Giani Stuparich. La isla. Editorial Minúscula. Barcelona, 2008.
UNA ISLA CASI PERFECTA.
Como quiera que son muchas las firmas —entre las que destaca el tan valorado Enrique Vila Matas— que han tildado la obra como perfecta cuando no como maestra, me concedí unos días para pensar y valorar tales afirmaciones, contemplando siempre que mi opinión sólo manifestaría la apreciación y el gusto de un lector de paso.
A partir de un tema clásico, el encuentro, con un subtema ya fecundo en la literatura, la enfermedad, Stuparich logra convertir la narración en un diamante con sus lógicas impurezas, cuyo brillo acercará a los más cautos e incendiará las emociones de los desprevenidos. Y si lo logra es, en muy buena parte, porque tiene el acierto de aplicar un estilo transparente y diáfano, alejado por igual del simplismo como de la presuntuosidad, sólo en apariencia sencillo y luminoso como en un cuadro de Sorolla.
Además, La isla establece dos territorios o niveles de encuentro. El encuentro como diálogo y el encuentro como meditación. En el primero, la conversación y las palabras se manifiestan insuficientes para decir lo que se siente. En el segundo, los pensamientos, la reflexión y los puntos de vista son fronteras que se alzan inexpugnables para lograr el acercamiento entre el padre y el hijo.
«¿Por qué en aquel estado de levedad y armonía, cuando su padre y él se habían encontrado en la roca, una ola más fuerte no se los había llevado de allí y los había sumergido? El final habría venido como una gracia violenta, ahorrándoles el ir hundiéndose lentamente entre ilusorios restablecimientos y humillantes abandonos.
No se rebelaba ante la fatalidad de la muerte; se rebelaba ante la trágica lucha de un organismo robusto y sano contra un mal insidioso y cruel».
«Sin embargo, tal vez quien combate no tenga una conciencia plena de la inevitable derrota y pueda resistir y recobrar el aliento para luchar todavía. Pero quien asiste impotente a la trágica lucha, y tiene en sus venas la misma sangre que la víctima, sufre con un horror reprimido y todos sus minutos están envenenados».
«Pero otro fantasma vino a turbarle el curso de sus pensamientos. Bajo aquella luz despiadada ya no andaban dos hombres por su camino, sino dos payasos. Un muerto y un vivo se hacían compañía en una bufonesca alianza, disfrazados del mismo modo, departiendo alegremente y haciendo resonar de vez en cuando a falta de argumentos los cascabeles del gorro y de las mangas».
Por lo demás, adviértase de la sobresaliente descripción en el juego de luces, del cromatismo

Claudio Magris, en el posfacio da de lleno en la diana: «Como ha escrito Elvio Guagnini, La isla representa una de la cimas de la obra de Giani Stuparich, y no sólo de su obra, sino de la literatura europea de aquellos años.»
No es, por tanto, que la obra maestra y la perfección queden muy lejos. Ocurre que Stuparich llega en algunos párrafos a rozar las alturas de la maestría y la perfección, pero las más de las veces se queda en la cima. Por supuesto, alcanzar la cima ya es mucho y es sobresaliente, pero de ahí a considerar La isla como una obra maestra media aproximadamente la misma distancia y fortuna que hay entre un buen poema de una inestimable legión de autores y un poema magistral de Quevedo, Mac
hado, Vallejo, Jiménez o Neruda. Porque una de dos, o abrimos todas las puertas o conviene ir cerrando las puertas falsas.
Permítaseme un último apunte para agradecer la traducción de J. Á. González Sainz, que propicia una lectura de esta obra sin sobresaltos, con frases o giros ininteligibles.