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Lágrimas de payaso, de Nacho Guirado, 25/07/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

 
 
 

Lágrimas de payaso

 

Como todas las noches desde su llegada a Honduras, Marcos comenzó a recorrer el cuarto. Con el foco de la linterna inspeccionaba cada rincón a la caza de zancudos, gegenes o alacranes, golpeándolos luego con la chancla. Mientras, Sara acostumbraba a sacar las sábanas prestadas por la ONG y hacía la cama. Pero, en esta ocasión, cuando Marcos se cansó de aporrear las paredes de adobe e iluminó a Sara, la encontró sentada sobre el colchón, con la barbilla hundida en el pecho, inmóvil, y las sábanas dobladas, a su lado.

—¿Estás bien?

Ella levantó la cabeza y forzó una leve sonrisa.

—Cansada.

Marcos asintió.

Entre los dos hicieron la cama. Luego, Marcos sacó de la mochila la manta de viaje. «Estaremos muy altos», había predicho al realizar los preparativos, «seguro que de madrugada hace frío». Pero no había que esperar a la madrugada. De sus bocas nacían breves nubecillas de vaho. Sara empezó a quitarse la ropa, pero Marcos la detuvo.

—Será mejor que hoy durmamos tal y como estamos. Fíjate en el techo.

Sobre ellos, el tejado de hojas de palma dejaba resquicios por los que se entreveían las estrellas. De poco había servido la caza de mosquitos de Marcos. En cuanto se acostaran, les acribillarían.

Cuando Sara estuvo dentro de la cama, Marcos le ofreció un par de calcetines que ella se puso a modo de manoplas. Luego, un gorro de lana que hundió hasta taparse los ojos y, por último, un pañuelo de tela con el que cubrir la barbilla y la boca.  Así pertrechada, Sara dejaba al aire, al hambre de los zancudos, la breve franja de la nariz. Marcos rió mientras apagaba la linterna.

—Tendría que hacerte una foto para que te viera tu madre.

Pero Sara no se rió. Él, antes de cubrirse tal y como había hecho ella, se acercó y le dio un breve beso en la mejilla.

Bajo el jergón, los pollitos piaban. El campesino había dejado en aquel cuarto de aperos una gallina junto a sus polluelos. «Por las alimañas», les confesó, algo avergonzado al no poder ofrecerles nada mejor. Pero en la mísera vivienda no cabían. Allí dormían el matrimonio con los cuatro niños, y también un pequeño chancho. Marcos le había palmeado la espalda, amigablemente, mientras aseguraba:

—No se preocupe, don Emiliano, dormiremos como reyes.

Pero Sara no dormía. Marcos lo notaba en su respiración sin acompasar y en los breves suspiros que de vez en cuando exhalaba. Él buscó con su mano cubierta por el calcetín la de la muchacha y la oprimió.

—¿Habrá muerto?

—¿Quién? —preguntó él, aunque sabía perfectamente a quién se refería.

—El niño. 

—Seguro que no.

—No puedes saberlo.

No, claro que no podía saberlo. Marcos apretó los dientes. Tampoco él había sido capaz de quitarse al chiquillo de la mente.

Habían salido de Taulabé muy de mañana, cuando don Emiliano llegó a recogerlos. «¿A pie?», preguntaron al párroco, que era quien había organizado las visitas. El cura se encogió de hombros. «Para Terrero Blanco no hay carretera.»«Pero es un pueblo lindo», añadió, queriendo confortarlos. Don Emiliano era un hombre silencioso, y por más que Marcos trató de entablar conversación con él, sus silencios y la dureza del camino que atravesaba la selva, monte arriba, se impusieron. Cada poco debían detenerse a beber, y siempre don Emiliano rechazaba sus cantimploras, sonriendo nervioso. El campesino portaba la mochila de Sara pero, de todos modos, casi siempre había que esperar por ella. Por fin, cuando ya parecía que no podían subir más, entre la maraña verde descubrieron, no muy lejos, el habitual claro entre casas que los muchacho de los pueblos utilizaban de campo de fútbol. «¿Terrero Blanco?», preguntó Sara, esperanzada. Don Emiliano no tuvo tiempo para responder. De la espesura surgió corriendo un hombre.  Regueros de sudor bañaban su rostro y, entre los brazos, cargaba con un bulto envuelto en una frazada. El hombre vestía una camisa blanca desabotonada y sucia, y calzaba unas botas viejas sin cordones. Al verlos allí parados se detuvo y levantó la cabeza a modo de saludo. «¿Quí hubo?», se interesó don Emiliano. «Voy a Taulabé… quiera Dios que encuentre al médico…el tierno se enfermó.» Respondió con la voz entrecortada por el esfuerzo. Luego, destapó al niño y se lo mostró a Sara y a Marcos. No podía tener más de un año.

 —De todos modos, no podíamos ayudarlo.

Sara se revolvió. De fuera se oyó piafar a la yegua de don Emiliano. Lejos, ladraban unos perros.

—Él creyó que sí.

—Porque somos blancos. Nos confunden con gringos, y piensan que venimos con la mochila llena de medicinas y de dólares. Pero qué podía darle de nuestro botiquín…—de un manotazo espantó un zancudo que se había posado en su mejilla— no somos médicos.

—No, no lo somos. Sólo payasos.

—Payasos, eso es —replicó él, dolido. ¿Acaso la había obligado a acompañarle? En Oviedo, cuando visitaban los centros de menores o el Materno Infantil, ella participaba como una más de las actividades de la ONG. Payasos sin Fronteras, cada risa, un paso más hacia la felicidad era el lema de la campaña. Habían ahorrado todo el año para sufragarse el viaje hasta Honduras, y este iba a ser el quinto pueblo que visitaba
n, tratando de dibujar una sonrisa en el rostro de cada niño.

—Podíamos haberle dado dinero para el médico. Quizá no tuviese suficiente para comprar las medicinas… o haberle acompañado. Seguro que el cura hubiese podido ayudarle…

La voz se le quebró. El cuerpo de ella, pegado al suyo en el estrecho jergón, se agitaba, tratando de contener las lágrimas. Pero Marcos se sentía furioso.

—Sara, cada minuto, cientos de niños mueren. Es el Tercer Mundo, ¿no te habías percatado?

Ella no contestó. Seguía sollozando en silencio. Marcos resopló. Elevó un poco el gorro y comprobó que por las rendijas del techo entraba luz suficiente de las estrellas para alumbrar el cuarto. Pensó en el tabaco. Había dejado de fumar tratando de no ser un mal ejemplo para los chiquillos, y ahora habría matado por un pitillo. Dudó si levantarse, pero desistió. No había dónde ir. Todo alrededor era selva. El cuerpo de Sara se había ido serenando. Ya no la sentía llorar. Marcos respiró profundamente, tratando de infundirse calma. «Al fin y al cabo», pensó, queriendo disculparla, «el día ha sido agotador». Con la nueva luz de la mañana todo lo verían distinto. De nada servía enfadarse. Giró un poco el cuerpo hacia el de la muchacha.

—¿Duermes? —murmuró.

—No.

—Estamos haciendo una gran labor, Sara —dijo, conciliador—. Por un rato, conseguimos que los niños rían. Los hacemos felices.

—Ya.

—Les enseñamos a jugar.

—Ya.

—¡Mierda!, ¿preferirías estar de vacaciones en Benidorm, como cualquier gilipollas alienado? ¿Tumbarte en una hamaca con una copa en la mano haciendo como si por el mundo nada ocurriese, como si todo fuese perfecto, maravilloso?

—Sí. 

La respuesta brotó inmediata, casi un reflejo, mientras los polluelos, que debían de estar ya dormidos al calor de su madre, piaron, asustados. Sara tomó aire y repitió, más calmada.

—Sí, Marcos. Sí, lo preferiría.

Marcos cerró fuerte los párpados y negó con la cabeza.

—¿Y eso, de qué le habría servido al niño? Habría muerto igualmente.

—¡Pero yo no lo habría visto! —gritó ella. 

Luego, de nuevo, sólo el piar alborotado de los polluelos bajo la cama. Afuera, lejos, de cuando en cuando ladraba un perro.

  

Foto: Moons. Esa.

La confesión, de Ricardo Labra, 20/07/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

  

 
 
 
La confesión
 
 
«El miedo era el aire de las calles. Un miedo sofocante que adormecía las conciencias. Arbal estaba paralizado, pero sus habitantes se movían con rapidez por las aceras, buscando el resguardo de los aleros en las horas diurnas, para ahuyentar el escalofrío de su sombra. Extraños entre extraños, los vecinos parecían haber perdido la memoria y se miraban unos a otros con desconfianza. Nadie se fiaba de nadie y daba la impresión de que a nadie le importaba nadie, aunque todos ellos anhelasen lo mismo: sobrevivir.
»Las noches eran largas y los coches las recorrían con el trote corto de la muerte. Cuando el ruido del motor de un vehículo cesaba ante la puerta de una vivienda, sus vecinos sabían que alguno de los moradores de la casa iniciaría un viaje sin regreso, que daría su último “paseo”. Pero los aires del miedo son cambiantes, en tiempos de tormenta resulta difícil prever cuál será la dirección definitiva de los vientos. Esa fue mi carta.
»Muchas familias trataban de tener un comodín por los servicios prestados, un salvoconducto que les asegurase el paso a otra situación, que les permitiese orillar la nueva corriente sin verse sometidos a sus torbellinos. Las buhardillas, los falsos tabiques, los sótanos, las perreras, se convirtieron en el lugar idóneo para dar asilo al adversario político, al condenado a muerte por un tribunal invisible. En su desdichado desamparo, veían también la que podría ser su propia suerte. Algunos de los que luchaban desde una trinchera sabían que sus hijos estaban en la casa de la persona que les disparaba apostada en la trinchera contraria.
»La situación se volvió muy peligrosa. Los escondidos fueron buscados con saña. Muchos cayeron como conejos sorprendidos en su conejera. Un chivatazo, una sospecha, un paso en falso y la familia descubierta caía en desgracia; los suyos los consideraban unos traidores a la causa, los otros, unos miserables canallas: por su delación o por su interesada negligencia en la custodia.
»No es jactancia, pero me resultó fácil moverme en función de mis intereses por los vendavales de aquella tormenta. Bastaba con que detectase una casa con gusano dentro. Una vez localizada, seguía invariablemente el mismo plan, que nunca fallaba. Merodeaba por sus alrededores, y, de vez en cuando, volvía mi rostro hacia su fachada, tejiendo los hilos de mi telaraña. Simplemente por este gesto de inofensiva apariencia, daba a entender que conocía lo que negaban sus muros y el aspecto habitual de sus ventanas, con lo que aumentaba, aún más, la intranquilidad de sus inquilinos. El siguiente paso no lo daba yo, dejaba que ellos lo diesen. Por mucho que sorprenda, creían que me evitaban, que seguían los itinerarios más improbables para no encontrarse conmigo, pero sus pies les arrastraban ante mi presencia, atraídos por una fuerza irrefrenable.
 
»—Sé que tiene a una persona escondida en su casa. Pero no tema, no voy a delatarle.
»—¿Qué pretende entonces? No tenemos dinero, ¡si apenas podemos comer!
»—No se preocupe, no quiero más que el imprescindible para descargarle de su compromiso.
»—¿Qué quiere decir?
»—La situación se vuelve cada vez más complicada, más insostenible. Ya no existen lugares seguros. Igual que yo me enteré…
»—Dígame, ¿lo sabe alguien más?
»—El caso es que no llegue a quien no deseamos, aún estamos a tiempo.
»—¿A tiempo de qué?
»—O le busca otro lugar más seguro, o si quiere yo puedo trasladarlo a Zona Nacional.
»—¿A Zona Nacional?
»—Por la montaña, hasta alcanzar los montes de León.
»Después sólo me quedaba esperar. La noche y el miedo abrían los velos cegadores de la esperanza. Había quien dudaba, pero bien sabía que sus dudas contenían una firme decisión. Conseguir el dinero no resultaba fácil, pero siempre lograban reunirlo a costa de nuevas privaciones. Los detalles que les daba eran precisos, el viaje duraba tres días, tenía que sobornar a los miembros de algunas patrullas, pagar el silencio de dos familias campesinas que nos facilitaban sus pajares; por lo demás, el camino, salvo imprevistos, resultaba seguro. Una vez alcanzadas las fuentes del Esla, el fugitivo seguiría solo hasta uno de los pueblos anillados al río, en el que podría certificar su nueva situación y reclamar ayuda. El tiempo y los jinetes de la noche jugaban a mi favor.
»El liberado siempre era el mismo, con el mismo rostro, como si la angustia y el miedo dibujasen sobre los huesos la misma cara. Un curioso efecto que al principio me inquietó, por recordarme las variaciones que tienen los malos sueños, lo que me hacía extremar las precauciones. Cuentan los soldados que tienen la sensación de haber matado siempre al mismo hombre, a veces lo ven por la calle, o tomando un café a su lado, y se estremecen. Yo tengo la impresión de haber viajado con el mismo prisionero, por el mismo camino, en la misma noche. Aunque trataba de encontrarles diferencias, como en un juego, “en esta ocasión es más alto”, me decía, o “parece más joven” o “mucho más viejo”.
»El movimiento más peligroso se encontraba a la salida de Arbal. Yo iba el primero, tirando por una cuerda invisible del espectro que me seguía a unos diez metros de distancia. Nada más bordear el río y dejar a un lado el cementerio, que ponía un fantasmagórico límite al pueblo, nos sumergíamos en la espesura del bosque. Entre su follaje se fundían nuestras sombras y cruzábamos las primeras palabras, un diálogo entrecortado que conoc&
iacute;a demasiado bien. La noche y el camino nos hermanaban, no se sabía quién ayudaba a quién. Un resbalón, y él me tendía su mano; un ruido inquietante, y yo le tapaba la boca. El ser desconfiado y distante que había iniciado el viaje se transformaba, según avanzábamos, en un agradecido y fiel amigo, también en el mejor confidente.
»Por el día dormíamos en los pajares registrados en mi mapa; por la noche continuábamos ascendiendo los sinuosos relieves, casi siempre en compañía de una Luna muda que iluminaba los valles como un sol ciego. El aire fresco y purificado de la cordillera hacía pensar en una realidad distinta. Los animales nocturnos se dedicaban a la actividad que invariablemente habían hecho, durante siglos, sus antecesores, ajenos al objeto de nuestra penosa marcha. La guerra y las bajas pasiones parecían propias no sólo de otro espacio, sino de otro tiempo. En algunas ocasiones mi compañero de viaje —vuelvo a repetir que tengo la impresión de que siempre era el mismo— lloraba por la dulce sensación de libertad que recorría su cuerpo y porque recordaba los amargos días vividos en un agujero.
»No me demoraré más ni daré más detalles, por otra parte previsibles, de las conversaciones mantenidas en esos momentos de cercanía. La última noche del viaje era la más agotadora. Teníamos que doblar la arista de la montaña para alcanzar las escarpadas laderas de los valles leoneses. Los hayedos son las formaciones forestales más representativas de aquellas estribaciones; sus árboles, muy frondosos, pueden alcanzar hasta treinta metros de altura; pero además de los hayedos también existen otras variedades arbóreas, como el acebo, el serbal de cazadores, el tejo, y en las vaguadas más umbrías, los avellanos; entre ellos crecen en desorden los piornales y la retama blanca. La marcha resultaba muy dificultosa por esa espesura. Los arbustos parecían tirar de nuestros pies para que no continuásemos el viaje. A veces dos siluetas nos sorprendían, agazapadas, detrás de un árbol: eran nuestras sombras, que trazaban los signos inquietantes de una emboscada. El viaje comenzaba a surtir sus efectos. El cansancio y la fatiga, que hasta ahora habían quedado encerrados en un cuarto oscuro, aparecían con toda su crudeza en el cuerpo de mi acompañante, que jadeaba al levantar las pesadas losas de sus pies. El Esla, cuya denominación antigua Astura llegó a dar nombre a un pueblo, tiene un origen enigmático y ramificado; en sus orillas, como en los legendarios ríos de la historia, creció una oscura civilización que acaso todavía traza sus designios sobre aquellas laderas llenas de dolinas, sumideros y jous.
»—Ya estás a salvo, ahora descansa un poco; más tarde te acompañaré hasta uno de los brazos del río. A partir de ese momento continuarás solo, a menos que quieras cambiar los papeles y ser tú quien me lleve de nuevo con los míos.
»Estas palabras surtían sus efectos. El prisionero me abrazaba contemplando los frondosos árboles que descendían monte abajo como una verde escalera, para dejarse caer, como un niño exhausto, por los peldaños del sueño. A veces paseaba alrededor del durmiente; en otras ocasiones actuaba con rapidez. Desenfundaba la navaja, yo no era Horacio Brisca, no podía darles ninguna ventaja, pero sí quería que me vieran, que comprendiesen. Cuando les despertaba iniciaban el movimiento de levantarse con la sensación de haber dormido varios días seguidos, clavándome sus ojos culpables. Justo en ese instante percibían la mordedura letal del acero.»
           
Los siete hombres que le escuchaban guardaban silencio, apoyados contra los sillares de piedra, como si fueran un bajorrelieve vivo de aquellos muros monacales.
 
«En realidad no hacía más que prolongar su suerte y aplicar la sentencia del tribunal invisible que velaba por nosotros. Estaban condenados y yo les procuraba otra muerte distinta, les alargaba el plazo, les ofrecía la oportunidad de percibir otras sensaciones, al mismo tiempo que servía al poder instituido, y a mantener en pie el edificio de nuestros ideales. Por eso cobraba por adelantado los servicios prestados, antes de desvalijarles. De haber actuado todos como yo, no habríamos perdido la guerra. Por supuesto, no he dejado testigo alguno que pueda acusarme, y a los ajusticiados nadie les arrancará el último sello. Podrán sospechar que no hayan llegado a beber las aguas del Esla, pero ¿quién, en estos tiempos de inmundicia, está libre de sospecha? Además, ¿qué pensáis que es una guerra?, ¿en qué mundo habitáis todavía? Una guerra es una selección natural, en la que sólo sobreviven los peores o los mansos sin corazón. Gente como yo les somos muy necesarios a los triunfadores, nos necesitan para justificar sus atrocidades, su inclemencia, ahora más que nunca. Sin nosotros no podrían establecer su escala de valores, ni edificar la jerarquía moral de sus leyes de entre los escombros. En cambio, vosotros sí que sois una lacra, para unos y para otros, que tal vez se solucione este amanecer»
 
La Luna se filtraba por los altos ventanales del monasterio, con la luz de un sol ciego.
 
 

Foto: Generated view of Earth/Moon as seen from Mars – looking past the Sun (5.12.2008). Esa. 

Geografías: Entrevista a Marcos Giralt Torrente. Por Hilario J. Rodríguez (19/07/2010).

La obra de Marcos Giralt Torrente buscaba eso que Peter Hanke llama «el momento de la emoción verdadera». Ahora acaba de encontrarlo. Su última novela, Tiempo de vida, no es sólo la confirmación de su talento sino también el cierre de un ciclo. Si antes se apoyaba en las formas para dar cuerpo a las emociones, ahora se ha apoyado en las emociones para dar cuerpo a las formas. El resultado: uno de los libros más estimulantes de la literatura española reciente.
 

Tiempo de vida parece un cuerpo sin forma.

 Soy incapaz de afrontar la escritura sin partir de una estructura previa bien definida. Me ocurrió con mis novelas París y Los seres felices, y me ha vuelto a suceder con Tiempo de vida. Otra cosa es que la estructura no aparezca en el primer plano. La estructura tiene que estar, no verse. Pero por hablar, por ejemplo, de Tiempo de vida, los principios fallidos a los que aludo al comienzo del libro lo fueron precisamente porque carecía de esa estructura. Cuando la tuve, pude arrancar. El libro parece estar escrito en un continuo sin capítulos, pero, aunque no se marquen, sí los tiene. Para empezar tiene dos partes que ocupan más o menos el mismo número de páginas. En la primera se narra toda mi vida hasta la enfermedad de mi padre, y en la segunda todo el período de su enfermedad hasta su muerte. Una abarca treinta y pico años, y la otra apenas dos; en una la prosa es veloz, para dar cuenta del transcurso del tiempo a través de someras listas de acontecimientos, y, en la otra, la prosa se adensa buscando el detalle. Además, en una y en otra, los segmentos de narración se alternan en un orden escrupuloso con segmentos más reflexivos, de forma que ambas partes tienen el mismo número de segmentos de un tipo y de otro. Por último, el capítulo inicial y el final son cada uno espejo del otro en una cierta intención metaliteraria.   

-La tuya es una obra realista con vocación abstracta.

 En pintura me molesta la distinción académica entre pintura figurativa y pintura abstracta, y en literatura me molesta la distinción entre ficción y no ficción. Hay un terreno muy fértil entre ambos extremos, el de muchos pintores y escritores, que no puede juzgarse según parámetros tan rígidos. Me gusta calificar Tiempo de vida de ficción sin invención  para socavar precisamente ese discurso tan monolítico. Por un lado, está claro que en Tiempo de vida los materiales proceden de mi propia vida, es decir, de la realidad más estricta, pero por el otro está claro que no está narrado como una autobiografía convencional, sino que empleo procedimientos ficcionales para lograr una tensión narrativa determinada. Todo arte, por otro lado, parte de la concreción para buscar la abstracción. Su fin es el mismo de la filosofía. La diferencia es que la masilla que emplea no es la razón sino la intuición poética o artística.

-Al principio parecía como si escribieses para poner orden a tu alrededor, en tu último libro, sin embargo, aceptas el caos de las emociones.

Escribo siempre para poner orden, para entender lo que me rodea. Poder decir que lo que sentimos hoy ante determinados estímulos no es necesariamente lo que sentiremos mañana ante esos mismos estímulos, que tendemos a pensar que la personalidad es inamovible cuando lo cierto es que cambia con el tiempo, poder decir que la mayoría de lo que nos rodea no es sólo bueno o malo, blanco o negro, que nuestra vida transcurre por lo general en zona de grises, no es renunciar a poner orden. Identificar ese magma complejo en el que navegamos sin rumbo, señalarlo, es una forma de buscar un orden. Y decir a qué obedece que veamos algo blanco o negro, o mesurar las consecuencias que sobre nosotros tiene, también. De hecho, toda la parte final de Tiempo de vida persigue ese objetivo. Puede decirse que no se hubiese producido la reconciliación, que no se hubiese cerrado el círculo, según la imagen que empleo en el libro, si no se hubiera dado un orden a las emociones.  

 -Yo definiría Tiempo de vida como «literatura de urgencia», similar a Esa salvaje oscuridad, El velo negro, Una pena en observación o El año del pensamiento mágico.

Sí, casi todos esos libros los menciono en el mío, y así es. Lo que distingue este tipo de libros de otros que el escritor se obliga a escribir para cubrir el expediente o seguir alimentando su carrera, es que este tipo de libros de duelo se imponen al autor, no pueden no ser escritos. Se siente como una absoluta necesidad el escribirlos. Lo ideal sería que toda la literatura que leemos estuviera dictada por la misma urgencia, pero desgraciadamente no es así. Quiero subrayar, no obstante, que se trata de una urgencia vital, no literaria, pues para que funcionen literariamente el escritor tiene que apartar la urgencia y tratarlos como lo que son, libros. Con todas las exigencias de oficio que ello conlleva.

-Tu método se ha humanizado, por así decirlo.

No soy tan consciente de ello. Toda mi literatura apunta a las mismas zonas de reflexión. Antes de que la experiencia vital que narro en Tiempo de vida me apresara estaba escribiendo una novela, que ya jamás terminaré, que de alguna forma cerraba una suerte de trilogía heterodoxa de la que creía que formaban parte París y Los seres felices. París es una novela sobre la infancia, Los seres felices es una novela sobre el ingreso en la madurez, y la novela que dejé inconclusa al enfermar mi padre trataba sobre la siguiente etapa, la decrepitud, la preparación hacia la muerte, ese momento en el que se siente de una manera inequívoca que somos ya más pasado que presente y que lo que nos queda por delante es un remedo decadente de lo que fuimos. No lo pensé mientras lo estaba escribiendo, pero Tiempo de vida cumple la misma función de aquella novela fallida. Sin quererlo, cierra la trilogía heterodoxa en la que había pesado.  

-Comienzas estableciendo un inventario de lecturas y luego todo sigue el mismo patrón: la música, las emociones, los hechos…

Necesitaba utilizar algunos datos referenciales sobre los que anclar la narración. En algunos casos, como el de los libros que cito, me sirve para marcar la trama secundaria, la de cómo se escribe el libro. En otros casos, como las películas, los discos o las exposiciones, me sirve para fijar cronológicamente los acontecimientos a la vez que para contribuir a la fijación de ciertos rasgos de carácter de los personajes. Y todos juntos, fijan un ritmo, una suerte de letanía que esconde a los ojos del lector la estructura que hay detrás.  

-Muchos escritores de tu generación han establecido un paréntesis en su obra, realizando un retrato paterno o reflexionando sobre la familia y la memoria, que curiosamente les ha ayudado a encontrar su verdadera voz.

Es una tradición más anglosajona, o francesa, que española. En nuestra tradición los libros así no abundan. En mi generación, lo han hecho, por ejemplo, Lolita Bosh, Marta Sanz o Julián Rodríguez Marcos, pero son excepciones. De hecho, en este tiempo que llevo de promoción de Tiempo de vida he creído percibir en quienes me han interrogado cierto pasmo por el desnudamiento que supone el libro, lo cual se traduce en que el adjetivo que más se emplee para calificarlo sea el de valiente. Algo así no sucedería en Inglaterra, donde están más que acostumbrados. En cuanto a la segunda parte de la pregunta, si supondrá un punto de inflexión en mi estilo, está por ver.  

-La literatura puede ser una opción vital y también un complemento.

Sí, puedes conformarte con la lectura, quizá lo más inteligente, o además pretender escribir. Y puedes ser también un escritor de domingo, como se decía antes de un tipo de pintores, o escribir todos los días. Lo importante, como escritor, es que cada obra parta de una entrega radical. No puedes escribir nada bueno si no habitas dentro de lo que escribes, si no constituye una obsesión irrenunciable. Es necesario ese pulso porque ese pulso es el pulso de la verdad y sin verdad no hay literatura. El cómo lo consigamos, si a lo largo de muchos domingos o escribiendo todos los días, es irrelevante. Lo que importa es la obra, no las condiciones en las que fue escrita. Eso ni le añade ni le resta. Interesa sólo a los autores y lectores de biografías literarias. El pintor que lo es de verdad, como el escritor que lo es de verdad, como Nabokov, que en su etapa berlinesa escribía por las noches metido en el retrete de su casa, no considera nunca su arte un complemnento sino una opción vital. 

-A veces la literatura, aun la mejor, puede entenderse como una forma de fracaso.

La vida rebosa fracasos. Por cada triunfo que vivimos acumulamos cientos de fracasos. Desde el momento en que no podemos elegir todos los caminos que se nos abren, fracasamos en todos los que dejamos atrás. Y luego está la muerte, el fracaso principal. La literatura da cuenta, entre otras cosas, de esa realidad. De ese fracaso que es vivir Y en cierto modo, como ella misma forma parte de la vida, cualquier libro, hasta el más excelso, es el fracaso de todos los libros que pudo ser y no fue. Cualquier libro se hace con una mezcla de azar y de control, y el azar, por pequeño que sea, siempre distorsiona. Casi ningún libro es exactamente tal y como su autor lo concibió en primera instancia. De todas formas, un buen libro, aunque esté condicionado por nuestras muchas imitaciones, no es nunca un fracaso. Como no lo es un buen cuadro. 

La noche del arpa, de Mª Luisa Prada Sarasúa, 15/07/2010. De próxima publicación en Una noche de verano

 

 

     

La noche del arpa

 
 
El bullicio de la gente y las gracias de los mimos haciendo carantoñas a los más pequeños, animaban aquella noche en Portoferraio, capital de la isla de Elba.
Sentados a la mesa de uno de los muchos restaurantes instalados alrededor de la  plaza, dos profesoras y una treintena de alumnos de un colegio español,  daban cuenta de la cena mientras comentaban la visita  realizada durante el día a los pueblos de la isla y la información escuchada por boca del guía  sobre su origen volcánico y sobre el interés que había suscitado en civilizaciones de griegos, etruscos, y cartagineses quienes, durante siglos, se la disputaron con el deseo de apoderarse de sus yacimientos minerales, así como que en ella había reinado durante algo más de diez meses el mismísimo Napoleón.
Pero, aunque aquella explicación había resultado interesante para algunos, para otros no era lo que más les importaba de la isla ni del viaje. Lo mejor, si duda, era el haber tenido la oportunidad de disfrutar de sus playas, de su sol y sobre todo de la compañía de las estudiantes que sin la tutela familiar daban rienda suelta a sus ganas de vivir y a su deseo de pasarlo bien.
En esa conversación estaban cuando las farolas de la plaza se apagaron dejando como única iluminación las velas colocadas sobre las mesas que convertían el lugar en algo mágico y lleno de misterio.
Pocos segundos después unos focos de gran potencia daban luz a la tarima colocada al fondo de la plaza en la que, según lo programado, iba a celebrarse un concierto de arpas.
Laura, cogió entonces el programa que estaba encima de la mesa con el deseo de conocer las piezas que se iban a interpretar. 
            Había de todo; temas bellísimos de los compositores Vivaldi, Mozart, Claude Debussi, Maurice Ravel y de algunos otros  no tan conocidos, que a pesar de haberlos escuchado en numerosas ocasiones, hacerlo ahora en aquel lugar único, sin duda harían del espectáculo algo inolvidable y singular.
Pero, a pesar de la belleza de las composiciones, solo una de ellas la hizo recordar algo querido y lejano que ni el tiempo transcurrido desde entonces había podido borrar; algo vivido en sus años de estudiante cuando la escuchó abrazada al primer hombre que había amado, en otra noche de verano, en un teatro instalado al aire libre en una playa francesa, ejecutada por una orquesta compuesta solamente por arpas que interpretó «para ellos  dos» el Vals de la Musetta de la ópera La Bohème del compositor Giacomo Puccini.
Aquel abrazo, antesala de lo que ocurrió después, la hizo conocer un nuevo sentimiento y fue durante aquel trimestre en el que los dos, estudiantes extranjeros en Francia, habían aprendido a quererse y a vivir la mayor historia de amor de toda su vida; una historia, que había terminado al acabar el verano cuando ambos volvieron a sus países de origen, él para seguir con su novia de siempre y ella para casarse años después con la persona de la que se había divorciado hacía apenas dos meses.
Recordando aquélla época, Laura sintió dentro de sí algo a lo que no quería dar nombre y, cuando los músicos comenzaron a ocupar sus puestos, miró a su alrededor pensando en lo maravilloso que sería si la persona en la que estaba pensando estuviera entre todas las que llenaban la plaza.
Poco a poco, y entre grandes aplausos al final de cada pieza, los artistas fueron ofreciendo sus obras con una perfección exquisita. Aquellas melodías, magníficamente interpretadas hacían que el silencio entre los asistentes fuera sepulcral intentando escuchar y sentir aquellas obras como algo infinito y maravilloso.
Solo ella no prestaba atención a lo que estaba sucediendo. Sin saber el motivo, o quizás esperando un milagro, deseaba que fueran ejecutadas las cinco primeras con el deseo de que al llegar la sexta, la que ella había escuchado con la persona que llegó a ser lo más importante en su vida juvenil, esta apareciera para llevarla a una playa y amarla con el mismo deseo de aquel día.
De pronto un sudor recorrió todo su cuerpo y tuvo la sensación de que alguien la observaba con atención. No necesitó muchos segundos para saber que él estaba allí. Su corazón se lo decía y este jamás se equivocaba.
De pronto la persona que la miraba se levantó de su asiento y se dirigió sorteando a la gente hasta la mesa que ella ocupaba. Cuando estuvo a su lado, y como si se hubieran visto el día anterior, el hombre le dijo al oído Viens avec moi.
Laura habló entonces con su compañera y le pidió que siguieran sin ella. También le dijo que volvería antes de que finalizara el concierto pero que, de no ser así, se encontrarían en el hotel.
Sin más explicaciones y fascinada al comprobar que su pensamiento se hacía realidad, abandonó el lugar y siguió al hombre que la precedía y que a paso ligero se dirigía a la playa.
Fue una vez allí cuando el tiempo retrocedió para los dos y al contemplarse sin decirse nada, volvieron a ser aquellos jóvenes que se habían amado por primera vez hacia ya muchos años en una ciudad francesa, tras asistir a un concierto de arpa.
Iluminados por la luz de la luna que en aquel momento se reflejaba en el mar y por un cielo cuajado de estrellas, y arrullados por el murmullo del agua deslizándose sobre la arena, vivieron de nuevo su amor no olvidado que se hacía presente otra vez en un lugar al que ninguno de los dos pertenecía.
Él le contó que seguía viviendo en Inglaterra, el país donde había nacido, que estaba en Elba en viaje de negocios, que era un hombre infelizmente casado y padre de tres hijos a los que nunca podría renunciar, y quizás para consolarla, si es que había necesidad de hacerlo, le dijo también que, a pesar de haber conocido a muchas mujeres, la única en la que pensaba cuando estrechaba en sus brazos a las demás, había sido y sería para siempre su primer amor; Laura.
Ella le dijo que su vida transcurría tranquila tras haberse divorciado de la persona con la que había estado casada durante varios años; que s
e dedicaba a la enseñanza en un colegio español y que había encontrado en su trabajo y en sus viajes, la felicidad y estabilidad que nunca antes había conocido.
Después, todo fue sencillo,  y cuando al final tuvieron que despedirse, no se hicieron promesas que pudieran unirles en el futuro, ni tampoco reproches por parte de ninguno de los dos, solo un juramento que ambos deseaban cumplir, el de seguir recordando aquella noche en la que por primera vez habían sabido lo que era el amor.
Cuando cogidos por la cintura dejaron la playa, y volvieron a escuchar los acordes de su melodía que había vuelto a ser interpretada a petición del público, ambos comprendieron que estarían unidos para siempre aunque les separaran miles de kilómetros.
De nuevo en la plaza, cada cual se dirigió a la mesa en la que les esperaban sus acompañantes, y minutos después de tomar asiento, el espectáculo llegaba a su fin.
El público asistente premió con sus aplausos la interpretación de los artistas y poco a poco las farolas se fueron encendiendo.
Desde su mesa, Laura vio como el hombre de su vida dejaba la suya y acompañado de sus colegas abandonaba la plaza.
No miró hacia atrás. No era necesario hacerlo. Ya se lo habían dicho todo en la playa y ese recuerdo valdría para ellos mucho más que cualquier realidad.
Ahora, la vida disponía que tendrían que separarse de nuevo pero Laura tenía la convicción de que en cualquier otro lugar del mundo, y en cualquier otra playa de cualquier otro mar, ella volvería a sentirse abrazada por la persona a quien siempre había amado pues su corazón, que nunca se equivocaba, le decía que habría para los dos una nueva noche de verano. 

 

Foto: SMART-1 star tracker image from 744 km altitude, 25 August. ESA.

 

Shrek, felices para siempre: un cansado ogro cansino. Por Tanja Pérez Hunte (13/07/2010).

Con la saga Shrek, pastiche en animación de los cuentos de hadas puestos al día paródicamente, DreamWorks creó una de sus marcas de fábrica desde un tono más o menos irreverente, subversivo y satírico orientado a caricaturizar el edulcorado universo Disney. Y digo más o menos porque, ante todo, la franquicia se mantiene fiel a valores (norteamericanos) inmutables como la familia. La gracia (relativa) de su propuesta estriba(ba) en dirigirse no sólo al niño que hay en todos nosotros, sino también al adulto latente en cada niño.

Tras haber desafiado antes a un dragón malvado, rescatar a una princesa y salvar el reino de sus suegros, en la cuarta entrega el ogro verde protagonista parece tenerlo todo para ser feliz: está casado con su amada, la ogresa Fiona, con la que tiene tres ogritos adorables, y, por supuesto, sigue contando con sus amigos fieles, el asno y el Gato con botas. Pero ahora Shrek no es más que la sombra de sí mismo, entumecido por la rutina, lejos de la época aventurera en que sembraba el terror entre los humanos y su cabeza tenía precio. Nostálgico de aquellos tiempos, se deja engañar por un mago taimado, menos divertido que los villanos de los filmes precedentes, quien le propone un retorno faustiano a su vida pasada, borrando todo lo acontecido previamente.

De nuevo las situaciones narrativas juegan a propiciar el encadenado de gags burlescos dentro de la tradición de la serie, aunque con signos de agotamiento harto evidentes. Shrek está cansado. Y es cansino. Nada original emerge ya de este último capítulo, Shrek, felices para siempre (Shrek forever after, Mike Mitchell, 2010), centrado en contarnos qué sucede después del famoso «vivieron felices y comieron perdices». Los responsables de la saga reciclan sus recetas acostumbradas, con más ogros y mucha menos eficacia, en un largometraje desprovisto de cualquier sustancia, excepción hecha del Gato con botas al que vocalmente interpreta Antonio Banderas, única pieza del conjunto que se mantiene con dignidad (no por casualidad este personaje firmará en breve su acta de independencia cinematográfica).

 

Los premios Nobel de literatura y los niños, por Juan José Lage Fernández. 13/07/2010.

  

LOS PREMIOS NOBEL DE LITERATURA Y LOS NIÑOS


El Premio Nobel se instituyó en 1901, por decisión de Alfred Nobel (1833– 1896), ingeniero y químico, inventor de la dinamita,  quien legó en su testamento los recursos necesarios para la concesión del premio y desde entonces lo concede, con más o menos fortuna, la Academia Sueca.

Tal vez muchos lectores desconozcan que el reciente Premio Nobel 2008, el francés Jean Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940), tiene escritos dos libros para jóvenes, uno de ellos traducido al castellano en 1986: Viaje al País de los árboles (Ediciones Altea), libro comprometido, ya descatalogado, fábula iniciática sobre el amor a la Naturaleza y los miedos infantiles, con el tema recurrente en su literatura de los viajes, cuyo protagonista es un niño que se aburre y por ello decide viajar al país de los árboles y descubrir sus secretos.


El más representativo  


Para empezar, digamos que el premio Nobel que más dedicó su vocación al tema de la infancia fue sin duda Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel en 1978.

El propio autor, en el apéndice titulado ¿Son los niños los mejores críticos literarios, incluido en Cuentos judíos, publicado en la editorial Anaya, justifica el hecho con las siguientes palabras:

 «Los niños son los mejores lectores de auténtica literatura…y siguen siendo lectores independientes que sólo confían en su propio criterio. Nombres y autoridades no significan nada para él.»


Y además, el autor se permite teorizar sobre las reglas básicas que debería tener toda buena historia escrita y pensada para niños: enraizada en el folclore, respondiendo a preguntas eternas, carencia de mensajes, que hablen de lo sobrenatural, escritas con claridad y lógica. Singer (1904–1981) había nacido en Polonia, hijo de un rabino judío, aunque en 1935 emigró a los Estados Unidos y se hizo ciudadano norteamericano.

En su libro Krochmalna nº 10 (Ediciones SM), la  calle donde pasó su infancia en Varsovia, recoge las anécdotas que sucedieron en el hogar, por donde pasaban muchos judíos dada la condición de su padre.

Escribió siempre en yiddish, lengua que utilizaban los judíos que vivían en el gueto de Varsovia —destruido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial— mezcla de diferentes idiomas y escrito con caracteres hebreos.

Sus libros para niños se definen por tres rasgos peculiares: carácter autobiográfico, enraizados en el folclore popular y con el tono religioso que caracterizaba al autor.

Destacan, por ejemplo: Golem, el coloso de barro (Ed. Noguer) y Cuando Scklemen fue a Varsovia (Ed. Alfaguara).  


De 1909 a 1967


En 1909, la Academia concede el premio a la sueca Selma Ottiliana Louisa  Lagerloff (1858–1940), docente durante varios años, que se convierte en la primera mujer en conseguirlo y también la primera mujer en entrar en la Academia sueca en 1914.

En 1901, el Ministerio sueco de Educación le encarga la redacción de un libro para que los alumnos de las escuelas aprendan tanto la geografía de su país como la historia y las leyendas de una manera amena y divertida.

Surge así El maravilloso viaje del pequeño Nils Holgerson a través de Suecia, titulo original traducido al castellano con diferentes variantes: El maravilloso viaje de Nils Holgerson (Akal, 1983; Anaya, 2008) o El maravilloso viaje del pequeño Nils (Gaviota, 2001).

La historia, que se convirtió en un best-seller, está protagonizada por el niño Nils, que por una mala acción, disminuye hasta los 20 cm y así es como viaja sobre un pato doméstico por toda Suecia, con el noble propósito de proteger a los débiles y a la Naturaleza, para así poder recuperar su estado natural. 

Se trata de un libro, por su retrato del paisaje y las costumbres del pueblo sueco y por su extensión, de difícil lectura para los jóvenes de otras culturas, por lo que como dice Bettina Hurlimann, «será necesaria la ayuda de los adultos para que lo lean en voz alta».

Mezcla de diferentes géneros —fantasía iniciática, viajes— combina hábilmente el humor con las descripciones, la ternura y el lirismo.

Otro libro suyo para jóvenes fue Leyendas de Jesús (Editorial Lumen, 1981), que incluye ocho leyendas tomadas de los evangelios apócrifos.

En 1922, el premio recae por segunda vez en un español —la primera vez, 1904, se había otorgado de manera compartida a José de Echegaray—: se trata de Jacinto Benavente (1866–1954).

Su especial sensibilidad para el teatro infantil le llevó a crear El teatro de los niños, proyecto en el que colaboran numerosos autores de la época, y también le empujó a crear obras de teatro especialmente pensadas para los niños. 

Así, por ejemplo, surgieron de su pluma piezas como La princesa sin corazón (1907), El nietecito (1910), La novia de la nieve (1934) o principalmente El príncipe que todo lo aprendió de los libros (1909). 

Obras no obstante, que vistas con los ojos de hoy, están llenas de «anacronismos y alusiones forzadas, más asequibles para el espectador adulto que para el infantil» (GARCÍA PADRINO);«con fuertes&
nbsp;dosis de sentimentalismo, textos reaccionarios, discriminatorios y anti históricos
» (ISABEL TEJERINA).

En 1926, el premio se concede a otra mujer, la italiana Grazia Deledda (1871–1936), autora de una recopilación de cuentos tradicionales para niños, publicada en España con el titulo de Doce cuentos de Cerdeña (Editorial Labor, 1977).

En 1938, de nuevo una mujer es la premiada: Pearl S. Buck (1892–1973). Se había educado en China, donde sus padres eran misioneros y donde ella misma ejerció como misionera y educadora. Quizá fue esa vocación la que hace que sea la premio Nobel, tras Singer, que más libros escribió para niños.

Entre sus libros más conocidos para adultos figuran Viento del este, viento del oeste y La buena tierra, adaptada al cine.

Y para los niños, podemos citar a tres impregnados todos ellos del aroma oriental y del encuentro entre culturas: El dragón mágico (Lumen, 1965), que contiene dos cuentos; Los chinitos de la casa de al lado (Labpr, 1970), que contiene tres cuentos; y El haya (Juventud, 1978), que incluye tres cuentos cobijados bajo tres árboles: el haya, el abeto y el sicomoro.

Tanto en El dragón mágico como en Los niños del búfalo, el otro cuento incluido en el libro, cuentos a partir de los 9 años, los temas son recurrentes: la estructura oral, el encuentro y amistad entre niños de diferentes cultura y la defensa de la condición femenina.

En el año 1949, el premio se lo lleva William Faulkner (1897–1962). Criado en una clásica familia del Sur norteamericano, refleja en su obra el ambiente de estas regiones sureñas y el enfrentamiento con el norte. Trabajó como guionista de cine y se le considera introductor de técnicas narrativas innovadoras. 

Obras suyas significativas son El ruido y la furia, Santuario, Mientras agonizo o El villorrio. 

Para niños a partir de los 9 años, es autor de un libro: El árbol de los deseos (Lumen, 1970; Ediciones B, 1989; Alfaguara, 2008).

Escrito para una niña con motivo de su 8º cumpleaños, el libro es un relato de corte maravilloso, que nos recuerda a Alicia en el país de las maravillas, retratando muy bien el escepticismo de los viejos y la inocencia de los niños, con alusiones antibélicas del tipo «las guerras siempre son igual» o «En mi vida he visto un soldado que ganase algo en la guerra».

En 1954, el premio se lo lleva otro norteamericano. Se trata de Ernest Hemingway (1899 – 1961). Periodista, corresponsal de guerra, conocido por libros como El viejo y el mar, Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas o Las verdes colinas de África, nos dejó dos libros para niños.

En El toro fiel (Debate; 1989), con ilustraciones de Arcadio Lobato,fruto de su apasionamiento por la fiesta de los toros, presenta un toro admirado por su bravura y por su fidelidad, que es una de las constantes de su obra («no era pendenciero ni malvado, pero luchar era su obligación»).

Otro libro suyo es El buen león (Debate, 1984), con ilustraciones de Francisco González, de diferente tono, pues presenta un león que no es como los demás y huye de la selva volando para refugiarse en Venecia. «Quizá todos deberíamos ser fieles» es la moraleja final.

Ambos son libros para lectores a partir de los 7 años.

En 1967, el premio recae el un autor de habla hispana. Se trata de Miguel Ángel Asturias (1899–1974), escritor guatemalteco. Autor de libros encuadrados en lo que se llama el realismo mágico —Hombres de maíz, El señor Presidente— es autor de un libro para jóvenes, o mejor, publicado en una colección juvenil.

Se trata de El hombre que lo tenía todo, todo, todo (Siruela, 2001). Fábula lírica, surrealista y barroca,  a partir de 11 años, con cierto tono oral no desprovisto de sentido critico, cuenta la historia del hombre que al respirar dormido, atraía con el aliento todo lo que era de metal.

  

De 1984 a 2008.

 

En 1984 el premio se lo lleva el escritor  nacido en Praga Jaroslav Seifert (1901– 986). Recriminado y discriminado por repudiar el sistema estalinista y unirse a la llamada “primavera de Praga” en 1968, es autor de un libro para niños: La canción del manzano (Ediciones SM, 1985), ilustrado por su compatriota Josef Palecek, a partir de los 9 años.

Se trata de un poema narrativo, muy devaluado, pues con la traducción ha perdido parte de su sonoridad y fuerza original, que recorriendo las cuatro estaciones del año, hace una loa de las excelencias de la Naturaleza y de la vida, e ilustrado con tonos del estilo naif, con imágenes muy detallistas y minuciosas.

En 1989, el premiado es otro español. Se trata de Camilo José Cela Trulock (1916–2002). Retratando niños esperpénticos, obsesionados y maniáticos, se conocen tres libros suyos para niños.

La bandada de palomas (Labor, 1969 y Alfaguara, 1987)  es un relato al estilo de los viejos cuentos populares, no exento de mensaje y escrito con gracia y frescura. Cuenta la historia de la niña Esmeralda, hija de leñador y lavandera, que  es pretendida por el mago–ogro Jamalajá, que la convierte en paloma por no acceder a sus deseos.

Cuando al padre lo nombran alcalde, prohíbe cazar palomas y ordena plantar árboles para que se posen en ellos.

En Vocación de repartidor (Debate, 1985), con acuarelas de Montse Ginesta,   la historia «del séptimo cielo de las vocaciones que no se explican» , cuenta las aventuras del niño Robertito, relimpio y repeinado, cuya mayor ilusión es hacerse amigo de dos niños repartidores de leche y a pesa
r de los insultos que recibe, insiste y les persigue («es lo que más me gusta»).

En Las orejas del niño Raúl (Debate, 1985 y Fondo de Cultura, 2007), con acuarelas de Roser Capdevila, retrata al joven Raúl, obsesionado por sus orejas y nada ni nadie era capaz de librarlo de tal obsesión. 

En 1998, el premiado es José Saramago (1922), el primero concedido a un autor de lengua  portuguesa. Autor de libros como Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres El hombre duplicado, para niños escribe el cuento titulado La flor más grande del mundo (Alfaguara, 2001). 

El relato —a partir de 7 años— empieza con estas confidencias: «las historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas y además, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy explicada y una paciencia muy grande». Con óleos  de Joao Caetano,  a modo de collages incluyendo retratos del autor, la historia en estilo directo, habla de un niño que salvó una flor y se convirtió en héroe y finaliza con esta declaración de humildad: «me da mucha pena no saber contar historias para niños».   

Dos preguntas

 

Tras este repaso, cabe hacerse dos preguntas: ¿qué impulsó a estos autores a escribir este tipo de obras «menores»?; ¿sus libros tuvieron éxito en su época, han permanecido en el tiempo, pueden equipararse a su obra para adultos?

La primera cuestión puede contestarse en base a tres argumentaciones: 

  • Respondiendo a decisiones editoriales por la popularidad del autor.

  • Respondiendo a planteamientos familiares o sociales.

  • Respondiendo a planteamientos internos, desde el niño que fueron.

Ya sabemos las explicaciones de Isaac B. Singer y sabemos que W. Faulkner escribió su obra como regalo para una niña en su octavo cumpleaños. José Saramago dijo de la escritura de su libro: "me interesa conocer mi relación con ese niño que fui".

Lagerloff escribió su libro como respuesta a una petición política y poco más podemos decir.

¿Siguen vigentes hoy estas historias? ¿Resistirán las más recientes el paso del tiempo? Si nos atenemos a las reediciones, pocas han permanecido en la memoria colectiva. Quizás la obra de Selma Lagerloff , por tratarse de un manual escolar, ha resistido bien las sucesivas ediciones, o algunas obras de Singer, por tratarse de cuentos de carácter  popular, siempre vigentes.

 

Juan José Lage Fernández es director de la revista Platero                   

 

 

 

Viaje al olvido de mis adentros, de Fernando Fonseca. 10/07/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

          

 
 
Viaje al olvido de mis adentros
 
 
                No obstante, me derrito. No era mi intención escribir, pero sin más me he visto escribiendo. En realidad mi deseo no es otro que pulsar mi nervio nocturno una vez asumido el insomnio propio de una noche de verano en Tozeur, donde me parece que vivo ahora. Afectado por un ritmo cardíaco lento, aliviadas mis habituales urgencias urinarias, fresco aún el sinsabor de ese sueño recurrente en el que, no sé por qué extraña razón, termino siempre representando a un hombre, por llamarlo así, de Magritte y, comoquiera que sea, porque a estas horas el resto de la especie humana respeta las oscuras estancias del silencio, como decía, afectado por todo eso y más, considero que mi escritura irremediablemente ha de verse condicionada y manifestarse distinta, obra de otro hombre, por llamarlo así, en un cuadro de Magritte.
            Hace muchos años que no me retiro a escribir por las noches, así que en estos precisos instantes no sabría decir qué elementos pueden caracterizar mi circunstancial escritura nocturna. Bebo un vaso de agua y contemplo desde la ventana la plaza vacía y vagamente adornada con los reverberos, flotando sobre el baldosado, de las humildes farolas y me sobresalto con la ráfaga de luz que dejan los faros de un automóvil al pasar y que barre el techo de mi cuarto (pensé en un faro seguidor, como los del teatro, que me buscaba). Un bulto oscuro y extendido sobre un banco me lleva a pensar que ahí hay un hombre durmiendo al raso que parece protegerse contra el calor de la noche con un capote Truman o tal vez un Macintosh. Pienso que se trata de un mendigo o un pariente que con toda seguridad mañana, a primera hora, habrá desaparecido del mundo sin dejar rastro, llevándose consigo el dichoso capote o el impermeable junto a su adornada infelicidad en el agobio caluroso de esta noche incivil, como si ese hombre, por llamarlo así, fuese yo o un atildado sin rostro de Magritte. En el cielo de la noche no hay pájaros, cuando, como todo el mundo sabe, en Tozeur cada mañana una lluvia de loros saliendo del palmeral nos invita al nuevo día. Yo los veo, lo juro.
            Ahora constato la fragilidad de mis razonamientos y la sospecha abarca cada recoveco de mi pensamiento poroso. El reloj despertador tiene trece horas y calzo las zapatillas al revés: la del pie derecho la llevo en el pie izquierdo y la de éste en el otro pie, escribo con la mano siniestra sobre un papel que se arruga porque escribo dentro del agua que hay dentro de esta pecera que es mi casa, y mis palabras se despegan del papel formando aros que forman burbujas que van a la superficie del agua para explotar. Literaguaaaa… Es así como escribo yo.
            Ahora sí, enciendo el quinqué y a continuación la radio y me siento a la mesa del escritorio, de donde recupero el libro de Nabokov que todavía ayer estimulaba mi predisposición a la escritura. Abro el libro al azar y un pálido fuego salta alegre desde sus páginas en forma de mil mariposas de otros mil colores que vienen a estrellarse contra mi desprevenido rostro. Ahora tengo cabeza de asno como Bottom el tejedor y, al igual que Malone, imagino mi retrato como la fotografía de un burro. Todo lo demás me la sopla.
            Me derrito y me consuela saber que la literatura es metamórfica en sí misma, y quien no entienda esto que deje tranquilos a los demás. Por cierto, en la radio está sonando Capri, c’est fini, canción que me hace evocar a una furibunda mujer que me doblaba la edad y a la que creo haber amado, en la inmensidad beige de una playa del Midi, a la vez que compartíamos un destartalado cigarro de marihuana. Recupero la voz grave de aquella mujer y sus contundentes palabras en francés norteafricano: je ne crois pas que j’y retournerai un jour. Era su forma cruel de despedirse de mí, y me lo decía medio cantando. Finalmente, un tanto airada, me dijo Capri, c’est fini y la perdí para siempre, salvo estos retornos alevosos que mi memoria propicia a veces.
            Escribo a pesar de las alteraciones que me afectan como un mal recóndito. No se me ocurre otra cosa, apenas nada, pero sin embargo sé que estoy escribiendo mientras me derrito y de repente me dispongo a pensar en un futuro lector de estas palabras que ahora mismo salen de mí sin que yo sepa a ciencia cierta qué significado guardan ni porqué motivo salen de mí en estos momentos. Un futuro lector que, sin embargo, está leyendo aquí mismo. Otra cuestión sería preguntarse ¿por qué permito que salgan de mí estas palabras?… ¿Por qué me hago estas preguntas?… Pero las preguntas, cuando se trata de preguntas baldías, es mejor olvidarlas y, en todo caso, delimitarlas. De modo que una tercera opción interrogadora —¿para qué?— muere antes de nacer bajo un violento tachón de inequívoca intencionalidad.
            Escribo a mano y apretando los dientes. Nada se me ocurre porque a estas alturas de la noche y con esta temperatura de agobio no hay cuento posible, no hay ficción, digamos que en lugar de palabras dulces lo que respiro es esta ceniza que seca mi boca de Chandos. No queda imaginación suficiente para ir tirando. No queda tinta y las mariposas han volado a otra esfera, mientras los loros se emborrachan en el palmeral. Todo eso me digo en tanto escribo. Sé que estoy escribiendo aunque al mismo tiempo ignore lo que escribo. ¿Para qué? (tachón)… El reloj despertador tiene nueve horas y un cuarto y en mi habitación canta el tic-tac, tic-tac, tic-tac… de la soledad. Mi intención no es otra que ponerme a prueba y escribir, pero me coarta pensar que a la mañana siguiente —una vez espabilado por la lluvia de loros— habré de leer lo que aquí deje escrito y, lo que es más cruel, juzgarlo con el inevitable riesgo de no reconocerme a mí mismo, y eso mata. Porque esa es mi intención, ponerme a prueba y llegar a conocer mi escritura nocturna, en definitiva, la escritura de un desconocido, cuando ya nadie a mi alrededor articule palabra, cuando nadie hable solo ni comente avatares que únicamente a terceros les conciernen, cuando nadie está o cuando nadie es siendo una mancha humana estrellada en un cuadro de Magritte. O danzarinas de Degas o narcisos de Wilde o paraguas de Satié o la trompeta de Vian o un sombrero de Beuys o la pipa de Simenon o suspiros de España o una multitud en dispersión… Hablo de esos pequeños seres que habitan mi soledad y que ni hablan
entre ellos ni lo hacen conmigo, ya fuese mediante señas o mediante intenciones aviesas. Personajes usados en otras historias antiguas, y por lo tanto decentemente olvidados, o listos para las posibles historias que en adelante pueda yo escribir fuera de Tozeur. Hombrecitos que en un cuadro de Magritte harían de lluvia. Hablo igualmente de mí. Insisto, no era mi intención escribir, mas el insomnio en esta caliginosa noche de verano me ha traído hasta aquí y ahora no veo, no oigo, no pienso y ni siquiera deseo otra situación que la de enlazar palabras enlazando frases que enlazan un texto… La literatura, una vez más, me lleva a esto: la autodestrucción. Me he derretido, me soporto y escribo, no obstante.

 

Foto: Inside of Gassendi crater, Esa.

La noche de los mosquitos sordos, de José Ángel Ordiz. 5/07/2010. De próxima publicación en Una noche de verano.

  

 

La noche de los mosquitos sordos

 
Llegué al hotel de anochecida, como habíamos convenido. El día, caluroso y húmedo, aunque no soleado, se despedía con una placidez veraniega de la que yo, asomado al balcón orientado hacia el río, carecía en mi interior. La llamé. “Doscientos dos”, dije únicamente, y ella cortó la comunicación sin pronunciar otro vocablo que el “Dime” inicial. No hacían falta más palabras telefónicas; antes bien, podrían comprometerla, delatarnos. Guardé el móvil en el bolsillo del pantalón, fijé la mirada en las menguadas y perezosas aguas del cauce. Embarazada… Un hijo mío…
«¿Mío?»
«¡Sí, tuyo, tuyo!»
«¿Estás segura?»
«¡Sí!»
«Pero nosotros…»
«Pues estoy embarazada. Me follas como un animal, se rompería la goma.»
«Eres tú la que me pides…»
«¡Yo no te pido nada!»
«Bueno, cálmate ya, que todo tiene solución.»
«No abortaré.»
«¿Y si sale la criatura clavada a mí, con mi pelo y mis ojos?»
«Que salga como quiera.»
«Escúchame, tenemos que vernos, pensarlo.»
«Yo ya lo he pensado.»
«Te espero mañana en el hotel que está junto al río.»
«No me convencerás.»
«Convénceme tú a mí.»
«Vale, en ese hotel.»
«Te llamo cuando llegue, al oscurecer.»
Ya no se veía el río cuando me retiré del balcón, luces de ciudad a izquierda y derecha, y al fondo del telón nocturno; ninguna luz en mis negras reflexiones. Un hijo… Aunque no sería hijo mío, sino de ella y del marido si la criatura no salía clavada a mí, albino y con estos ojos claros que reconocería el esposo, mi jefe en la empresa nada afectada por la crisis económica mundial pues está de moda la incineración de cadáveres. Las once en el reloj, las doce. Y ella no aparecía. Busqué el canal de los deportes en la tele. Tenis de alto nivel, arte deportivo, vano o admirable, según se mire, cierto es que somos distintos al resto de los animales por semejantes artes y pasiones: los mosquitos no juegan al balompié, pongamos por caso. El cambio climático en otro canal, el calentamiento en la superficie del planeta justo cuando correspondería una nueva glaciación: más materia prima para nuestra empresa, viva la contaminación. Me desnudé, me tendí en la cama. No la quería ni poco ni mucho, sólo la deseaba de cuando en cuando. Y la follaba como un animal porque ella me lo pedía a veces, sí, y, cuando no me lo pedía, para joder al marido mandón a través del cuerpo de la esposa aunque él no lo supiera: cualquier desahogo es bueno cuando no hay otro.
Estaba a punto de quedarme dormido —no servía el allá tú, el allá ella: podía perder yo el puesto de trabajo; con todo, al fin conciliaba el sueño, esa muerte temporal que en realidad repara los estragos de la vigilia— cuando oí al mosquito, ese zumbido, ese sonido de trompetilla que inquieta como el estridor de una sirena. Rondó mi rostro y sólo logré abofetearme dos veces al pretender aplastarlo. Encendí luces, me levanté. Te vas a enterar. La toalla mayor del cuarto de baño en la mano derecha, la mirada inquisitoria por techo y paredes. ¡Allí! Al suelo la lámpara de la mesilla. ¡Allí! Al suelo el adorno de la mesa del escritorio, el contenedor oval, y los cantos rodados que antes llenaban el cuenco de vidrio esparcidos por la moqueta. ¡Allí! Al suelo el cuadro que yo mismo hubiera pintado mejor, aquella simple raya negra, irregular, sobre fondo blanco. Me rendí. Busqué refuerzos, marqué el uno en el teléfono del hotel.
            —Oiga, señorita.
            —Señora.
            Recordé que la recepcionista también estaba embarazada, casi de parto a tenor del tamaño de la barriga.
            —Qué desea, caballero.
            —Hay en la habitación un mosquito que me impide dormir.
            —Imposible, caballero. Todas las habitaciones del hotel cuentan con generadores de ultrasonidos antimosquitos.
        
    —Pues este mosquito será especial, estará sordo. ¿No tendrán por ahí un insecticida?
            —Son innecesarios en este hotel, caballero.
            —Le digo que…
            —Podemos cambiarle de habitación si lo desea.
            —¡No, no lo deseo!
            ¡Preñada!
            Colgué el teléfono con violencia. Coloqué el cuadro en su sitio, recogí el cuenco de vidrio coloreado, lo rellené con los cantos rodados que no pateé. Casi me electrocuto al intentar que luciese la bombilla de la lámpara de la mesa de noche. Me refresqué en el cuarto de baño, me armé con otra toalla. Esto no se quedará así, mosquito de antenas sordas. Alguien llamó entonces a la puerta.
¿Ella? ¿A semejantes horas? Bueno, mejor tarde que nunca, y mejor ella que el marido.
Era el del mantenimiento del hotel, turno de noche.
            —¿Me permite una rápida comprobación? Serán apenas unos segundos.
Ningún defecto en el generador. Ni rastro del mosquito sordo.
            —¿Desea cambiar de habitación?
            —No, de eso nada. Yo me quedo aquí.
            —Sólo pican las hembras, ¿lo sabía?
            —¿Las hembras?
            —Los mosquitos machos no se alimentan de sangre.
            —Pero hasta mañana no sabré si se trata de macho o hembra.
            —Ya le digo que el generador…
            —Sí, sí, ya.
            —Buenas noches, caballero.
            —Compren insecticidas, ¿me oye?
            Hijos que se convierten en padres antes de regresar al lugar del que procedemos, la nada o el todo, qué absurda carrera de relevos hacia el misterio para mí, qué lástima no ser creyente. El sueño nuevamente; reparador, liberador. Ahí te quedas hasta mañana, mundo.
¡Otra vez el mosquito!
            Allí… Allí… Allí…
            —¡Te maté, cabrón!
            Sangre en la pantalla del televisor, y restos mínimos, pero visibles, del insecto. Las pruebas. Al día siguiente, más descansado, les mostraría las pruebas.
            La voz: te quedarás sin empleo, y probablemente sin dientes ni nariz, sin vida quizás, por culpa de un espermatozoide tan huidizo e inoportuno como el insecto sordo.
            ¡Y muerto! Buenas noches, voz, mundo.
            ¿No arreglas el estropicio? ¿No cuelgas el cuadro? ¿No recoges los cantos rodados, esparcidos por la moqueta de nuevo, ni pones la lámpara sobre la mesa de noche?
            ¡No! Ni ahora ni… ¡No puede ser! ¿Otro mosquito? ¿Dos mosquitos con antenas sordas?
            Pues sí.
            Todo lo demás, lo que justifica por qué mato insectos desde aquella noche sin descanso, con insaciable rencor, insectos machos o hembras, insectos inocentes o culpables, sucedió a continuación.

 

Foto: Impact ‘spots’ on the Moon. ESA, 2006.

Aquel primer Terenci Moix: Crónicas italianas. Por J. de Oxendain (04/07/2010).

Aseguraba Johann Wolfgang von Goethe, en la fecunda prosa de su Viaje a Italia (1828), que quien ha visto Roma lo ha visto todo. Y, como no podía ser de otra manera, fue en la llamada Ciudad Eterna donde otro autor de estupendas páginas viajeras vislumbró al menos parte de ese Todo también conocido como lo Absoluto: no fue sino Roma el primer lugar en proporcionar a Terenci Moix diana existencial para dirigir ese dardo sediento de plenitud que era su vida. Porque allí, en atinadas palabras de Ana María Moix, Terenci “descubre el arte, la cultura y la historia como patria espiritual. Una patria reconocida, desde entonces, como única posible para su sensibilidad y sosiego, a la que ya perteneció para siempre y a la que nunca renunció”. Puede decirse, con razón, y no sólo son cosas de Goethe (¿por qué serán tan suscribibles los clásicos?) afirmar que empieza una nueva vida cuando vemos con nuestros propios ojos el conjunto de la inmarcesible urbe fundada por Rómulo y Remo. Y fue asimismo la capital de Italia, país en que pasó Moix los más dichosos años de su efervescente biografía, la que felizmente propició la existencia de Crónicas italianas (1971; Seix Barral, 2004).

A mitad de camino entre la lúcida crónica viajera y una ferviente declaración de amor tanto hacia una ciudad inefable como hacia una nación de belleza sin parangón, estas por fortuna ahora rescatadas Crónicas italianas, originariamente publicadas en 1971, pertenecen a la mejor época de Terenci Moix. Es decir, manan de los años previos al éxito mediático de los premios (obtuvo el Planeta en 1986 con No digas que fue un sueño), los best sellers (verbigracia, El sueño de Alejandría,1988), la cinefilia de bombo y platillo, y la egiptología fetichista; fluyen de las mismas fechas que vieron surgir La torre de los vicios capitales (1968), Olas sobre una roca desierta (1969, Premio Josep Pla de Narrativa Catalana), El día que murió Marilyn (1970), Terenci del Nilo o viaje sentimental a Egipto (1971), Mundo macho (1971)… O lo que es lo mismo, Crónicas italianas son fruto de esos años de producción literaria que la celebridad solapó de alguna manera. Por eso, en un prólogo de perspicacia difícilmente superable por cualquier otra reseña, la ya antes citada Ana María Moix tiene a bien “advertir al lector de que, en estas páginas, se encontrará con la personalidad de otro Terenci, un Terenci más oculto y más secreto, aunque, eso sí, tan apasionado como el que ya conoce. Porque la pasión era una de las notas esenciales de su manera de ser, de pensar, de sentir, de vivir y de manifestarse.”

Crónicas italianas es mucho más que un hermoso libro transido de despierta plasticidad. En él no sólo podemos seguir cerciorándonos de que Roma, y por extensión Italia, “no ha perdido nunca esta vivísima facultad de ser de todos. Aquí no hay mixtificación turística que valga: es tierra de los Flavios y del Papado, del Pasquino y del Caravaggio, del romántico y el barroco, superpuestos todos en un lienzo gigantesco cuyos colores parecen tener, además, una voz”. Crónicas italianas constituye, al mismo tiempo, todo un punto de inflexión dentro de la obra de Terenci Moix, ya que éste llegó a la Ciudad Eterna a finales de los sesenta con “ciertos humos de enfant terrible” de las letras catalanas y volvió de ella habiendo hallado el tan deseado sendero para acceder a su íntimo sueño de ser un humanista. Sí, en un principio, “Italia era, simplemente, una promesa de enriquecimiento cultural”, y Terenci “ignoraba, todavía, que detrás de ello se encontraba el camino hacia la búsqueda… de un desesperado neohumanismo”.