Quevedo íntimo. Por Francisco Alba. 20/04/2009

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No recuerdo la orden religiosa a la que pertenecía el monasterio donde Quevedo fue a pasar los últimos días de su vida, ya quebrantado y enfermo, y donde murió en 1645. Hoy ese lugar es un hospedaje en el pueblo manchego de Villanueva de los Infantes, en mitad del Campo de Montiel. Quevedo acudió a recibir los cuidados de los religiosos desde su señorío en la Torre de Juan Abad, un pueblo que está a unos 15 kilómetros al sur de Villanueva. De la visita a esta aldea recuerdo la voz del vendedor de ajos amplificada por un altavoz. Con una furgoneta recorría las calles de ese pueblo fantasma. Los vecinos dormían la siesta infinita del mediodía manchego: “venga mis parroquianas, que ha llegado el ajero. Traigo ajos hermosos.”

En el centro de la plaza de la Torre de Juan Abad hay una estatua de Quevedo que lo representa sentado en una silla, reflexionando tal vez sobre la decadencia y ruina de España, o quizá buscando el último verso de un soneto satírico. De esta aldea fue señor, orgulloso señor, porque Quevedo, como Velázquez, tenía prurito de nobleza y presumía de castellano viejo. No pudo escoger pueblo más deprimente para estudiar y escribir: “Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos.” Parece el exilio póntico de Ovidio. Asombra que el bueno de Quevedo se hubiera encaprichado por este poblacho. Pero mejor ser señor de un villorrio que no ser señor de nada. La corte de Felipe IV se detuvo en cierta ocasión de camino a Andalucía en estos dominios del poeta. No es difícil imaginar el orgullo de Quevedo.

En este pueblo se encuentra una casa museo donde pueden contemplarse manuscritos del escritor. Recuerdo una firma suya en un documento, la letra ilegible y temblorosa. Esa firma escrita a las puertas de la muerte era la viva expresión del desengaño de la vida y la caducidad de las cosas, tan elocuente como uno de sus fantásticos sonetos. Me imagino a ese hombre adusto y antipático, de un vivísimo ingenio, políglota, vestido con sus ropas negras y la cruz de la orden de Santiago bordada en el pecho, con los anteojos sobre la nariz, empuñando la pluma y murmurando una palabra… soez.

Quevedo abandonó sus dominios y pasó, como decía, a la vecina Villanueva para acogerse al cuidado de los monjes del monasterio. Allí ocupó una celda que hoy puede visitarse, pues se conserva muy bien. Recuerdo que desde la ventana se veía la calle y enfrente un colegio, podía ver a los niños tras las ventanas, en la clase, divinamente ajenos a la muerte del poeta y a mi estúpida visita. La hospedería es un museo dedicado al recuerdo de Quevedo, en los largos pasillos entre un edificio y otro hay vitrinas que contienen ediciones facsímiles de sus libros y otros objetos relacionados con Quevedo y su época. Quedar unos momentos solo en la celda donde se nos dice que el autor de Los Sueños murió religiosamente produce un escalofrío. Villanueva de los Infantes no atrae mucho turismo, así que no hay que temer aglomeraciones, ni siquiera guías. Esa pequeña estancia es uno de los faros desde donde irradia, olvidada del mundo, apartada de autopistas y aeropuertos (granjas de humillación) el espíritu de Europa. Otros lugares secretos son el château Montaigne en la Dordoña, la Spinozahuis de Rijnsburg, la casa am Frauenplan de Weimar donde vivió Goethe o el Recanati de Leopardi. Son lugares dejados de la mano de Dios y sin duda por eso se han salvado de los bombardeos y la destrucción.

El destino de Quevedo era estar ligado a edificios que con el tiempo habrían de convertirse en hoteles. San Marcos de León donde estuvo preso y donde arruinó su salud por las pésimas condiciones del cautiverio es hoy un hotel de lujo.

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