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Riodeporcos, frontera Oeste. Por Alfonso López Alfonso. 12/01/2012.

En los preparativos de todo viaje hay algo que bulle en la cabeza, como un encantamiento que predispone a ver el lado bueno de las cosas. Te subes al coche y te dejas llevar dispuesto a descubrir horizontes nuevos, sueñas con traspasar fronteras, aunque no estén demasiado lejos ni separen nada.

Hace varios años que mi amigo Iván me habló de Riodeporcos, una aldea en la frontera con Lugo que pertenece al concejo asturiano de Ibias. Allí nació su padre y allí pasó mi amigo los veranos de la infancia y la adolescencia, que todavía le saben a vino furtivo en la bodega, a manzanas en el horto, a petardos con rosquillas por San Roque y a un sin fin de aventuras imaginarias, con fuertes del séptimo de caballería en mitad de los peñascos y canoas mohicanas surcando el río. Vamos, por fin, a visitar lo que quede de ese mundo. En el coche nos acompañan Suso, Laura y una pequeña bola de pelo, despierta y graciosa, que atiende al nombre de Pispi y podría ser un perro. Salimos de Cangas del Narcea y pronto me entretengo mirando el mapa de carreteras y contando las que tendremos que pisar. Cuento hasta cinco. En la Riela de Perandones, a cinco kilómetros de la villa, dejamos la AS-15 para subir hacia el Pozu las Muyeres Muertas, uno de los puertos que separa Cangas del Narcea de Ibias. Vamos poco a poco adentrándonos en el río del Coutu, zigzagueante y secreto, y entre los acentuados desfiladeros de la montaña y el agua del río ascendemos y pasamos aldeas: Tremau, Augüera, Veiga d’Hórriu, Munasteriu’l Coutu. Subimos y subimos, hacia el brezo y la cumbre, y luego descendemos camino de San Antolín, pero antes de llegar nos desviamos en dirección a Grandas de Salime y A Fonsagrada. Por esta carretera alcanzamos Marentes, última aldea de Ibias antes de pisar suelo gallego. Una frontera. La traspasamos y no notamos nada especial. Circulamos por la 702 de Lugo hasta encontrar un puente con balaustrada de hierro. Suso explica entonces que se trata del puente de Boabdil, construido muy a principios de los años sesenta. En un alarde de erudición que me sorprende, informa también de que fue la primera obra o una de las primeras del ingeniero Tomás Notario Vacas para la Diputación de Lugo, pero no sabe decirme a qué viene el nombre del rey granadino. Atravesado el puente seguimos el camino de la izquierda hacia A Fonsagrada hasta pasar otro puente con pretiles de piedra que parece más antiguo que el de Boabdil, pero esta vez Suso no nos aclara nada, únicamente Iván menciona que se trata del puente de Marondo, que, pienso yo, es Macondo con la c cambiada. Al pasarlo se puede seguir la carretera actual, que pronto comienza a ascender hacia A Fornaza, o desviarse por un tramo de carretera abandonada que lleva a Riodeporcos. Esa carretera abandonada -explica de nuevo Suso- iba a ser la vía natural de comunicación con A Fonsagrada, siguiendo el río Navia, pero con la construcción del embalse de Grandas de Salime el río anegó un tramo de unos cuatrocientos metros y la carretera se abandonó sin llegar a utilizarse. Ahora descansa sobre las enaguas de la montaña como un animal viejo y dormido. Y de momento nosotros no cosquilleamos su sueño, decidimos seguir trayecto por la carretera en uso para subir hasta el mirador de Arexo.

El mirador permite que el viajero asome seguro su curiosidad -protegida por una barandilla de granito- al surco del río Navia, en este tramo ensanchado como cola del embalse de Grandas. La hendidura del río es el límite natural entre Asturias y Galicia. Los de la orilla derecha son asturianos, los de la izquierda, gallegos. No parece que existan grandes diferencias ni económicas, ni sociales, ni culturales, pero hay una frontera. Comparten río y lengua, falan xa enténdense. Y esto da pie a pensar que no debe hacerse demasiado caso de determinadas fronteras –quizá de ninguna frontera- porque en pocos lugares notará uno la nítida continuidad, la ausencia de separación tajante, como en determinadas fronteras. Me viene a la cabeza un libro de Alonso de Torre titulado La frontera que nunca existió, un libro viajero que explora la tierra de nadie –o más bien de todos- que es la Raya entre España y Portugal, y les cuento a mis acompañantes el caso de José Bigares, nacido en una aldea fronteriza que se conoce como Las Casas de la Duda, donde dos casas son españolas, otras dos portuguesas y el resto, dependiendo de lo que les convenga en materia de impuestos, se acogen a una u otra patria. Esa imprecisión fronteriza permitió a José Bigares nacer en Portugal, empadronarse en España y durante toda su vida levantarse de la cama en el término de Portalegre y desayunar en el de Valencia de Alcántara. “Algo parecido –me comenta Suso- le sucede a algún pueblo asturiano de los que rayan con Galicia”. Y cómo es eso, le pregunto, de levantarse todos los días asturiano y ver que los de la orilla de enfrente son gallegos. “Pues no tiene nada de particular ni se piensa en ello. Aquí todos somos vecinos, nos llevamos bien y nos ayudamos en lo que podemos. Recuerdo que cuando era un niño bajaba a montear con los perros de caza cerca del río. Y luego, por no volver a subir cruzaba por donde podía. En invierno se te ponían las piernas moradas de lo fría que estaba el agua. Y siempre me acordaré de que al otro lado, de la parte gallega, muchas veces encontraba a un paisano que cuando me veía así, amoratado de frío, se quitaba la gorra y me daba friegas en las piernas para que entrara en calor”.

Zona rica en hierro, en esta comarca hubo explotaciones mineras desde la antigüedad. En los pueblos que se pueden ver desde el mirador, como los gallegos Arexo y A Fornaza, o Riodeporcos, perteneciente a la parroquia asturiana de Sena, hay restos de antiguas explotaciones mineras. A un paso de aquí está la Ferrería de Vilar de Cuiña, puesta en marcha a finales del siglo XVIII y que se mantuvo activa durante aproximadamente un siglo. La Compañía de la Vega, de Ribadeo, explotaba los yacimientos de estas montañas hasta Grandas de Salime. En la Ferrería de Vilar de Cuiña había hornos y mazos que se abastecían de ese mineral y lo transformaban para vendérselo a los ferreiros de la zona y también para exportarlo a colonias lejanas, como Cuba, pero lo que hay ahora son ruinas. Ruinas inmersas en un romántico selvatismo capaces de evocar, en un suave día de sol, como hoy, un mundo antiguo y perdido de hombres rudos y duros como el hierro que doblegaban, pero también, por la amabilidad del sol y la brisa, lugares lejanos y exóticos a orillas del Mediterráneo, islas griegas o italianas, costas fenicias. S
uena extraña esa asociación, pero deja de serlo un poco cuando Suso nos explica el microclima que hace de estos valles y montañas lugares propicios al madroño y el alcornoque: “Antes el corcho para tapar el vino lo sacábamos de los alcornoques. Todo eso que ves cubierto de árboles y maleza fueron viñas”, nos dice mientras exploramos la fábrica, las casas de alrededor, la capilla y el molino de agua: “Aquí yo ya no conocí la fábrica funcionando, pero sí la maquila y la casa de postas”.

Deshaciendo camino volvemos con intención de llegar a la vieja carretera inconclusa que conduce a la entrada de Riodeporcos, pero a nuestro guía se le ocurre que podemos hacer un poco de senderismo para visitar una antigua explotación minera. Aparcamos a la derecha en la LU-721 y cogemos un estrecho camino por la ladera de la montaña que conduce a las bodegas de A Cova. Cuando desde el sendero ya se pueden ver las bodegas, el incansable Suso nos plantea bajar monte a través hasta alcanzar la explotación. Emprendemos el camino algo indecisos y a trancas y barrancas llegamos a la bocamina. “Pero esto no es nada. Mirad, venid conmigo. Un poco más abajo hay un drenaje hecho en la roca. Es absolutamente impresionante. Yo fui de muy joven a trabajar en las minas de carbón de Cangas y sé bien lo que es una mina, por eso me sorprende tanto ese drenaje, lo que tuvo que trabajar a pico y pala aquella pobre gente entre estas piedras para poder desviar el agua cuando la mina se inundaba. Impresionante. Mirad, venid, ya lo veréis”. Efectivamente, seguimos bajando unos metros más y oculta entre la espesura aparece una obra catedralicia, anónima e impactante. Con algo de vértigo en el estómago, más miedo que vergüenza y una linterna nos adentramos en la mina por el drenaje y logramos salir sin dificultad cerca de la boca.

Por fin llegamos a la entrada de Riodeporcos, pero como gustamos de alargar los placeres decidimos dar un paseo río arriba antes de entrar en el pueblo. Siguiendo la orilla gallega del río embriaga el olor de las mentas y ensucia algo los zapatos el barro legamoso que deja la resaca del cauce ensanchado por el embalse. “Muy a principios de los años cincuenta –se pone a contarme Laura, que parece saber de lo que habla- se pusieron a construir aquí, justo en este punto, una gran presa que anegaría buena parte de los pueblos aguas arriba de Riodeporcos. Fue durante el franquismo, con la fiebre de los pantanos, y este, que se iba a llamar Gran Suarna, taparía incluso Navia de Suarna, una población bastante importante de aquí cerca. Poco después se abandonó el proyecto sin ninguna explicación, pero si te fijas, en esa montaña de enfrente puedes ver la marca de hasta dónde llegaría el muro de la presa, a la que pensaban darle unos 150 metros de altura. ¿Ves aquella boca que hay a la orilla del río? Pues es la de salida del túnel que hicieron para desviarlo. La de entrada está algo más arriba. Hicieron muchas cosas: montaron oficinas, compraron y expropiaron tierras, pero de repente todo cesó sin ninguna explicación, aunque de cuando en cuando vuelven a amenazar con hacer el pantano. Claro que ya no un Gran Suarna, sino uno más modesto. Si lo hacen, todo lo que hemos visto en la Ferrería quedará enterrado en agua”. Mientras me cuenta estas cosas a Pispi le da por ponerse juguetón y sale corriendo. Su dueña lo persigue unos cuantos metros hasta que, desprevenida, se cae en un lodazal del que sale completamente pringada de barro y agua. El perro la observa a salvo y parece reírse con ganas, como los demás.

Tras solucionar algún que otro problema de intendencia para sustituir la ropa mojada de Laura, nos dirigimos, ahora sí, a la entrada de Riodeporcos, y mientras lo hacemos se nos ocurre pensar que sería agradable pasear por las orillas del Navia e ir recogiendo las historias que estos pueblos fronterizos entre Asturias y Galicia llevan siglos tirando a sus aguas.

“Fíjate en el pueblo –comenta Iván- es asturiano pero accedemos a él desde Galicia”. Y tenemos que hacerlo por un puente colgante peatonal. A casi todos los sitios puedes ir en coche y hay muchos lugares a los que puedes llegar en tren y hacerlo es una delicia: a la estación Termini, en Roma, a Gran Central Station, en Nueva York, a Atocha, en Madrid, a tantos y tantos otros sitios; hay lugares a los que puedes llegar en barco y hay otros a los que puedes llegar en avión; a Riodeporcos únicamente puedes llegar atravesando un puente peatonal. Debes dejar el coche al otro lado del río para alcanzar el pueblo. ¿Y antes de que construyeran el puente? “Antes del puente se cruzaba en barca. Bueno, en realidad también hay un camino que viene por la montaña, desde Sena, pero es transitable únicamente para tractores y vehículos todoterreno”.

Como a Arthur Rimbaud al alcanzar Charleroi, ocho días de caminos pedregosos, entre pesadas piedras cargadas de hierro, nos parecía llevar caminando con las botas rotas, pero en realidad únicamente llevábamos cinco horas fuera de casa. Cansado, también como Rimbaud, esperaba que alguna moza saludable me trajera mantequilla y jamón tibio, perfumado con un diente de ajo, en una bandeja de flores. Además, claro está, de una cerveza bien fría y espumosa. Faltaron la muchacha y la bandeja, pero todo lo demás lo sacamos de la mochila. “Aquí en el pueblo –comenta Suso mientras comemos- también hubo durante los años cincuenta y sesenta una empresa que explotó el hierro y de la que yo me acuerdo. Creo que se llamaba Lezama y Lezamón. Eran vascos. Si te fijas, desde la orilla gallega del río verás una mezcla de agua y tierra rojiza que baja por este monte de al lado, que llamamos Barcemirón. Pues ahí es donde estaba la mina”.

Después de comer al arrullo de la fuente subimos a la aldea y visitamos la casa de Maurín, donde Antonio, el hermano de Suso y tío de Iván, nos ofrece hospitalidad, un buen vino blanco del año e higos en abundancia. Para su gusto –y el nuestro- todo lo aceptamos. Admiramos el inmenso corredor, la panera, la bodega en tierra y la cocina antigua o lareira. Paseamos bajo las sombras de las parras por apacibles caminos, visitamos la capilla de San Roque y nos acercamos al hotel rural, resultado de
una armoniosa restauración del conjunto de la casa de Méndez, con su escudo, sus dos hórreos y su palomar.

No mucho después, algo cansados ya, descendemos hacia la salida del pueblo, hacia ese puente que es guía y emblema, y antes de dejarlo nos fijamos en un pequeño cartel de chapa. Por él nos enteramos de que la altitud de Riodeporcos sobre el nivel del mar es de 283 metros y de que en el año 2000 tenía 4 habitantes. No son muchos, pensamos. Ojalá que sean bien avenidos. Y nos vamos murmurando en un tono inalcanzable, en un tono que no es el nuestro porque es coloquial y profundo, cotidiano y eterno, Goethe pasando por Joseph Brodsky: “¡Detente, instante! No eres maravilloso, sino irrepetible”.

Luminosas sombras: “El cine” y otras prosas de juventud, de José Díaz Fernández. Por José Havel. 25/12/2011.

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«Debéis penetrar en el cine cuando ya la sala esté en sombras y por el lienzo vaya pasando la fábula. Acostumbrados los ojos a la luz no veréis en la penumbra más que las maniobras de las cabezas atentas, reunidas en una sola nube informe. Por eso, después, cuando la luz se haga, será el público para vosotros una revelación…»

Así comenzaba José Díaz Fernández (1898-1941) su artículo “El cine”, sobre cuya pista me ha puesto Alfonso López Alfonso como editor y prologuista de “El cine” y otras prosas de juventud (Ateneo Obrero de Gijón, 2011; Colección Fortuna Balnearia, 18), atractiva selección de los textos publicados por el escritor castropolense en Asturias, aquella revista de La Habana a través de la cual tanto emigrante astur trató de enjugar parte de su morriña.

Leer “El cine”, texto que Díaz Fernández escribió en 1919 –nueve años antes de El blocao, su más emblemática obra, sin duda el mejor relato español acerca de la guerra de Marruecos junto con Imán de Ramón J. Sender—, supone todo un entrañable viaje en el tiempo por las sombras de una sala cinematográfica de la época.

Eran los años del cine mudo; por eso, el futuro autor de La Venus mecánica, entonces estudiante de derecho en Oviedo, aconseja a cuidarse de quienes leían en voz alta los intertítulos de la película. Eran los tiempos del timbre, cordial gorjeo mecánico a cuyo aviso «si se observa, se nota un precipitado huir de manos, un leve rastreo de pies, dedos finos que arreglan rizos y algún suspiro tenue de mujer…». Si el timbre no existiera no tendría público el cine, asegura Díaz Fernández.

Así y todo, muchas cosas no han cambiado demasiado desde entonces. Hoy también huimos de aquellos que comentan con chascarrillos las situaciones de los personajes y, sobre todo, de los que adelantan los desenlaces de los filmes haciendo alarde de su presunta perspicacia, individuos irritantes antes y ahora.

Igualmente hoy «un buen observador verá la película y verá el público. El curso de la película, las diferentes situaciones de la trama, señalarán un aspecto nuevo de los espectadores». En efecto, no pocas veces el público, esa anónima masa informe que reacciona bajo la luminosa oscuridad del cine ante las mismas cosas que nosotros, se nos revela menos ajeno cuando la luz vuelve a hacerse.

Asimismo el proyeccionista, misterioso personaje oculto dentro de su cabina, quizá siga sintiéndose «satisfecho y tranquilo como un dios que rige al mundo de sombras desde el trono de luz». Incluso, concluye Díaz Fernández, «hay quien dice que el Ser Supremo no es más que un hábil operador de cine…».

 

¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra: Cuento de Navidad. Por José Havel. 18/12/2011.

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Era el filme favorito de Frank Capra, su director, y de James Stewart, su protagonista. Pero, en contra de lo que pueda parecer en un principio, ¡Qué bello es vivir! (It’s A Wonderful Life!, 1946) no fue un gran éxito de taquilla en la temporada de su estreno. Que hoy sea una película de culto, sobre todo al otro lado del Atlántico, se debe a la segunda vida que le ha proporcionado la televisión. En USA, como ahora también aquí, la pequeña pantalla la ofrece todos los años por Navidad, sólo que los norteamericanos incluso se reúnen para verla. Esa recuperación como filme familiar fundamentalmente americano le han reportado críticas bastante injustas, por sesgadas, que la tildan de americanada sentimentaloide y reaccionaria.

¡Qué bello es vivir! es, sin duda, una comedia dramática de buenos sentimientos con trasfondo social, muy típica de Capra. No obstante, en ella, como en el cine de su autor en general, no todo es de color de rosa y, además, sus distintos elementos se hallan debidamente contrapesados en virtud de una compensatoria ley de contrarios. Que los héroes caprianos no renieguen de sus semejantes y se muestren solidarios, dando lugar a desenlaces optimistas, no significa que la desesperación ni el desengaño no se ciernan sobre ellos hasta el punto de pensar en el suicidio, un motivo recurrente en la filmografía de Capra.

De hecho, ¡Qué bello es vivir! es la crónica de una frustración existencial: poco a poco, George Bailey (James Stewart) se ve obligado a renunciar a todas y cada una de las ilusiones de su vida. Ni siquiera puede suicidarse, pues cuando se dispone a morir debe socorrer a su propio Ángel de la Guarda, quien le acaba concediendo el deseo de no haber nacido. Justo a partir de ahí adquirirá conciencia del providencial valor de su vida, interconectada como está, hasta extremos insospechados, a la de otros miembros de su comunidad.

Siempre me ha parecido extremadamente difícil rematar una obra maestra con un happy end, por lo que de resbaladiza tiene tal opción. Pero pocos finales hay tan emotivos y coherentes a un tiempo como el de ¡Qué bello es vivir!, cuento de Navidad con villano e interludio pesadillesco a lo Dickens que alberga uno de los más hermosos cantos a las personas de bien. Mucho tiene de qué avergonzarse la especie humana, tanto o más como de lo que sentirse orgullosa. Desde luego, yo no sé si cada vez que suena una campanilla le dan las alas a un ángel, según dice la hijita de George. Aunque sí estoy seguro de que, como también le comenta su ángel protector, ningún hombre es un fracasado si tiene amigos.  

Lectura. La sombra del ámbar, de Mª Luisa Prada Sarasúa. 17/12/2011

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De La sombra del ámbar,
de María Luisa Prada Sarasúa.
 
 
 
 
El Comisario Jefe de la Policía Científica de Santiago de Compostela, Marcial Chaves, da orden a su secretaria de que bajo ningún concepto le pase llamada alguna.
Luego, pide a su ayudante que guarde silencio y ambos se disponen a escuchar la grabación.

DOMINGO, 14 DE FEBRERO DE 2010
 
Aún no ha amanecido y, cuando miro por la ventana, veo una estampa típicamente invernal. El tráfico es mínimo a estas horas de la mañana y la nieve cae en pequeños copos en este crudo mes de febrero que parece no tener fin.
He comenzado a grabar esta historia que formará parte del documental que pienso realizar para la televisión gallega, donde trabajo desde hace un año, y he preferido este medio a cualquier otro para poder dejar recogidas impresiones e información que luego puedan ayudarme a realizar un buen reportaje.
También dejaré grabadas las conversaciones que mantenga con los distintos interlocutores, tal y como sucedan en su momento. Así tendré constancia de todos y cada uno de los comentarios que me hagan o que yo misma realice.
Todo comenzó ayer, mientras me daba una ducha, y fue el ruido del agua al caer lo que me impidió escuchar el timbre del teléfono que sonaba insistentemente en aquel momento.
Cuando pude oírlo me envolví en una toalla y, descalza, corrí hasta la sala pensando que quien llamaba sería mi amiga Delia, con la que había quedado citada para visitar una exposición de pintura en el Hostal de los Reyes Católicos.
Sin mirar el número, devolví la llamada, pero al escuchar la voz que me respondía tuve una sensación de sorpresa. Era mi jefe, que quería comunicarme que mi proyecto para realizar y dirigir un reportaje sobre hospitales psiquiátricos había sido aceptado.
– ¿Estás seguro? No es una broma ¿verdad? – pregunté con voz apenas perceptible.
– ¡Claro que no es una broma! Por eso no quise esperar al lunes para decírtelo – aclaró.
– Te agradezco que no lo hayas hecho, pues así ya puedo disfrutar de la noticia a partir de ahora. Ya sabes lo que este trabajo significa para mí. Llevo pensándolo desde hace tiempo y creo de veras que saldrá bien. No voy a defraudarte. Ya lo verás.
– Sé que saldrá perfecto. Cuando quieras, puedes comenzar. Ya hablaremos.
– De acuerdo. Muchas gracias – y, sin más, colgué.
¡No podía creerlo! Nunca hubiera podido imaginar cuando me licencié en Comunicación Audiovisual que la suerte se pusiera de mi parte y que, después de mi primer y exitoso trabajo sobre pazos gallegos, me dieran la oportunidad de dirigir este proyecto, que supone un gran reto para mí. Yo he escogido esta carrera por vocación y, según las personas que me conocen, es la que encaja perfectamente con mi manera de ser y con mi forma de ver el mundo.
Analizar los signos, los símbolos, los gestos y la voz a la hora de comunicar, crear historias y guiones para el cine, la televisión o la radio, y persuadir, para que cada mensaje que se emite tenga sobre el oyente o el espectador su mayor significado, es lo que siempre he deseado hacer. Precisamente de eso tratará el reportaje que tengo en mente, una especie de radiografía de la situación de la psiquiatría que haga conocer los problemas y el comportamiento de quienes, sin saber el motivo, llegan a traspasar las fronteras de lo real para vivir en un mundo imaginario y cuya enfermedad sigue teniendo aún un estigma social.
Desde que recuerdo, siempre me gustó analizar lo que me rodea, sobre todo cuando veo a mucha gente reunida; imagino la situación que cada una de esas personas puede estar viviendo y su modo de comportarse pues, según he leído en el Manual de Desórdenes Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría, considerado la Biblia en esa especialidad, se han incorporado a la lista de quienes padecen trastornos psiquiátricos unos 170 casos más, lo que convierte cada vez a más gente en personas con problemas mentales.
Desde entonces me pregunto quiénes de nosotros somos normales y quiénes no, y también tengo dudas sobre si hay una línea divisoria entre la normalidad y lo que no lo es y quién o qué lo determina. Por eso, intentar meterme en un mundo completamente desconocido para mí me llena de entusiasmo y estoy ansiosa por empezar a trabajar en él.
Tras hablar con mi jefe, marqué un número de teléfono y esperé a que me respondieran. No tuve éxito porque mis padres, a quienes llamaba, seguro que tenían su móvil apagado o estaban en ese momento fuera de cobertura. Se encontraban en Fonsagrada, el pueblo de la provincia de Lugo del que ambos son oriundos y al que habían tenido que desplazarse para asistir al entierro de un familiar. Ese era el motivo por el que no había pasado a verlos para comunicarles de primera mano la noticia que había recibido. Pero no me importó, pues estaba segura de que, en cuanto vieran mi llamada, se pondrían en contacto conmigo y podría contarles lo que había sucedido.
Sin prisa, me dirigí a la cocina para prepararme el desayuno pero, antes de poner la cafetera en marcha, cambié de opinión y decidí ir a un café cercano del que era cliente habitual para, mientras desayunaba, leer la prensa del día.
Antes de arreglarme miré por la ventana para ver que tiempo hacía y determinar qué ropa ponerm
e. Hacía frío, tanto que, según los expertos, este era el invierno más gélido y lluvioso de los últimos años, por lo que es necesario que abrigarse más de lo habitual. Viendo además que la gente de la calle caminaba bajo el paraguas, me enfundé unos pantalones de pana, un jersey de cuello alto y unas botas de medio tacón. Luego saqué del ropero un abrigo de lana gruesa, una gorra y unos guantes y, tras coger mi paraguas, salí para dirigirme al café A Quintana, situado en la plaza del mismo nombre, justo al lado de la Catedral. La plaza A Quintana está dividida en Quintana de Vivos y Quintana de Mortos y fue lugar de enterramientos hasta el año 1780. Con el tiempo, llegó a convertirse en el lugar de cita para quienes, como yo, desean compartir con sus amigos charlas, música, cafés y vinos.
Una vez en el café, ocupé una mesa delante del ventanal, un lugar tranquilo en el que poder valorar la noticia que había recibido y que aún no había asimilado del todo.
Metida en mis pensamientos, no me di cuenta de que el camarero estaba a mi lado hasta que oí decir:
– ¡Enhorabuena, Victoria! Fue una serie estupenda. No me he perdido ninguno de los capítulos.
– Muchísimas gracias, Andrés. Me alegra de veras que te haya gustado – dije, agradecida.
– Lo que ha quedado de manifiesto es la forma en que viven algunos,¿verdad? – inquirió él, con tono de reproche.
– No creas que tan bien – repliqué –, algunos muestran sus casas como un logro personal y no como el lugar en el que viven con su familia. Yo, particularmente, prefiero otra cosa.
– Seguro que llevas razón, pero a mí me gustaría que el dinero estuviera más repartido – apuntó con seriedad-. ¿Qué quieres tomar?
– Ponme un café y unas “chulas” – pedí, sonriendo, al tiempo que me dirigía a coger del estante el periódico local, “La Voz de Galicia”.
Mientras tomaba el desayuno, busqué en el periódico la información sobre la exposición que pensaba visitar y, antes de llegar a la sección de cultura, reparé en una noticia en la que se hablaba de una mujer que la policía había encontrado vagando por la calle con signos aparentes de no encontrarse bien. Después de identificarla, habían podido comprobar que se trataba de una paciente del Hospital Psiquiátrico de Conxo cuya desaparición había sido anunciada hacía unos días.
Aquella información, que en otra ocasión no hubiera tenido más importancia para mí que cualquier otra que figurara en la página de sucesos, me daba la oportunidad de decidir cuál sería el centro por el que comenzaría mi reportaje; Conxo quedaba en las afueras de Santiago y eso facilitaría mi trabajo.
Pensando en ello, mi cabeza comenzó a trazar el programa a seguir y, con ganas de tomar el aire, apuré las chulas y el café y llamé al camarero para que se acercara. Tenía prisa por marchar. Quería dejar la cafetería y dar un paseo antes de encontrarme con Delia.
Ya iba a salir cuando el teléfono sonó. Eran mis padres, que me devolvían la llamada que les había hecho.
– ¡Hola! ¿Qué tal estáis? – pregunté.
– Muy bien. ¿Y cómo estás tú? – me preguntó mi madre.
– Mejor que nunca. Os llamé para deciros que me han dado luz verde para comenzar el programa sobre enfermos mentales del que ya os hablé – dije eufórica.
– ¡Cuánto me alegro! Tienes que estar muy contenta – indicó mi madre mostrando su satisfacción.
– Más que contenta. Ya estoy deseando empezar.
– Papá no está conmigo; en cuanto llegue se lo cuento.
– No te preocupes. Dale un beso de mi parte. Esta tarde seguiremos hablando. Hasta luego.
Tras la llamada, no pude dejar de sonreír. He tenido mucha suerte con mis padres. Son estupendos y se portan conmigo de una manera excepcional. Siempre, desde que recuerdo, han sido mis confidentes y, a pesar de que ahora vivo en mi propia casa, un pequeño apartamento situado en el centro histórico que ellos me regalaron cuando terminé mis estudios, no hay día en que, por una razón u otra, no pase a visitarlos. Esto es algo que sorprende a muchos de mis amigos, quienes no pueden comprender cómo una chica de mi edad mantiene con sus progenitores una relación tan especial, pero a mis ojos no tiene nada de extraño; ellos jamás intervienen en mis decisiones, lo que me permite actuar según mi propio criterio. Ambos son profesores en la Universidad y su manera de vivir y su mentalidad están en completa sintonía con las mías.
Una vez abonada la consumición, salí a la calle y me alegró ver que había dejado de llover. Mi amiga aún tardaría en llegar, así que tenía la oportunidad de pasear un rato antes de encontrarme con ella.
Al salir del café, pude ver la gran cantidad de gente que, haciendo cola, se concentraba delante de la Puerta Santa esperando atravesarla y ganar así la gracia del Jubileo. Seguramente saben que esa puerta sólo se abre en los Años Santos y, aunque estamos todavía a principios del 2010, el siguiente Año Jubilar no se celebrará hasta el año 2021, fecha en la que el 25 de Julio, día de Santiago Apóstol, cae de nuevo en domingo. Por esta razón, quizás muchos de ellos, temiendo que su edad o su salud no les permitan volver a hacerlo, han decidido recorrer a pie el Camino o llegar por cualquier otro medio para cumplir con un ritual que se ha convertido, a través de los siglos, en unión de culturas, transmisor de ideas, encuentro de pueblos y lenguas y una de las maneras de ganar la indulgencia plenaria.
Sorteándolos, bajé a la Plaza de Platerías, seguí por la Rúa de Fonseca y luego por la de Do Franco ha
sta llegar a la Plaza del Obradoiro.
Viendo aquel trasiego de visitantes y paisanos en un constante bullicio, me olvidé de mi proyecto y seguí a su lado para escuchar de cerca los comentarios que he oído desde que era una niña y que para mí representan algo propio y personal. Santiago es mi ciudad y Galicia mi tierra. Mientras contemplaban el magnífico edificio que tenían delante de sus ojos, peregrinos y turistas se asombraban cuando, al girar sus cabezas, podían admirar también el hostal de los Reyes Católicos, el Pazo de Raxoi, actual Ayuntamiento de la ciudad, el Colegio de San Xerome, sede del rectorado de la Universidad compostelana, y el Pazo de Xelmirez que, junto con la Catedral, forman un conjunto sublime.
El toque de la Berenguela, la campana de la Catedral que da las horas, me hizo recordar que tenía una cita y, al ver que se me hacía tarde, me dirigí hasta la puerta del Hostal de los Reyes Católicos donde había quedado con mi amiga.
Antes de llegar saqué del bolso el programa de la exposición y por él pude enterarme de que el pintor era Mario Texedo quien, según la crítica, podría llegar a convertirse en uno de los artistas más brillantes en su género. Al levantar los ojos del folleto y dirigirlos hacia el Hostal, vi cómo Delia me hacía señas para que me diera prisa.
Nos saludamos y, después, me presentó a la persona que la acompañaba, un hombre joven de unos treinta años, alto, moreno, de pelo liso y peinado hacia atrás y con una mirada tan penetrante y seductora que hacía más hermosos aún sus grandes ojos negros.
– Mira, Victoria, este es Mario – indicó Delia.
– Encantada – dije, al tiempo que lo saludaba con un beso en cada mejilla-. Acabo de ver alguno de tus cuadros en el catálogo y me parecen magníficos.
– Muchísimo gusto – saludó él mirándome y dándome a entender que, efectivamente, estaba encantado de conocerme-. Entonces, ¿te gusta lo que hago?
– Sí, me gusta mucho. Yo sería incapaz de trazar una sola línea – confesé sonriendo y olvidándome por un momento de que Delia estaba con nosotros.
– Eso nos pasa a todos – observó Mario-. Yo tampoco podría hacer lo que tú haces. Para mí sería casi imposible.
– ¿Y qué es lo que yo hago? – inquirí, sorprendida por la manera con la que aquel joven a quien acababa de conocer se dirigía a mí.
– ¡Claro que lo sé y te admiro por ello! Tu reportaje sobre pazos gallegos ha sido magnífico y espero que lo que sigas haciendo esté a la misma altura.
– ¡Cuánto me alegro de que te haya gustado! Pero… ¿quién te ha dicho que es mío?
– Delia me pidió que lo viera y también me habló de ti. Por eso sé que te llamas Victoria Andrade Pondal, Vicky para tus amigos, y que tienes veintisiete años. ¿Qué te parece?
– Me parece muy bien pero yo, en cambio, no sé de ti más que lo que acabo de leer en el folleto – confesé, un poco violenta.
– El resto puedo decírtelo yo – dijo sin dejar de mirarme-. Tengo treinta y dos años y he venido a Santiago para preparar la exposición y, de paso, para conocer a parte de mi familia paterna. Y ahora, si os parece, puedo mostraros mis cuadros antes de que comience a llegar gente y no pueda seguir con vosotras – indicó, dirigiéndose esta vez a las dos.
Sin dejarnos opinar, nos hizo un gesto para que entráramos en el hostal en cuya planta baja, y dentro del salón-restaurante Enxebre, estaba expuesta su obra. Antes de llegar, aún tuvo tiempo de contarnos que aquel lugar había servido de morgue cuando el hostal era hospital de peregrinos y que desde allí, cargados sobre carretas, sacaban los cadáveres para darles sepultura.
– ¡Que curioso! – exclamó Delia-. O sea que de ahí viene el nombre de la calle que rodea el edificio. Es increíble, soy de Santiago y jamás lo había oído.
– Yo lo supe ayer por boca de una empleada con la que estuve hablando mientras colgaban mis cuadros, una mujer que parece conocer muy bien la historia del hostal pues, aparte de lo que os he dicho, me comentó que en el local anexo al Enxebre, que ahora funciona como restaurante, estuvieron instaladas en aquella época las antiguas caballerizas que, en ocasiones, y a falta de otro lugar, fueron utilizadas por los comediantes para representar sus obras – precisó Mario.
¿Te refieres a Dos Reis? – apunté.
Sí, exactamente. Y también me dijo que su cocina es estupenda así que, si mis cuadros tienen éxito, al final de la exposición os invitaré a cenar en él. ¿Qué os parece? – preguntó en un tono que hacía imposible negarse.
Nos parece perfecto, ¿verdad, Vicky? Lo que no me lo parece tanto es que conozcas de esta ciudad mucho más que nosotras – observó Delia.
Yo ya conocía la historia del hostal – dije, intentando no parecer incorrecta – y puedo añadir algo más que quizás ignoréis. Me refiero a su funcionamiento.
¿Funcionamiento? – preguntaron los dos, casi a la vez.
Sí – afirmé, contenta al ver la atención que me prestaban-. Según he leído, el antiguo hospital de peregrinos se regía por sus propias leyes, distintas a las del resto de la ciudad, y las cadenas que rodean el edificio y que aún se conservan, exigían que todo aquel que las cruzara aceptase esas normas y viviese bajo ellas. Muchos delincuentes y malhechores, con el fin de evitar ser perseguidos y juzgados, se hacían pasar por enfermos para poder entrar, ya que la justicia externa nada ten&iacu
te;a que hacer frente a las leyes del propio centro hospitalario que, obviamente, ellos debían cumplir. Pero bueno – dije, dando por terminada la explicación –, en otra ocasión seguiremos conversando sobre la historia de Santiago y sobre sus edificio; ahora estamos aquí para ver la exposición así que, si queréis…
Mario nos abrió la puerta del Enxebre y, una vez dentro, comenzó a hablarnos de los lienzos y de los lugares en los que habían sido pintados y, de vez en cuando, respondía a las preguntas de Delia que, enamorada de la pintura, escuchaba con atención todas sus explicaciones, interesada en saber lo más posible sobre la vida artística de quien era su amigo desde hacía algunos años.
Mientras ellos hablaban, yo, olvidándome por completo del motivo por el que estaba allí, observaba de reojo a aquel joven a quien acababa de conocer y lamentaba que el tiempo pasara y él tuviera que dejarnos para atender a quienes llegaran a visitar la exposición.
Poco a poco fuimos recorriendo la sala y, casi al final, para que no notaran mi falta de interés por los cuadros, me dediqué a observarlos con atención. Entonces reparé en uno de ellos que nada tenía que ver con todos los demás.
– Este no es tuyo, ¿verdad? – pregunté sorprendida.
– No, llevas razón, ese no es mío – admitió Mario-. ¿Te gusta más o menos que lo que yo pinto?
– No es eso – dije, temiendo que se hubiera molestado-. Te confieso que no entiendo mucho de pintura, pero sí es cierto que soy muy observadora y por eso reparo en que todos los tuyos son de paisajes y, sin embargo, este se centra más que nada en los edificios y en las calles. ¿Sabes qué pueblo es? – pregunté.
– No puedo decírtelo porque no lo sé – negó él sonriendo y dándome a entender que no le había molestado mi observación.
– En cambio yo sí lo conozco – afirmé, contenta de tenerlo de nuevo conversando conmigo-. Se llama Fonsagrada y pertenece a la provincia de Lugo.
– ¿De veras? ¡Qué casualidad! Me alegra que lo hayas reconocido, pues eso demuestra que quien lo pintó hizo bien su trabajo – observó.
– Puedo asegurarte que muy bien. Pero dime…, si no es tuyo ¿por qué lo expones aquí? – pregunté.
– Lo hago por complacer a mi prima. A ella le gustaría mucho que pudiera venderlo. Es de una paciente suya. Una enferma mental que en sus ratos de lucidez pinta tan bien como ves.
– Ya veo, ya – dije, fijándome en la firma del cuadro-. ¿Y quien es la persona que firma como Oliveira? – pregunté, llena de curiosidad.
– Lo ignoro – admitió Mario-. Mi prima, que es médico psiquiatra en un hospital, tiene mucho cariño por esa enferma y quiere animarla a que siga pintando. Según me comentó, es una terapia que practican en Conxo y que, por lo visto, les va muy bien.
– ¿En Conxo?- pregunté de nuevo.
– Sí, así es. ¿Ocurre algo?
– Verás, antes me has dicho que te gustaría que mi nuevo reportaje estuviera a la altura del anterior y, para que así sea, quizás tú puedas ayudarme.
-¿De qué forma? – preguntó Mario extrañado.
– El trabajo que pienso hacer será un estudio sobre el comportamiento de los enfermos mentales y, aunque te parezca casualidad, el primer centro que pensaba visitar es el Hospital Psiquiátrico de Conxo – dije, intentando hacerle ver lo importante que sería para mí su ayuda-. Por eso si, como me dices, tu pariente trabaja allí, sería estupendo para mí poder dirigirme a ella cuando lo visite y pedirle que me deje hablar con la paciente que firma este cuadro. Seguro que es de Fonsagrada y, si es así, tal vez alguien de mi familia la conozca ¿Qué te parece?
– Me parece magnífico porque así me debes un favor y tendrás que invitarme a comer algún día – aceptó sonriendo.
– Trato hecho. Si te gusta el pescado podemos comer en Don Gaiferos. Queda justo aquí al lado, en Rúa Nova. El restaurante ocupa parte de lo que fueron las caballerizas de la catedral y su cocina es estupenda, ya lo verás – dije, contenta por la forma en que se me estaban presentando las cosas.
En ese momento alguien se acercó a Mario para hablarle sobre la exposición y él, centrado ya en su trabajo, se despidió de nosotras con un “perdonad” y se dirigió hasta donde le reclamaban.
Una vez solas Delia y yo, salimos a la calle.
– ¿Qué te ha parecido? – me preguntó.
– ¿Quién? – inquirí, sin saber exactamente de que me hablaba.
– La exposición. ¿Qué otra cosa hemos venido a ver?
– Disculpa, estaba distraída. Me pareció magnífica. Tu amigo es sin duda un gran pintor.
– ¿Sólo un gran pintor? – preguntó de nuevo, sonriendo.
– Bueno, es cierto que es uno de los jóvenes más atractivos que he conocido y casi hemos estado a punto de quedar citados para comer pero, como has visto, no ha podido ser. En fin, otra vez será – dije en un tono que hizo a Delia exclamar.
– ¿Cómo que otra vez será? Si quieres puedo darte el número de su teléfono móvil y así, fingiendo que estás interesada en su pintura, lo llamas y quedáis.
– Muchas gracias, eres maravillosa – dije dándole un abrazo-.
Te juro que no me atrevía a pedírtelo por miedo a que tu interés no fuera sólo por sus cuadros.
– ¿Qué dices? Si tuviera otra clase de afecto te lo hubiera dicho. Mario es un buen amigo y una de las mejores personas que conozco. Lo conocí hace años durante uno de mis viajes y fue entonces cuando comenzó nuestra amistad que seguimos manteniendo a través de Internet. Ahora, como ha venido a Galicia, se ha puesto en contacto conmigo, pero no hay más que eso, puedes estar tranquila.
Contenta por poder seguir con mis planes, guardé en mi móvil el número de teléfono que Delia me daba y miré hacia atrás para ver si Mario había salido tras nosotras.
No era así. Él estaba en aquel momento ocupado en su trabajo y yo debía pensar en el mío. Estaba segura de que aquel joven a quien había conocido apenas hacía una hora iba a abrirme el camino para conseguirlo y, lo que era más importante, teniendo en cuenta lo dichosa que me sentía, tenía la certeza de que, a poco que se molestara, abriría también las puertas de mi corazón.
Cuando Delia me preguntó si quería tomar un café, me negué como si de repente tuviera algo muy importante que hacer. No era así, pero estaba deseando llegar a casa para pensar a solas en todo lo bueno que me había sucedido. Sin duda, ayer será para mí una fecha más que singular.
 

Presentación de El vuelo de la monarca, de Julio Rodríguez. 11/12/2011

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Foro Abierto y la editorial Menoscuarto tienen el placer de invitarle a la presentación de la novela

El vuelo de la monarca
 
de Julio Rodríguez
 
Martes, 13 de diciembre | 19.30 horas | Librería CERVANTES
Doctor Casal, 9. OVIEDO (Asturias) www.cervantes.com Teléfono: 985 207 761
Entrada libre. Además del autor, intervendrá Javier García Rodríguez, escritor y profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Oviedo
 

El vuelo de la monarca, de Julio Rodríguez. 11/12/2011

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Julio Rodríguez

El vuelo de la monarca

Col. Cuadrante nueve

Rústica

14 x 21 cm

256 páginas

17 €

978-84-96675-81-0

Cada primavera, la mariposa monarca abandona los bosques mexicanos de Michoacán y emprende un largo viaje a la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Se necesitan varias generaciones para completar un trayecto de ida y vuelta que marca el destino de toda una especie. También muchos hombres y mujeres se ven forzados a emigrar, pero sólo a veces surge el prodigio de que algún descendiente regrese por fin a casa. El vuelo de la monarca cuenta una de estas historias, la que protagoniza Sico Tomé, un niño asturiano amante de las mariposas que, recién terminada la Guerra Civil, embarca por azar en el vapor Sinaia para cruzar el Atlántico e iniciar su propia metamorfosis. 

Sinopsis copiada de la página de la editorial Menoscuarto