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Los últimos de Filipinas, una revisión. Por José Havel (04/09/2010).

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Procedente de la crítica cinematográfica y con algún que otro panfleto franquista ya en su haber, como Escuadrilla (1941) o Boda en el infierno (1942), Antonio Román realiza, acudiendo al género de aventuras coloniales tan del gusto de Franco —y, en consecuencia, del cine patrio de los años cuarenta[1], Los últimos de Filipinas (1945) en unos momentos en que la vida cotidiana española se hallaba dominada por la penuria de postguerra y sus correspondientes restricciones, una época en la que España ve suprimido el abastecimiento de gasolina por parte de los aliados y rechazada su adhesión a las Naciones Unidas, es condenada por la conferencia de Postdam y la ONU se muestra favorable a la retirada de embajadores acreditados en Madrid.

De igual modo que Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) debió gran parte de su éxito de taquilla al haber tocado la fibra sensible de una Europa devastada por la II Guerra Mundial con su tenaz ideal de reconstrucción, basado en el "borrón y cuenta nueva", Los últimos de Filipinas se ganó el favor del público español con su alegórica historia de resistencia numantina, aislamiento y asedio exterior, cuestión esta abordada por Santos Zunzunegui en el acertado estudio "Sombras de ultramar: el imaginario colonial en dos films españoles de los años cuarenta", incluido en su libro Paisajes de la forma (Madrid, Cátedra, 1994). Recordemos que la película narra el heroísmo de una guarnición española de la aldea costera de Baler, en Luzón, durante la guerra Hispano-Estadounidense, cuando —corría el verano de 1898— el capitán Enrique de las Morenas y una cincuentena de soldados quedan sitiados en la iglesia de Baler por los independentistas filipinos. La negativa continuada de los españoles a rendirse durante la duración del asedio (337 días), pues desconocían las noticias relativas a la firma del tratado de paz, dio al sitio una relevancia pública tal que a aquellos soldados se les conoce desde entonces como “Los últimos de Filipinas”.

Como es de esperar, si reparamos en las peculiares circunstancias de los tiempos en que fue rodado, el filme de Román —transfigurando algunas situaciones de los sucesos históricos— entraña una fuerte carga ideológica (el cineasta escribió el guión definitivo de Los últimos de Filipinas en colaboración con Pedro de Juan, a partir de los guiones literarios previos El fuerte de Baler, de Enrique Alfonso Barcones y Rafael Sánchez Campoy, y Los héroes de Baler, de Enrique Llovet). Esa importante dosis de propagandismo, vertebrada por la glorificación engolada del pasado imperial español, se sustenta primordialmente sobre tres elementos presentados como los baluartes indispensables del futuro de España: el patriot(er)ismo, el ejército y la Iglesia. Así, resulta altamente significativo, por citar unos pocos ejemplos, que, al inicio de la narración, unas introductorias palabras en off se refieran, con épica solemnidad, a los inherentemente humanos hechos de vivir y morir como «dos sencillas aptitudes» que «se probaban como virtudes españolas»; que, ante el Capitán De las Morenas y el Teniente Cerezo, el Teniente Médico Rogelio Vigil reconozca implícitamente su propia incapacidad para tomar decisiones acerca de cuestiones verdaderamente relevantes arguyendo, inhibitoriamente, que «eso es cosa de ustedes, los militares. Yo soy médico… y naturalista»[2] y que, en el único gran plano general —y en las tomas más o menos generales— de Baler, el edificio de la iglesia aparezca como el cuerpo estructural dominante dentro del encuadre, o sea mostrado a través del magnificador plano contrapicado con el que —en medio de esa noche que prácticamente borra toda marca de mundo exterior— De las Morenas y Cerezo cobran conciencia, como por revelación, de que el templo es el único refugio salvador posible.

Sin embargo, obviando sus más que objetables propuestas ideológicas, debe reconocerse que Los últimos de Filipinas es un dignísimo producto cinematográfico. No, desde luego, según quiso hacer ver en su día la crítica oficialista, «una auténtica obra de arte»[3] ni«uno de los mejores films españoles de todos los tiempos… una gran película, que no ha sido superada hasta la fecha»[4]. Sí, en cambio, un largometraje interpretado a un alto nivel (espléndidos están Fernando Rey, José Nieto y Manolo Morán), que conjuga con acierto una serie de ingredientes tales como exotismo ambiental, aventura colonial, acción heroica, épica, melodrama, humor, canciones diegéticas… y, lo que es más importante, está filmado con solvencia. En este sentido, llama la atención la abundante movilidad de la cámara, que, lejos de suponer un gratuito alarde formal, revela el oficio de Román para dotar a la narración de una peculiar energía desprendida de unas vigorosas panorámicas vinculantes; extraer un cierto halo de fascinación de los desplazamientos descriptivos, al mismo tiempo que, contrastando con la impresión de morosidad temporal obtenida, se consigue un aligerante dinamismo expositivo dentro de la concentración espacial intrínseca del relato; o sacar un notable rendimiento polifuncional de la profusión de travellings hacia adelante singularizando los distintos centros de interés, intensificando el encuadre, crispando las situaciones, plasmando la tensión y la sensación de peligro….

 


[1] Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera eran admiradores de las películas Beau Geste (William A. Wellman, 1939) y Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935), respectivamente.

 
[2] Sin embargo, sorprendente y paradójicamente, debe reconocerse, como bien observa Antonio Elena (en PÉREZ PERUCHA, Julio, ed., Antología del cine español 1906-1995, Madrid, Cátedra/ Filmoteca española, 1997), que «será la amistad de Vigil —y el ejemplo de su entereza aun en la enfermedad— la que dé fuerzas a Martín Cerezo para seguir adelante en las horas m&aa
cute;s difíciles del asedio: pocas veces el cine español de los cuarenta ofreció una imagen tan positiva de un hombre de ciencia»
.
 
[3] CARPINTIER, Antonio, Crítica de Los últimos de Filipinas, en Cámara, nº 73 (1946).
 
[4] MÉNDEZ LEITE VON HAFFE, Fernando, Historia del cine español, I, Madrid, Rialp, 1965. 

Juan Manuel Uruburu Colsa: «El estudio del Surrealismo árabe está ofreciendo resultados muy fructíferos en los últimos años». Por Ernesto Colsa (03/09/2010).

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Juan Manuel Uruburu (Madrid, 1967) es doctor en disciplinas tan heterogéneas como Derecho y Filología Árabe, por la Complutense de Madrid y Sevilla, respectivamente. Ha desarrollado su labor docente en la Universidade Luisiada de Oporto e Independente de Lisoba. En la actualidad presta sus servicios en el Área de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Sevilla, como investigador adscrito al Programa Ramón y Cajal. Cuenta con un una decena de libros relacionados con su actividad profesional, entre las que podemos destacar Historia del Consejo Europeo, La realidad social y jurídica de los inmigrantes árabes en Andalucía, História da União Europeia, entre otros, además de innúmeras publicaciones en revistas especializadas que sería ocioso mencionar aquí. Como experto en literatura árabe, tendrá la gentileza de participar desinteresadamente en las jornadas conmemorativas del décimo aniversario de la AEA con la charla “El Surrealismo en la literatura árabe: Georges Henein o el coraje de la transgresión” el próximo 8 de octubre, a las 20:00 horas, en el salón de actos del Hotel Regente, de Oviedo, de cuyo contenido nos ofrece un adelanto en la presente entrevista.  

Más allá de los Aragon, Eluard, Breton… existe otro surrealismo con el que no nos hallamos tan familiarizados…

—Efectivamente. Al igual que sucede en otras muchas corrientes musicales, literarias y artísticas en general, el surrealismo operó como un terremoto que tuvo su epicentro en el París del primer tercio del siglo pasado, pero que también extenderá sus réplicas a otros lugares lejanos que, en mayor o menor medida, se situaban dentro de la órbita cultural de Francia, como era el caso de Egipto durante las décadas anteriores a la revolución de 1952. Es verdad que en un primer momento ha habido una cierta resistencia por parte de la doctrina académica francesa a considerar a los primeros surrealistas egipcios, tales como Henein, Yunán o Cossery, como integrantes de una escuela propia y separada del tronco francés en el que se inspira. Esto se debe a dos causas. Por una parte al hecho de que los surrealistas egipcios utilizaran el francés como vehículo para expresar sus primeras obras y, por otra, a la tendencia francesa a integrar dentro de sus propios movimientos artísticos a los artistas que se forjaron en su territorio. Por ejemplo, hoy día en Francia pocos dudan de que Picasso era un pintor francés, a efectos artísticos, independientemente de su pasaporte. Pues bien, una situación semejante se produjo con los primeros surrealistas egipcios, hasta que el resurgimiento de este movimiento en los años 70 ha permitido reivindicar la figura de estos artistas como pioneros de un movimiento que tendrá unas características muy singulares dentro del Mundo Árabe. Es a partir del reconocimiento de su identidad específica cuando el surrealismo árabe, por ceñirme a mi campo de trabajo, ha sido objeto de una línea de investigación en los ámbitos académico y literario que está ofreciendo resultados muy fructíferos a lo largo de los últimos años. 

Las condiciones sociales y políticas de los países árabes no parecen constituir el entorno más adecuado para el desarrollo de experiencias artísticas de vanguardia.

—Sí y no. Por una parte hay que tener en cuenta que a lo largo del extenso periodo en el que los países árabes se encontraron bajo el dominio colonial, turco, primeramente, y británico y francés, posteriormente, sus poblaciones vivieron un periodo de hibernación o letargo cultural que les llevará a aferrarse a su vieja tradición cultural como medio de diferenciación del ocupante colonial. Esta circunstancia provocó, indudablemente, un aislamiento con respecto a las corrientes artísticas internacionales así como un empobrecimiento en la originalidad de la creación artística en aquellos países, al menos durante los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, a partir del siglo XX se produce un cambio de orientación en la estrategia colonizadora británica y francesa. La nueva visión del colonizador consiste en crear una élite local formada en los valores de los países europeos que en un futuro próximo pudiera permitir otorgar a los países árabes una cierta autonomía e incluso una independencia tutelada, como sucedió en Egipto con la monarquía de Faruk, en 1936.

Esta nueva visión permitió a una nueva generación de jóvenes árabes, de familias pudientes, completar su formación en universidades francesas, en las que trabaron contacto con las corrientes vanguardistas de la época que a la postre acabarían por implantar en sus países. El contexto general no ayudaba, habida cuenta del asfixiante peso de la tradición cultural islámica en estos países, así como su falta de costumbre en establecer contactos culturales con el exterior, debido al hecho colonial. Sin embargo, el siglo XX fue una época de cambios abruptos en el Mundo Árabe y más concretamente en Egipto, con la introducción de nuevos modos de organización política tras la revolución de 1952, la inclusión de estos países dentro de las corrientes internacionales anticolonialistas. Téngase en cuenta que los periodos de revolución política suelen ser propicios para la proliferación de manifestaciones artísticas. Es en ese contexto en el que movimientos culturales de origen europeo, como el surrealismo, encuentran su espacio en las cerradas sociedades árabes. Evidentemente se tratarán de manifestaciones minoritarias y reservadas a las élites que tenían interés y posibilidades de conocer la literatura europea y que se enfrentarán a la incomprensión e indiferencia del público local, en general. 

¿Cómo llegó Ud. a conocer al personaje y, en general, de dónde proviene su interés por el objeto de su ponencia?

—Mi conocimiento del personaje y de la obra de Henein se inscribe dentro de mi actividad profesional como investigador de la cultura árabe en sus principales manifestaciones. En este sentido uno de los aspectos que, durante los últimos tiempos, más ha llamado mi atención ha sido la implantación de los movimientos literarios vanguardistas europeos de principios del siglo XX en el Mundo Árabe. Es en este contexto en el que comienzo a investigar y me encuentro de sopetón con la figura y la obra de Henein. Comienzo a leer algunos de sus artículos e inmediatamente pienso en la reacción que produciría en una sociedad, cuyo panorama cultural era dominado, en buena medida, por ulemas, muftíes y literatos anquilosados en la poesía medieval. Este contraste fue el que me hizo concebir una aproximación a este autor, centrada en su coraje artístico e intelectual. &n
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Recomiende a los lectores de “Literarias” una obra del Sr. Henein que no deberían dejar de leer.

—Desafortunadamente, la obra de Henein aún no ha sido traducida al español ni publicada en nuestro país, por lo que no resulta sencillo acceder a sus escritos, dada la escasa o más bien nula presencia de las revistas literarias árabes en las que Henein escribió, en nuestro país. La parte positiva es que en Francia esta obra ha sido objeto de un especial seguimiento. Yo recomendaría a los lectores que tengan posibilidades, que consulten el número 573 de la publicación, “La nouvelle Revue Française”, de 2005, en el que se incluye una selección de artículos de diferentes épocas de este autor, realizada con muy buen criterio, y que puede transmitir al lector una visión muy completa sobre los aspectos más destacados de la obra de Henein. 

¿Con quiénes de sus contemporáneos surrealistas trabó amistad o contacto el Sr. Henein?

—Se podría decir que Georges Henein se codeó con el núcleo duro del surrealismo parisino. Debía ser un hombre bastante audaz, así que con poco más de 20 añitos y al poco tiempo de haber llegado a París se plantó un día en casa e André Breton con la intención de conocerle y de cambiar puntos de vista acerca de la literatura, lo que dará inicio a una larga relación entre ambos. A partir de aquí Henein se introducirá en los principales círculos surrealistas parisinos y entablará amistad con otros autores como Benjamin Péret, Heri Calet, Victor Serge o Nicolas Calas, con los que mantendrá igualmente una intensa amistad. 

¿Toma partido el Sr. Henein por alguna de las posiciones ideológicas surgidas en el seno del Surrealismo a raíz de la afiliación de Breton al partido comunista?

—Georges Henein coqueteó con el comunismo en su juventud, allá por 1925. Sin embargo tras la subida al poder de Stalin comenzó a distanciarse progresivamente de esta ideología. De este modo la toma de postura política de Breton resultó decisiva para la ruptura de la relación entre ambos. Esta ruptura quedó formalizada en una carta pública en la que Henein se define como “a la vez antiestalinista y anticristiano”. Realmente Henein creyó en un inicio, al igual que otros surrealistas, que la liberación del hombre se podía conseguir gracias a la acción política. Sin embargo su descrédito de dicha acción política fue evolucionando progresivamente a la deriva del estalinismo soviético.  

¿Qué otros autores, si los hubiere, destacaría dentro de esta corriente en la literatura árabe?

 

—A pesar de ser relativamente poco conocida y estudiada, la corriente surrealista tiene una tradición larga y fructífera en el Mundo Árabe. En una primera fase, este movimiento se desarrollará durante las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, exclusivamente en Egipto. Durante esta fase el movimiento surrealista egipcio se desarrollará en torno a la labor difusora de Georges Henein, que fundará el grupo “Arte y Libertad” alrededor del cual girará la actividad de otros escritores surrealistas como Kamil al-Tilmisani o Ramsis Yunan, por poner algunos ejemplos. Posteriormente, a principio de la década de los setenta se producirá una revitalización del surrealismo en el Mundo Árabe, pero esta vez sin un nucleo geográfico determinado, ya que se trató de un movimiento de carácter panarabista y dirigido a los autores que escribían en lengua árabe. Tal vez se podría destacar como gran figura de esta segunda fase al escritor iraquí Abdelkader al-Yanabi, debido a su trabajo como impulsor de iniciativas surrealistas.

9:30. Verano psicosis blues de Manolo D. Abad, 2/09/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

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9:30. Verano psicosis blues
 
Me había prometido a mí mismo no volver a ese local, pero allí estaba de nuevo. Otra vez tratando de alargar la noche. En el mismo agujero infecto donde casi nunca me había ocurrido algo agradable. Pensé en ello, en todas las «ellas» con las que había estado allí. En el Marquee el resultado final casi nunca era el esperado.
La sofocante noche del primer día del estío me había empujado al circuito de bares con una fuerza desbocada, suicida. Y, con el tránsito de las horas, de las copas, de rostros y conversaciones, de la vida que se exprime con el anhelo del famélico, aquí estábamos. En el Marquee, en el indeseado Marquee.
El local disponía de una barra ovalada que se cerraba en un extremo por un misterioso espacio que, dado que sólo se expedían copas, no podía destinarse a cocina. Allí se elaboraban otros platos que atraían a muchos de quienes acudían. No era mi caso, sólo guiado por una sed mortal de alcohol; por una desesperante necesidad de no enfrentarme a mis propios fantasmas solo; por el inconsciente deseo de hallar un bálsamo al dolor profundo de una existencia desordenada y vacía.
Supongo que la razón por la que había acabado allí eran las dos estupendas mujeres que acompañaban al fornido Max. Un amigo común nos había presentado tan sólo un par de horas antes y pronto habíamos hecho buenas migas. Y luego estaban ellas, dos de las monitoras del gimnasio del que Max era copropietario. Aquello era una buena razón para seguir en pie, para continuar ese vaivén hasta donde hiciese falta. Dos cuerpazos que prometían un domingo para levantar el ánimo de cualquiera. Pero, si en el Marquee no has llegado a nada, los minutos, las esperanzas comienzan a evaporarse con la urgencia de un condenado a muerte. Todo había comenzado a torcerse cuando nos dirigíamos al local. Bárbara ya estaba entrelazada conmigo y Tania besaba en el cuello a Max cuando uno de esos monstruosos todoterrenos, el todopoderoso BMW X6, se detuvo frente a nosotros. Tres matones descendieron y entonces supe que todo comenzaba a joderse. Tras ellos, en una aparición a la que sólo le faltó un haz de luz que iluminase el contorno de su cuerpo, se mostró un tipo cuyo rostro no presagiaba nada bueno. Con tono amenazante le dijo a Max:
—No has aparecido por la Fábrica.
—Ya ves, había un buen plan —se excusó el copropietario del gimnasio.
—Está muy mal dejar colgados a los amigos. Además, tenemos que hablar de muchas cosas.
Aquello sonaba mal, a un callejón sin salida de difícil solución. ¿Préstamos? ¿Deudas pendientes de difícil justificación? Consciente de su tono, el dueño del BMW, se ofreció a invitarnos al Marquee. Y no sólo a copas.
Tras el trasiego en los servicios, las dos mujeres trataron de evaporarse. En vano. Dos de los guardaespaldas estaban con ellas, mientras el tercero jugaba al billar conmigo sin quitar ojo a su jefe que hablaba a Max sin inmutarse pero con una gravedad delatada por el rostro de su interlocutor.
Agoté mi copa con demasiada rapidez, la misma con la que vencí al matón que me custodiaba y que se ofreció a traerme una nueva consumición. Bárbara trató de acercarse a mí.
—¿Has ganado?
—Sí. Pero creo que hoy hay mucho más que perder —dije, aprovechando que el matón que le correspondía se había quedado apartando a la gente que se arrebujaba en torno a la mesa de billar.
Dos partidas después, el establecimiento comenzó a despejarse. El dueño del todoterreno ordenó –en su vocabulario no existía otro verbo- movernos hacia otro after. Las 8:35. La luz de verano impactó con toda su crueldad sobre nuestros rostros. Bárbara me apretó una de mis manos cuando flanqueábamos los últimos peldaños de las escaleras que conducían a la calle. Una vez allí, la soltó, temerosa de ser vista por alguno de los ocupantes del X6. Permanecimos un par de eternos minutos mientras esperábamos un taxi. Max, dos guardaespaldas y el propietario del todoterreno emprendieron camino cuando nos vieron subir al vehículo. Me tocó el asiento del copiloto.
—Al Dolly —ordenó el guardaespaldas, que había posado sus manos sobre los lujuriosos muslos de las dos mujeres.
El tal Dolly era un afterhours situado en una tierra de nadie de un barrio dormitorio que, a esas horas, dormía su peculiar sueño de los justos. El sueño de los trabajadores que ya nada esperan salvo seguir con su rutina diaria sin mayores sobresaltos hasta que llegue la llamada de la última espada de Damocles.
Veía el final más cerca al bajarme del automóvil. A Tania se le rompió uno de sus tacones. Entramos en el Dolly, con su neón verde, un bareto de decoración supuestamente moderna, con sus lucecitas, sus sillas de diseño, sus pantallas, su barra en forma de ese. Subimos por unas escaleras que no dejaban entrever qué había en el piso superior. «Un reservado», traté de imaginarme, para no pensar en cómo podría terminar aquello.
Pues no. No parecía haber reservado, tan sólo cuatro mesas, dos vacías y otras dos en las que se habían distribuido todos mis extraños acompañantes nocturnos.
El hombre del todoterreno dominaba la situación mientras Max bajaba la cabeza. Los guardaespaldas vigilaban, las mujeres trataban de evitar un gesto de terror. Yo sólo tenía sed y deseaba algo que parase todos mis malos augurios. Otra copa más. Mi reloj marcaba las 8.58. ¡No aguantaba más! Me levanté con la intención de bajar hasta la barra y tomarme una copa. Los ojos nerviosos del propietario del BMW se clavaron con furia en mí.
—¿Dónde crees que vas?
—¡A tomarme una puta copa! ¡Me muero de sed!
El mafioso dudó sólo unos segundos. Quizás lo hizo a propósito, para escrutar si me iban a temblar las piernas en ese lapso de tiempo
. No lo hicieron. Mantuve a duras penas su mirada asesina consciente de que no podía aflojar en ese duelo. El tipo soltó una escalofriante carcajada antes de exclamar:
—¡Cómo no, hombre! ¡Baja a tomarte una copa!
Apoyé mi cuerpo sobre el pasamano mientras descendía por las escaleras. Temblaba como si el baile de San Vito se hubiera apoderado de mí. Sólo fueron unos segundos, pero llegar a la barra me pareció un trayecto eterno.
—Un Beefeater con tónica.
—¿Vaso largo o de sidra?
El rostro del camarero era de una inquietante serenidad. Un trago largo sirvió para ahuyentar malos pensamientos, para pensar en una solución que me sacase de ese atolladero.
No temblé al subir las escaleras. Ni tampoco al comprobar que nadie permanecía en el lugar donde los había dejado, sino en una estancia interior que, camuflada, había pasado desapercibida a mis ojos. Entreabierta, ofrecía la imagen de dos mujeres bailando en ropa interior, un hombre fornido sujetado por tres matones mientras otro –armado con un cuchillo- le amenaza con cortarle una oreja. Mi primer impulso fue huir a toda velocidad. Me frené. Apuré la copa hasta el final, descendí las escaleras, le dije al barman:
—Voy a tomar el aire.
No dijo nada.
Y corrí, corrí, corrí. Corrí con todas mis fuerzas.
 
 

Foto: SMART-1 AMIE camera – final week images 27-08-2006. ESA.

 

 

Conversaciones con Al Pacino, de Lawrence Grobel. Por José Havel (30/10/2010).

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Lawrence Grobel,
Conversaciones con Al Pacino,
Belacqva, Barcelona, 2007;
Norma (Verticales de bolsillo), 2008.
  

Looking for AL

De su primer encuentro con Al Pacino, toda una estrella ya en 1979 cuando el polémico rodaje de A la Caza (William Friedkin, 1980), Lawrence Grobel, el conocido entrevistador de Marlon Brando y Truman Capote, recuerda que el piso del actor en Manhattan tenía una pequeña cocina con aparatos desgastados, un retrete cuyo váter no dejaba de soltar agua, una habitación dominada por una cama deshecha, y un salón amueblado como el escenario de una producción de 3ª categoría sobre un vagabundo urbano. Eso sí, por todo ese salón había obras de William Shakespeare en ediciones baratas de esquinas dobladas. Y es que Shakespeare y el teatro son aspectos fundamentales en la vida del actor neoyorkino, quien nunca ha dejado de sentir que sus raíces están en el teatro, a donde regresa siempre que la presión de ser una estrella de cine se le hace demasiado grande.

El mundo de las palabras y la belleza del lenguaje siempre han atraído poderosísimamente a Pacino. Hasta el punto de confesar que, si pudiera escribir, no practicaría ninguna de las otras artes. Después de muy diversos trabajos, desde conserje hasta acomodador, pasando por el de abrillantador de fruta fresca, Alfredo James Pacino, alias Sonny, también apodado de niño El Actor, empezó a estudiar interpretación en serio a los 18 años, en el Herbert Berghof Studio de Nueva York. Allí conoció a Charlie Laughton, su mentor y amigo. Éste le enseñó ciertos aspectos de la vida con los que no hubiera podido entrar en contacto. Le hizo conocer escritores y le mostró el mundo que rodea a la interpretación. En cierto sentido, Charlie fue responsable de su educación. Aunque Pacino debe realmente su lanzamiento como actor al Actors Studio de Lee Strasberg, por mucho que no lo admitiesen a la primera. Pero también tuvo mucho que ver en su educación la literatura. Él mismo afirma que escritores como Chejov, Balzac, Dostoievski, Henry Miller o su amado Shakespeare, le dieron una razón para vivir. Creció alimentándose de modo autodidacta con muchos escritores distintos, consciente de que venía de la calle y carecía de educación formal. De hecho, una de las cosas que le hizo querer ser actor fue La gaviota de Chéjov, cuando la vio a los 14 años en el Bronx. Allí había ido una compañía ambulante que montó la obra en una gigantesca sala de cine. Tan sólo había quince espectadores, pero para él fue una experiencia extraordinaria.

Aparte de ser todo un icono y una auténtica leyenda para sus compañeros de profesión, Al Pacino demuestra ser un lúcido interlocutor cuando deja a un lado sus proverbiales reservas hacia las entrevistas. Por eso da gusto encontrarse con la publicación de Conversaciones con Al Pacino, libro donde Lawrence Grobel recoge las charlas mantenidas con el actor neoyorquino entre 1979, en medio de la controvertida filmación de A la caza, y 2005, tras haber filmado Apostando al límite (D.J. Caruso). Que la relación profesional entre el periodista y el intérprete acabase en una estrecha amistad, lejos de perjudicar al calado de las conversaciones, ayuda a que Grobel converse en ajustado equilibrio con el actor y el personaje, con la estrella y la persona. El resultado es un apasionante volumen dialogado a través del cual podemos seguir por la línea del tiempo tanto la trayectoria humana como profesional del entrevistado.

Dice Pacino que actuar, interpretar, es para él una necesidad, una forma de expresarse por medio de la cual penetrar en las cosas. Como muy bien afirma Grobel, Al Pacino es un artista. Siente una necesidad y un deseo muy fuertes de hacer lo que hace. Ha rechazado inmensas ofertas para hacer películas comerciales cuyos guiones no le seducían y, a veces, ha preferido regresar al teatro para hacer una obra pequeña. Al “siempre escogerá El mercader de Venecia en lugar de El mercader de la muerte”.

El actor asegura que los grandes personajes son personajes profundamente humanos. Por eso, siempre persigue aportar humanidad y complejidad a sus papeles. Apunta que “si haces de tu personaje un ser humano, la gente puede identificarse con él. La gente se identifica si sus fragilidades y cualidades son visibles”. Por algo Harold Becker, que lo dirigió en Melodía de seducción (1989), dijo: “Al es algo más que un gran actor: es la condición humana encarnada. No representa a un personaje, se transforma en ese personaje”. Tal es así que cuando trabaja en la construcción de alguno de sus personajes, se mete en el papel trasladándolo a cierta dimensión de la vida real. Una vez, cuando trabajaba en una caracterización de abogado, un amigo le comentó que tenía un problema con cierto contrato. Instintivamente, Pacino le contestó que le dejase echarle un vistazo. En otra ocasión, estaba en un taxi y había un camión delante que le echaba humo sobre su cara. Pacino increpó al camionero, y cuando éste le preguntó que quién era, el actor le gritó: “Soy policía, y quedas arrestado. Hazte a un lado”. Por entonces rodaba Serpico, y de ahí que pudiera mostrar una placa de agente.

En estas conversaciones–cuyas primeras versiones fueron viendo la luz en publicaciones como Playboy, Rolling Stone, Movieline o Premiere—pocos rincones quedan por explorar. Al Pacino habla de todos y de todo lo habido y por haber. Pero, claro está, se explaya sobre todo acerca de los recovecos de su profesión, sobre sus filmes y sus personajes, algunos tan importantes como para haberle permitido dejar su huella en la historia del cine norteamericano: la trilogía de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972, 1974 y 1990), Serpico (Sidney Lumet, 1973), Tarde de perros (sydney Lumet, 1975)… Si bien tampoco muestra empacho en reconocer que, aún a estas alturas, la interpretación sigue siendo un misterio para él. Pero, por encima de todo, Pacino expresa un apasionado amor hacia la poderosa plasticidad del lenguaje, el teatro (en realidad es un actor teatral que, por azar, se transformó en estrella cinematográfica), y Shakespeare, a quien homenajeó dirigiendo Looking for Richard (1996) y cuyos versos cita a menudo de memoria para, con toda naturalidad, ilustrar mejor el tema de conversación sin afectación alguna.

 

La niña y la noria, de Mariano Arias. 30/08/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

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La niña y la noria
 
                  Tuyo es cielo, niña que fuiste.
 
 
Este verano tuve la ocasión de verificar uno de los deseos más anhelados: revivir una historia verosímil, el impacto de una vivencia tan real y viva como memoria alguna pueda concebir jamás.
Había decidido viajar en el SNCF desde la Bretaña, de regreso a España. Al cabo de cinco horas recluido en un vagón me consideraba ya no un adorno más de la cabina sino prisionero de un tiempo y una velocidad extraña a mis días de descanso en la campiña francesa. Recuerdo que serían las diez de la noche y aún quedaba un largo viaje hasta la frontera. Fue entonces cuando se inició ­—así lo creo ahora, después de indagar en la memoria—, se inició, digo, esa vivencia real cuyas circunstancias me llevan a narrarla.
Sucedió en ese momento que el azar sitúa al arbitrio de las intenciones y de los actores participantes: un silbido largo, potente, sin armonía me hizo abrir los ojos y sacudir mi aturdimiento. Estaba leyendo Viaje desde el cielo, el libro que me acompañaba durante el viaje, pero sin embargo yacía abierto e inerte sobre las piernas mientras una dormida mano sostenía las gafas. En realidad el silbido me había despertado para hundirme en otro sueño más extraño aún.
De la penumbra puedo recordar ahora ráfagas de luces en la ventanilla, la luz de la cabina parpadeando, un ruido ensordecedor como si entrara en un túnel… Cuando los ojos dejaron de percibir el largo cruce de colores luminosos y el paisaje surgió en la ventanilla perdí esa noción de tiempo y de espacio que nos permite diferenciar el pasado del presente.
            No recuerdo la estación en la que se detuvo el tren, quizás fuera Royan o Santes, desde luego no era Bordeaux. El traqueteo y las máquinas dejaron de respirar y se impuso un silencio vago, amorfo, estable para mí, diría que deseado y buscado desde mi desorientado estado.
            Al poco tiempo el altavoz de la estación anunció una parada de cinco minutos. Algunos viajeros bajaron del tren. Fumaban, paseaban, sonreían… Mi vista se detuvo más allá del bullicio del andén. Fue cuando descubrí la noria, una vieja y enorme noria plateada, luminosa con sus bombillas de colores, destacada entre el resto de luces del parque y las barcas amarradas en el pequeño puerto. Decidí bajar, no con ánimo de despejar mi modorra sino para observarla, quizás para recordar aquella que en la infancia había significado tanto en mis primeros juegos, en los primeros mareos, y desde luego también para disfrutar del mar de espejos en el horizonte.
Desde el andén la bahía surgía hermosa, bella en el atardecer ya hundida en la noche: el pequeño puerto refugiado entre los espolones, el mar luminoso de gris y azul, las nubes anunciando tormenta, la arena dulcemente sometida al oleaje, los olores a frituras, el humo de las churrerías, el salitre en los sentidos… y la tarde, el sabor a tarde de infancia antigua…
            Pude ver entonces, cercana, a la niña.
            Ahí estaba, su pequeño brazo señalaba la enorme rueda de la noria girando ante sus ojos hipnotizándola con sus movimientos y el chillido de engranajes. La niña agitaba su mano, de vez en cuando buscaba a su madre con la cabecita. Y mientras la noria giraba oscilante, como un enorme monstruo rotando su cabeza, el ritmo de la música de violines y orquesta se imponía al ajetreo y bullicio de olores, gritos y voces de la feria.
            Al poco tiempo la niña miró en mi dirección, los ojos azules, la melena larga con una coleta, la boca abierta, el perro de peluche en sus brazos. Embobada me señaló la noria mientras abrazaba su perrito.
Luego todo sucedió muy rápido. El cielo descargó con fuerza y constancia, sin temor y con violencia la tormenta. Llovió en la mar, en el parque y sobre el puerto, sobre la noria también mientras giraba y giraba. Y llovió sobre la niña absorta en su noria, cándida niña refugiada con premura por la madre bajo la carpa de la tienda de helados. Yo retrocedí para guarecerme en el andén.
            La noria se detuvo. Quedó ahí, inerte, dormida. Un silbido largo, potente como anunciando el fin de su jornada estremeció el parque. Nos miramos: ella con su helado de frambuesa me saludó con su manita. Yo le envié un beso con la mano, en el silencio inquieto y lento del lluvioso atardecer.
            Al volver la vista atrás el tren había iniciado su marcha. Corrí por el andén, corrí sin alcanzar la puerta, los ojos cegados por la lluvia, un silbido en los oídos, un silbido potente… el silbido de la noria… el silbido del tren… eso es… corrí y en un instante el tren fue engullido por el túnel… y yo con él…
            Desperté, o me instalé en esa frontera a la vez cercana y lejana a la irrealidad, en donde reina el desconcierto y el frío, un intenso frío narcotizador de recuerdos, palabras e imágenes. Aunque la ensoñación —¿cómo denominar ese estado de inconsciencia y letargo?—… diría que sucedió fuera del control del tiempo. Pero la vieja noria estaba ahí, como la dulce niña o la tormenta sobre el puerto o el túnel absorbiendo sin piedad al tren… Imágenes que tardaron en difuminarse, en perder su imaginaria construcción… Luego entré en ese lugar donde los recuerdos no soportan la capacidad de existir…
Abrí el libro. En la última página en blanco anoté: “Quizás sea porque no siempre quiero ni puedo saber a dónde voy por lo que encontré el andén, la mar, la sonrisa de la niña, la antigua y vieja noria de la infancia, de la mía, que no era la de la niña, aunque sí su dulce mirada ante la seductora máquina de engranajes y poleas girando. Por eso quizás hice míos sus deseos, míos en la imaginac
ión, por supuesto, esa mágica aliada que en palabras y gestos nos entrega el poder del juego y la ensoñación”.
Fui consciente entonces de que gracias al azar había recuperado esas imágenes; ahora que el cansancio se diluye con el suave traqueteo del tren, siento al fin el sosiego del alma.
 
 
 

Foto: SMART-1 view of Shackleton crater at lunar South Pole. 13 de enero de 2006. ESA.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Retoñar a primavera, de Juan García Campal. 25/08/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

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Retoñar a primavera
 
¡Pare…, deténgase! ¿La ve? ¡Mírela!
Esa ofuscación en negro que avanza tarda, cansina en la penumbra, esa sombra que levantada del suelo marcha sobre la polvorienta senda que parece refulgir a su obscura presencia, esa silueta que ya nuestros ojos se atreven a aceptar fiados al propio discernimiento, eso… Eso es un hombre. Un hombre otoñado.
Diríase que va hacia el ocaso. Mas no, no habríamos podido así mirarlo si el sol aún permitiese horizontes. Y la luna, ya ve, hoy es ausencia.
Mírelo. Podría decirse que acusa su espaldar la carga de historia que lleva en su mente. Y eso, aun no siendo la historia toda, general y humana, la que acarrea. Que es esa que aún más rotunda resulta cuando se presenta plena de vacío. La del propio hombre ante la lacerante certeza de su presente, ante el tajante saldo de sus sueños, rotos; de sus ilusiones, perdidas. Y, sin embargo, unos y otras tan presentes, tan dolientes. Tal que brasas pisadas fueran.
Fatiga y miedo siente. Sólo eso. Temor y cansancio es. Ni tan siquiera tristeza lo invade, ni tan siquiera rabia lo revuelve. Sólo es, ¡véalo!, ¡mírelo!, cansancio y miedo. Todo derrota es él. Vencido va.
Sigámoslo a distancia. Prudente, ni mucha ni poca, justa. Si mucha, quizá perdamos atención, le desertemos, regresemos a nuestras cosas; si poca, acaso quebremos su abandono, quizás lo traigamos a la comedia de tener que ser quien, ahora comienza a saberlo, no es. De ser para nosotros, de ser papel. Dejémosle solo hombre ser, continuar en él.
¿Qué he hecho de mí? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué he muerto? ¿Ha sido muerte accidental, o he cometido suicidio, cobarde y lento? ¿A quién culpar, acto inútil; a quién responsabilizar de tan larga agonía? No otro que yo se instaló en la esperanza; no otro ofreció sus hoy al ilusorio devenir de un mañana cumplido, redentor. No otro huyó de su pasado recién. Hoy será, quizás mañana. Siempre, ¡Mañana!, esa antropófaga idea, ilusoria e incierta. ¡Cuánto presente malgasté en el dolorido ayer, por el confiado, deseado por venir! ¿En qué ayer quedé?, ¿en cuál me perdí?, ¿dónde renuncié? ¿Cuándo decidí tan sólo sobrevivir? ¿Cómo resistí el presente? ¡Ah, negaciones! ¡Ah, huidas! ¡Ah, cobardías! ¡Oh, muerte! ¿Qué fue de mí? ¿Qué tengo? Si por tener, ni a mí me siento. Frío soy, frío tengo, oscuridad, invierno. Opacidad, frío y miedo. Frío y miedo. Miedo.
¿Qué hace? ¿Se abraza? ¿Frota su torso, sus brazos? ¿Levanta en esta tibia noche el cuello de su polo? ¿Rasca sus ojos? ¿Enjuga sus lágrimas? ¿A qué se arrodilla? ¿Por qué se dobla? ¿Por qué aún más se agacha? ¿Qué lo ovilla? ¿Son esos espasmos anegación en llanto? ¿A qué pozo, ese hombre, se ha asomado? ¿Es todo él pasado? ¿Qué presente lo atormenta?
¡Espere! ¡Déjele! Ha de vivirlo, pasarlo. Además, mire dónde se haya. Justo en la encrucijada. Si a la izquierda, la playa. Si de frente, el acantilado. ¡Espere! ¡Déjele! Es sólo un hombre. Vencido está. Sí. Mas de rendirse o no, soberano él es.
No puedes permitirte este estado. Eres pura pasión, te deleitas en ella. Como siempre. ¿Para cuándo la acción? ¿Qué para la reacción, qué para la asunción, qué para la determinación? Eres esclavo de tu debilidad, pura miseria.
¿A la playa? No. Sería nueva huida. De alguna manera propondría el aplazamiento, evitaría la decisión; cada ola sería una duda, de sí, de no. Demasiado camino que recorrer, demasiada resistencia a vencer. Y no eres fuerte. Estás cansado, vencido, derrotado. Además…, además, recuerda, tiene forma maternal: descenso hasta las dunas de Venus, vulva vegetal, vagina fluvial, cérvix rocoso, útero acogedor, olvido, esperanza intemporal, irreal bienestar. Y la vuelta, empinada, aún más cuesta arriba en todos los sentidos. Recuerda el peso que representas, la muerta carga que arrastras, que eres. ¿Quieres más derrota aún, mayor vencimiento? ¿No te basta la pena?, ¿deseas la lástima?
Mejor el acantilado. Elévate, aunque sea lo último que hagas, acércate al cielo unos instantes. Cógete, hazte cargo de ti mismo por una vez. Enfrenta la verdad. Tú y solo. Nada más hay, nadie más. ¡Grita! Rómpete la garganta, desgárratela, ¡grita! Seguirás solo. Gestos y palabras te podrán brindar si es caso y tiempo. Mas no intentes hacerlos hirviente asidero. Aun quedarás más solo y más herido, si no abrasado, resentido. Nada más hay, más nadie. No hay, no tienes, más que decidir: tú todo, tú nada. Y hazlo con dignidad. Mira el mar en su extensión, míralo ancho, mírala larga, préstale toda tu atención, olvídate de todo unos instantes, óyelo, escúchala. Sabe de su estado por su ritmo, por su cántico. Por su batida tonada, por su rizada espuma, si bronca, gruesa; si en lecho, por su susurro y su calma; si sorda o de leva, por su profundo runrún, su respirar. No le pidas que te escuche ella a ti. Tú a ella has de escucharla, quizás cante de tu ser y de tu estar. Tantas veces te ha visto en tus huidas, en tus renunciadas batallas. Tantas veces ella a ti te ha escuchado. Derrotado y vencido, sí; mas, ahora, ve calmo, ve digno, ve resoluto.
¡Dios, tú! Que hacia el acantilado va. Deberíamos acercarnos, hacernos presentes, sacarlo de sí. No debemos quedarnos a la espera, meros espectadores. Si pasa algo no nos lo perdonaríamos, cómplices nos sentiríamos.
No te lo perdonarías tú, yo nada tendría que perdonarme. Es su vida. ¿No nos consultan para nacer y hemos de pedir permiso para morir? Es lo único que en realidad tenemos, la vida. Lo único que en exclusiva nos pertenece. ¿Hasta dónde llega entonces tu idea del libre albedrío, de la determinación personal? Él ha de decidir si continuar así, si rendirse, si vivirse. Dejémosle ser él. Libre, soberano. Mantengámonos al margen, seamos como dioses.
¡Dios!
¡Calla! ¡Observa! He ahí un hombre en su propio laberinto, t
odo desierto, acaso sin saberlo busque su verdad. Calla… Observa su aflicción, su agitado respirar, su íntima batalla. Calla… observa. Hoy no va más, imposibles tablas. Hoy, o se pierde, o a sí mismo se gana, arrojando al mar su todo, su nada.
Mas te quisiera hoy furiosa, brava, que en esta nocturna bonanza. Tal que la vida te places de estío. Me traes memoria de mi último verano aún aquí, en casa. Cómo me plugo el último recordatorio de él, hombre ternura. Él aquí, acantilado, observándome en la playa. Esperándome. No hizo señal alguna, no dijo nada. Y supe que me llamaba. Ignoro el porqué de mi subida antes de la hora acostumbrada. Cómo sentí durante el acercamiento la caricia de su mirada, nuestro regresar parejo y silencioso, su calmo: Pronto partirás, nada he de decirte, ya tú sabes y más irás sabiendo. Viviendo, aprendiendo. Sólo recordarte que la vida, tu vida, es tu película. Tus sueños, el guión son. Tú eres director y principal actor. No renuncies a ella. Cambia los decorados si es necesario. Si preciso es, cambia de actores secundarios. Pero jamás renuncies al guión, dirige tu película, protagoniza tu vida.
Largo tiempo estuvo allí. Sin merma en la atención lo observamos. Temimos, la verdad, al verlo echar sus manos a la cabeza y después dejarse caer hacia atrás. Qué alivio constatar que se sentaba. Su paso al regreso era resuelto y sereno. Aun cuando pensábamos que no nos veía, al pasar cerca, se sacó cortés la gorra y dijo: Buena esta noche para retoñar a primavera.
Esa noche, no. Pero a la siguiente, volví solo. Y…

 

Foto: Crater Plaskett seen by SMART-1’s camera. ESA.

Miguel Rojo: «El escritor ha de reflejar la multitud con la que convivimos todos». Por Lauren García (25/08/2010).

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Miguel Rojo vive con encono y arrojo la literatura acentuándola en un acicate más de la memoria. Recientemente ha publicado La hoja del ginkgo biloba, una novela que merodea en las sucias entrañas de la historia, y El dinosaurio, el príncipe, la niña y su mamá, un cuento infantil que rezuma sueños. Miguel Rojo sabe que lectura y escritura son imprescindibles para abrillantar la libertad.

 La hoja del ginkgo biloba está ambientada en los años 60, ¿tiene el franquismo mucha historia oculta que contar?

—El franquismo, el estalinismo, las democracias, la iglesia… todos tenemos muchas cosas que ocultar, lo que, por otra parte, es fundamental para hacer literatura. Una de las funciones de la literatura que se me ocurre es la de dar luz a esas oscuridades, no sólo en los hechos históricos, sino también en el corazón humano. Si todo fuera completamente transparente, la vida sería más aburrida de lo que suele serlo. Centrándonos en La hoja del ginkgo biloba, más importante que relatar los hechos históricos de lucha y resistencia que hubo contra la dictadura franquista ( en el segundo capítulo-cuento se narra un hecho, verídico en parte, sobre la huelga de los mineros asturianos en el 63) es mostrar cómo vivía la gente sencilla, la gente que hace un país, en aquella España casposa y reprimida en la que, curiosamente, el personal se hallaba bastante satisfecho…  

¿Crecen mejor los personajes en situaciones adversas?

—Las situaciones adversas son las que de verdad dan la auténtica medida del hombre. Por eso son las más interesantes para contar y también para leer. En la confrontación, en la adversidad es donde mejor se plasman nuestras propias contradicciones. En la resolución de las mismas ganaremos o perderemos… pero nunca seremos tibios. Ya lo decía el Señor, que de literatura- pareja que se casa y tiene hijos y vive acomodadamente y son muy felicidades y comen perdices no le interesa a nadie como no sea a los propios protagonistas… y ni siquiera. Ahora sí: pon un amante por medio, un asesinato, una quiebra financiera y la situación cambia; entre otras cosas porque es más verosímil, refleja mejor la realidad. Ya se sabe: se canta cuando se llora.  

Recientemente ha publicado el cuento infantil El dinosaurio, el príncipe, la niña y su mamá, ¿ha modificado su registro de escritor para afrontarla?

—Evidentemente: no se escribe igual para tiernos infantes que para lectores amantes de la zoofilia , por decir algo. Se cambia el registro,  como se cambia de traje, pero el escritor que está debajo es siempre el mismo. Somos multitud, gritaba un endemoniado en los evangelios, y el escritor ha de reflejar esa multitud con la que en realidad convivimos todos.  

¿Es determinante la originalidad en la literatura para niños

 —Más que en la originalidad yo diría la imaginación. Los niños a veces te piden que leas el mismo cuento cientos de veces u otro que diga lo mismo. En el cuento de “El dinosaurio, el príncipe, la niña y su mamá” pretendí hacer una pequeña travesura a lo “un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos de José Agustín Goytisolo, sabiendo de antemano que este juego burlesco a los niños les iba traer al pairo. Algunos lectores —adultos y contaminados, por supuesto— ya han dicho que es un libro feminista, antimonárquico… A los niños y a mí tales consideraciones nos resbalan. 

No hace mucho ha visto la luz una antología de su obra poética, ¿exige la poesía más riesgo que cualquier otro género?

—Sin duda alguna. La poesía no admite sombras en su discurso, como ocurre con otros géneros y muy especialmente en la novela. No se puede ser sublime en las 300 páginas de una novela, sería agotador además de producir algún tipo de indigestión cerebral. Sin embargo, la poesía no es que pueda ser sublime, es que debe de serlo. Yo, que disfruto mucho escribiendo poesía, jamás me califico como “poeta”. Siento demasiado respeto por esa palabra y lo que significa en mi imaginario, quizás un tanto romántico y trasnochado … pero es así.  

¿Desdeña la teoría de que un poeta de tener por patria una sola lengua?

—¿No era al revés, que la lengua ha de tener por patria un solo poeta o que la patria ha de tener por poeta una sola lengua? No sé, a mí este tipo de sentencias tan ingeniosas me parecen muy bien pero no son más que eso: palabras ingeniosas. ¿Y esa otra que es mía y se me acaba de ocurrir? La verdadera patria del poeta es la tierra de sus versos.

Budapest, de Pedro Antonio Curto. 20/08/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

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Budapest
 
            Siempre me han atraído esas zonas geográficas que se asemejan a un puzzle por estar compuestas de pequeños países, un trozo del mapa con varios colores que representan diferentes idiomas, culturas y religiones. Por eso y otras razones los Balcanes y Centroeuropa han despertado mi interés. Fue así como un verano de hace ya unos cuantos años despegué en un avión con destino a Budapest, primer puerto de un trayecto que me llevaría después, esta vez en tren, a Croacia y Eslovenia.
            Realicé ese viaje como dicen debe hacerlo un autentico viajero, sin planes excesivos, sin reserva de hoteles y con poco dinero. Sólo me acompañaban esas guías que te dan consejos prácticos, más algunas frases usuales en el idioma del país, que generalmente no sabes pronunciar.
            Andar por países con cuyos ciudadanos apenas te puedes entender, con los escasos datos de tus guías, más las limitaciones económicas, te dan una inseguridad que sin embargo a mí me atraía.
            En aquella época Croacia estaba en guerra y aunque la capital, Zagreb, no se situase en zona bélica, si pude ver militares, controles, manifestaciones nacionalistas y un curioso cartelito en bares y comercios, una señal de prohibido con una pistola en el centro. 
            En ese viaje sin un rumbo preciso por los tres países fui deambulando durante veintiún días, atravesé fronteras y mi pasaporte fue visto por unos guardias muy celosos de su trabajo.
            Un día estaba en una céntrica plaza de Zagreb que según la guía se trataba de un lugar donde los jóvenes se encontraban para ligar o salir de marcha. Di vueltas a uno y otro lado entre el bullicio juvenil; si salvamos el idioma, podía haber sido una plaza española con un ambiente similar. Pensé que son pocas las cosas que nos separan o que en el fondo somos animales de parecidas costumbres, que nuestras «culturas» a veces son excusas para separarnos unos de otros. Sumido en esos pensamientos, me fui a un café situado en aquella plaza.
            Era un café grande y con solera, poseedor de esa antigüedad elegante que no es excluyente, sino que te recibe como si fueses un parroquiano habitual. Tenía un sabor burgués, pero de esa burguesía revolucionaria que un día hablase de cosas como libertad, fraternidad e igualdad.
            Existen momentos y sitios en que el tiempo se detiene, se vuelve amable envuelto en una nostalgia de la que puedes formar parte, aunque acabes de llegar y no sepas del idioma más que una frase para pedir café. Así lo hice y me sirvió un camarero uniformado de forma clásica. Al igual que lo hacían otros, cogí uno de los periódicos, porque en un lugar como aquel leer la prensa sobre una mesa de mármol, era casi una obligación. Me sumí en esa costumbre del lugar aunque no entendiese lo que estaba escrito y tenía que contentarme con mirar las fotos o descifrar algún titular.
            Una música de violín llegó a mí con su viento cálido, llevándome a un dulce sopor y cuando contemplé al violinista unas mesas más allá, descubrí una pareja entregada a caricias y besos. Creo recordar que ella tenía cabellos rubios y largos o es posible que eso lo fabrique la fantasía sustituyendo a la debilidad de la memoria, pero lo cierto es que aquella pareja existió, sentados en una mesa de mármol, bañados por la música del violín. Es curioso que se me halla borrado la imagen del violinista, quizás la intensidad me la dieran los rostros besándose, labios que se unían y separaban, se miraban con los rostros iluminados un instante para luego volver a estrecharse. La mano de él acudía a sus mejillas, se confundía entre sus cabellos y ella cerraba los ojos, acercando su rostro a esa mano acariciadora. Aunque afuera existía un día soleado, el café se adentraba en un fondo sin excesivas ventanas, produciendo una luz crepuscular y bajo aquellos crepúsculos, yo gozaba placidamente.
No me considero especialmente voyeur y aunque me guste disfrutar del placer de la contemplación, no es mi costumbre espiar el disfrute ajeno. Pero aquello era otra cosa, me dejaba invadir por la entrega mutua de aquellos chicos, ese reconocimiento que se aprende a través de la piel, ese detener el tiempo cuando uno se aproxima al calor de otro cuerpo. Yo percibía todo aquello a unos metros, de unos extraños a los que adoptaba mitigando mi soledad, siendo incluso parte de ellos, o más bien, de la sensualidad que mostraban.
            Después que la pareja se marchase, volví a la plaza llena de gente, paseé entre ellos sintiendo cada pisada que daba, con una enigmática sensación de plenitud.   
            A pesar de las cortas estancias de mis viajes, siempre me invade una sensación de abandono, de dejar algo cuando tengo que partir y volver a la normalidad. Con ese ánimo apesadumbrado regresé a Budapest.
            Tenía que tomar un avión al día siguiente y mi dinero se agotaba, por lo que decidí no cambiar más dólares y resistir con los florines que me quedaban. Ello suponía no poder coger una habitación y pasar la noche en las calles de Budapest. No me disgustó el plan, era una manera de aprovechar mis últimas horas de viaje, en lugar de pasarlas durmiendo. Dejé el equipaje en la consigna y me dispuse a disfrutar de una noche húngara bajo las estrellas.
            Budapest es una de esas ciudades paridas por un río, porque es a orillas del Danubio donde van n
aciendo calles y edificios, las grandes edificaciones en el centro de la capital. Me alejé de ese centro paseando a la vera del río, cené algo en un bar y dediqué las siguiente horas a tomar copas en bares escogidos al azar, el último un frío establecimiento abierto las veinticuatro horas, fruto del nuevo capitalismo al que se entregaban estos países. Ya era de madrugada y paseaba nuevamente por la zona monumental, siempre a orillas de ese río, que parecía ser infinito. Las calles estaban desiertas, sólo de vez en cuando me cruzaba con algún paseante, que me ignoraba como si fuese invisible. Pero a mí me gustaba aquella invisibilidad, ser infinitamente pequeño en esa grandiosidad monumental y deslumbrante iluminada por las luces de la noche. La bebida me producía esa ebriedad que no aturde tus sentidos, sino que los relaja y hace más libres. Sin dinero, sin un lugar al que dirigirme, donde dormir, veía el pasado como algo somero y el futuro inexistente; de esa forma me sentía bien. Así caminaba, dando pasos a ninguna parte, sólo seguir el cauce del río, un destino al que me entregaba liberado de toda carga. Nada me importaba el avión en que partiría dentro de unas horas, estar en un país extranjero cuyo idioma me era completamente extraño, ser incapaz de leer sus letreros o cuyas calles desconocía, más bien al contrario, aquello me producía una sensación de libertad. Parecía haber nacido en aquel momento y disfrutar de lo que me rodeaba igual que un bebe. Me pregunté si aquello tenía algo que ver con la felicidad, o era el otro viaje de aquel viaje. Un viaje secreto e íntimo que realizamos de vez en cuando, sin equipaje, sin preparativos, sin saber cuando se parte, ni el trayecto, ni el regreso… sólo conocemos una fibra que nos envuelve, pero que ni siquiera alcanzamos a tocar.
 Por la mañana partí en avión y lancé desde el aire una mirada al Danubio; percibí que algo de mí se quedaba en aquel río.
 
 
 

Foto: 3D anaglyph view of crater Lichtenberg. ESA

 

 

Underground: Involución. Por Manolo D. Abad (17/08/2010).

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La noticia de la llegada a la programación del Teatro de la Laboral en Gijón de José Luis Moreno y su troupe es una de las —significativas— malas noticias que han llegado a Asturias en los últimos tiempos. No es que la gestión anterior fuera para tirar cohetes, más bien al contrario, pero entregarse a uno de esos tiburones de la cultura que desprecian la calidad en pos de un populismo taquillero es como entregar tu alma al diablo.
Cuesta creer, tras tantas críticas a Gabino, que se reincida en los mismos errores que han conducido a la ciudad de Oviedo a un abismo de operetas, zarzuelas de regional preferente, revista setentera cutre, vendidas cual lujo asiático como una capitalidad cultural usada como arma política arrojadiza frente al rival, a falta de mayores argumentos.
Sabemos que la cultura es minoritaria, pero, ¿no son los responsables políticos los encargados de dotar al pueblo de esa calidad? Luego se quejarán de las carreras de coches nocturnas, del botellón, de las peleas, del analfabetismo funcional —leen y escriben, pero…— y de tanto y tantos. El sentido de la responsabilidad que guió a dirigentes —me da igual la izquierda, la derecha, el centro, las patrañas para bobos y ultras de los partidos— en los ochenta se ha perdido en dos vías: la recaudadora y la de la obtención de votos. No es de extrañar este guiño a la infracultura joseluismoreniana (a mí me gustaban su Rockefeller, Monchi, etc, dicho sea de paso) de un proyecto asturiano a la deriva. Una involución donde todos son lo mismo, como en la pesadilla que urdió John Carpenter en Estan vivos. Habrá que ponerse las gafas de sol… 

Mon amour, mon canibale, de Jorge Ordaz. 15/08/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

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Mon amour, mon canibale
 
  
En cuanto le vi supe que con él sería diferente. A juzgar por lo que vino después, no me equivocaba. Pero mejor empezar por el principio.
Le conocí en una discoteca a la que solía ir de vez en cuando. Yo había ido con unos amigos, pero pronto los perdí de vista, cada uno a lo suyo. La sala de baile estaba repleta de gente; la música, como de costumbre, ensordecedora. Hacía mucho calor y el ambiente, cargado, se me hacía irrespirable. Salí afuera a fumar un cigarrillo.
Era una noche de verano cálida, agradable. Soplaba una ligera brisa y el ruido de la música llegaba amortiguado. Se estaba bien. No sé qué tienen las noches de verano, pero la verdad es que predisponen. Un amigo mío solía decir que las noches de verano tienen mucho peligro. Estoy de acuerdo.      
Fue entonces cuando le vi acercarse, saludar al portero como si le conociera de toda la vida y entrar en la disco. No le había visto antes.
Acabé el pitillo y regresé al interior.
Estuve unos minutos dando vueltas, ojeando al personal, pero sin suerte. Y, de repente, allí estaba él bailando como un poseso. Parecía como ausente, a solas con sus movimientos sensuales al ritmo del chunda-chunda. Yo no podía despegar la vista de él. Me tenía como hipnotizado, el tío. Me atraía su forma animal de bailar, su cuerpo flexible y sudoroso.  
            En un momento determinado me miró. O al menos me pareció que me miraba. Yo me hice el disimulado y él continuó bailando. Cuando se cansó de bailar salió de la pista y pasó por mi lado. Me hizo un guiño.
            Con esto tuve bastante.
            En los próximos días salimos juntos varias veces. Por la mañana nos veíamos en la playa. Por la tarde salíamos de paseo y nos sentábamos a tomar un helado en alguna terraza. Más tarde, después de cenar, íbamos a algún disco-bar. Solíamos terminar la noche en mi apartamento.   
            En cierta ocasión fuimos a cenar a una parrilla argentina recién inaugurada. Nada más sentarnos a la mesa me fijé en su cara. Nunca le había visto con una expresión tan exultante. «Ummm», dijo, «esto huele de maravilla». Luego vino el camarero e hicimos la comanda. Cuando el camarero nos preguntó cómo queríamos los bifes, yo le dije: al punto. Él dijo: sangrante. Y me sonrió.
            Se terminaron las vacaciones, se acabó el verano y en otoño nos pusimos a vivir juntos.
            Al principio me costó hacerme a la idea de que éramos pareja. Lo cierto es que nunca antes me había liado con nadie en este plan. Solo había tenido ligues pasajeros que me duraban unos pocos días como máximo. Pero con él era diferente.
            Lo cierto es que no podía quejarme. Él se mostraba muy atento y cariñoso. Tenía buenos detalles conmigo. Un día llegó del trabajo con una caja de bombones. «¿Y esto a qué viene?», le pregunté. «A nada en especial, te lo mereces», me contestó. «Ya sabes que me encantan los bombones, pero si los como me engordan», le dije. «No importa, cariño», replicó.           
            Desde el inicio de nuestra convivencia fijamos el reparto de tareas de la casa. A mí me tocó cocinar. Yo ya sabía qué era lo que más le gustaba, así que le preparaba unos buenos filetes con patatas fritas y él se los comía con un gusto que daba gloria verlo. Yo, como estaba a dieta, me tenía que contentar con ensaladas y verduras.
            Tuvimos alguna que otra pelea por culpa del cine. A él le gustaban mucho las películas gore. Cuanta más sangre y más vísceras hubiese, más parecía disfrutar. A mi me ponían de los nervios. Una vez se bajó de Internet El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante. Le pregunté qué le había parecido. Me contestó que mucha estética y poca chicha. De modo que mientras él se quedaba solo frente al televisor, con su cerveza y sus palomitas, viendo estas películas, yo me iba a mi habitación, me ponía el mp3 con música clásica y leía alguna novela histórica.  
            Todo esto debía de haberme puesto en alerta, pero yo estaba demasiado enamorado como para ver las cosas claras. Un amigo -no el de antes, sino otro- me dijo que no le gustaba mi pareja y que no me convenía. No le hice caso. Siempre había sido muy envidioso.               
            Desgraciadamente, no tardé en sentirlo en mis propias carnes. En la cama era muy fogoso, pero un día se pasó. Mientras estábamos haciendo el amor me pegó un mordisco en la tetilla izquierda que me arrancó de cuajo un trozo de carne. Lo masticó y me dijo que estaba delicioso. Me quedé de piedra. Sentí mucho dolor y me salía tanta sangre que tuvimos que ir a urgencias a que me curasen la herida. Me pusieron media docena de puntos. Luego, en casa, me pidió disculpas y me dijo que me adoraba y que, por favor, no le dejase.
            Cometí otro error. Continué a su lado.
            Poco después pasó lo que tenía que pasar. 
            Era domingo
por la mañana. La noche anterior habíamos salido con unos amigos a tomar unas copas. Yo estaba en la cama, durmiendo tranquilamente, cuando de repente se me acerca y me pone un cuchillo en la garganta. Un cuchillo de carnicero. No tuve tiempo de reaccionar.
            Al menos tengo que agradecerle que lo hiciera de forma rápida y que el tajo fuera lo suficientemente limpio y profundo como para no enterarme de que lo que me estaba haciendo. Pero lo cierto es que lo hizo. Me mató. Me dejó bien muerto.
            De lo que pasó después no tengo información de primera mano. En el juicio dijeron de él cosas que nunca llegué a sospechar. Dijeron, por ejemplo, que después de asesinarme me había cortado en trozos y guardado en bolsas de papel albal en el congelador. Al parecer de vez en cuando me freía en la sartén y gozaba de mí.
            A pesar de todo no le guardo rencor. La culpa fue mía, por no darme cuenta a tiempo. Porque si llego a saber que cuando me decía «qué guapo eres, mon amour, te comería entero» no era un cumplido sino un deseo verdadero, me lo hubiese pensado dos veces.  Pero era tan amable y cariñoso.
 
 
Foto: Double crater on the Moon. 2 de septiembre de 2006. ESA-SPACE-X