Lágrimas de payaso, de Nacho Guirado, 25/07/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

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Lágrimas de payaso

 

Como todas las noches desde su llegada a Honduras, Marcos comenzó a recorrer el cuarto. Con el foco de la linterna inspeccionaba cada rincón a la caza de zancudos, gegenes o alacranes, golpeándolos luego con la chancla. Mientras, Sara acostumbraba a sacar las sábanas prestadas por la ONG y hacía la cama. Pero, en esta ocasión, cuando Marcos se cansó de aporrear las paredes de adobe e iluminó a Sara, la encontró sentada sobre el colchón, con la barbilla hundida en el pecho, inmóvil, y las sábanas dobladas, a su lado.

—¿Estás bien?

Ella levantó la cabeza y forzó una leve sonrisa.

—Cansada.

Marcos asintió.

Entre los dos hicieron la cama. Luego, Marcos sacó de la mochila la manta de viaje. «Estaremos muy altos», había predicho al realizar los preparativos, «seguro que de madrugada hace frío». Pero no había que esperar a la madrugada. De sus bocas nacían breves nubecillas de vaho. Sara empezó a quitarse la ropa, pero Marcos la detuvo.

—Será mejor que hoy durmamos tal y como estamos. Fíjate en el techo.

Sobre ellos, el tejado de hojas de palma dejaba resquicios por los que se entreveían las estrellas. De poco había servido la caza de mosquitos de Marcos. En cuanto se acostaran, les acribillarían.

Cuando Sara estuvo dentro de la cama, Marcos le ofreció un par de calcetines que ella se puso a modo de manoplas. Luego, un gorro de lana que hundió hasta taparse los ojos y, por último, un pañuelo de tela con el que cubrir la barbilla y la boca.  Así pertrechada, Sara dejaba al aire, al hambre de los zancudos, la breve franja de la nariz. Marcos rió mientras apagaba la linterna.

—Tendría que hacerte una foto para que te viera tu madre.

Pero Sara no se rió. Él, antes de cubrirse tal y como había hecho ella, se acercó y le dio un breve beso en la mejilla.

Bajo el jergón, los pollitos piaban. El campesino había dejado en aquel cuarto de aperos una gallina junto a sus polluelos. «Por las alimañas», les confesó, algo avergonzado al no poder ofrecerles nada mejor. Pero en la mísera vivienda no cabían. Allí dormían el matrimonio con los cuatro niños, y también un pequeño chancho. Marcos le había palmeado la espalda, amigablemente, mientras aseguraba:

—No se preocupe, don Emiliano, dormiremos como reyes.

Pero Sara no dormía. Marcos lo notaba en su respiración sin acompasar y en los breves suspiros que de vez en cuando exhalaba. Él buscó con su mano cubierta por el calcetín la de la muchacha y la oprimió.

—¿Habrá muerto?

—¿Quién? —preguntó él, aunque sabía perfectamente a quién se refería.

—El niño. 

—Seguro que no.

—No puedes saberlo.

No, claro que no podía saberlo. Marcos apretó los dientes. Tampoco él había sido capaz de quitarse al chiquillo de la mente.

Habían salido de Taulabé muy de mañana, cuando don Emiliano llegó a recogerlos. «¿A pie?», preguntaron al párroco, que era quien había organizado las visitas. El cura se encogió de hombros. «Para Terrero Blanco no hay carretera.»«Pero es un pueblo lindo», añadió, queriendo confortarlos. Don Emiliano era un hombre silencioso, y por más que Marcos trató de entablar conversación con él, sus silencios y la dureza del camino que atravesaba la selva, monte arriba, se impusieron. Cada poco debían detenerse a beber, y siempre don Emiliano rechazaba sus cantimploras, sonriendo nervioso. El campesino portaba la mochila de Sara pero, de todos modos, casi siempre había que esperar por ella. Por fin, cuando ya parecía que no podían subir más, entre la maraña verde descubrieron, no muy lejos, el habitual claro entre casas que los muchacho de los pueblos utilizaban de campo de fútbol. «¿Terrero Blanco?», preguntó Sara, esperanzada. Don Emiliano no tuvo tiempo para responder. De la espesura surgió corriendo un hombre.  Regueros de sudor bañaban su rostro y, entre los brazos, cargaba con un bulto envuelto en una frazada. El hombre vestía una camisa blanca desabotonada y sucia, y calzaba unas botas viejas sin cordones. Al verlos allí parados se detuvo y levantó la cabeza a modo de saludo. «¿Quí hubo?», se interesó don Emiliano. «Voy a Taulabé… quiera Dios que encuentre al médico…el tierno se enfermó.» Respondió con la voz entrecortada por el esfuerzo. Luego, destapó al niño y se lo mostró a Sara y a Marcos. No podía tener más de un año.

 —De todos modos, no podíamos ayudarlo.

Sara se revolvió. De fuera se oyó piafar a la yegua de don Emiliano. Lejos, ladraban unos perros.

—Él creyó que sí.

—Porque somos blancos. Nos confunden con gringos, y piensan que venimos con la mochila llena de medicinas y de dólares. Pero qué podía darle de nuestro botiquín…—de un manotazo espantó un zancudo que se había posado en su mejilla— no somos médicos.

—No, no lo somos. Sólo payasos.

—Payasos, eso es —replicó él, dolido. ¿Acaso la había obligado a acompañarle? En Oviedo, cuando visitaban los centros de menores o el Materno Infantil, ella participaba como una más de las actividades de la ONG. Payasos sin Fronteras, cada risa, un paso más hacia la felicidad era el lema de la campaña. Habían ahorrado todo el año para sufragarse el viaje hasta Honduras, y este iba a ser el quinto pueblo que visitaba
n, tratando de dibujar una sonrisa en el rostro de cada niño.

—Podíamos haberle dado dinero para el médico. Quizá no tuviese suficiente para comprar las medicinas… o haberle acompañado. Seguro que el cura hubiese podido ayudarle…

La voz se le quebró. El cuerpo de ella, pegado al suyo en el estrecho jergón, se agitaba, tratando de contener las lágrimas. Pero Marcos se sentía furioso.

—Sara, cada minuto, cientos de niños mueren. Es el Tercer Mundo, ¿no te habías percatado?

Ella no contestó. Seguía sollozando en silencio. Marcos resopló. Elevó un poco el gorro y comprobó que por las rendijas del techo entraba luz suficiente de las estrellas para alumbrar el cuarto. Pensó en el tabaco. Había dejado de fumar tratando de no ser un mal ejemplo para los chiquillos, y ahora habría matado por un pitillo. Dudó si levantarse, pero desistió. No había dónde ir. Todo alrededor era selva. El cuerpo de Sara se había ido serenando. Ya no la sentía llorar. Marcos respiró profundamente, tratando de infundirse calma. «Al fin y al cabo», pensó, queriendo disculparla, «el día ha sido agotador». Con la nueva luz de la mañana todo lo verían distinto. De nada servía enfadarse. Giró un poco el cuerpo hacia el de la muchacha.

—¿Duermes? —murmuró.

—No.

—Estamos haciendo una gran labor, Sara —dijo, conciliador—. Por un rato, conseguimos que los niños rían. Los hacemos felices.

—Ya.

—Les enseñamos a jugar.

—Ya.

—¡Mierda!, ¿preferirías estar de vacaciones en Benidorm, como cualquier gilipollas alienado? ¿Tumbarte en una hamaca con una copa en la mano haciendo como si por el mundo nada ocurriese, como si todo fuese perfecto, maravilloso?

—Sí. 

La respuesta brotó inmediata, casi un reflejo, mientras los polluelos, que debían de estar ya dormidos al calor de su madre, piaron, asustados. Sara tomó aire y repitió, más calmada.

—Sí, Marcos. Sí, lo preferiría.

Marcos cerró fuerte los párpados y negó con la cabeza.

—¿Y eso, de qué le habría servido al niño? Habría muerto igualmente.

—¡Pero yo no lo habría visto! —gritó ella. 

Luego, de nuevo, sólo el piar alborotado de los polluelos bajo la cama. Afuera, lejos, de cuando en cuando ladraba un perro.

  

Foto: Moons. Esa.

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