Ha caído en mis manos, por casualidad, Embajadas y embajadores en la Historia de España, un libro editado por Aguilar en 2002, que aborda el papel de nuestras embajadas desde la Edad Media hasta el final de la Ilustración, atendiendo a su quehacer en el ámbito de las relaciones exteriores a cargo de gente como González de Clavijo, Íñigo López de Mendoza, Bernardino de Mendoza, Gondomar, Íñigo Vélez de Guevara, Floridablanca o Aranda, todos ellos representantes de una nación que durante varios siglos tuvo mucho que decir y lidiar dentro del orden mundial.
Su autor, Miguel-Ángel Ochoa Brun, diplomático e historiador, también responsable de una Historia de la diplomacia española en varios volúmenes, reproduce en un determinado capítulo, un documento precioso de cara a ilustrarnos acerca del problema de España, tan desenfocado por historiadores abonados al presentismo —cuestionable lectura del pasado histórico a tenor de nuestros presente y mentalidad actual— como manipulado por los nacionalismos periféricos, aplicados hoy a (re)construirse una virtual historia de pesebre a medida de los intereses creados de sus respectivos chiringuitos políticos. La memoria histórica y su patrimonio no son de derechas ni de izquierdas, simplemente están en las fuentes documentales para todos aquellos que quieran acudir a ellas, ahí, ajenas a los prejuicios y tendenciosidades contemporáneos.
El texto en cuestión es una carta de los Reyes Católicos, con fecha de 5 de septiembre de 1489, en categórica respuesta negativa a una gestión diplomática descabellada e inadmisible. Corrían los tiempos de la guerra de Granada, cuando al Real de Isabel y Fernando llegó una embajada de su primo Fernando I de Nápoles (o Ferrante I de Aragón y de Carlino), con aval del papa Inocencio VIII, a través de dos frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. El mensaje que traían era que el Soldán de turno ofrecería un buen trato a los peregrinos cristianos siempre que en España se abandonase la lucha contra los rescoldos del reino nazarí. La proposición era de todo punto absurda. Inmersos de lleno en la campaña bélica granadina, los reyes dictaron en Jaén una misiva de contestación a su pariente, el rey de Nápoles. La serena pero firme respuesta de los monarcas españoles, pioneros en Occidente a la hora de transformar un estado de fuerza en otro moderno de derecho, fue la siguiente:
«E cuanto a las causas que tenemos para fazer guerra a los dichos moros de Granada, creemos que sabréis por ser notorio en todo el mundo, cómo habrá poco más de setecientos años, sin tener guerra o fazer mal ni daño a los moros que vivían en África, gran muchedumbre de ellos entraron con mano armada en esta nuestra España y ocuparon muy grande parte de ella, de la cual o de la mayor parte de ella, no con pequeños trabajos, han sido echados por los reyes, nuestros antepasados; y ahora no solamente porfían en nos la detener contra toda razón e justicia, mas fazen muertes e prisiones de nuestros cristianos, lo cual todo por ser acá injusto y de tanta graveza no era de tolerar. Por esto les mandamos fazer la guerra que acá justamente les podemos fazer». [El texto de la carta puede verse íntegro en el ms. 18700-35 de la Biblioteca Nacional de Madrid.]
Un muy buen aviso en varios sentidos para navegantes actuales. Como bien señala Miguel-Ángel Ochoa Brun, esta contundente contestación, que fue llevada a Jerusalén junto a un velo bordado en oro por la reina Isabel como presente para la Iglesia del Santo Sepulcro, encierra el sustrato ideológico de la Reconquista: «No era el reino de Castilla el que se completaba, era “nuestra España” la que se recuperaba definitivamente». Como embajadores de España —concepto éste conocido en Europa y más allá— se tenían a los emisarios de los distintos reinos hispánicos en que fácticamente estaba configurada la Península Ibérica. Y la idea de que los Reyes Católicos remataban un añejo proyecto de unidad puede rastrearse en la literatura política de la época. Ese es el caso, por ejemplo, del cardenal Joan de Margarit, por más señas aragonés, en su monumental Paralipomenon Hispaniae, donde celebró el recobro del «magnum regnum Hispaniae», tantas centurias en poder del Islam.
En efecto, el restablecimiento de la Hispania unida fue un sueño acariciado por los pueblos de España a lo largo de no pocos siglos. Escribe Richard Konetzke que «la idea de la unidad de España pervivía como herencia de la época romana y visigoda y había hallado su encarnación transitoria en la dignidad imperial española durante la Edad Media. El anhelo de restablecer esta unidad seguía vivo en muchos ánimos. El contacto más intenso con el extranjero durante el siglo XV fomentó la conciencia de la unidad de todos los habitantes de la península ibérica. Es característico que en la mente de los navegantes pudiera aparecer como patria España y no uno de los diversos reinos en que se dividía. Cuando los barcos de Pedro Niño fueron arrojados por una violenta tempestad a las costas de Orán, el deseo de todos era “tornar a España”, y la fórmula “yr en España” es expresión cuya existencia puede también documentarse entre la gente de mar» [El Imperio Español. Orígenes y fundamentos, Madrid, Nueva época, 1946].
La Reconquista culminada por Isabel y Fernando hizo de España el primer territorio, de entre todos los conquistados por los musulmanes, que lograron recuperar los cristianos; también el único que retornó a su religión anterior. Un acontecimiento festejado con júbilo como propio en toda la Europa cristiana. Así, por citar dos ejemplos, Roma se llenó de grandes hogueras en señal de alegría y los embajadores de España ofrecieron al pueblo un espectáculo alegórico, celebrándose además corridas de toros y juegos de cañas, y el cardenal Riario mandó recitar el drama Historia Boetica de Carlos Verardi de Cesena; mientras que en Nápoles se efectuaron festejos varios, entre ellos la representación de farsas alegóricas de Sannazzaro. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla se antojaban a ojos de los europeos mediterráneos, especialmente los italianos, como los predestinados destructores del poderío musulmán.
Inventario
Para él todo era confuso, como si se hallara en duermevela… Pero estaba despierto, se sabía despierto aunque tumbado en la cama, la habitación en penumbra. Escuchó el golpe de la puerta principal al cerrarse y unos pasos que avanzaron por el vestíbulo. Al fin vio el rostro de su hijo Kike, asomado al dormitorio. Tras él sonreía Estela, su nuera; la suya era una sonrisa triste y desganada. Kike le reprochó que no estuviera en pie. Lo hizo con tono cariñoso. Que ya tocaron diana, añadió con un punto de jocosidad. Luego encendió la luz, se sentó al borde de su cama, le acarició la frente, lo animó a levantarse con la promesa de que Estela le prepararía un desayuno fantástico. Él aceptó la propuesta con resignación. No sin esfuerzo pudo incorporarse y poner un batín. Fue al cuarto de baño arrastrando las zapatillas. Al cabo de unos cuantos minutos regresó a la habitación. No se había afeitado. Kike se lo recriminó, esta vez sin ocultar su enfado. No te vas a la selva, le dijo. Cuando volvió, bien aseado y rasurado, vio que Kike había abierto sobre la colcha una gran maleta y colocado en ella varias camisas y pantalones. El hijo explicó que había escogido la ropa que se hallaba en mejor estado, procurando que la mitad fuera para el verano y la otra mitad para el invierno. Como tú digas, respondió él. En el armario aún quedaba mucha más, pero la maleta establecía el límite de la que podía llevarse. Esa misma tarde, la ropa sería marcada con las iniciales de su nombre y de sus apellidos. Estela había conseguido una costurera a muy buen precio. En cuanto a los zapatos, sólo se llevaría dos pares. No precisaría más, por el momento. Para el día a día, las pantuflas iban a resultar más útiles. Había que dejar espacio para la ropa interior y los calcetines, más alguna chaqueta de punto y el neceser con las cosas de aseo. Nada de trajes, que ocupan mucho. Cuando estuviera instalado en la residencia ya se vería si el nuevo armario admitía uno o dos. En cuanto a los libros, tenía que ser él quien los escogiera, pero sabiendo que no podría llevarse más de diez o doce. No hacían falta más, por otra parte. El centro contaba con una biblioteca estupenda, aunque verás que, al segundo día, no querrás hacer otra cosa que charlar con los compañeros y jugar con ellos al dominó, dijo Kike sin levantar la vista. Entonces me basta con el diccionario, respondió él. En el diccionario estaban todas las palabras que iba a necesitar. Y cuidado con las mujeres, que son unas lagartas, rió Kike, empeñado en llenar de guasa edulcorante la mañana. Él también rió, creyéndose obligado a condescender.
En la cocina, se sentó ante la ventana que daba a un pequeño patio con jardín. Allá abajo, ajenos a la despedida, se ofrecían a su vista un sauce llorón, un seto bajo, algo de césped; sus amigos de siempre, los que cada mañana le alegraban un poquito el corazón. Absorto por la belleza de la luz del día, que entraba a raudales, tardó en advertir que Estela le había preparado un bol de café con leche y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y mermelada. La mujer permanecía en pie a sus espaldas, sin decir nada, aguardando respetuosamente a que el anciano acabara de desayunar. Supo que Kike también lo miraba porque reconoció su olor en cuanto entró en la cocina, pero no se volvió ni hizo nada por parecer amable o agradecido. Sólo pensó en el sauce, que lo había acompañado en aquel rito durante los últimos cuarenta años, y en Lolita, su mujer, muerta unos meses antes. Lolita tenía muy buen humor y, a esas horas, ya le había hecho reír dos o tres veces con sus chistes y ocurrencias. Aquél solía ser el momento de hacer planes para el día, qué comer, a quién visitar, alguna gestión con el médico o en el ayuntamiento. Todo eso se había acabado y no había que darle más vueltas.
Al fin preguntó qué sería de aquella casa. Tenían adelantado el alquiler del mes. Kike se encargaría de vender los muebles y de despachar el papeleo, las bajas del agua y del teléfono, todo eso. Me gustaría llevarme el álbum de fotos, dijo él. Claro, no faltaba más, condescendió el hijo, que había pedido una semana de vacaciones en el trabajo para organizarlo todo. Incluso tendría tiempo para seleccionar las cosas que tuvieran un valor sentimental. Eso dijo: un valor sentimental. Se las llevaría a su casa. Las conservaría con primor. Algunas serán para tu nietecita, si te parece bien.
Sonó el claxon de un automóvil. Era el taxi que venía a buscarlos. Bueno, ya está aquí, debemos irnos, explicó Kike. Él asintió. Pidió un par de minutos para ir al servicio. Tómate el tiempo que haga falta, no hay prisa, respondió el hijo. Orinó con dificultad. Luego se lavó las manos y contempló largamente su rostro reflejado en el espejo. Pasó por el dormitorio. La cama había quedado sin hacer. No te preocupes, papá, de todo esto nos encargamos Estela y yo. Bueno, bien, vale. No había prisa, pero lo parecía.
La maleta aguardaba en el vestíbulo. Así, solitaria en medio de la sala vacía, resultaba grande. Kike la había pedido prestada a un amigo que hacía largos viajes. Voy bajándola al coche. Hay que asegurarse de que los grifos queden cerrados y las luces apagadas. Estela, cierra los postigos, por favor. Y tú, papá, espérame en el rellano, subo ahora mismo, no bajes las escaleras sin mí.
Estela fue cerrando las puertas de las habitaciones hasta que la vivienda quedó a oscuras. La mujer lo cogió en el pasillo y, tomándolo de un brazo, lo animó a salir hasta la puerta principal. Algo aturdido por la novedad de aquel gesto, se fijó en cómo su nuera giraba la llave para cerrarla. De ordinario, uno nunca sabe cuándo ha hecho una cosa por última vez, pero ahora tenía la certeza de que allí se clausuraba de golpe casi todo lo que había vivido. No volvería a esa casa, la que fue suya, la que habitó y llenó su existencia hasta ese instante del inventario y la liquidación.
Cerró los ojos. Inspiró con fuerza. Espiró. Entonces fue cuando volvió a escuchar pasos en el vestíbulo y, poco después, se encontró con el rostro de Kike, sonriente, asomado a su dormitorio. Tras él, Estela, en cambio, no ocultaba un gesto de fastidio. Venían a buscarlo para llevarlo unos días a la casita de la playa. Hacía un día radiante. No puedo creer que aún estés en la cama, protestó el hijo mientras abría los postigos para llenar la habitación de luz.
Él se incorporó co
n dificultad. Buscó las zapatillas. Las calzó. Se asomó a la ventana. Seguía confuso pero al fin comprendió que era verano.
Aún era verano.
Foto: Raw image of the lunar surface. 14 de noviembre de 2008. ESA
Pinchazo
La gente cree que los mendigos perdieron algún día las llaves de sus coches o que ya no recuerdan dónde los aparcaron, por eso vagan por ahí sin rumbo. La gente se cree muy lista. Tiene la idea de que si no sonríes como un bobo y tu ropa apesta, posiblemente no te quede nada en la vida, ni siquiera la rueda de repuesto. Y no es que yo sepa gran cosa, ignoro quién provoca los terremotos y los huracanes, tampoco me adelantaba al profesor del taller de escritura creativa en sus explicaciones, pero ahora que apenas leo ni escribo, ahora que casi no devuelvo las llamadas y me paso las horas esperando los cortes comerciales en la pantalla del televisor, he descubierto que cuando lo pones todo patas arriba, como al divorciarte de alguien con quien llevabas casado varios años –y te tenía un poco harto– o al lanzar miraditas a una desconocida despampanante durante una comida de amigos que en realidad no son tus amigos, muchas cosas pueden cambiar para bien o para mal, te arriesgas a ello, otras no necesariamente. Un pinchazo no significa que vayas a quedar en mitad de la carretera para siempre, alguien puede venir en tu ayuda, y esta vez —por loco que puedas considerarme— desearía que de nuevo fuera esa chica glamurosa de las portadas de revista. Ya sé que dirá que está dispuesta a llevarme a cualquier sitio y que le recuerdo a Gary Cooper, también que es una embustera sin remedio y que se conduce por ahí de manera imprudente y temeraria. Si por casualidad viene, no te preocupes, me agarraré bien en cuanto cojamos alguna curva.
Como ya habrás podido intuir: soy un individuo patético pero intento hacer algo al respecto. Deja que me convierta en una de esas personas que, después de una catástrofe natural, regresan a sus casas para comprobar lo que ha quedado en pie. No voy a contarte nada sobre mí, tampoco sobre los hombres con ojeras y barba de dos días, ni sobre los hombres de edad respetable que de pronto dicen adiós a la tranquilidad y viven un amor atormentado, un amour fou como dirían los franceses; mejor te cuento algo sobre lo que me pasó esta misma noche de verano, cuando llegaba con retraso a la fiesta porque en realidad no tenía ganas de ir y porque me di cuenta tarde de que en casa no había cuchillas de afeitar.
Rosa y Charlie tenían el mismo aspecto de siempre y aquel no era su mundo, aunque lo cierto es que tampoco habría sido el mío hace unos cuantos años. Alguien de la organización se les acercó seguramente para pedirles que se alejasen, pero eran demasiado obstinados como para irse por las buenas, sin organizar algo de alboroto; les encantaba llamar la atención. Los veía agitar sus brazos, dando explicaciones en un lenguaje que quizás nadie, entre el gentío, iba a conseguir entender. Yo no había hecho un movimiento y el taxista comenzaba a impacientarse. Cuando por fin estaba a su lado, dije que los conocía esperando que así los dejasen en paz y, en lugar de eso, me gané un empujón y la advertencia de que me metiese en mis asuntos. El empujón y la advertencia me los dio Charlie sin fijarse en mí, pendiente del individuo que se les había acercado.
Y permíteme que te aclare que Rosa es mi madre, una de esas madres que se sienten humilladas cuando las llamas mamá porque entonces se sienten viejas o inservibles para hacer otra cosa que no sea fregar platos y planchar camisas; antes pensaba de esa manera y, la verdad, no creo que haya cambiado mucho en ese sentido. Nunca nos dijo ni a mí ni a mis tres hermanos quiénes habían sido nuestros padres, nosotros no hicimos preguntas, en el fondo nos gustaba ser un poco huérfanos y dar pena, de esa forma conseguíamos cosas de los demás sin derramar lágrimas. Mientras vivió la madre de Rosa, a quien no llamamos abuela jamás, nos quedábamos con ella largas temporadas mientras Rosa se iba con algún guapo conductor de paso por la ciudad. A veces la gasolina le permitía estar por ahí dos o tres meses, otras volvía al día siguiente, con un humor de perros. Charlie fue el único hombre que aguantó sus brazos apretados alrededor del cuello durante el tiempo suficiente como para que ella no creyese que iba a perderlo. No es que fuera gran cosa, sólo lo bastante persuasivo; tenía la labia de cualquier buen vendedor a domicilio, y un magnífico 124 en el que hicimos largos viajes.
Circulábamos por carreteras secundarias, con la radio puesta y las ventanillas bajadas. Si parábamos para llenar el depósito, Charlie nos compraba helados. Lo adoramos enseguida. Con él vivimos aprisa. Nos enseñó que nada es gratis y que, por tanto, puedes exigir que los demás te paguen tus sonrisas. También nos enseñó matemáticas en los supermercados, haciendo tres por dos, pequeños hurtos para demostrar que uno no debía pagar más de cierta cantidad por cada producto, para conseguirlo sólo hace falta tener buenos bolsillos. A su lado aprendimos bastantes cosas sin necesidad de hacernos mayores, conseguía que todo resultara emocionante aunque en ocasiones él y Rosa se pusieran a discutir delante de nosotros.
De la vida pasada de Charlie nunca llegamos a saber demasiado, sólo que el 124 no era suyo porque un día se nos acabó la gasolina y lo abandonamos en la cuneta y unas horas después íbamos montados en un Tiburón. Charlie bebía, apostaba, eructaba, y Rosa lo quería a pesar de los insultos y los golpes, el amor es misterioso.
La policía se los llevó juntos a la cárcel, en el asiento trasero del mismo coche.
Al verlos hoy, después de tantos años, no me importaron el golpe y la advertencia de Charlie, me dolió que ni él ni Rosa me reconocieran, que se fueran sin despedirse, porque si me hubieran dado una oportunidad les habría dicho que con ellos había aprendido muchísimo aunque aún no sepa qué con exactitud, les habría dicho que no estoy demasiado en forma porque hace poco me divorcié para irme con una mujer cuya vida disparatada no entiendo pero con la que durante unos segundos sentí aquellos instantes de felicidad infinita en que uno conduce con las ventanillas bajadas y la radio puesta.
Nada más se perdieron en la noche, deambulé por el aparcamiento y me sorprendí al pensar que, por alguna razón, no sé conducir y nunca me he molestado en sacar el carné. Ese pensamiento, sin embargo, se borró al abrirme paso entre los invitados y verla a ella, que me dedicó la mejor de sus sonrisas.
Foto: Young crater ‘Cuvier C’ as see
n by SMART-1. ESA
El cine nació oficialmente el 28 de diciembre de 1895, el día en que los hermanos Louis y Auguste Lumière proyectaron con su novedoso cinématographe diez cintas de 16 mm. en el Salon Indien, un sótano del Grand Café del Boulevard des Capuchines de París, para asombro de los treinta y cinco atónitos espectadores allí congregados, entre los que se encontraban algunas personalidades de la escena parisina, como Georges Méliès, quien atisbó sus posibilidades como gran espectáculo de masas, algo que los hermanos inventores no alcanzaron siquiera a entrever.
El cinematógrafo arribó a España con tan sólo cinco meses de retraso: en mayo de 1896, de la mano de Albert Promio, uno de los operadores de la casa Lumière, el mismo que después de haber inventado el travelling en Venecia, a lo largo de un paseo en góndola, casi fue arrestado en Constantinopla por la policía del sultán Abdul Hamid al creer que su aparato registrador era una ametralladora.
También llegó temprano a Asturias tan prodigioso como joven invento, si bien es cierto que en versiones algo menos perfectas y de menor coste que el modelo Lumière oficial. El Principado contempló su llegada allá por el 12 de agosto de 1896, en el Teatro Jovellanos de Gijón; mientras que Oviedo lo recibió por vez primera en septiembre, acogiendo su instalación el Campo San Francisco con razón de las fiestas de San Mateo, aunque el evento se vio eclipsado informativamente por la guerra de Cuba y quizá menoscabado por la falta de cintas de asunto local dentro de la programación.
Debe señalarse que el cine se da a conocer y expande, sobre todo de 1896 a 1905, como fenómeno de barraca de feria, pues la feria supone su primer vehículo y sostén básico. Los empresarios ambulantes de cinematógrafo, como los pioneros Eduardo Jimeno Correas o Antonio Sanchís, recorrían el circuito ferial español con sus barracas. En Oviedo estas casetas eran emplazadas a lo largo del Parque San Francisco y de la plaza de la Escandalera. Consistían en unas construcciones eventuales de fácil instalación y desmantelamiento, hechas de tablones de madera cubiertos con lonas impermeables, cuyas fachadas estaban decoradas con llamativos motivos ornamentales a modo de reclamo publicitario. Durante las temporadas de festejos fueron muchas las barracas que se alzaban sobre el suelo ovetense con proyecciones y actuaciones de muy variado carácter: el Cinematógrafo Jimeno (1899), el Royal Cosmograph de Sanchos (1902), el Gran Cinematógrafo Modernista Leonés (1903), el Cinematógrafo de Antonio Mayor (1904), el Cinematógrafo Pradera de Julio Pradera (1905), etc.
No obstante, casi desde sus mismos inicios el cine experimenta un progresivo desplazamiento de la feria, tanto a efectos cronológicos como espaciales. Así, el cinematógrafo, espectáculo de gran aceptación, no sólo tiende a irse desmarcando cada vez más de la época de festejos en sentido estricto, para ir extendiéndose de manera paulatina a otros segmentos del año, sino que también persigue otros modos de presentarse, y busca primordialmente un espacio específico permanente donde exhibirse.
Paralelamente al entorno de las barracas, las proyecciones asimismo se llevaron a cabo en locales estables acondicionados y destinados en principio a otras actividades, aunque las exhibiciones fueron promovidas de igual forma por sociedades de naturaleza diversa (el Círculo Católico de Obreros de Oviedo adquiere en febrero de 1900 un auténtico cinematógrafo Lumière, a fin de controlar el ocio de sus asociados, inaugurando más tarde otro cinematógrafo en 1914), o empresarios independientes al margen de la feria, como José Zuazua. Responsable desde 1897 del Café Pasaje, ubicado en el pasadizo Plácido A. Buylla que comunica la calle Uría con la calle Pelayo, Zuazua se hizo en 1900, durante una visita con su esposa a la exposición universal de París, con un proyector y tres películas. Alternará éstas con otras alquiladas y diferentes espectáculos de varietés en el pequeño teatro que construye en el bajo anexo a su café. Allí llega el cine de la mano del citado Eduardo Jimeno, pionero en la exhibición cinematográfica en España, así como del propio cine español, autor –junto a su padre Eduardo Jimeno Peromarta— de la Salida de la misa de doce de la Iglesia del Pilar de Zaragoza. Posteriormente, el Café pasaje será objeto de reformas, pasando a denominarse Salón de Actualidades. Por su parte, el Teatro Ovies, situado en la Calle Cimadevilla, incluirá igualmente programación de cinematógrafo desde 1900.
El hecho es que en 1901 la temporada cinematográfica ovetense trasciende los acostumbrados períodos festivos y ya en 1908 su duración es de índole anual, gracias a la sala de Zuazua, el Teatro Celso (abierto en mayo de 1906), o el Cinematógrafo Foto-Luminoso de Julio González, luego llamado Viograph Urban, sito en la calle Fruela entre 1906 y 1909.
Claro síntoma de la creciente demanda, tanto a nivel externo como interno, de un tipo de recinto específico para el cine, fenómeno nuevo con nuevas necesidades, son los pabellones, relativa superación de las barracas, en el sentido de que, pese a ser también construcciones provisionales –si bien más amplias y con una cierta intención de permanencia—, son diseñados por arquitectos de acuerdo con la normativa vigente acerca de los establecimientos dedicados a espectáculos públicos, sobre todo en lo concerniente a materia de seguridad: todavía coleaba en la memoria carbayona el primer incendio de cinematógrafos en Asturias, acaecido –por fortuna, sin víctimas, lejos de los más de ciento treinta muertos del fuego provocado en 1897 por un cinematógrafo en la parisina feria benéfica del Bazar de la Caridad— en la plaza de la Escandalera durante las fiestas mateínas de 1906.
Emplazado en el Parque San Francisco, el Pabellón de Varietés de Juan Antonio Fandiño, en seguida Cine Fandiño o Cine del Parque, es el primero en construirse en territorio astur y en atraer a la burguesía ovetense mediante su inteligente combinación de cultura, moving-pictures y varietés (gracias a su mezcla de consistencia y elegancia, el periódico El Cabayón llegará a compararlo con el Reina Victoria y el Petit Palacio). No olvidemos que el cinematógrafo no estaba muy bien visto por las mentes biempensantes, a causa de su peligro físico (alto riesgo de ignición, perjuicio de la salud ocular, insalubridad ambiental) y moral (luces bajas o apagadas), y su vinculación al vulgar dominio de la feria, tan alejada de la dignidad del teatro y de los géneros líricos presuntamente mayores. Tal es así que, tras un largo asedio a cargo de los empresarios de cinematógrafo y varietés (Sanchís y Fandiño, entre otros), el regio coliseo del Teatro Campoamor no albergará proyecciones de cine hasta 1915. Sin embargo, a partir de 1919 el teatro municipal de Oviedo se estabiliza como sala de exhibición cinematográfica y, finalmente, el cine triunfa como gran espectáculo en la capital asturiana.
Bibliografía básica para interesados:
Junta de vecinos
Desde hace casi un año, vivo en un ático en uno de los barrios residenciales de la ciudad. El alquiler me cuesta más de la mitad de mi sueldo, de modo que a veces no me queda dinero a final de mes para salir a restaurantes o a discotecas con mis amigos, pero desde hace mucho tiempo soñaba con vivir en un apartamento con terraza, y cuando vi la ocasión de mudarme a éste lo hice sin dudarlo.
En los primeros meses, a pesar del invierno, salía a la azotea cada tarde, al regresar del trabajo, para disfrutar del privilegio de poder estar al aire libre en medio de la ciudad. Regaba mis macetas y, bien abrigado, me sentaba a leer en un sillón de jardín que compré enseguida. Al principio de la primavera compré también una mesa y comencé a pasar en la terraza más tiempo que en la casa: comía o cenaba en ella, me quedaba dormido a la hora de la siesta, escuchaba música o hacía trabajos de jardinería. Hace unos días, cuando el calor asfixiante constató que había llegado el verano, me tumbé sobre una toalla y pasé todo el fin de semana bronceándome. Este año no podré irme de vacaciones, de modo que he acomodado la azotea como si fuera un campo veraniego: una ducha, una nevera portátil, cremas solares y una hamaca colgada de pared a pared en la que duermo casi todas las noches.
Mi edificio es más alto que los lindantes y enfrente hay un hospital abandonado que ocupa toda la manzana. Nadie puede verme, por lo tanto, cuando me desnudo para tomar el sol o cuando duermo en la hamaca con alguna chica. Al asomarme al pretil y contemplar la superficie de tejados, tengo una sensación jubilosa de soledad. Observo la ciudad sin que nadie pueda descubrirme. Muchas noches me quedo allí embobado, haciendo cavilaciones metafísicas o imaginando lo que ocurre en el interior de las casas que miro desde la lejanía.
La semana pasada, el lunes, hizo un calor opresivo. Durante el día el aire estaba avivado por llamas, y por la noche, cuando me tumbé en la hamaca intentando dormir, el mercurio del termómetro, más enrojecido que nunca, marcaba treinta grados. Como no podía conciliar el sueño, me levanté, me di una ducha de agua fría y me acodé como cada noche en el antepecho. Enseguida vi una de las ventanas del hospital iluminada. Me sorprendió, pues el edificio estaba abandonado desde hacía casi veinte años y en sus dependencias no había ningún tipo de actividad. Pensé que tal vez se tratara de un vigilante contratado por el dueño del solar para evitar que se cobijaran allí mendigos o delincuentes, y me puse a fantasear con el terror que se debería sentir encerrado a solas en un edificio como ese, con cientos de habitaciones y de corredores oscuros. Fui a por unos prismáticos que me regalaron en mi último cumpleaños y apunté con ellos hacia la ventana iluminada. No vi a un vigilante, sino a una pareja haciendo el amor. Enfoqué los prismáticos, limpié las lentes y me di cuenta entonces de que se trataba de un efecto óptico, de un juego de espejos: el cristal de la ventana del hospital reflejaba el hueco de una de las ventanas de mi propio edificio. Los amantes, por lo tanto, eran vecinos míos. Afilé la vista, pero no conseguí identificarlos. Por la altura del reflejo, que estaba en la planta tercera del hospital, deduje que la ventana iluminada correspondería a una de las viviendas del tercero o del cuarto piso de mi finca. Excitado y lleno de curiosidad, incliné el cuerpo hacia fuera, hacia el vacío, para intentar distinguir los rostros de los amantes. Estuve a punto de caerme, y entonces recordé que tengo una cámara fotográfica profesional, con un teleobjetivo muy potente. Dejé los prismáticos y fui a por ella. Cuando regresé a la azotea, los amantes seguían en la faena. Ajusté el objetivo y enfilé la visión. Al hombre lo reconocí al primer vistazo. Era el presidente de la comunidad de vecinos, que tiene uno de esos bigotes antiguos, de pelo hirsuto y muy poblado, que marcan enseguida un rostro. Vivía en el tercero izquierda. A la mujer, que se pasaba la mayor parte del tiempo debajo de él, no la identifiqué, pero estuve seguro de que no era su esposa. Una, la que estaba en el dormitorio, tenía el cuerpo frágil y una melena rubia que se movía sobre la almohada. La otra, la esposa, era gruesa de caderas y llevaba siempre el pelo peinado en moños.
Me sentí, orgullosamente, como James Stewart en La ventana indiscreta, aunque yo no tenía ninguna minusvalía ni ninguna novia que se pareciera a Grace Kelly. Hice varias fotografías mientras el presidente y su amante terminaban el coito. Luego me masturbé allí mismo, sin dejar de mirar a la ventana iluminada. Cuando por fin terminaron, la rubia se vistió y él, fumando en calzoncillos, le dio dinero al despedirse. No pude distinguir la cantidad, ni siquiera vi con mucha precisión que se tratara de billetes, pero conjeturé que la mujer era una puta en horario laboral. El presidente, cansado, apagó enseguida la luz. Yo entré en la casa y descargué en el ordenador las fotografías que acababa de hacer. Había cuatrocientas diez, y en algunos momentos, viéndolas con continuidad, parecían una película. Como eran imágenes realizadas sobre un vidrio, que además tenía suciedad por la falta de mantenimiento del hospital, estaban suavemente desvaídas, como si el borde de las figuras se difuminara. Al presidente se le reconocía perfectamente: en varias fotografías se le veía de frente, con el rostro crispado por la lujuria mientras ella le hacía una felación. Imprimí una de ellas y me tumbé en la hamaca tratando de dormir. Con los ojos cerrados, inventé aventuras criminales. El hombre se habría quedado seguramente solo durante una temporada veraniega y aprovecharía para echar una cana al aire. Si su mujer se enteraba de ello, sería quizás el fin de su matrimonio.
A la mañana siguiente, sin demasiada premeditación, metí la fotografía en un sobre, puse el nombre del presidente en él y bajé a la calle para echarla a un buzón. No escribí ninguna nota, pero estuve seguro de que el hombre entendería la amenaza sin explicaciones. Soy un hombre manso y no estaba en mi voluntad chantajearle. Pensé que le serviría de escarmiento y que a mí me ayudaría a distraer ese verano caluroso y aburrido. No suelo atreverme a experimentar emociones intensas, y esa travesura, hecha irreflexivamente, me llenó de orgullo. Aunque en contrapartida me quedaría sin espectáculos eróticos en lo que restaba de verano.
Esa noche esperé la aparición del presidente provisto ya en la terraza de los prismáticos y la cámara. Entró en la habitación pasada la medianoche, se desnudó y, ant
e mi decepción, se acostó sin más ceremonias. La noche siguiente ocurrió exactamente lo mismo. La tercera noche, en cambio, apareció en el dormitorio muy temprano, llevando en la mano ostentosamente mi fotografía. Se asomó a la ventana, con medio cuerpo fuera, y con la imagen situada ante los ojos comenzó a calcular el ángulo desde el que podría haber sido hecha. Yo contuve la respiración y durante unos instantes sentí pánico. Me aparté del antepecho asustado, pero enseguida me di cuenta de que frente a mí el hospital no tenía ventanas, de modo que era imposible que él pudiera verme.
La primera intuición del presidente fue geométrica: calculó el punto desde el que debería haber sido hecha la fotografía en línea recta, sin reflejos ni trucajes. Ese punto no existía, o, para ser exactos, estaba situado en mitad de la nada, sobre la copa de unos árboles que había en la calle perpendicular a la nuestra, a la izquierda del hospital. Como era imposible que alguien hubiera volado para tomar la imagen, el presidente se afanó en encontrar otra respuesta. Bajó a la calle y examinó desde allí su propia ventana tratando de comprender cómo era posible que esa fotografía tan comprometedora hubiera podido ser hecha. Luego volvió a subir y estuvo durante más de media hora haciendo dibujos y croquis espaciales. Yo estaba empapado en sudor, sin saber ya si el acaloramiento era fruto de la temperatura, tan abrasadora como en las últimas noches, o del miedo. Por fin, el presidente reparó en las ventanas del hospital que tenía frente a sí, al otro lado de la calle, y con una solemnidad que me hizo temblar, comenzó a rehacer sus cálculos. Luego supe que era ingeniero de profesión, pero en aquel momento me desconcertó su pericia. Tardó apenas unos minutos es descubrir las dos trayectorias, simétricas, que podría haber seguido el disparo de la cámara. Las dos venían desde arriba, pues la foto estaba picada: una, ligeramente a la izquierda de su ventana; la otra, especular, ligeramente a la derecha. Volvió a asomarse y, con el cuerpo vuelto, miró hacia lo alto. No pudo verme porque yo estaba replegado, observándole sólo a través del reflejo. Pero algo debió de deducir o de suponer, pues enseguida se apartó de la ventana y despareció en el interior de la casa.
Estuve esperando diez minutos, tratando de anticiparme a los pensamientos del presidente. Pero no lo logré, porque antes de que hubiera recobrado el sosiego, bebiéndome un whisky muy frío, sonó el timbre. Un escalofrío me atravesó desde la nuca hasta los pies. Me quedé paralizado durante unos segundos, pero el timbre seguía sonando, redoblado ahora con voces del presidente que me conminaban a abrir. Limpié deprisa los rastros que pudiera haber de mis correrías y, aterrado, giré el picaporte de la puerta. Me había preparado para fingir e incluso para indignarme, ofendido, si él insinuaba algo. Pero no tuve ocasión: lo primero que vi al abrir la puerta fue el cañón de una pistola que me apuntaba. Retrocedí dos pasos. En mi pecho, que estaba desnudo, se debían de notar a simple vista los bombeos del corazón. El presidente entró, sin decir nada y sin apartar la pistola, y yo di otro paso hacia atrás. Mi mano derecha tropezó por casualidad con una escultura africana hecha con piedra que me regaló mi hermana cuando me mudé al ático. La cogí, la alcé con una fuerza que hasta ese momento nunca había tenido, y golpeé con ella en la cabeza del presidente, que no tuvo tiempo de cambiar la expresión feroz de su rostro.
De esto hace tres semanas. Desde entonces he tenido el cuerpo en la terraza, donde nadie puede verlo. Lo riego cada ocho horas para que los olores de la putrefacción se alivien. La carne ya está negra y descompuesta. En algunas zonas —en los antebrazos, en el cuello— puede verse el hueso. Sigue haciendo un calor asfixiante, pero ya no duermo afuera.
Foto: Annotated strip of the lunar near side including SMART-1 impact site. 19 de agosto de 2006. ESA
Inspirada de lejos, tal y como reconocía su propio director, en la figura de Rita Hayworth, que era de origen español (se llamaba en realidad Margarita Carmen Cansino), llegó a erigirse en una gran estrella de Hollywood y fue princesa al contraer matrimonio con Ali Khan, La condesa descalza (The barefoot Contessa, Joseph L. Mankiewicz, 1954) narra la historia de la ficticia bailarina española María Vargas, conocida luego como la rutilante actriz cinematográfica María D’Amata, futura condesa María Torlato-Favrini.
Articulada en torno a seis flash backs subjetivos correspondientes a tres puntos de vista distintos, la película que nos ocupa constituye una irónica versión del cuento de Cenicienta en el que tienen cabida, al mismo tiempo, un inmisericorde análisis del mundo hollywoodiense centrado en la crítica implacable a los grandes ejecutivos de los estudios, una briosa diatriba contra la hipocresía y las apariencias y, hasta donde la censura lo permitió, un nada amable retrato de la frívola Jet Society así como de una ociosa aristocracia en vías de extinción.
Sin embargo, para muchos de los que la admiramos, La condesa descalza será siempre ante todo el sensible, elegante, relato de la amistad entre un hombre y una mujer. O lo que es lo mismo, entre Harry Dawes (Humphrey Bogart) y María Vargas (Ava Gardner), dos seres unidos por una relación cimentada en el respeto, la comprensión y la sinceridad, que, además, tienen en común un rabioso afán por buscar y preservar la libertad, independencia, autenticidad e integridad propias en un mundo dominado por la corrupción, el fariseísmo y la modulación de las relaciones humanas en función de criterios económicos.
Y es que cómo olvidar esa serie de maravillosos momentos que el filme de Mankiewicz nos proporciona con esa impagable virtud, tan característica de los maestros del cine clásico americano, consistente en contar grandes cosas por medio de la sencillez, la contención y la sutileza. Nos referimos, entre otros, a ese cálido abrazo, largamente sostenido, entre Harry y María cuando ésta encuentra a aquél localizando exteriores en Roma; a esas conversaciones íntimas en las que ambos se confiesan sus interioridades simplemente porque necesitan decírselas; a María, feliz en el día de su boda, necesitando contemplar a través de un postigo, tras la despedida, cómo Harry se aleja por el jardín; o, sobre todo, a la manera en que, esperando la llegada de la Policía, Harry Dawes —director de cine ex alcohólico que ha logrado remontar el vuelo de la vida, entre otras razones, por haberse topado con María— descalza delicadamente el cadáver de su amiga (sus pies desnudos eran el símbolo de la fidelidad a sí misma) y lo incorpora para recostarlo sobre su pecho mientras, suavemente, coge una de sus manos con infinito amor de amigo.
En un determinado pasaje de La condesa descalza, Harry Dawes, uno de los personajes favoritos de Joseph L. Mankiewicz por lo mucho que había en él de sí mismo, le espeta a su detestable y millonario productor Kirk Edwards (Warren Stevens): «Pero sí tendrás que admitir que existe algo más posible entre un hombre y una mujer aparte de las exiguas y simples relaciones fisiológicas que tú conoces», unas palabras que, por extensión, pueden gritársele, desgraciadamente, al cine que se viene realizando en los últimos tiempos.
Los destinos de varios personajes se cruzan: Alfie (Anthony Hopkins) abandona a su mujer Helena (Gemma Jones), quien sólo se fía de una adivina extravagante —un vidente resulta a fin de cuentas más barato que un psicoanalista—, tras cuarenta años de matrimonio y rehace su vida con la joven Charmaine (Lucy Punch); mientras, Sally (Naomi Watts), la hija de la ex pareja, casada infelizmente con el novelista Roy (Josh Brolin), se enamora de Greg (Antonio Banderas), el atractivo galerista para el que trabaja, al tiempo que su marido se cuelga de Dia (Freida Pinto), la vecina misteriosa de enfrente. Todos esos destinos, más algún otro, se entreveran en Londres, ciudad a la que Woody Allen regresa después del retorno a Manhattan saludablemente cínico y maliciosamente jubiloso que fuera Si la cosa funciona (Whatever Works, 2009), para rubricar su última obra Conocerás al hombre de tus sueños (You Will Meet a Tall Dark Stranger, 2010), comedia dramática de la que en absoluto sale malparado.
Mediante el trabajo con planos-secuencia de mecánica elaborada y precisa, el realizador neoyorquino engarza escenas cotidianas tristes haciéndoles germinar como probables alegrías futuras. Allen concede flexibilidad al campo de acción de sus actores, extrayendo de ellos lo mejor se sí mismos, lo cual redunda positivamente en un relato bien narrado, donde Allen ratifica una vez más su condición de dialoguista sin par a través de sus proverbiales conversaciones de sordos, fulgores verbales y retratos emocionales donde la palabra es monarca consorte de la imagen. Un verbo habilidoso pronunciado con ritmo grácil como ingrediente de un cóctel con melodioso sabor a amores perdidos, a fantasmas que cazar y a ese flujo inexorable que es la vida. Conocerás al hombre de tus sueños es, en su tono ligero, una película muy agradable de ver, bien es cierto que lejos del calado de otras obras allenianas, bien es verdad que sin aportar gran cosa de nuevo a su universo, aunque no siempre la originalidad supone un valor en sí mismo, según demuestra este déjà vu rodado con mano segura.
Me hacen daño los zapatos, pero sigo. Sigo avanzando hacia donde sea: lo importante es no pararse. Avanzo con el aliento del insomnio, contra la sensatez de la cama. Malditos zapatos. Ocultan como dos púas simétricas taladrándome los empeines. Para una vez que me decido a apurar la noche caminando, voy y elijo los zapatos equivocados. Pero es que hoy hace una noche irresistible, una de esas noches en las que uno podría salirse de la ciudad, incluso del mapa, caminando. Caminando sin parar.
Del otro lado de la ventana brillaba una luna plena y agigantada que parecía llamarme afuera. Me levanté de la cama y me asomé al balcón para sostenerle la mirada. Tan serena y tan cálida la vi, que me sedujo al instante en la noche estival. Sentí la temperatura-bendición del aire inamovible, el silencio relajante, el tintineo plateado y celestial de las estrellas. Más noches así y todo iría mejor. ¿Cómo resistirse entonces a tanto encanto? No había objeción posible para aquella llamada, ni siquiera el sueño, tan esquivo conmigo de un tiempo a esta parte. Salí.
Me hacen daño los zapatos, no debí ponerme calzado sin ahormar, yo parezco nuevo también. Me duelen, pero ya no hay vuelta atrás. Empezaron a dolerme con astucia, lo bastante lejos de casa para no volver a cambiarlos por otros más hechos a mí. Por eso prefiero seguir adelante, aunque duela como el vivir. Sigo, pues, caminando a través de esta noche de hoy, tan plácida por lo demás. Levanto la vista y miro la yema de huevo lunar sosegando el verano de la ciudad. Definitivamente, una noche así no la dormiría aunque pudiera. No me iría a la cama por descalzarme, pese al dolor. Sé que un día Dios o cualquier otro echarán el telón y todo habrá acabado. ¿Y qué haré cuando no pueda caminar así? Pues en taxi a todas partes. Me sobrará el dinero entonces, al no poder comprar el tiempo que no se vende ni al más pudiente de los derrochadores.
Sigo deambulando hasta la estación de tren. El tren no es ningún derroche, ni de tiempo ni de dinero. Además, aún queda uno por salir antes de mañana. Mañana, mañana, mañana: el tiempo mantiene su ritmo. Y los trenes también. Mientras espero el mío, apuro el último café de la estación próxima al cierre, más previendo el cansancio de la caminata que el sueño que nunca me llega, ni siquiera para dormir.
Otro error: no era éste el tren para la costa, he liado las informaciones de la pantalla. Adiós para siempre a la playa distinta y única bajo esta luna de hoy. Me he equivocado de tren y por consiguiente de camino. Pero cuando llevas toda la vida equivocándote, qué puede importarte otra equivocación. Esa otra ciudad de espaldas al mar me servirá igual para perderme un poco más. Tendré tiempo a recorrerla hasta primera hora de la mañana, cuando salga el primer tren de vuelta.
Y la recorro, a pesar de los zapatos, percatándome pronto de que sus calles se parecen demasiado a las de mi propia ciudad. Sobre todo bajo el resplandor de esta misma luna, tan redonda, tan naranja, tan yema. Pero las coincidencias del trazado no bastan, no termino de ubicarme. Mi escasa andadura por aquí se remonta al año 90, creo que no he vuelto desde entonces. 1990 es también el año donde se situaba la acción de Smoke. Para mí el 90 fue Smoke, y sigue siéndolo aun en estos tiempos más libres de humo y de creatividad. Mis iconos cinematográficos de esa época son Harvey Keitel y William Hurt; es decir, aquellos Harvey Keitel y William Hurt, los de Smoke, no ambos actores en otros papeles. También era verano en el estanco permeable de Auggie-Keitel. Qué gran personaje. Haciendo siempre la misma foto, conseguía no sacar jamás dos fotos iguales de su rincón favorito de la ciudad. Mañanas, mañanas, mañanas: todas eran mañanas, sí, pero nunca del mismo día. Con la pausa adecuada, se apreciaban las diferencias de luz, de estación, de gente. Así nos lo hizo ver Auggie a los espectadores, rendidos al sello distintivo de cada imagen repetida y cambiante.
Todas iguales, pero distintas también. Las noches de verano son un poco como las fotos de Auggie, me sugiere con luz nueva la Luna de esta corta noche de junio. Corta como la vida, por eso hay que apurarla, porque nunca sabes lo que va a pasar luego, y precisamente cuando crees que lo sabes es cuando no tienes ni zorra idea: a eso lo llamaba Auggie una paradoja. Yo opino igual. Sobre todo teniendo tan reciente la hoguera de San Juan, donde quise quemar mis humos más negros, y sabiendo que el 90 no va a volver. Paul Benjamin-Hurt explicaba en el estanco de Auggie cómo pesar ingeniosamente el humo. Era un cliente-escritor que intuía leyes universales compensando cada acto humano, y a eso me agarro también yo para resistir el pesar del humo y avanzar contra el pasado, cruzando un puente sin Brooklyn ni Paul Auster. Guiado por la Luna en plenitud, continúo con la memoria epidérmica a flor de piel, activada por el paseo. Visualizo otros paseos y otras nocturnidades, adentrándome más en la transparencia de la noche, no tan impenetrable ni tan extraña como algunas anteriores que me niego a recordar. Cuando tu vida es anodina, mejor recordar el cine: claramente.
Y cuando te están matando los zapatos, mejor pararse antes de que te rematen. Morir con las botas puestas tiene otro significado menos literal, y comporta más honor que cabezonería. Asumo así los destellos de neón del bar más cercano. Hay un solo cliente y una camarera atendiendo. Le pido otro café antes de empezar con las copas. Parece agradable y su café mejora mucho al terminal de la estación. La cafeína me sostendrá hasta la vuelta y el alcohol anestesiará mis empeines martirizados. ¿Bastará con eso para distinguir esta noche del resto? Una neblina de tabaco adensa el aire aquí adentro. Los clientes de este bar fuman tanto como los de Auggie. Yo fumaba tanto como ellos por entonces, en el 90. Pero el humo me cegaba más y no distinguía la impronta de los días. Hay fuegos que no se apagan y humos que pesan mucho; mucho más de la cuenta. ¡Qué sangría de veranos perdidos! A la camarera le pediría la inmortalidad o de nuevo el 90, pero apenas me llega la voz para pedirle otra copa. Me doy cuenta de que nos hemos quedado a solas y la miro. Paradójicamente la veo mejor a través del humo y de los vapores del licor. ¿Elena? No, no puedes ser tú.
Sólo tú podrías discutirles a Auggie y a Paul la iconografía del 90,
¿cómo pude olvidarte! No es nada personal, cielo, tampoco recuerdo a las mujeres de Smoke. Tan sólo a una que gritaba mucho; aunque quizás fuese en otra parte, lejos del cine. Por la pantalla de mi vida pasaron ya demasiadas mujeres gritonas y para eso prefiero el silencio, como el nuestro… Si entonces nos hubiéramos apuntalado emocionalmente en vez de fumarnos los veranos y los inviernos sin sentido, seguro que todo hubiera sido distinto. Pero no queda rencor, ardió en la hoguera de San Juan. Cierras por dentro y me sacas a bailar; bailamos entre el humo sin que me duelan ya los pies; bailamos como si no nos hubiéramos perdido; como si nada hubiera pasado desde el 90. Yo te sigo el ritmo como puedo. El tiempo mantiene su propio ritmo, hoy y mañana y pasado, y nosotros le seguiremos el paso mientras podamos.
Luego el reloj marca frío. Cuando cesa la música siempre se siente frío. Con caballerosidad invertida, me cedes tu chaqueta ante el portal de tu casa. La mía sigue lejos todavía, pero no tengo prisa en volver. Siempre me gustaron los reencuentros por sorpresa. Al quedarme solo, echo a andar viendo como las calles van recuperando su color con el alba.
Mi cuerpo duda cómo reaccionar al llegar. Por un lado siente bienestar y por otro se queja del sueño y de los kilómetros. Yo dudo también, no sé si fue o sólo pudo ser. ¿Pero y esta chaqueta de mujer? Porque la chaqueta es incuestionable, tanto como el sol riguroso de la ventana. Y la mentira adecuada es un verdadero talento que no pararé de soñar hasta hacerlo real, Elena; algún día; sin humo y con el enfoque adecuado, para que no se repita.
Foto: SMART-1 Search for lunar peaks of eternal light. 19 de enero de 2005. ESA