“Nuestra España”, 1489. Por José Havel (24/09/2010).

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Ha caído en mis manos, por casualidad, Embajadas y embajadores en la Historia de España, un libro editado por Aguilar en 2002, que aborda el papel de nuestras embajadas desde la Edad Media hasta el final de la Ilustración, atendiendo a su quehacer en el ámbito de las relaciones exteriores a cargo de gente como González de Clavijo, Íñigo López de Mendoza, Bernardino de Mendoza, Gondomar, Íñigo Vélez de Guevara, Floridablanca o Aranda, todos ellos representantes de una nación que durante varios siglos tuvo mucho que decir y lidiar dentro del orden mundial.

Su autor, Miguel-Ángel Ochoa Brun, diplomático e historiador, también responsable de una Historia de la diplomacia española en varios volúmenes, reproduce en un determinado capítulo, un documento precioso de cara a ilustrarnos acerca del problema de España, tan desenfocado por historiadores abonados al presentismo —cuestionable lectura del pasado histórico a tenor de nuestros presente y mentalidad actual— como manipulado por los nacionalismos periféricos, aplicados hoy a (re)construirse una virtual historia de pesebre a medida de los intereses creados de sus respectivos chiringuitos políticos. La memoria histórica y su patrimonio no son de derechas ni de izquierdas, simplemente están en las fuentes documentales para todos aquellos que quieran acudir a ellas, ahí, ajenas a los prejuicios y tendenciosidades contemporáneos.

El texto en cuestión es una carta de los Reyes Católicos, con fecha de 5 de septiembre de 1489, en categórica respuesta negativa a una gestión diplomática descabellada e inadmisible. Corrían los tiempos de la guerra de Granada, cuando al Real de Isabel y Fernando llegó una embajada de su primo Fernando I de Nápoles (o Ferrante I de Aragón y de Carlino), con aval del papa Inocencio VIII, a través de dos frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. El mensaje que traían era que el Soldán de turno ofrecería un buen trato a los peregrinos cristianos siempre que en España se abandonase la lucha contra los rescoldos del reino nazarí. La proposición era de todo punto absurda. Inmersos de lleno en la campaña bélica granadina, los reyes dictaron en Jaén una misiva de contestación a su pariente, el rey de Nápoles. La serena pero firme respuesta de los monarcas españoles, pioneros en Occidente a la hora de transformar un estado de fuerza en otro moderno de derecho, fue la siguiente: 

«E cuanto a las causas que tenemos para fazer guerra a los dichos moros de Granada, creemos que sabréis por ser notorio en todo el mundo, cómo habrá poco más de setecientos años, sin tener guerra o fazer mal ni daño a los moros que vivían en África, gran muchedumbre de ellos entraron con mano armada en esta nuestra España y ocuparon muy grande parte de ella, de la cual o de la mayor parte de ella, no con pequeños trabajos, han sido echados por los reyes, nuestros antepasados; y ahora no solamente porfían en nos la detener contra toda razón e justicia, mas fazen muertes e prisiones de nuestros cristianos, lo cual todo por ser acá injusto y de tanta graveza no era de tolerar. Por esto les mandamos fazer la guerra que acá justamente les podemos fazer». [El texto de la carta puede verse íntegro en el ms. 18700-35 de la Biblioteca Nacional de Madrid.]

Un muy buen aviso en varios sentidos para navegantes actuales. Como bien señala Miguel-Ángel Ochoa Brun, esta contundente contestación, que fue llevada a Jerusalén junto a un velo bordado en oro por la reina Isabel como presente para la Iglesia del Santo Sepulcro, encierra el sustrato ideológico de la Reconquista: «No era el reino de Castilla el que se completaba, era “nuestra España” la que se recuperaba definitivamente». Como embajadores de España —concepto éste conocido en Europa y más allá— se tenían a los emisarios de los distintos reinos hispánicos en que fácticamente estaba configurada la Península Ibérica. Y la idea de que los Reyes Católicos remataban un añejo proyecto de unidad puede rastrearse en la literatura política de la época. Ese es el caso, por ejemplo, del cardenal Joan de Margarit, por más señas aragonés, en su monumental Paralipomenon Hispaniae, donde celebró el recobro del «magnum regnum Hispaniae», tantas centurias en poder del Islam.

En efecto, el restablecimiento de la Hispania unida fue un sueño acariciado por los pueblos de España a lo largo de no pocos siglos. Escribe Richard Konetzke que «la idea de la unidad de España pervivía como herencia de la época romana y visigoda y había hallado su encarnación transitoria en la dignidad imperial española durante la Edad Media. El anhelo de restablecer esta unidad seguía vivo en muchos ánimos. El contacto más intenso con el extranjero durante el siglo XV fomentó la conciencia de la unidad de todos los habitantes de la península ibérica. Es característico que en la mente de los navegantes pudiera aparecer como patria España y no uno de los diversos reinos en que se dividía. Cuando los barcos de Pedro Niño fueron arrojados por una violenta tempestad a las costas de Orán, el deseo de todos era “tornar a España”, y la fórmula “yr en España” es expresión cuya existencia puede también documentarse entre la gente de mar» [El Imperio Español. Orígenes y fundamentos, Madrid, Nueva época, 1946].

La Reconquista culminada por Isabel y Fernando hizo de España el primer territorio, de entre todos los conquistados por los musulmanes, que lograron recuperar los cristianos; también el único que retornó a su religión anterior. Un acontecimiento festejado con júbilo como propio en toda la Europa cristiana. Así, por citar dos ejemplos, Roma se llenó de grandes hogueras en señal de alegría y los embajadores de España ofrecieron al pueblo un espectáculo alegórico, celebrándose además corridas de toros y juegos de cañas, y el cardenal Riario mandó recitar el drama Historia Boetica de Carlos Verardi de Cesena; mientras que en Nápoles se efectuaron festejos varios, entre ellos la representación de farsas alegóricas de Sannazzaro. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla se antojaban a ojos de los europeos mediterráneos, especialmente los italianos, como los predestinados destructores del poderío musulmán. 

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