Hija del amor, de Allegra Huston: Los Huston al desnudo. Por José Havel (25/07/2010).

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Allegra Huston,
Hija del amor,
Barcelona, Circe, 2010.
333 págs.
 

Allegra tenía cuatro años cuando le dijeron que John Huston, aquel «hombre con un puro como el cetro de un rey, las rodillas altas y la voz como melaza oscura», era su padre. Ricki Soma, su madre y tercera esposa de Huston —con quien había tenido dos hijos, Anjelica y Tony—, actriz bellísima que nunca hizo película alguna, pero que con apenas 18 años fue portada de Life, había fallecido en 1969 a causa de un accidente de tráfico. Tiempo después, Allegra se enteró de que su padre era sólo su papá —la persona que se hizo cargo de ella dándole sus apellidos—, ya que su verdadero progenitor respondía al nombre de John Julius Norwich, un aristócrata e historiador inglés. Allegra Huston llegó a tener, pues, una madre, dos padres y tres familias.

Hija del amor es un ejercicio memorialístico personal y familiar (no en vano se subtitula Memorias de una familia perdida y encontrada). También el intento de vivificar el retrato desvaído de una madre cuyo recuerdo envolvían las brumas de una desmemoria aplicada a anestesiar el dolor de la pérdida. Todo un acto de amor a través de la comprensión y conocimiento del otro y de uno mismo. Un catártico empeño por encajar las diferentes piezas desparramadas del puzle familiar («Mi familia estaba hecha de personas individuales que compartían una circunstancia accidental; no éramos un todo»), así como los fragmentos de la identidad propia, un yo desgarrado necesitado de sutura.

Con John Huston siempre fuera haciendo películas, «yo viajaba por la vida tan ligera de equipaje —iba de casa en casa con poco más que mi ropa y mi maleta, ropa que al poco tiempo ya no me cabía— que a veces tenía la sensación de que mi propia existencia no era del todo real». Siempre de un lugar a otro sin hogar fijo (Inglaterra, Irlanda, Nueva York, México, Los Ángeles), Allegra nunca dejó de sentirse en la periferia de los suyos, huésped en su misma familia. «Tenía la sensación de que improvisaban los planes sobre mi futuro. Yo era un inconveniente; no es que no me quisieran, pero era un problema que requería continua solución». Acabó por tener la indiferencia del nómada, pero no su alma. El resultado: una personalidad sensible, retraída y observadora; alguien cansado de una vida camaleónica esforzada en complacer a un amplio elenco de personajes excéntricos y célebres, sin jamás saber si estaba a la altura de ellos.

Entre esas celebridades estuvieron, entre otros, Marlon Brando con su silenciosa motocicleta eléctrica, Harry Dean Stanton cantando doloridas canciones en español, o Jack Nicholson, a quien conoció con nueve años en el rodaje de Chinatown, cuando era novio de su hermana Anjelica Huston y ésta trabajaba aún de modelo. Descrito como lector infatigable —de historia y filosofía sobre todo—, bromista empedernido y coleccionista compulsivo de arte, Nicholson, rey con corte propia, trató a Allegra exactamente igual que a su hija Jennifer, incluyéndola en el centro de su mundo. Incluso, una vez que estaba enferma, le llevó a su misma habitación a Scatman Crothers, el actor que doblaba al Gato Jazz de Los Aristogatos.

De Ryan O’Neal, otra de las parejas de Anjelica, por aquel entonces en plena filmación de The Driver (1978), no guarda tan buen recuerdo. Preciso lanzador de frisbee, apasionado del boxeo, amante de las sopas de tomate Campbell y cocainónamo exhibicionista cuyo poder estelar lo convertía en «intocable», el apolíneo protagonista de Love Story poseía un humor cambiante: «unos días era maravilloso, otros diabólico» (léase violento). Un día Anjelica debió esconderse en el armario de la habitación que compartían Allegra y Griffin, el hijo del actor, para escapar de la ira de éste. Pero «cuando estaba de buen humor, era la persona más encantadora del mundo y costaba echarle en cara su lado malo».

Sinceras, que no amarillistas, tampoco nos hurtan estas memorias el lado malo de «papá» Huston. Que fuese «infiel, egocéntrico, impaciente, crítico, cortantemente sarcástico y jugador», alguien que «se negaba a considerar la realidad de los demás si no coincidía con lo que él había decidido que era lo correcto»no era lo peor de todo. En mayo de 1985 Allegra se indignó hasta la náusea al oír cómo su viejo y enfermo padre justificaba los abusos sexuales sufridos, a manos de un hombre, por una niña mexicana de siete años, para más inri hija adoptiva de su difunta secretaria Gladys Hill, alegando que la madre biológica de la cría era una prostituta y, claro, ya se sabe, la cabra tira al monte. Una actitud impropia de un cineasta fundamental que se pasó la vida contando historias sobre la condición humana, a quien en realidad le hubiese gustado ser pintor, «un verdadero artista», pues hacer películas —por mucho que le gustara dirigirlas— «le parecía una ocupación poco seria». 

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