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And the Oscar goes to… Por José Havel (28/02/2010).

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“¡Pero si es igual a mi tío Ocar!” exclamó un día de 1931 Margaret Herrick, bibliotecaria de la Academia de Cine y Artes Escénicas de EE. UU., al ver la dorada estatuilla diseñada como premio de la misma por Cedric Gibbons, el reputado director artístico de Metro-Goldwyn-Mayer. Y a la postre ese ha sido el nombre con el que se conoce popularmente al célebre Academy Award: en 1934 Sidney Skolsky lo empleó en su columna periodística para referirse a la galardonada Katharine Hepburn y la Academia, a partir de 1939 de forma oficial.

Desde su primera entrega en el 16 de mayo de 1929 (los principales premiados fueron el filme Alas de William A. Wellman, el director Frank Borzage por El séptimo cielo, y los actores Emil Jannings –El destino de la carne— y Janet Gaynor –El séptimo cielo—), los Oscar procuran dar buena fe del nivel de la producción cinematográfica anual atendiendo a las distintas especialidades en que su industria se divide: producción, dirección, guión, interpretación, música, fotografía, montaje, sonido, etc. Y son los integrantes de cada una de esas áreas especializadas quienes votan en secreto sobre sus propios colegas, a fin de establecer las distintas nominaciones relativas a cada categoría, siendo luego los miembros de la Academia en pleno los que, a partir de los nominados, proclaman los ganadores finales en cada ramo.

Pero por mucho que a cada temporada los Oscar midan la temperatura de la industria fílmica, también es verdad que no son (ni lo pretenden) paradigma crítico a la hora de distinguir los mejores trabajos cinematográficos. Los Oscar son ante todo, no lo olvidemos nunca, la gran fiesta que Hollywood se tributa a sí mismo, que para eso se lo curra. Como tal se desarrollan siempre, y como tal hay que tomárselos (lo cual no impide que además, tengan el detalle de reparar –unas veces más, otras menos, según los tiempos— en lo que sucede en el resto del cine mundial). Está claro que para seleccionar las más destacadas labores cinematográficas de cada año, no hay nadie tan adecuado como los propios especialistas en cada departamento; no obstante, su criterio altamente cualificado no les exime de incurrir en flagrantes injusticias al afrontar las votaciones.

Esto último viene a cuento de que, desde la distanciada perspectiva que proporciona el tiempo, no se entiende cómo ciertos filmes y profesionales, pasto ya del olvido, fueron premiados en detrimento de otros muchos que hoy forman parte indiscutible de la historia del séptimo arte. Porque… ¿Qué pasó con Ciudadano Kane, Centauros del desierto, 2001: una odisea del espacio, Fat City, Blade Runner y otros tantos títulos cuya sola mención inducen a la reverencia? ¿Qué sucedió con nombres tan imprescindibles como Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Ernst Lubitsch, Orson Welles, Stanley Kubrick…? ¿Qué ocurrió con intérpretes de la talla inconmensurable de Cary Grant, Deborah Kerr, Kirk Douglas, Barbara Stanwyck, James Mason, Thelma Ritter, Claude Rains, Gloria Swanson, Edward G. Robinson, etc., etc., etc.?

Muchos son los descuidos imperdonables que la Academia siempre trata de reparar a través de la concesión de galardones especiales y honoríficos. Una voluntad de compensación que, a veces, hace incurrir a la Academia en otra injusticia añadida: premiar a determinadas figuras del medio atendiendo más a su trayectoria global que al trabajo particular por el que se les nomina ese año, no siempre de superior calidad al de sus otros compañeros nominados. 

Véase la lista completa de nominados de la 82ª edición de los Oscar en la página oficial de The Academy of Motion Picture Arts and Sciences:

http://www.oscars.org/awards/academyawards/82/nominees.html).

Hagan nuestros lectores su propia quiniela y luego juzguen ellos mismos la propiedad de los resultados finales.

Locura, terror y casas solitarias, por Celia Ferrón Paramio. 25/02/2010

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             Las mujeres están locas. Existen frases hechas, tópicos, verdades a medias establecidas como universales y enunciados repetitivos que nos acompañan a lo largo de la existencia sin llegar a cobrar sentido del todo. Así como se dice que las mujeres están chifladas, se repite hasta la saciedad el estigma de que ellos son malos, egoístas, insensibles e incapaces de la menor empatía. Ninguna de las dos cosas es cierta pero a la vez, nunca llega a ser mentira del todo. Son, más bien, interpretaciones erróneas, algo desfiguradas, de síntomas claramente reales.

De esos dos axiomas (locura para ellas, insensibilidad para él) puede extraerse una solución más diplomática: la mujer es complicada y el hombre no tanto. De la diferencia entre uno y otro sexo parte una incomprensión que llega, en ambos casos, a considerar a la hembra como más susceptible de locura. No en vano los entendidos comentan que una mujer cae en depresión (que es una especie de demencia) con más facilidad que el hombre. Aunque quizás sea la situación de ésta (más encerrada, con menos posibilidades, con más peligros, más miedos) lo que la lleve a la tristeza, no una cualidad intrínseca influida por las hormonas.
¿Y cuántas veces es esta locura real? Camille Claudel vivió 30 años en un sanatorio psiquiátrico sin que tengamos constancia de que poseyera ninguna enajenación. TS Elliot encerró en un manicomio a Viv, su esposa, por tener ataques que coincidían con su menstruación (aunque no la sacó de allí al tener la menopausia y desaparecer estos ataques, que venían a ser, más o menos, opiniones propias disidentes de las del escritor); y en la novela Revolutionary Road asistimos a la amenaza del marido de declarar a su mujer loca cuando ésta le habla de su deseo de abortar. Si efectivamente el concepto de locura era, en estos casos, establecido por un hombre, todo síntoma que se diferenciara de él pudiera ser interpretado como tal.
La literatura se sirve de la realidad. No es tanto un reflejo de ella sino que la observa para conseguir sus propósitos. Así, sin darse cuenta, sin intentar establecer teorías o Portrait of Henry James 1913.jpgconfeccionar teoremas, sí intenta hacer sus historias creíbles y empáticas para conmover o llegar al espectador. Los autores, sin darse cuenta, sin querer pertenecer a uno u otro grupo, acaban teniendo recursos parecidos, pues todos son limitados, para contarnos una historia.
Así, para confeccionar fantasmas, para crear terror, asistiremos siempre a elementos comunes. Oscuridad, noche (más facilidad de oír ruidos); casas antiguas semiabandonadas en medio de ninguna parte (dificultad para escapar o enfrentarse al peligro con grandes recursos); soledad (víctima desprotegida); mujeres protagonistas.
Desde que Henry James, con Otra vuelta de tuerca, creara la figura de la institutriz, única en toda la historia que ve el mal y los fantasmas, hemos asistidos a innumerables ejemplos de mujeres protagonistas en historias de terror con doble lectura. Mientras en la novela de James a la institutriz los otros protagonistas la creen y no ponen en duda su cordura (aunque sí será el lector el que la ponga en entredicho), en otros relatos van más allá y dejan caer que el motivo del miedo quizás exista sólo en la cabeza de la mujer. En Miriam, de Truman Capote, no llega a quedar claro si la niña diabólica sólo la ve la pobre señora Miller o realmente es un diablillo que se aprovecha de la frágil condición de la viuda. Faulkner creó a la señorita Emily, también en un caserón y también sola, aunque fue algo más convencional y cayó en el tópico del horror de la mujer a quedarse soltera para explicar su alienación. Otras obras de terror gótico como Clytie o El papel de pared amarillo van más allá y declaran culpable o al menos instigador de la locura al marido, al hombre, que pone a la mujer en una situación desesperada hasta que ésta pierde de verdad el control de su mente. Claro que estas dos obras fueron escritas por mujeres. Pero todas, para crear terror, utilizan la figura femenina y solitaria que, para escapar del nivel de reclusión, cede a alguna forma de enajenación mental.
Locura y terror, fantasmas y mujer íntimamente relacionados.
Así pues, la figura de la mujer aterrada que ha de luchar no sólo con fantasmas o la encarnación del mal, sino contra el mundo que no la cree cuando ella les advierte del peligro, es algo típico en la cinematografía de terror. Si en La semilla del diablo Mia Farrow es víctima de un complot encabezado por el marido, y en eso reside gran parte del miedo (en la concepción de que el enemigo está en casa), en obras más recientes los esposos adolecen de una falta de comprensión terrible. En El Orfanato, el padre no parece excesivamente interesado en saber qué le ocurrió realmente a la criatura, y prefiere intercambiar miradas cómplices con la psicóloga antes que brindar apoyo a su mujer, que se convierte, además de mártir del entorno, en posible desequilibrada. Uno de los puntales de la película se sustenta en la susceptibilidad del espectador a dar por hecho que todo transcurre en la imaginación de ella.
En la más actual La huérfana, es la niña la que se dedica a instigar a una familia desestructurada que viven en un chalet enorme apartado en el campo. La madre adoptiva aquí no es la única que advierte la amenaza, puesto que los hijos son conscientes también, pero los tres son demasiado frágiles, poco valorados por la sociedad para que sus opiniones sean tenidas en cuenta. Asistimos a un marido exageradamente en la inopia pero a la vez con una actitud creíble que se repite muchas veces en la vida real: prefiere creer a cualquier extraño antes que a su mujer, y además aprovecha este tipo de deslices para continuar tratándola con una actitud condescendiente con la que la encierra cada vez más.
Quizás sea eso lo realmente creíble. La mujer, más acostumbrada a luchas solitarias, a sentirse parte de una minoría, a no apostar nunca al caballo ganador, puede encarnar mejor el personaje de luchadora frente al mundo, de víctima pero también de verdugo, pues en la complejidad de su mente, en los entresijos de su razón, estriba su secreto.

 

El Gatopardo, de G.T. di Lampedusa, por Miguel Rojo. 25/02/2010

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Vuelve El Gatopardo. En realidad, la obra póstuma de Giuseppe Tomasi di Lampedusa , como todos los libros “inmensos”, nunca se ha ido. Ya forma parte de nuestra forma de entender el mundo. Pero esta nueva y cuidada edición de Edhasa sirve de excusa para volver a leerlo o para envidiar a aquellos que van a gozar por primera vez de la novela y del sofocante mundo del príncipe Salina; un príncipe al que resulta muy difícil no ponerle la cara de Burt Lancaster por culpa de la inolvidable película de Visconti, donde actuaba junto a un jovencísimo Alain Delon y una Claudia Cardinalle que, sin restarle meritos a sus ojazos, con sus muecas y morritos no deja de parecerse a una actriz del porno barato.

 

En el prefacio del libro, Gioacchino Lanza Tomasi, sobrino e hijo adoptivo de Lampedusa, nos cuenta los avatares del texto antes de su publicación. No corrían buenos tiempos para una novela como El Gatopardo, centrada  en la decadente historia de una familia aristocrática siciliana de finales del S XIX; el propio Lampedusa define  su novela en una carta dirigida al barón Enrico Merlo: “Me parece que tiene cierto interés porque muestra a un noble siciliano en un momento de crisis…, cuál es su reacción y cómo se va acentuando la decadencia de la familia hasta su desintegración casi total; pero todo eso visto desde dentro, con una cierta identificación del autor, pero sin ningún rencor”.
 
Como decía, el ambiente cultural italiano del momento, dominado por una literatura centrada en los problemas sociales de un país apenas salido de la posguerra (ahí están los Sciascia o Pavese…), hizo que las editoriales más importantes, Mondadori y Einaudi, rechazaran aquella anacrónica novela. Un año después de la muerte de Lampedusa apareció la obra publicada a cargo de Basan; aunque enseguida se puso en tela de juicio, dadas las discrepancias que había entre el texto impreso y el manuscrito dejado por el propio autor.
 
La edición que ahora comentamos se anuncia como la definitiva. Quizás para los especialistas en la obra del siciliano, estos añadidos puedan resultar de gran interés, pero para el común de los lectores, la nueva revisión poco o nade suma a la bondad de lo ya conocido. Podríamos decir que en el libro no es necesario cambiar nada para que todo siga igual de genial, contradiciendo la archifamosa sentencia de Tancredi, el sobrino del príncipe Salina, cuando haciendo gala de un notable cinismo y de su conocimiento de lo humano, le asegura a su tío, temeroso por la llegada de Garibaldi y un nuevo orden a Sicilia y luego a toda Italia, que era necesario cambiarlo todo para que todo siguiera igual.
 
El Gatopardo, aceptada al poco de publicarse como un clásico de la literatura del s XX, nos cuenta, no por repetido menos dramático, la sustitución de clases en el poder. La mirada sabia del Príncipe Salina entiende –y acepta resignado- este cambio como la obligada renovación de los actores principales de esta comedia que es la vida: “Nosotros hemos sido los Gatopardo, los leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, Gatopardos, chacales, y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra”.
 
La esmerada traducción de Ricardo Pochtar, poeta y residente en Xixòn (creo que su trabajo serviría de maravilla a la nueva campaña del Principado “Hecho en Asturias”), cumple a la perfección con el estigma de los traductores: mejor cuanto menos se note su trabajo. Leyéndola, se tiene la sensación de estar escuchando al príncipe Salina decirnos con su voz profunda, en perfecto castellano, mientras observa las agostadas tierras sicilianas alrededor de su palacio de Donnafugata: “¿Qué, el amor? Si, el amor. Si claro, el amor. Un año de llamas y pasión y treinta de cenizas”.
 
Un clásico de la literatura, ya lo dije.                                                    

 

 

 

 

 

Antonio Ventura

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Sí, leer los libros para poder después leer la vida. Cuanto más alejados del origen —algo inevitable en este mundo cada vez más injusto e hipócrita—, sólo a través de la palabra podremos volver a encontrarnos con nosotros mismos, reconciliarnos con nuestros fantasmas, y no volver a repetir la historia, Y de todas las palabras, las que construyen la ficción literaria serán las que nos seguirán planteando enigmas, algo casi tan valioso como el pan y la ternura.
 
Antonio Ventura.
 
Foto: A.V.

Santiago Bertault

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10 años peleando y dando de qué hablar.
Porque en el fondo siempre habeis sabido dónde queremos estar.
 
 
Santiago Bertault

Presentación Las manos cortadas

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Luisgé Martín presenta en Asturias su última novela,


Las manos cortadas


Agora21 tiene el placer de invitarle a la presentación en Asturias del libro Las manos cortadas (Alfaguara), de Luisgé Martín. Una novela diferente
y original sobre el Chile inmediatamente anterior y posterior a Allende, que pone al descubierto las claves de la historia chilena.

El acto estará presentado por el presidente de la Asociación de Libreros de Oviedo, Luis Martín.
Fecha: Viernes, 26 de febrero / Hora: 19:30 horas.
Lugar: Gran Hotel Regente. C/Jovellanos, 31. Oviedo

Colabora: LibrOviedo

Patrocina: Cadena Hotelera Asturiana. Gran Hotel Regente

La cinta blanca: De aquellos barros, aquellos lodos. Por J. de Oxendain (19/02/2010).

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A los 68 años Michael Haneke tiene una aureola de cineasta exigente, cerebral, pesimista, irónico, amante de controlar hasta el menor detalle de sus filmes. Hijo de un realizador protestante, Fritz Haneke, y de una actriz católica, Beatrix von Degenschild, este alemán crecido en Austria se dio a conocer por sus análisis fríamente virulentos de la violencia, como Funny Games (1997), que describía el exterminio de una familia por dos adolescentes sádicos.

Palma de Oro del último Festival de Cannes, La cinta blanca es una obra tan sobresaliente como desasosegante, nítida y cortante como un filo, opaca y densa como la niebla. «Un film riguroso sobre los peligros del rigor», declaró el mismo Haneke. Se trata de la descripción, poderosa, de una comunidad campesina alemana cuasi feudal en vísperas de la I Guerra Mundial, marcada por la austeridad moral luterana, donde todo es culpa y castigo. El blanco y negro protestante de sus imágenes, con texturas que perfilan el conflicto moral de la película, corre vecino al mundo de Bergman, de Dreyer, pero a través de la mirada glacial, quirúrgica, de Haneke.

Bajo el orden férreo, bajo la educación rígida, la cámara –un escalpelo auténtico en manos del cineasta austrogermano— opera a la búsqueda de las turbiedades ocultas, los abusos de poder, las neurosis, las hipocresías. Y como contrapartida, las maquinaciones extrañas de los niños, los súbitos y misteriosos estallidos de violencia. Con una gran economía de medios, una fotografía majestuosa y una banda sonora minimalista donde la voz narradora del maestro protagonista –ya anciano— remueve el tiempo, Haneke observa clínicamente las colisiones de la inocencia y el mal. Estamos ante una obra poco esperanzadora, quizá misántropa, aunque su crónica de la crueldad es saludablemente lúcida, extrapolable a la especie humana entera más allá de los demonios interiores alemanes que acabaron desembocando en el nazismo.

 
 
LA CINTA BLANCA (Das weisse band). Alemania/ Austria/ Francia/ Italia, 2009. Dirección y guión: Michael Haneke. Fotografía: Christian Berger. Montaje: Monika Willi. Diseño de producción: Christoph Kanter. Intérpretes: Leonie Benesch, Josef Bierbichler, Rainer Bock, Christian Friedel, Burghart Klaussner, Steffi Kühnert, Ursina Lardi, Susanne Lothar, Gabriela-Maria Schmeide, Ulrich Tukur … Duración: 137 minutos.

Jorge Ordaz

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Un año. Diez años. ¿Mucho tiempo? ¿Poco tiempo?
Pero, ¿qué es el tiempo?
Tal vez, como dijo Giorgio Manganelli, una vía por la que transitan los significados.
Enhorabuena y adelante.

Jorge Ordaz

Jesús Palacios

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Para mi, como forastero en tierra extraña, que decia Robert A. Heinlein, la Asociacion y su revista son mucho mas que "simples" hechos literarios y culturales: son una verde isla de amistad, placer y comunion mutua, que me ha hecho sentir siempre como genuino "escritor asturiano" de adopcion y, sobre todo, como amigo entre amigos. Su primera decada de existencia, a la que seguiran sin duda muchas mas, es, simplemente, un signo de que, a veces, la utopia puede llegar a realizarse.
 
Jesús Palacios
 
Foto: Patricia Álvarez