De codicias y gremios de José María Merino

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Artículo publicado en el Boletín nº 53 de CEDRO

A lo largo de las numerosas charlas, conferencias e intervenciones públicas en las que he venido participando por mi dedicación de escritor, he topado varias veces con ese espectador en cuyas sospechas o certidumbres se refleja, al parecer, mi naturaleza codiciosa. Más de uno o una me han preguntado, no sé si con inocencia, si dejé la poesía porque no me producía dinero; en bastantes otras ocasiones me han espetado, con indudable reproche y radical generalización, que «los libros son muy caros», insinuando que el supuesto precio alto gravita sobre todo en el porcentaje de beneficio que a mí debe corresponderme; cuando, al referirme a las actividades de ciertos «cuenta-cuentos», opino que un cuento literario debe leerse o recitarse de memoria, pero no reinterpretarse libremente según el criterio del narrador de turno –como exigimos del actor que recita el monólogo de Hamlet o las lamentaciones de Segismundo–, se me pide aclarar si esa opinión, más allá de la estricta equidad estética y moral, no supone una simple defensa acérrima de un texto que debe generar derechos económicos.

Creo que este tipo de experiencias llegó al colmo no hace muchos meses, al participar en un seminario cuyo tema central se relacionaba con la ficción de transmisión oral, cuando recordé, ante el entusiasmo analfabetístico general que se estaba manifestando, que los principales valores y la memoria más densa de nuestra cultura provienen de la escritura difundida y democratizada por medio del libro a través de la imprenta, y que la pura oralidad, con todo su encanto, corresponde a un tipo de sociedad ya rebasada por nosotros, para bien o para mal. Señalé que ahora, ante esa neo-oralidad, por otra parte tan pobre, que los medios audiovisuales van imponiendo, lo que hay que defender y utilizar con insistencia, para la formación de los más pequeños, es precisamente el libro, y su lectura. Mis advertencias fueron rebatidas con ese argumento que presupone en mí una codiciosa voracidad profesional: cómo yo no iba a defender el libro, si estaban en juego mis posibles derechos de autor, nada menos.

Las alusiones al excesivo afán de defender sus derechos económicos, y a las hipotéticas ganancias de los escritores, aflora en bastantes ocasiones, haciéndome pensar, como he señalado al principio, que esas personas que me interrogan desde el público tienen una idea de los autores como especimenes ávidos sobre todo de beneficios dinerarios, lo que no debería ser adecuado para una tarea que, popularmente, se considera vinculada de manera confusa con el campo del espíritu y, por lo tanto, inefable, ideal, indigna de contaminarse con algo tan material y utilitario como eso que, sin embargo, cualquier persona del planeta Tierra considera lógico percibir a cambio del desempeño de un oficio o profesión, de la venta de cualquier cosa, trabajo o mercancía.

En el subconsciente de mucha gente común –aunque tales interpelaciones pueden también provenir de personas relacionadas de alguna forma con lo artístico o lo literario– subyace la idea de que los artistas, los escritores, como los músicos callejeros o los antiguos rapsodas ambulantes, deberíamos ofrecer el producto de nuestro ingenio a cambio de ese casual mecenazgo llamado «la voluntad», la propina.

La idea de que una ficción, un poema, un ensayo, una pieza dramática, y, en general, el fruto cumplido de la imaginación de un autor, son elementos cuya evaluación no pertenece a este mundo –sobre todo en lo económico– está todavía demasiado extendida, como si escribir no supusiese un trabajo, un esfuerzo, y el autor no necesitase pagar su alquiler y los gastos de su manutención, y no tuviese derecho a que los frutos de ese esfuerzo y ese trabajo le produjesen una renta, como cualquier otro patrimonio, cuando además, en este caso, es un patrimonio ganado limpiamente, con el sudor propio, ajeno a cualquier tipo de especulación o explotación. El colmo de lo contradictorio es que vivimos en una sociedad que tiende a banalizarlo todo, y que solo parece valorar, precisamente, lo que cuesta dinero.

Creo que hay pocos productores tan amenazados por la defraudación, a la hora de percibir las rentas de su trabajo, como los autores. El trabajo de autor tiene una vulnerabilidad y debilidad social históricas.

No deja de ser significativo que el único derecho de propiedad que se extingue por el simple paso del tiempo sea el intelectual. No defiendo que tal derecho debiera ser heredado por todos los sucesivos descendientes naturales del autor, pero acaso podría seguir vigente sin plazo de caducidad, aunque fuese en minúscula cuantía, para acrecer aquellos aspectos del dominio público susceptibles, precisamente, de ayudar a los autores vivos, de difundir las obras clásicas de más difícil aceptación, de animar a la lectura, o de apoyar a las bibliotecas, por ejemplo.

Conozco gente que sigue siendo dueña de las tierras que poseían sus antepasados en tiempos de Cervantes, pero de las rentas de la imaginación y la labor del manco sano apenas pudo vivir él mismo, que en el Viaje del Parnaso, al final de su vida, poco antes de recibir la más amarga de las sorpresas, saber que un tordesillesco plagiario le había robado el Quijote, confiesa no tener ni una capa:

…por eso me congojo y me lastimo
de verme solo, en pie, sin que se aplique
árbol que me conceda algún arrimo.

Ahora se habla de globalizar gratuitamente, en la red informática, todas las obras literarias, pero a nadie se le ocurre que sean también gratuitas las líneas telefónicas que les sirven de vehículo y la actividad de los miles de empresas publicitarias que viven de Internet. El derecho de propiedad intelectual es, al parecer, el único bien que se ve como naturalmente expropiable en este mundo, incluso en vida de sus titulares.

A su específica vulnerabilidad social –la obra artística o poética no se considera, en principio, tan necesaria para la comunidad como los alimentos, las ropas, la vivienda, los transportes o la fontanería– se une el tradicional individualismo de los autores, fruto sin duda, entre otras causas, del propio trabajo: una forma de relacionarse con la realidad que obliga a muchas horas de soledad. Los autores tenemos que hacer nuestro trabajo en solitario, y la gracia del producto que elaboramos está precisamente en su individualidad, en su diferencia. Además, muchos autores sienten cualquier conato de gremialismo como una especie de uniformización vejatoria. Pero no debemos olvidar que el fruto de nuestro trabajo se transmite por lo general a través del libro, y que, cuando éste se reproduce fraudulentamente, no solo son nuestros derechos los afectados, sino todo el sistema –editores, impresores, distribuidores, libreros– que tiene el libro como objeto de sus esfuerzos y meta de sus retribuciones. Querámoslo o no, los autores formamos parte de un vasto y complejo equipo de producción.

Por eso las instituciones que, como CEDRO, están al servicio de los derechos de autor, en este mundo cada vez más tecnificado y privatizado, son fundamentales para el desarrollo fructífero de la tarea de los escritores y del sistema en el que desarrollamos nuestra labor. Debemos apoyar este tipo de iniciativas, no solo para defender las justas retribuciones de nuestra autoría, y para marcar claramente la respetabilidad social del trabajo literario, sino también para proteger la estructura física en la que se apoya la materialización misma de nuestras invenciones.

José María Merino. Ensayista, novelista y poeta, este maestro del relato corto ha publicado títulos como Novelas del mito, Intramuros, Ficción continua, Las crónicas mestizas, Cuentos de los días raros o Cuentos del libro de la noche. Merecedor de premios como el de la Crítica, el Nacional de Literatura Juvenil o el Miguel Delibes de Narrativa, José Maria Merino es socio de CEDRO desde el año 1994

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