Frontería, de Alejandro Fernández-Osorio, por J. Lasheras. 18/07/2012

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Tradición de frontera
 

 Javier LASHERAS

 
Recuerdo que fue André Malroux quien dijo que la tradición no se hereda: se conquista. Y recuerdo también que fue el poeta Cintio Vitier quien afirmó que la poesía es una aportación súbita al universo. Si comienzo con estas palabras la referencia al nuevo libro de Alejandro Fernández-Osorio es porque creo que, a quienes se adentran por estos singulares y siempre fronterizos campos de batalla que es la literatura, les sienta bien el genio luminoso de los grandes creadores. Ellos supieron, y antes de ellos otros, que la creación nace bebiendo en la intemperie, rumiando ahí fuera, fuera de las murallas, lejos de las manos de los príncipes, los políticos y los banqueros, como los marranos antiguamente y como también sabe ya, a juzgar por la lectura de este libro —Frontería, Alejadro Fernández-Osorio.
Frontería es ser frontera. Esto está claro desde el inicio del libro, tal y como se nos advierte en el simulacro de prólogo. Pero Frontería, además de un tránsito o incluso de una estancia del ser, también es provocación, porque si ustedes en la soledad de su tiempo abren este libro, estarán incitando a sus partículas más elementales al pensamiento crítico, y retarán a sus semejantes siempre que sean capaces de retener, siquiera con amorosa cortesía, las palabras que franquean e inundan estos versos. Palabras que llegan para nombrar las texturas esenciales de la existencia y para desobedecer incluso a la propia lengua, tal y como reza un verso suyo: «librándome de la palabra comienzo a ser». Palabras que Alejandro también sitúa en la frontera para encantar con su ambivalencia y su ambigüedad, palabras que sirven para estar a un lado y a otro, arriba y abajo sin borrar las diferencias.
 
Pero el caso es que vivimos tiempos en que el futuro ya no es como era —ni será tampoco como nos dicen que será con esa cantinela angustiada y puntiaguda sobre nuestras gargantas y nuestros bolsillos— tiempos en que resulta muy difícil distinguir entre las diferencias que constituyen una certeza y las que conforman una impostura. No hay más que mirar a nuestro alrededor para percibir que el norte no es el sur, que el oeste olvidó su este o que nuestra mano izquierda propone y la derecha se impone.
Pienso que Alejandro Fernández-Osorio no es un impostor (si acaso tal vez un fingidor a la manera de Fernando Pessoa:
 
El poeta es un fingidor que finge constantemente, 
que hasta finge que es dolor,  
el dolor que en verdad siente.) 

y que nos ofrece esta Frontería como fruto de la experiencia de un viaje muy personal al conocimiento. Es cierto que asume un alto riesgo al entregárnoslo lleno de ritmos entrecortados, algún fraseo esquivo y quizá un lenguaje pretendidamente arcaizante, pero no menos cierto resulta que lo hace con la solvencia —casi siempre notable y sobresaliente a veces—, de quien sabe que las palabras atesoran un pasado, que la sugerencia es siempre una imagen llena de fuego y erotismo y que la vanguardia no se hace en las noches de farlopa, en los días de la vagancia o con buenos sentimientos. Y Fernández-Osorio sabe también que los fogonazos y los fotogramas de esta Frontería suya están habitados por «la luz indecisa», por «palabras de amor a medias», por galgos y serpientes, por pájaros y hombres llenos de hambre.
Si el inicio de la geografía poética de Fernández-Osorio, ese entréme donde no supe de San Juan de la Cruz —ya ven cómo él mismo se impone la medida y la mesura de la tradición— se sitúa en el origen del mundo, en el parto de una madre que continúa después por ese camino reconocido que es «el empuje a vagar sin certeza alguna hacia la calma», el fin de su territorio acaba merodeando por los cementerios marinos de Paul Valery y las precisiones, incluso las tipográficas, de Stephen Mallarmé, en un sin fin, en un no final quiero decir, «con las fronteras ardiendo en una pira» o lo que es igual, de nuevo en la mística de San Juan de la Cruz cuando dice «y quedeme no sabiendo».
Libro hermoso, de una sola pieza, corto en su factura material pero de larga longitud en la emoción que convoca para trascender la relación entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y su contexto, entre los hombres y cada palabra que nos nombra. Frontería es, sin fin, eso que vamos siendo: palabras de palabras que nombran otras palabras: porque la soledad del hombre es cierta y hay que escribirla todos los días en el más especializado laboratorio de la literatura de precisión que es la poesía.

Ya lo dijo D. Antonio Machado, En mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad. O dicho de otro modo más reciente y en palabras de Alejandro, quizás en referencia sutil a Ferdinand Celline: «No hay más remedio que vencerse para seguir viviendo». 

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