acerca de la guerra de Marruecos junto con Imán de Ramón J. Sender—, supone todo un entrañable viaje en el tiempo por las sombras de una sala cinematográfica de la época.
Eran los años del cine mudo; por eso, el futuro autor de La Venus mecánica, entonces estudiante de derecho en Oviedo, aconseja a cuidarse de quienes leían en voz alta los intertítulos de la película. Eran los tiempos del timbre, cordial gorjeo mecánico a cuyo aviso «si se observa, se nota un precipitado huir de manos, un leve rastreo de pies, dedos finos que arreglan rizos y algún suspiro tenue de mujer…». Si el timbre no existiera no tendría público el cine, asegura Díaz Fernández.
Así y todo, muchas cosas no han cambiado demasiado desde entonces. Hoy también huimos de aquellos que comentan con chascarrillos las situaciones de los personajes y, sobre todo, de los que adelantan los desenlaces de los filmes haciendo alarde de su presunta perspicacia, individuos irritantes antes y ahora.
Igualmente hoy «un buen observador verá la película y verá el público. El curso de la película, las diferentes situaciones de la trama, señalarán un aspecto nuevo de los espectadores». En efecto, no pocas veces el público, esa anónima masa informe que reacciona bajo la luminosa oscuridad del cine ante las mismas cosas que nosotros, se nos revela menos ajeno cuando la luz vuelve a hacerse.
Asimismo el proyeccionista, misterioso personaje oculto dentro de su cabina, quizá siga sintiéndose «satisfecho y tranquilo como un dios que rige al mundo de sombras desde el trono de luz». Incluso, concluye Díaz Fernández, «hay quien dice que el Ser Supremo no es más que un hábil operador de cine…».
¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra: Cuento de Navidad. Por José Havel. 18/12/2011.
Era el filme favorito de Frank Capra, su director, y de James Stewart, su protagonista. Pero, en contra de lo que pueda parecer en un principio, ¡Qué bello es vivir! (It’s A Wonderful Life!, 1946) no fue un gran éxito de taquilla en la temporada de su estreno. Que hoy sea una película de culto, sobre todo al otro lado del Atlántico, se debe a la segunda vida que le ha proporcionado la televisión. En USA, como ahora también aquí, la pequeña pantalla la ofrece todos los años por Navidad, sólo que los norteamericanos incluso se reúnen para verla. Esa recuperación como filme familiar fundamentalmente americano le han reportado críticas bastante injustas, por sesgadas, que la tildan de americanada sentimentaloide y reaccionaria.
¡Qué bello es vivir! es, sin duda, una comedia dramática de buenos sentimientos con trasfondo social, muy típica de Capra. No obstante, en ella, como en el cine de su autor en general, no todo es de color de rosa y, además, sus distintos elementos se hallan debidamente contrapesados en virtud de una compensatoria ley de contrarios. Que los héroes caprianos no renieguen de sus semejantes y se muestren solidarios, dando lugar a desenlaces optimistas, no significa que la desesperación ni el desengaño no se ciernan sobre ellos hasta el punto de pensar en el suicidio, un motivo recurrente en la filmografía de Capra.
De hecho, ¡Qué bello es vivir! es la crónica de una frustración existencial: poco a poco, George Bailey (James Stewart) se ve obligado a renunciar a todas y cada una de las ilusiones de su vida. Ni siquiera puede suicidarse, pues cuando se dispone a morir debe socorrer a su propio Ángel de la Guarda, quien le acaba concediendo el deseo de no haber nacido. Justo a partir de ahí adquirirá conciencia del providencial valor de su vida, interconectada como está, hasta extremos insospechados, a la de otros miembros de su comunidad.
Siempre me ha parecido extremadamente difícil rematar una obra maestra con un happy end, por lo que de resbaladiza tiene tal opción. Pero pocos finales hay tan emotivos y coherentes a un tiempo como el de ¡Qué bello es vivir!, cuento de Navidad con villano e interludio pesadillesco a lo Dickens que alberga uno de los más hermosos cantos a las personas de bien. Mucho tiene de qué avergonzarse la especie humana, tanto o más como de lo que sentirse orgullosa. Desde luego, yo no sé si cada vez que suena una campanilla le dan las alas a un ángel, según dice la hijita de George. Aunque sí estoy seguro de que, como también le comenta su ángel protector, ningún hombre es un fracasado si tiene amigos.
Lectura. La sombra del ámbar, de Mª Luisa Prada Sarasúa. 17/12/2011
e. Hacía frío, tanto que, según los expertos, este era el invierno más gélido y lluvioso de los últimos años, por lo que es necesario que abrigarse más de lo habitual. Viendo además que la gente de la calle caminaba bajo el paraguas, me enfundé unos pantalones de pana, un jersey de cuello alto y unas botas de medio tacón. Luego saqué del ropero un abrigo de lana gruesa, una gorra y unos guantes y, tras coger mi paraguas, salí para dirigirme al café A Quintana, situado en la plaza del mismo nombre, justo al lado de la Catedral. La plaza A Quintana está dividida en Quintana de Vivos y Quintana de Mortos y fue lugar de enterramientos hasta el año 1780. Con el tiempo, llegó a convertirse en el lugar de cita para quienes, como yo, desean compartir con sus amigos charlas, música, cafés y vinos.
sta llegar a la Plaza del Obradoiro.
te;a que hacer frente a las leyes del propio centro hospitalario que, obviamente, ellos debían cumplir. Pero bueno – dije, dando por terminada la explicación –, en otra ocasión seguiremos conversando sobre la historia de Santiago y sobre sus edificio; ahora estamos aquí para ver la exposición así que, si queréis…
Te juro que no me atrevía a pedírtelo por miedo a que tu interés no fuera sólo por sus cuadros.
Cuaderno de Fuerteventura, de David Fueyo. Col. Minimal. Número 2. Diciembre 2011. 15/12/2011
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Presentación de El vuelo de la monarca, de Julio Rodríguez. 11/12/2011
Foro Abierto y la editorial Menoscuarto tienen el placer de invitarle a la presentación de la novela
El vuelo de la monarca, de Julio Rodríguez. 11/12/2011
El vuelo de la monarca
Col. Cuadrante nueve
Rústica
14 x 21 cm
256 páginas
17 €
978-84-96675-81-0
Cada primavera, la mariposa monarca abandona los bosques mexicanos de Michoacán y emprende un largo viaje a la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Se necesitan varias generaciones para completar un trayecto de ida y vuelta que marca el destino de toda una especie. También muchos hombres y mujeres se ven forzados a emigrar, pero sólo a veces surge el prodigio de que algún descendiente regrese por fin a casa. El vuelo de la monarca cuenta una de estas historias, la que protagoniza Sico Tomé, un niño asturiano amante de las mariposas que, recién terminada la Guerra Civil, embarca por azar en el vapor Sinaia para cruzar el Atlántico e iniciar su propia metamorfosis.
Sinopsis copiada de la página de la editorial Menoscuarto
Gesticulan voces, de Marcelo Matas de Álvaro. Col. Minimal. Número 1. Diciembre 2011. 11/12/2011