Inicio Blog Página 101

Elías Veiga: “Se podría hablar de literatura fantasma en asturiano”. Por Lauren García (04/02/2011).

0
Elias Veiga
Elias Veiga

El agradecido olor a la tierra se palpaba en La tierra fonda, el primer libro del escritor asturiano Elías Veiga; poemas trazados en llingua asturiana como siembra desde el occidente y que encierran un secreto y un aroma propio. Posteriormente Robinson astur lanzó una botella de salvación en verso a tiempos que ya se presumían oscuros y denodadamente cueles; el poemario obtuvo el Premio de la Crítica de Asturias en lengua asturiana. La escritura de Elías Veiga tiene claro su punto de partida y llegada: su anclaje es Asturias como centro literario y vital. Recientemente ha obtenido el Premio de Cuentos Curtios en asturiano occidental de Cangas del Narcea con la sencillez de mirar a un lado y escribir.

 

—¿Le urgía en su primer libro dar un testimonio de pertenencia a la tierra como sentimiento primerizo? 

 Más que de urgencia hablaría de una necesidad relacionada con unas circunstancias vitales y sociales. Creo que es muy difícil no sentirse afectado, naciendo en los años 70 en el Suroccidente de Asturias, por el panorama pasado y presente. Ver como la soledad y el olvido se hacen eco de la vida. Aunque quizás me afecte aún más la perspectiva de futuro. El pasado duele menos porque el tiempo lo cura casi todo. Es peor sufrir la ansiedad por los recuerdos del futuro. Y en este caso, el futuro no pinta nada bien. Ojalá me equivoque…

De todas formas el dolor por la decadencia de un mundo no es un hecho nuevo en la historia de la humanidad. El tema se repite a lo largo de los siglos. Y se repetirá hasta que todo termine. Hoy por hoy, soñar con que ese mundo no se derrumbe y desaparezca parece más bien un sueño romántico que otra cosa. 

 —Después llega Robinson astur, ¿un poemario para tiempos de supervivencia?

Al igual que La Tierra Fonda, es un poemario influenciado por el clima social y por las vivencias personales. Es un Manual de Supervivencia particular que uno pretende que llegue al máximo de personas posibles. Sin intentar conseguir la empatía con los lectores, lo que se escribe no tiene mucho sentido. Aunque también es cierto que eso no debe decidir ni el cómo ni el qué ni el cuándo. Al menos en mi caso, escribo pensando en el yo que somos todos los demás.  

—Hay también en esos versos una crítica a la especie humana que asume como propia… 

Claro, yo también soy un pecador y aunque pretendo vivir siendo coherente con unos principios es imposible no desviarse a veces de los caminos del Señor, algo, por otra parte, consustancial al ser humano. No son buenos tiempos para los valores ni para la dignidad. El sistema, con una clase política oscura y mediocre,nos lleva derechitos hacia la autodestrucción y el fracaso. Por eso, en esta sociedad, en la que todo parece manipulable, ser una oveja negra es casi un privilegio.   

—¿Le subió el ego obtener el Premio de la Crítica de Asturias ?

 No, en absoluto. Ni los premios que me dieron ni los que no me dieron me influyeron demasiado. Por supuesto, este me hizo ilusión porque es concedido por los propios escritores. Y el hecho de que no tenga dotación económica le da todavía más valor. El reconocimiento a una obra, trayectoria o labor es fundamental. Pero el más importante, sin duda, es el reconocimiento social, el de los lectores. Por eso, la gran mayoría de escritores en asturiano somos mártires de una literatura que, por una serie de circunstancias sociales y políticas, dignas de estudio freudiano, no llega a la gente. Se puede hablar de una literatura fantasma con lectores que no se ven y escritores que no se conocen. Hablamos de una literatura marginada fruto de una politización brutal.  

En su poesía está muy presente el humor y la ironía, ¿defiende su valor como alternativa a la solemnidad? 

Los asturianos llevamos la retranca en los genes. El humor siempre fue y será un arma cargada de futuro. Es lo que nos queda. Vivir es casi un milagro y llegar a viejo una odisea. Con todo, la vida pasa en un abrir y cerrar de ojos. Demasiado absurdo para tomársela en serio…  

—¿Hubiera dado un giro copernicano su carrera de no nacer en Pola de Allande sino en Madrid?

Si hubiera nacido en Madrid es probable que no escribiese en asturiano. De todas formas, si así fuese, creo que hoy en día las distancias, con los avances tecnológicos, no son tan determinantes y decisivas como hace años. Uno ya puede desarrollar una carrera literaria o artística en cualquier parte del mundo sin necesidad de tener que vivir en los grandes centros urbanos. Es la parte positiva de las tecnologías. Apretando un botón se está en el centro del mundo.   

—¿Cómo evalúa la vida literaria asturiana?

Vivo bastante al margen de círculos, clanes y demás familias. Sólo me interesa la literatura. Y la producción y la calidad de la literatura en asturiano, tal y como están las cosas, puede calificarse de milagrosa. Hay pocas lenguas, sentenciadas a muerte por los políticos (y la propia sociedad asturiana que lo permite, claro está), que tengan la vitalidad literaria de la nuestra. Porque, al margen de ideologías, podemos hablar de genocidio lingüístico y cultural. A mí me interesa infinitamente el patrimonio cultural asturiano y me importa un pepino la política. Por eso no podemos permitir que cuatro iluminados, que hoy están pero mañana no, decidan cargarse parte de nuestra identidad para sacar provecho de su posición y de sus intereses. La llingua pertenece a la memoria colectiva del pueblo asturiano. Merece algo más que este desprecio enrabietado y este ostracismo al que fue sentenciada por la ignorancia. Y es que, sin duda, hay ignorancias muy bien cultivadas.

También la lluvia, de Icíar Bollaín. Por Celia Ferrón Paramio (01/02/2011).

Sebastián y Costa, director y productor, quieren rodar una película sobre Colón que dé la vuelta al mito. Quieren mostrar la conquista de América con la luz de un Colón obsesionado por el oro, y ser capaz de cualquier cosa con tal de conseguirlo, con la ventaja de tener a la religión y a un reino poderoso de su parte.

Para ello se van a Bolivia, que desde luego no tiene nada que ver con la historia original pero posee la ventaja de ser más barato. Asistimos, en una primera parte, a los intentos de un sensible director por reflejar la versión de una historia que nos ha llegado viciada, frente a un productor más frío, calculador, que de algún modo se asemeja a todo ello que denuncian. Asistimos también a conversaciones en el rodaje entre los actores que van a representar a Bartolomé de las Casas y Antonio de Montesinos, los primeros que denunciaron las atrocidades a las que se vieron sometidos los indios. Los primeros defensores de los derechos humanos en ese Nuevo Mundo que nos encargamos (los españoles) de destruir. Los actores están concenciados, contentos, pero sobre todo, encantados consigo mismos. Sólo el productor y el actor que interpretaría a Colón (Karra Elejalde) ven con cinismo las cosas de otra manera.

Pero en Cochabamba, donde se rueda la película gracias al bajo salario de los actores y extras, ha estallado otra guerra, la guerra del agua: el gobierno ha privatizado el sistema de aguas y lo ha vendido a una multinacional que hasta prohíbe que la gente pueda recoger el agua de lluvia. El agua de lluvia. Como si una multinacional fuera dueña de eso, o del sudor de la frente, o del aliento de las personas. Con el agravante de tratarse de un país que ni siquiera es el suyo.

Como si unos hombres fueran dueños del oro que nace en la tierra de otros. Como si unos hombres, bajo el lema del catolicismo, tuvieran derecho a apresar a gente en sus mismas tierras, derribar sus mitos, destruir su cultura. Como si también fueran dueños de eso.

Así, la historia se repite.

¿Y qué hará el sensible director? ¿Cómo actuará el frío productor? ¿Y el Colón de vuelta de todo? ¿Y los concienciados actores?

No es la primera vez que se utiliza un paralelismo, o una historia dentro de otra, para enseñar algo. Al fin y al cabo, la mayoría de los relatos son exempla, ejemplificación para servir de demostración a un objetivo moralizante; así que éste, siendo doble, también tiene un doble objetivo.

El extraordinario (y difícil) guión ha encontrado su justo equilibrio en la dirección de Bollaín, poca amiga de los sentimentalismos o lágrima fácil, más acostumbrada al pragmatismo, a la realidad de poca floritura, al documental. Consigue no cargar las tintas y además, enseñar el caleidoscopio de la condición humana.

Porque de eso trata esta película. No es histórica (aunque informa), no es política (aunque denuncia), sino filosófica: ¿qué es el hombre? Y, sobre todo, ¿de qué es capaz?

 
TAMBIÉN LA LLUVIA. España/ Francia/ México, 2010. Dirección: Icíar Bollaín. Guión: Paul Laverty. Música: Alberto Iglesias. Fotografía: Alex Catalán. Montaje: Ángel Hernández Zoido. Interpretación: Luis Tosar (Costa), Gael García Bernal (Sebastián), Juan Carlos Aduviri (Daniel/Hetuey), Karra Elejalde (Antón/Cristóbal Colón), Carlos Santos (Alberto/Bartolomé de las Casas), Raúl Arévalo (Juan/Antonio de Montesinos)… Duración: 104 minutos. 

Presentación de En aquel tiempo, de José Ángel Ordiz. 4/02/2011

Editorial Quadrivium se complace en invitarles a la presentación
de la novela
En aquel tiempo,
de José Ángel Ordiz Llaneza.
En el acto intervendrán:
Gervasio Alegría, catedrático de literatura (presentador)
Pedro López Navarro (editor)
José Ángel Ordiz (autor)
Lugar: Librería Cervantes, Oviedo
Día: 4 de febrero, viernes, a las 19,30 horas.

En aquel tiempo, de José Ángel Ordiz. 31/01/2011

En aquel tiempo

José Ángel Ordiz

Editorial Quadrivium. 2011. Gerona.

 

El conjunto de este original viaje restrospectivo constituye un logrado símbolo que, atravesando la concreción histórtica (de la que ofrece, por cierto, un cumplido retrato digno de los mejores estilistas), hunde sus raíces en las secretas motivaciones que, a modo de aciago demiurgo, se expresan en el sujeto humano.

Bullabesa tiranesa. Por Ernesto Colsa (27/01/2011).

El Mercedes hace caso omiso del semáforo en rojo a una velocidad más que imprudente, obligándonos a recular a los viandantes que tratamos de cruzar; enfila la avenida principal e impacta en trayectoria perpendicular con otro coche que, confiado, continuaba su camino, haciéndolo girar noventa grados y destrozándole la parrilla frontal. El golpe suena seco, irreal; no se corresponde con nuestra percepción cinematográfica de este tipo de sucesos. Ambos conductores se apean, pero es el infractor el que se dirige cabreado a partirle la jeta a su oponente, quien todavía no se explica qué ha ocurrido. Surgen dos policías de la nada para mediar en la refriega, aunque, una vez calmados los ánimos, es a la víctima a quien exigen todo tipo de explicaciones.

Ya de conductores, nos estancamos en un atasco absurdo, todo por haber seguido a otro vehículo en un giro formalmente prohibido, sin que al guardia que allí se encuentra parezca importarle lo más mínimo. Los coches que avanzan en sentido contrario han de detenerse por causa de nuestra maniobra, y el embotellamiento deviene inevitable. A los pocos minutos, y como nadie puede avanzar ni retroceder, se incorporan al glissando de cláxones nuevas cuerdas, incluida la nuestra, que somos responsables directos del desaguisado. El todoterreno que nos sigue adelanta por la acera y logra zafarse del embotellamiento. Vista la exitosa estratagema, el resto de la fila decide tomar la misma ruta, pero al poco lo hacen los vehículos de enfrente, de manera que el atasco se traslada a la zona peatonal.

Esto es Tirana, amigos, el lugar donde las normas de tráfico son mera orientación, y las reglas de preferencia puramente intuitivas. Olviden la señalización horizontal, vertical o semoviente. Tomen decisiones rápidas y expeditivas y ocúpense de evitar el choque sin preocuparse de las infracciones, que nadie se lo ha de reprobar. Al igual que sucede en China y otros países en vías de desarrollo que han superado regímenes colectivistas, esta es la primera generación de conductores, a cuyo carácter aguerrido se une lo nuevo del parque móvil. No encontrarán en Albania esos vehículos africanos parcheados hasta lo grotesco, sino que aquí priman los utilitarios de clase media propios de cualquier país de la Europa próspera, si bien con una ratio de Mercedes significativamente superior, cuyo origen ilícito da por supuesto todo el mundo. Mas cuesta creer esta y otras ignominias que se le imputan a este pueblo cariñoso y acogedor, mucho más hospitalario que sus vecinos eslavos o griegos, y del que solo disponemos de referencias informativas cuando ocurre algún hecho desgraciado. Al pensar en Albania, evocamos a gente cejijunta y hosca, montañas de desperdicios y bidones ardiendo en escombreras. Por el contrario, uno se topa con una nación humilde pero no mísera, diferente pero no chusca. Aquí hay basura, sí, para qué nos vamos a engañar, pero es una mierda poco agresiva, suavemente integrada en el paisaje.

A lo largo de los siglos, nadie se ha interesado por Albania salvo para ocuparla. La política del gobierno trata de erradicar este aislamiento mediante la atracción de capital extranjero, sobre todo en el sector turístico, para lo cual pretenden un acercamiento institucional a su vecina Italia, que es el intermediario natural para su presentación en sociedad. Se hallan por doquier eslóganes alusivos a la hermandad de los dos ribereños del Adriático, tan diferentes a pesar de la poca distancia que separa sus costas.

En Tirana hay una plaza principal, y gente por todos los sitios, y edificios de colores y a medio construir. De Scanderbeg Square parten las avenidas principales, las cuales mueren en una ronda de circunvalación que rodea el casco urbano, configurando así un entramado no demasiado creativo, aunque ya no se trata del sitio del que Ilia Ehrenburg dijo: “He visto muchas ciudades con bulevar, pero un bulevar sin ciudad, la verdad, no lo había visto nunca”. En los entresijos de estas vías principales se halla la verdadera Tirana, esa ciudad de rincones sucios, de charcos que es preciso vadear, de sórdidos, desangelados y maravillosos callejones.

Es probable que Tirana cuente con la mayor proporción per capita de establecimientos hosteleros en todo el planeta, superior incluso a la de Bilbao, que supuestamente ostenta el récord. Sorprende aquí el ingente número de negocios de toda condición que jalonan las avenidas, pero no espere el viajero dar con vetustas y sombrías cantinas de comunismo decadente: al igual que ocurre con los coches, los bares datan a los sumo de hace veinte años, después de la caída del régimen. La explosión mercantil que caracteriza a estas naciones capitalistas de nuevo cuño ha propiciado una proliferación de restaurantes, pizzerías, hamburgueserías, cafés y otros negocios eclécticos en los que uno no sabe si tomarse un cruasán, una cerveza o subir al reservado. Resulta impagable ese “Mc Clonat”, cuyo logotipo consiste es una amarilla eme quebrada que no pretende camuflar el parecido con la original, sino emularla.

Por la noche, la zona de beber se concentra en una amplia cuadrícula aledaña al bulevar Deshmoret e Kombi, a lo largo del cual se alinean edificios oficiales, en los que la arquitectónica reciedumbre socialista complementa la marcialidad mussoliniana. El ambiente nocturno nada tiene que ver con la gente de mirada torva y flequillo eslavo que uno espera encontrarse antes de arribar a esta entrañable Albania, injustamente ignota, cuando no vilipendiada. Los bares de diseño se suceden en profusa variedad; en ellos expenden cubatas a un precio no tan abusivo como en España pero lejos de lo que podría esperarse de un país en vías de desarrollo. Las chicas lucen sus mejores atuendos y muestran una occidental indiferencia a los turistas cuarentones y rijosos, por mucho que uno se esfuerce en aparentar aspecto de curtido aventurero.

El vino de la cena hace su efecto; los viajeros, briagos, deambulamos por esta Tirana diferente, de gatos ahítos de desperdicios, limusinas abandonadas y solares que simulan vertederos. Lejos de los bares de moda es posible acudir a otro tipo de establecimientos más raciales en los que albaneses de mediana edad liban raki y bailan al son de una banda local, que pergeña un interminable techno de baratillo con vigorosos aires turcos, como ocurre con toda la música balcánica.

El albanés
es afable, hospitalario y civilizado. No resulta extraño toparse con hablantes de español, pues las telenovelas sudamericanas constituyen una parte importante de la dieta televisiva de esta gente, de manera que no conviene confiarse y proferir comentarios inconvenientes por mucho que la degradación del entorno o lo peculiar de los comportamientos inviten a la chanza bienintencionada.

El encanto de Tirana radica en su falta de éste. Nada hay emblemático que merezca una visita expresa, pero Albania se alza como una excrecencia, digna, en las entrañas de los Balcanes. No es eslava, latina, ni turca, pero compendia todas sus culturas. Su sinuoso idioma proviene directamente del tronco común indoeuropeo sin intermediarios que lo hayan desvirtuado, a no ser el paso de los siglos y la inevitable convivencia con tantos pueblos heterogéneos. Comparten con los búlgaros ese curioso gesto de asentir para negar, y viceversa, lo que da pie a no pocas confusiones, vinculadas la mayor parte de las veces a la venta de cerveza, cuando es absurdo plantear tal duda, pues en cualquier establecimiento la hay. Asimismo, en todos está nominalmente prohibido fumar, aunque en todos lo permiten, igual que ocurre en España en esos bares en los que un cartel veta los porros, que suelen ser aquellos donde se toleran con más ostentación.

El albanés medio ya no se sienta en la plaza del pueblo y bromea sobre el tamaño de su miembro mientras bebe con indolencia; ahora prefiere dejarse los leks en uno de los innúmeros establecimientos de apuestas que han proliferado tras el comunismo, cuyas paredes, forradas de monitores, retransmiten en futurista confusión partidos de fútbol de las ligas más renombradas y de las más macarras.

Fuera de la capital no cesa la abundancia hostelera. El camino discurre entre funcionales restaurantes de carretera apostados cada pocos kilómetros; con suerte habrá en las inmediaciones alguno de los, dicen, setecientos mil búnkeres que se esparcen por esta tierra antigua, tanto más numerosos cuanto cercanos a los diferentes pasos fronterizos. En otras ocasiones parecen dispuestos al albur, como hongos extraños que brotan por doquier, y que ahora el pueblo suele utilizar para sus desahogos amatorios. Fuera de la capital existe otra Albania, no por ello menos amable ni digna de curioseo. Pueblan las cunetas miríadas de bolsas de basura, ora dispersas, ora amontonadas en ostentosos vertederos ilegales, que confieren al paisaje un festivo colorido adicional.

Quién te ha visto y quién te ve, Albania. La otrora inexpugnable frontera—la más inaccesible junto a la de Corea del Norte—, se halla en obras en el paso de Ljubanista, lindero con la vecina y recoleta Macedonia. De allí regresamos de una breve visita, sin percatarnos de la existencia del puesto de control ya en territorio albanés, confundidos por el desbarajuste de zanjas, andamios y material de obra por el que transitamos, hasta que un peón que por allí trabaja nos lo advierte desde lo alto de unos sacos de cemento. Hemos de retroceder para que el aduanero examine nuestros pasaportes con un evidente mohín de fastidio, quién sabe si por causa del abortado incidente fronterizo o por haberle interrumpido la siesta. Bordeamos el lago de Ohrid esquivando baches abismales y coches locos. A la izquierda hay poblados, chamizos fabriles y puestos ambulantes de productos absurdos; a la derecha, playas cuya limpieza es manifiestamente mejorable. Predomina en estas gentes el credo musulmán; no hay aquí rastro de la artificiosa elegancia capitalina.

Nuestra última etapa transcurre en transporte público. Los autobuses, a un precio irrisorio, efectúan paradas que se antojan arbitrarias y obligan a transbordos que uno no acierta a explicarse. Como ocurre en Cuba, nadie se molesta en borrar los rastros de las donaciones, de manera que no es extraño toparse con autocares del gringo —el gran amigo occidental—, parisinos o del mismo Alcañiz.

De vuelta en Tirana, hermana de Zaragoza, disfrutamos de las últimas horas vagando sin criterio, empapándonos de la peculiar idiosincrasia de las gentes. Escupimos al Lana, un exiguo regato no más ancho que una zanja, que atraviesa canalizado el centro de la ciudad. Visitamos improvisados puestos ambulantes en el interior de edificios en ruinas, en los que expenden el género a través de grietas en el muro. Bebemos en una tasca de cuyo pavimento surge el tronco de un árbol, alrededor del cual se ha construido el resto del edificio; una anodina banda de rock actúa en el exterior, en el marco de un pintoresco festival de hermanamiento. Callejeamos y echamos fotos sin cesar a la maraña de cables que nos sobrevuelan. Al sur de la ciudad hay un descuidado parque urbano y un lago artificial no demasiado impoluto, tras el edificio de la Universidad Madre Teresa, la heroína nacional junto al barbado Scanderbeg. Para cenar, nada más acertado que subir al restaurante giratorio —una vuelta completa cada dos horas— sito en uno de los pocos rascacielos del centro. Nos despedimos del país antes de tomar nuestro vuelo en el coqueto aeropuerto Madre Teresa —otra vez—; después, dormimos la mona mientras sobrevolamos el Adriático.

En el camino (Na putu): Amor, religión, libertad. Por José Havel (28/01/2011)

La azafata de vuelo Luna (Zrinka Cvitešić, adorable) y el controlador aéreo Amar (Leon Lučev) son una joven pareja de Sarajevo que intenta sobreponerse a los problemas que amenazan su relación. Ambos se aman e intentan tener por todos los medios un hijo que se les resiste. No ayuda que Amar beba más de la cuenta. Además, esa querencia suya por la bebida le cuesta el puesto de trabajo. Las heridas de la guerra aún no han cicatrizado del todo: el dolor y el vacío por la pérdida de seres queridos persisten.

La anestesia del alcohol deja paso al refugio de la religión al cruzarse Amar con un viejo camarada del ejército convertido al Wahabismo, secta musulmana fundamentalista, que le consigue un nuevo trabajo en un bucólico y aislado campamento salafista. Allí, bajo vigilancia constante, se vive igual que siglos atrás; allí, los hombres rehúsan dar la mano a las mujeres y éstas visten preceptivos ropajes negros que las cubren casi por completo. La pareja protagonista comienza a distanciarse, moral y físicamente, cuando Amar, curado de su dipsomanía, abraza el integrismo. Para él las leyes de Dios y el amor hacia éste están ahora por encima de cualquier otra ley (defensa de la poligamia y del matrimonio con muchachas menores en edad escolar), de cualquier otro amor (la vulneración de la libertad ajena en razón de la fanática observancia de los preceptos sagrados). Luna, encarnación perfecta de la modernidad y de la juventud renaciente de las cenizas de la dolorida Sarajevo, alguien que sí ha logrado hallar un camino en el presente poniendo al traumático pasado bélico en su sitio, intentará rescatarlo del ciego fundamentalismo.

Ahora editada en DVD por Cameo, En el camino (Na putu, 2010), segundo largometraje de la realizadora Jasmila Žbanić —tras Grbavica, el secreto de Esma, Oso de Oro en Berlín 2006—, es una tan compleja como tensa radiografía de la sociedad bosnia actual, mayoritariamente de confesión musulmana, que nos recuerda que, aunque los medios de comunicación hayan asociado salafistas con terrorismo, es inexacto tildar de terroristas a todos los musulmanes ortodoxos. Es más, como bien puede verse en este respetuoso filme, el Salafismo (también llamado Wahabismo), movimiento propugnador de un seguimiento del Islam según su purismo originario al margen de toda revisión innovadora, es objeto de dura crítica dentro del propio mundo musulmán, por su interpretación demasiado estrecha y literal de los textos religiosos, en especial del Corán y de la Sunnah. Una obra muy recomendable, afanada en evitar (si bien no siempre con total éxito) generalizaciones banales y esquematismos reductores.

El parque dos poetas, por Ángel García Prieto. 23/01/2011

EL PARQUE DOS POETAS

 

 
 
Oeiras es un concejo de más de ciento sesenta mil habitantes ya sin solución de continuidad con Lisboa, donde el río Tejo confluye con el Atlántico. Su Forte de São Julião da Barra, -que en la actualidad es la residencia del Presidente de la República- constituía antaño con la Torre do Bugio, construida en el s. XVI en medio del cauce del río, un sistema artillero para cruzar fuego y defender la entrada del estuario del Tejo.
Oeiras alza modernas construcciones, shoppings, parques empresariales y confluentes vías de comunicación de la gran Lisboa. Pero también guarda y mima nobles e históricas edificaciones como es el Palacio del Marqués de Pombal -también Conde de Oeiras- que fue primer ministro del rey D. José y reconstructor de Portugal tras el terremoto de Lisboa en 1755.

 

 

Rodeado de un precioso jardín, al que hoy separa una calle y se ha hecho público, el palacio es una construcción rica del s. XVIII en el que destacan sus azulejos y estucos que adornan salas y capilla, así como por dependencias de la quinta que evocan la vida de una gran propiedad agrícola de aquella época. La Fábrica de Pólvora de Barcarena es otro espacio paisajístico y de recreo cercano, que alberga el museo de una antigua fábrica de pólvora reconstruida.
Hay algunos otros monumentos artísticos e históricos, pero quizá sea muy destacable el moderno Parque dos Poetas. Aunque no ha alcanzado aún su total desarrollo según el proyecto, en la actualidad ya abre diez hectáreas de jardines, fuentes, plazas y alamedas en una colina desde la que se avista el mar.
 
Allí se recuerdan algunos de los más famosos poetas portugueses del s. XX, como Fernando Pessoa, Sophia de Mello Breyner Andersen, Florbela Espanca, Teixeira de Pascoaes, Natalia Correia, Eugenio de Andrade y Rui Belo, entre otros. La notable obra artística del escultor Francisco Simões representa a cada uno de estos poetas con su estatua de piedra, en un jardín con forma de pétalo que lleva su nombre y en cuyo pavimento se ha esculpido un significativo poema del autor. El paseo, en un paisaje lleno de luminosidad, con ese ambiente abierto entre el jardín y la poesía se hace una visita deliciosa, que permite recordar, una vez más, que Portugal es una tierra de poetas.
 
Ángel García Prieto es escritor y psiquiatra.   
                                                                                               
 
 
 
 

 

 

Gaviota 2.1, de Anton Chejov, en versión de Sergio Gayol sobre el texto. Por Armando Murias (17/01/2010).

En torno al Teatro Jovellanos siempre hay algún buen proyecto o una mejor realización. Una de ellas es el Premio Teatro Jovellanos, que empezó su andadura valorando textos que pocas veces subían al escenario porque quedaban en el cajón de los mejores deseos. Actualmente se premia una producción escénica. El premio 2009 fue para Gaviota 2.1, una versión de Sergio Gayol sobre el texto de Anton Chejov, que el 14 de enero de 2011se puso en escena sobre las tablas del teatro gijonés. Tenemos que considerar que la fecha escogida forma parte de la simbología de su teatro porque el día 17 de enero de 1860 nacía el autor ruso, una buena manera de celebrar su 150 aniversario.

La compañía que montó el espectáculo (Freedonia Producciones) es, desde su nacimiento en 2008, un lugar de encuentro para la experimentación y para proyectos de largo alcance. Ambos objetivos se cruzan en Gaviota 2.1, una obra adelgazada en sus personajes que conserva lo esencial de la trama original.

Sobre un escenario casi desnudo sobresalen cuatro columnas de luz que separan el mundo de los sueños (el lago y la gaviota en la parte trasera) del espacio de la amarga realidad, bien visible en primer plano. Nada más. Porque la orquestina (Jacobo de Miguel al piano y Marcos Baggiani en la percusión) y la espléndida voz (Mapi Quintana) quedan en la penumbra de un segundo plano a pesar de que colaboran en el clima de ensoñación que flota sobre el escenario. En ese vacío de la nada y de la inutilidad se mueven cinco personajes en la búsqueda de algo que les dé sentido a su vida, que los aparte de la miseria de ser humanos porque la gaviota (y con ella las ilusiones) va a morir pronto. Ese desencanto también se expresa visualmente con el cromatismo del vestuario, que comienza deslumbrantemente blanco en las primeras escenas para irse oscureciendo a medida que se suceden los hechos, lo mismo que la iluminación. Los actores son casi todos de las últimas hornadas de la Escuela Superior de Arte Dramático (Gijón), y muestran sobre las tablas que esos estudios sirven para algo más que para colgar el título en una pared. Irene López (como la ilusa Nina, poliédrica, radiante en un principio y defraudada al final), Félix Corcuera (el dramaturgo experimental Konstantin que se ve tragado por la miserable realidad), Carmen Sandoval (como la aparente Arkadina, que sólo vive para la galería social), Sandro Cordero (con el papel de Trigorin, el autor consagrado que daría un riñón por sentir que la sangre corre por sus venas) y Ana Bercianos (como Mascha, resignada y triste como la ropa que viste) hacen posible con su buen hacer que los conflictos de amores, engaños y desencantos que escribió Chejov resulten creíbles a los espectadores del siglo XXI. El éxito de esta actualización hay que buscarla en la labor del director Sergio Gayol, que realizó una espléndida versión desde el texto original con una acertada dosis de transgresión depurando elementos hasta dejarnos que el espíritu de Chejov volara sobre nuestras cabezas con una reflexión sobre la vida y el arte. También es de agradecer (dentro de este ambiente transgresor) que el humo de los cigarrillos se elevara en el escenario, por encima de la mojigata normativa que lo prohíbe.

Con el fracaso de esta obra el día del estreno (1896), Anton Chejov renunció a seguir escribiendo teatro. El llenazo del Jovellanos para verla demuestra una vez más que el Arte es un ser vivo que necesita de todo nuestro arrope.

Es de esperar que el esfuerzo de Freedonia Producciones no se detenga con esta representación. En Asturias (y fuera) hay muchos escenarios que se están apolillando por la falta de una programación teatral convincente. Está claro que público sí existe.