Presentación de El hierro del mayoral, de Mª Luisa Prada. 14/05/2010
Presentación de Deva y el pitín, de Esther García. 14/05/2010
Pedro Antonio Curto
Decía Alejandra Pizarnik: “En cuanto a escribir, sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran”. Espero que esta comunidad literaria y periférica, escribamos mejor o peor, sirva para que nos quieran (y nos queramos) al menos un poco.
Pedro Antonio Curto
Foto: www.curtoescritor.com
Esas ficciones (4), por José Ángel Ordiz
Ahora que todos somos personas y personajes, Woody, ya sé de dónde vengo y a dónde quiero llegar. Vengo de la memoria y quiero llegar al recuerdo.
-A ti te hubiera gustado nacer en el futuro por si se inventa la inmortalidad.
-No, por simple curiosidad.
-A mí no me la pegas.
-Ni tú a mí. Pretendes que te entretenga porque no puedes moverte de ahí y te han cegado los gamberros.
Hoy no tengo hambre ni sueño. Tampoco nieva hoy. Es cierto, sí: son muy buenas casi todas las narraciones y las películas donde nieva mucho o hay mucha nieve por las calles o por los montes: nieva en El resplandor, nieva en Pelle el conquistador, nieva en Dersu Uzala –en la novela de Arséniev y en la película de Akira Kurosawa: ¡No disparen, soy gente!-; en Dos viejos gruñones incluso, en este último filme los sucesores de Stan Laurel y Oliver Hardy, ya viejos Jack Lemmon y Walter Matthau pero sin embargo lozana, reconocible, envidiable, esa amistad que ni una dama en disputa será capaz de quebrar.
Hola, dama, saluda el gigante a La princesa prometida, donde el protagonista masculino sustituye el Te quiero con que ama a la protagonista femenina con un apocado Como desees (se quejará luego; hay que ser más explícito, hombre, y que salga el sol por donde quiera, ¡Me cago en el misterio!).
Continúo con la nieve después de la nueva dispersión anterior. Con la nieve y con el frío, con el mucho frío que abriga a ficciones tan reales como El pianista de Roman Polanski (el director perseguido por el pasado, como si no tuviéramos todos -y todas- trapos sucios por ahí, principalmente los perseguidores de oficio) y del flaco Adrien Brody, que a mí me recuerda un poco a Benjamín Prado, el escritor, en cuanto al físico se refiere.
-Hombre, con unas cuantas copas encima…
-Coño, House, tú por aquí.
-¿No estabas enfermo?
-Desde hace años, y ya voy para viejo, así que te llamaron tarde.
O a ficciones tan hilarantes como El baile de los vampiros, del Polanski también (qué atractivas resultan, al parecer, las mujeres hermosas con cara de niña, y las bellas niñas con rostro de mujer; cómo pierden a los hombres; tendría que hablarnos sobre el tema algún experto; ¿Te sirvo yo?, ¡Ay, qué susto!, ¿Qué temes, Clarice, José Ángel?).
En El silencio de los corderos no nieva mucho, ni hace mucho, mucho frío, pero qué escalofríos provoca Hannibal Lecter, la madre que lo parió. Aunque el psiquiatra caníbal se debe a la pluma del novelista Thomas Harris, que le dio vida secundaria en el relato El dragón rojo, luego protagonismo principal en El silencio de los inocentes (corderos) y más tarde en Hannibal y en Hannibal: el origen del mal. Imágenes y voz se las pusieron Jonathan Demme y el genial multiusos Anthony Hopkins (cuyo apellido tiendo a confundir con el de Anthony Perkins, el de la Psicosis de Hitchcock). Psiquiatra caníbal no conozco a ninguno, pero sí conozco a un par de psiquiatras pirados.
-¿Sus nombres, Clarice, José Ángel?
-Quítate para allá, demonio.
-Quid pro quo, Clarice, José Ángel, no lo olvides nunca.
Puedo confesar que tampoco los extravíos por las profundidades oceánicas o espaciales fueron el principio de mis ficciones vividas, Woody.
-Cuenta, cuenta, que tienes razón y ya nadie, casi nadie, se detiene junto a mí al pasar por esta calle peatonal.
-Fueron las aventuras ilustradas de Roberto Alcázar y Pedrín, creo recordar.
-O sea, que casi empiezas por el final este conjunto de palabras que llegan de la memoria y pretenden el recuerdo.
-Tanto como por el final…
-Me suena ese quid pro quo de antes, me suena a…
-¿A qué, Woody?
-A las críticas amigas o enemigas, pocas veces imparciales, de los expertos oficiales en ficciones y realidades, condicionados por la amistad o la enemistad, por la política, por la religión o el ateísmo, por la pasta…
-Ya… El caso es que vuelvo a tener hambre y sueño.
-Qué calamidad.
-¿Seguimos mañana?
-Lo malo de mañana es que a lo peor no existe.
-Ahí te quedas, liante.
El cine en tres dimensiones… Y entonces me acuerdo de las ficciones teatrales, y veo, en el Jovellanos gijonés, a un sinvergüenza –Pepe Rubio- al que pretende enseñar Alfonso Paso. Sin las gafas que se precisan para ver Avatar, el anuncio del mañana (si existe); nada del otro mundo En tierra hostil, el presente oscarizado, si la comparamos con El submarino (por el manejo de la cámara), con Platoon o con Apocalipse Now –¡El horror…!- (en lo tocante a las hazañas bélicas, que nos devuelven una y otra vez a nuestra condición de homínidos irrecuperables a pesar de esas ficciones –realidades- que nos narra la existencia y que nosotros, a veces, recreamos).
Ahora el alimento y la cama -soñar, siempre soñar-, después bien veremos, insiste el ciego que nunca me abandona (y no me refiero a Woody Allen).
La plaga de los zombis, edición de Jesús Palacios
La plaga de los zombis
y otras historias de muertos vivientes
Varios autores
Esta antología de trece relatos, preparada con esmero por Jesús Palacios, pretende ofrecer al lector aficionado una visión evolutiva del mito en los últimos cien años. Así, este particular viaje comienza con el "Zombi Vudu", el muerto viviente de la religión y el folclore haitianos, con relatos como Yo anduve con un zombi (1942), de Inez Wallace, o La plaga de los zombis (1922), de John Burke. A continuación entramos en los dominios del "Zombi Pulp": la criatura se convierte en personaje de la genuina pulp fiction de las revistas populares norteamericanas de los años 20, 30 y 40. Relatos como Cuando caminan los zombies (1939), de Thorp McClusky, o El imperio de los nigromantes (1932), de Clark Ashton Smith son representativos de esta época. Finalmente, y ya despuntando nuestro siglo, llegamos al "Zombi post-Romero" –en referencia al director de la película germinal del género actual, La noche de los muertos vivientes (1968)– con relatos contemporáneos como Dios salve a la Reina, de Marc Levintal y John Skipp, o Amores muertos, de Ian McDowell.
AEA 10º Aniversario. Mujeres en escena, por Violeta Varela. 11/05/2010
El miedo, de Gabriel Chevallier. Por Ernesto Colsa (11/05/2010).
Resulta inevitable comparar El miedo con otros clásicos sobre la Primera Guerra Mundial, que son habas contadas frente a los ambientados en la segunda gran conflagración. El cotejo con Sin novedad en el frente parece el más adecuadodada la identidad argumental, bien es cierto que desde bandos opuestos, pero el halo de melancolía que impregna la obra de Erich Maria Remarque muta en exabrupto en la de Chevallier, aunque ambas persiguen idéntico objetivo: desnudar el horror del frente, poner de manifiesto el absurdo del conflicto. El miedo es un alegato brutal frente a los instigadores de la monstruosa carnicería, quienes dirigen las operaciones desde la comodidad de sus poltronas mientras la tropa sufre todo tipo de privaciones en unas trincheras frías y hediondas.
Este antibelicismo constituía una posición políticamente muy incorrecta en el momento histórico en que la obra fue concebida, hecho que corrobora su primer capítulo, donde asistimos con estupefacción al júbilo del pueblo ante la declaración de guerra, así como al linchamiento de un disidente que osa mostrar su disconformidad con la opinión general; los propios soldados, por su parte, ven en la movilización una excitante aventura que los saque de sus rutinas. La novela abarca la integridad del conflicto, pues se extiende hasta las confusas jornadas tras el armisticio, donde los soldados vagan desconcertados por el frente, ayunos de órdenes, y dudan sobre la certeza de los rumores. No deja de ser una ironía que las circunstancias obliguen al protagonista —trasunto del propio Chevallier— a permanecer en activo hasta el final de la contienda, cuando en ningún momento niega que su único anhelo es el de escabullirse del frente. Sólo consigue su propósito durante el breve período de convalecencia en el hospital a causa de una herida de guerra no invalidante que tiene la suerte de sufrir, y por la que muchos de sus compañeros son capaces de autolesionarse aun a riesgo de sufrir el consiguiente consejo de guerra.
La novela de Chevallier desmitifica la lucha; no encontramos en sus páginas heroísmo ni patria, ni siquiera odio. Por el contrario, hay en El miedo aburrimiento, mierda y piojos; frío, cieno y hambre. Asistimos a la transición entre el combate decimonónico y las estrategias modernas, sin que la irrupción de los carros blindados pueda evitar el estancamiento del frente durante casi toda la contienda, ni que cada exiguo avance sea posible a costa de miles de vidas. Porque es preferible la destrucción total e instantánea que nos procuran las armas actuales a esta interminable agonía en las trincheras, por cuanto implica la prolongación de un sufrimiento que saben completamente inútil quienes lo padecen.
La tesis el El miedo queda formulada de forma magistral en la cita de un tal teniente coronel Ardant du Picq, con que se abre uno de los capítulos: “El hombre en el combate es un ser en el que el instinto de conservación domina momentáneamente todos los sentimientos. La disciplina tiene por fin domeñar ese instinto mediante un terror mayor”.
AEA 10º Aniversario: Presentación del Diccionario histórico de autores de literatura infantil y juvenil contemporánea.
Jueves, 13 de mayo; 18.45 horas
El tiempo envejece deprisa. Nueve historias de Antonio Tabucchi, por Ángel García Prieto. 8/05/2010
La palabra itinerante