Miguel Delibes. In memoriam. 12/03/2010

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Miguel Delibes falleció ayer en Valladolid a los 89 años. El novelista ha sido miembro de la Real Academia Española desde 1975 hasta su muerte, ocupando el sillón "e". Comenzó su carrera profesional como columnista y luego periodista de El Norte de Castilla, periódico que llegó a dirigir.

Entre sus muchos y muy prestigiosos premios y galardones destacan el Premio Nadal, por La sombra del ciprés es alargada (1947), el Premio Nacional de Narrativa, por Diario de un cazador. (1955), el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1982), el Premio de las Letras de Castilla y León (1984), Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la República Francesa (1985), el Premio Nacional de las Letras Españolas(1991), el Premio Cervantes (1993), el Premio Nacional de Narrativa, por El hereje (1999) y la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo (1999) Además, ha sido investido Doctor Honoris Causa por varias universidades españolas y europeas y nombrado hijo adoptivo de varias ciudadades y pueblos de España.

De su producción literaria puede destacarse, entre muchas otras obras, La sombra del ciprés es alargada (1947), Premio Nadal; Diario de un cazador (1955), Premio Nacional de Literatura; Siestas con viento sur (1957), Premio Fastenrath; La hoja roja (1959), Premio de la Fundación Juan March; Las ratas (1962), Premio de la Crítica; La caza de la perdiz roja (1963); Cinco horas con Mario (1966); Parábola del náufrago (1969); La primavera de Praga (1970); Castilla en mi obra (1972); La caza de España (1972); Vivir al día (1975); Un año de mi vida (1975); Mis amigas las truchas (1977); El disputado voto del señor Cayo (1978); Los santos inocentes (1982); Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983); Pegar la hebra (1991); Señora de rojo sobre fondo gris (1991); Diario de un jubilado (1996); He dicho (1997); El hereje (1998), Premio Nacional de Literatura.
 

En recuerdo del maestro, reproducimos a continuación el prólogo a su libro Mis amigas las truchas (Ediciones Destino, 1977).

 

 

"En abril de 1946, al día siguiente de mi boda, me aficioné a la pesca de la trucha. Paseaba yo con mi mujer por la ribera del río Besaya, en Molledo Portolín (Santander), cuando vi a Panín González -que, con el tiempo, sería un experto montador de cucharillas en su pueblo natal de Santa Olalla y moriría prematuramente- extraer de la rasera que precede al pozo del Confitero un magnífico ejemplar.

El pescador de truchas es un ser generalmente
hermético que reserva para sí sus descubrimientos.

Por entonces acababa de introducirse en España el sistema de pesca de truchas denominado de lance ligero que venía a revolucionar este deporte al sustituir la paciente y tradicional figura del pescador de caña y lombriz -carne de cañón de los caricaturistas poco imaginativos de la época- por la del pescador activo que no se limita a esperar inmóvil, en la orilla, la picada del pez sino que lo busca a lo largo del río para provocarlo mediante un señuelo artificial. De esta manera la pesca dejaba de ser un quehacer estático y entraba de lleno enla dinámica de la era atómica. El pescador abandonaba el viejo recurso de aprovechar el hambre de los peces para pasar a explotar el instinto cazador que subyace en la mayor parte delos seres vivos.

El pescador no ve un amigo en otro pescador
que surge en el primer recodo del río sino un adversario.

Las difíciles circunstancias de la época -y mis circunstancias personales no menos estrechas- no me permitieron poner en práctica inmediatamente mi recién nacida afición. Hube de esperar unos años a que aparecieran en el país las primeras motocicletas y, más tarde, los primeros automóviles utilitarios, para comenzar a ejercitarla. En Valladolid no hay truchas y había que salir a buscarlas a las provincias aledañas. Un medio de locomoción personal se hacía, pues, imprescindible. Mediada la década de los cincuenta empecé a hacer mis primeros pinitos con la cucharilla y, a partir de la primavera de 1956, mis escapadas se formalizaron e inicié una actividad con la pluma. Esto siginifica que llevo más de veinte años en el oficio y, sin embargo, hasta hoy no me he decidido a escirbir una sola palabra sobre el tema, siendo así que la pesca de la trucha me parece un arte tan complejo y apasionante como el de la caza dela perdiz roja, actividad con la que he llenado ya muchos papeles, seguramente demasiados.

Hay una razón obiva para esta diferencia de trato; la timidez. Con afición a la caza nací. Desde que abrí los ojos via a mi padre consumir los ocios dominicales del otoño y el invierno con la escopeta al hombro, de tal modo que llegué a identificar ocio con caza, vacaciones con naturaleza. La caza fue, por tanto, para mí una cación innata. De ahí, tal vez, que yo me considere no un buen tirador pero sí un cazador conspicuo. A la vista de un terreno por batir, yo sé, más o menos, lo que procede hacer para dar con las perdices -esto es, dónde buscarlas-, cómo trastearlas y, finalmente, adónde conducirlas para lograr una buena percha.

las experiencias piscícolas son rigurosamente personales y, en consecuencia,< br/>
todo pescador de truchas es, inevitablemente, un autodidacta.

Esto no me sucede con la pesca de la trucha. Mi afición a la pesca, aunque con casi cinco lustros de práctica regularmente asidua, no pasa de ser una afición adherida en la que disto mucho de ser un experto. Hablando en plata, ante la trucha yo me sigo considerando un aprendiz y, si Dios no lo remedia, en este convencimiento moriré. De ahí que haya sido el pudor quien me ha vedado hasta el día pontificar sobre este deporte. A una jornada inesperadamente halagüeña, en la que puedo clavar doce o quince truchas sucede otra en la que, sin comerlo ni beberlo, me vuelvo bobo a casa y, lo que es peor, sin intuir las causas que justifiquen, o siquiera expliquen, mi fracaso. Es obvio que en la pesca de la trucha operan factores climáticos y atomosféricos -viento, presión, temperatura, etc.- que no siempre podemos controlar, lo que imprime a la pesca un carácter aleatorio, de dependencia, mucho más acusado que el que rige para la caza de la perdiz. Tal vez por esto me asalte la impresión de no pisar aquí terreno firme. Considero que no he dado con el secreto de la pesca y que en la actualidad no paso de ser un pescador del montón.

El pescador de truchas es un ser generalmente hermético que reserva para sí sus descubrimientos. El pescador no ve un amigo en otro pescador que surge en el primer recodo del río sino un adversario. Quiero decir que las experiencias piscícolas son rigurosamente personales y, en consecuencia, todo pescador de truchas es, inevitablemente, un autodidacta.

A contrarrestar este silencio secular apuntan las páginas que siguen. A lo largo de cinco temporadas yo he ido anotando lo que me sucedía día tras día en la ribera del río sin omisiones, reticencias, ni ambigüedades. Como pescador no me siento en la obligación de silenciar mis descubrimientos; no me agrada el secreto profesional. Es, éste, pues, un diario de pesca espontáneo y sincero. En él no saco consecuencias pero es incontestable que ustedes pueden hacerlo. Por eso creo que, pese a la mediocridad de mi técnica y a la pobreza de mis recursos, el libro Mis amigas las truchas, puede resultar útil e, incluso, en algún aspecto, aleccionador.

Queda por aclarar la razón del título. Durante un tiempo dudé entre varios pero, fianlmente, opté por éste en homenaje a estos peces que me han proporcionado ratos y emociones muy vivos. Lógicamente las truchas no compartirán mi punto de vista, esto es, es muy posible que mi inclinación amistosa hacia ellas no sea correspondida. La cosa es lógica. En el juego ellas arriesgan más que yo. Se trata, por tanto, de una amistad unilateral pero el libro lo he escrito yo y no ellas y, consecuentemente, hablo desde mi personal experiencia."

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