Curioseando en una de esas tiendas de la T-4, en donde lo mismo puedes adquirir una revista del corazón o un libro de autoayuda que Summa de Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis, por poner un ejemplo, me encontré con El arte de la distorsión de Juan Gabriel Vásquez y lo compré. Conozco al bogotano desde que en octubre de 2001 le invité a participar en el I Encuentro Internacional de Jóvenes Escritores. Junto a él, reuní en Oviedo y por este orden a Miguel Ángel Cuervo, Carlos Bessa, José Luis Piquero, Care Santos, Juan Carlos Botero, Pelayo Fueyo, Rubén D. Rodríguez, Alejandra Costamagna, Martín López-Vega, Andrés Neuman, Ricardo Menéndez Salmón, Estíbaliz Espinosa y Valter Hugo Mae. Casi todos ellos asistieron a la clausura en la que Félix Grande nos brindó una conferencia casi secreta, de una solvencia intelectual sobresaliente. Recuerdo que dos años antes, en 1999, el propio Félix Grande participó en otro encuentro que dirigí, El cuento de nunca acabar, en el cual tuvo tiempo hasta para poner en su sitio a algún crítico al que recordó su mal fondo y su mala forma. El pobre salió colorado y sus adláteres con el rabo entre las piernas. Y es que, ya desde entonces, ni siquiera los críticos eran fiables ni perfectos. ¡Qué lástima!
Esperé hasta el trayecto de vuelta para abrir de nuevo el libro del colombiano. Un libro cuyo título completo reza El arte de la distorsión (y otros ensayos) y en donde el lector se encontrará con opiniones, datos y comentarios sobre la vida y obras de Cervantes, Gabriel García Márquez, J. Conrad, Ribeyro, Philip Roth o Sebald entre otros muchos. Lo mejor del libro son las aportaciones interpretativas sobre las obras y el quehacer literario de sus autores que agradecerán —y agradecemos— los lectores que no hayan leído los títulos referenciados. Lo peor son las sentencias y afirmaciones sobre quiénes son los buenos y los malos lectores y que acaba por acartonar ciertos artículos. Por ejemplo, si un lector no ha leído El corazón de las tinieblas de Conrad, y después de leer el artículo de Vásquez se adentra en él, podrá apreciar si la misma es “leída como denuncia del colonialismo y sus horrores” o discutir con el autor si “el libro recordado parece siempre más largo de lo que es en realidad”. Si usted no ve o comprende lo que afirma Vásquez o incluso si sólo se atreve a pensar que tal obra está sobrevalorada, es que usted es, no lo dude, un mal lector. Sin embargo, si el lector ya ha leído la obra, me temo que la aportación de este artículo de Vásquez, Ver en la oscuridad, no le ilumine nuevos territorios. Este fue mi caso cuando interrumpí la lectura del libro.
Más allá de lo ajustado o no tanto del párrafo como de la última afirmación, es cierto que el autor no se refiere a la medida de una buena novela. Sólo de su éxito aunque en el contexto se esté refiriendo nada más ni nada menos que a Nostromo, de J. Conrad. Sin embargo, espero que se nos conceda la libertad para albergar en nuestras memorias las escenas que nos apetezca (y no las que se nos impongan por otros) cada vez que leemos cualquier libro o de lo contrario esto de la literatura va a resultar algo muy aburrido. Porque si es necesaria la existencia de críticos que nos orienten también lo es la necesidad de lectores que los obvien, siquiera por higiene mental. Así, contra el vicio de señalar propongo la virtud, muy a lo Montaigne, de airear y subrayar nuestro sacrosanto placer.ierto y a pesar de esa Nota bibliográfica última, se echa en falta un índice onomástico y una datación al finalizar cada artículo. Y sobran, o al menos deberían estar más perfiladas, algunas incursiones en la interpretación de la historia, como la que se plasma en el último artículo dedicado a Hiroshima de John Hersey o las alusiones a la función de la historia y los historiadores en algunos párrafos desperdigados a lo largo de esta serie.
Por último, el artículo titulado en el libro Apología de las tortugas y leído como bien dice Juan Gabriel Vásquez durante un encuentro en Oviedo, en octubre de 2001, fue publicado en 2002 en el libro En guardia y en vanguardia y cuyo título sirvió de marco para aquel Encuentro Internacional de Jóvenes Escritores. Entonces su título era Defensa apasionada (y algo pesimista) del relato corto.










