Un Pez Cabal
Centro Cultural Cajastur, Oviedo.
Martes, 15 de diciembre de 2009.
Un Pez Cabal
Centro Cultural Cajastur, Oviedo.
Martes, 15 de diciembre de 2009.
El gran mérito de Paranormal Activity consiste en saber gestionar con un presupuesto minimalista, y unos medios casi ridículos, un trabajo sobre el miedo en que pocas maquinarias pesadas de la industria cinematográfica logran buenos resultados, pese a toda su panoplia de efectos especiales. En esta pequeña producción norteamericana el terror surge de la capacidad del realizador para manejar las emociones del público a través de las virtudes solas de su labor de dirección. Oren Peli firma un largometraje eficaz, envolvente y opresivo, desde recursos simples pero hábiles. La experiencia, centrada en una pareja joven que sospecha que su casa está endemoniada, no resulta ni mucho menos tan visceral como la de The Blair Witch Project, en la que se inspira abiertamente. Su logro atañe, más que al flujo del horror, a ciertas intuiciones con garra que hacen de esta obra una auténtica curiosidad.
En el fondo se trata de dos filmes. Una película doméstica que describe una relación de pareja, diario familiar filmado con todos los tics del género (encuadres amateurs y cámara nerviosa por toda la casa); otra relativa a la parte del misterio nocturno, a fin de registrar los fenómenos de los que es víctima la pareja protagonista en su dormitorio (cámara fija sobre trípode, aunque parece dotada de vida propia, cuando inquietantemente acelera de súbito el tiempo para llevarnos a una hora concreta de la noche). La sección diurna presenta menor interés, teledirigida como está por un guión al que se nos insta a aceptar sin más, en lugar de reposar en la observación implacable de las relaciones asimétricas que se dan entre la pareja. En compensación, las tomas nocturnas entrañan algo verdaderamente terrorífico, más allá de los acontecimientos extraños, cuando la cámara, inmóvil e impasible, parece adquirir autonomía con respecto a los personajes, abandonados a su vulnerabilidad de durmientes, entregados a la violencia de nuestro voyeurismo.
Miguel Ángel Muñoz escribe, destila y ensaya constantemente. Su obra es difícil de ceñir a un solo género porque para él, como para cualquier escritor que trabaje desde la periferia y no desde el centro, la literatura carece de fronteras.
-Los libros de cuentos requieren un orden, una arquitectura a veces más complicada que la de la novela.
Soy un autor de cuentos bastante obsesionado con el tema de la ordenación y estructura del libro de cuentos. Quizás la naturaleza más lógica del cuento es la individual: el cuento se vale por sí mismo. Pero si decidimos recopilar esos cuentos en un libro pienso que ese libro ha de tener las mismas exigencias estructurales que una novela. El modo en que se ordenen los cuentos dará el clima, el aroma, las sensaciones que reciba el lector. Hay que reflexionar sobre cuál será el primer cuento que se encontrará el que lea el libro y el ritmo que irá imponiendo a la “narración total” del volumen. ¿Elegir que el libro vaya de más a menos –como es demasiado común en los libros de relatos- o que vaya asentándose poco a poco y que el mejor cuento no necesariamente esté al comienzo, con lo que conlleva de riesgo para el lector que quizás no llegue hasta allí? En fin, son preguntas que uno se hace, y es uno de los aspectos de la escritura de cuentos que más me atrae.
-Cada cuento, sin embargo, tiene su propia entidad, su vida.
El cuento es el mínimo común denominador, la esencia perfumada, la molécula de la vida del libro de relatos. Lo que ocurre es que el juego de relaciones –y contrarios- que se establece entre un cuento y sus acompañantes en el libro de relatos le otorgan ecos amplificatorios, relaciones, paralelismos, que enriquecen el libro, por supuesto, pero también el cuento. Aunque, cuando el cuento es brillante, vive por sí mismo, más allá de sus hermanos de libro. Todos los amantes del cuento conocen “El nadador” de Cheever pero, ¿cuántos saben en qué libro fue publicado, y a qué otros relatos acompañó en aquel volumen?
-¿A qué renuncia el cuento para no convertirse en novela o en poesía? ¿Y qué gana a cambio de sus renuncias?
No lo veo como renuncias, sino al contrario. El cuento toma prestado de la novela la posibilidad de esbozar personajes, a pesar de la compresión narrativa, el estimulante planteamiento de tramas como si fuesen a contársenos grandes epopeyas a tamaño microscópico, y de la poesía toma la intensidad lírica, la posibilidad de hacer metáforas sin caer en el barroquismo, o de ser seco sin caer en el lenguaje desabrido. Pero más que renunciar a cosas, el cuento es un género muy aprovechadito, que toma de cada cuál para edificar su propuesta.
-Tu orden narrativo es anómalo. Casi siempre comienzas cuando una historia ya está muy avanzada y luego vas filtrando los prolegómenos poco a poco.
Es un estilo que me parece natural y que está muy influido por la escritura cinematográfica. Entrar tarde y salir pronto, como aconsejan los maestros de guiones americanos. Es un método aplicable al cuento, y muy sensato, puesto que el cuento se distingue por su necesidad de síntesis, y lo lógico es comenzarlo cuando casi todo ha pasado ya, cuando sólo nos falte colgar el cuadro en el clavo chejoviano. Esos prolegómenos que comentas funcionan como revelación del misterio que toda historia corta debe contener para ser interesante, pero también como revelación de la circularidad que toda existencia contiene, en la que el pasado mete sus garras en el presente, para complementarlo, aclararlo o devorarlo.
-No te gusta la homogeneidad, prefieres alternar texturas, diferentes géneros, diferentes tonos, formas…
Gran parte de la riqueza del cuento está en su capacidad experimentadora. El cuento se presta de un modo magnífico a jugar con las extensiones, los tonos, los climas, las historias, y sin embargo muchos escritores suelen aspirar a poseer un estilo identificable a partir del cual construir sus cuentos. Yo estoy entre los que optan por otra posibilidad: aspiraría a no poseer estilo, a que cada cuento diera cuenta de su propia metamorfosis, y se acercara a la idea de Montaigne del ensayo, un acercamiento, con sus propios medios, a un tema previo, valiéndose de todas las armas existentes. Eso, por otro lado, es bastante contraproducente para el escritor, porque me temo que desorienta a su lector y lo tiene un poco desubicado. Excepto, claro, a los lectores a los que les gusta ese tipo de escritores de cuentos, que me temo son pocos.
-Para ti, la escritura con el lápiz suele ser menos pesada y laboriosa que la que te espera más tarde con la goma.
Es cierto que tengo una escritura impulsiva y me dejo llevar por la historia que en un momento dado te revolotea y te lleva hacia delante. Pero el momento previo puede ser muy breve o, lo que es más común, muy reflexivo hasta que decido pasar al papel una idea, y el momento posterior, de la corrección, también es largo, cada vez más. En ese sentido cada vez me siento más inseguro, en vez de lo contrario, porque uno aspira a que lo que se transmita sea lo que tenía en la cabeza, aun sabiendo que es algo imposible. Tampoco creo demasiado en esos escritores de cuentos que declaran haber estado escribiendo un cuento durante meses. Cheever escribía sus cuentos en dos días, encerrado sin hablar con nadie, en una especie de trance, que es el otro extremo, pero creo que al cuento le viene bien esa concentración a la hora de escribir, y es lo que lo hace mucho más apetitoso como género que la novela, mucho más tediosa e inabarcable para el autor.
-Se teoriza demasiado sobre el cuento, como si fuera una ciencia… exacta.
Todos los que
escribimos cuentos hemos caído en eso, pero no lo veo un error. Hay un miedo en los escritores a teorizar sobre su arte, y a mí no me parece mal que el autor opine sobre libros, o sobre la literatura en general. En el caso del cuento, quizás lo que lleva a los decálogos, manifiestos y análisis del género es que un buen cuento es algo tan perfecto que quisiéramos acercarlo al mundo de la técnica, de la relojería suiza, y por ello ansiamos hallar algún día el mecanismo científico que nos permita escribir los cuentos que soñamos y que hemos leído en los maestros, aunque sepamos que es una tarea condenada al fracaso, porque conocer todos los mecanismos del cuento no exime de ser incapaces de reproducir lo mágico que el género tiene.
-Tu blog es una consecuencia de tu obra literaria, y tu obra literaria (en la que el cuento es el eje central) es una consecuencia de…
Bueno, hasta ahora he publicado dos libros de cuentos, pero también escribo novela. Lo que sí es indudable es que amo el género del relato desde que leí de niño los cuentos de Kipling o Poe, y de adolescente a Cortázar y Borges, que me ataron para siempre a ese modo de entender la vida en breve. No me imagino no escribiendo cuentos, y ahora que llevo una larga temporada escribiendo novela estoy deseando volver a escribirlos.
-Escribir es escribir por encima de todo, de las limitaciones de tiempo, espacio… Escribir poemas, novelas, relatos, blogs, micro relatos…
Es una bendita maldición. Tocar distintos palos te lleva a ir acumulando textos, y por ello a empezar siempre de nuevo en cierto modo. Como escritor de cuentos tengo dos libros pero como novelista soy un inédito –te digo en primicia que en estas semanas se publicará mi primera novela, “El corazón de los caballos”-, y el saltar de un género a otro hace que siempre tengas textos por publicar. Envidio a esos autores que sólo escriben novela, por ejemplo, y las van escribiendo a un ritmo pausado, organizado, previsto, pero por otro lado me divierto con esos autores que van de un género a otro y de los que a veces encuentras un libro pequeñito que disfrutas como un descubrimiento.
-Un posible proceso de escritura de un cuento podría ser (cuéntanos un cuento sobre el particular)…
¡Qué difícil! Podría recordar aquí cómo escribí un cuento de mi primer libro: “Antón Chéjov, médico”. Lo escribí durante un agosto más caluroso de lo habitual, encerrado en una habitación minúscula, rodeado de libros y sin espacio para desenvolverme. Cada mañana, apenas me levantaba, me encerraba para escribir una página del cuento, que comencé el día uno y acabé el treinta y uno de agosto del dos mil. Nunca he disfrutado tanto de la escritura como durante aquel mes. &nb
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(Miguel Ángel Muñoz)
Flint Lockwood, inventor visionario –quizás demasiado— que suele fracasar en sus proyectos, siempre bizarres, trata de encontrar soluciones para vencer el problema del hambre en el mundo. Deseoso de concebir un artilugio que pueda servir a su país y a la humanidad entera, idea una máquina capaz de transformar el agua en comida. Tal ingenio hace llover de súbito hamburguesas con queso y pizzas. Este éxito, bautizado como el más formidable fenómeno meteorológico de la historia, acaba sobrepasando rápidamente a su creador: la población, cada vez más voraz, se entrega a un consumismo gastronómico desenfrenado; la máquina, descontrolada, desencadena una serie de catástrofes climáticas por todo el mundo, desde tempestades de espaguetis y albóndigas gigantescos hasta tsunamis de sandías monstruosas.
Lluvia de albóndigas ha llegado finalmente a nuestras pantallas, envuelta en la aureola triunfal de su taquillazo inesperado en los EE UU, donde hizo llover más de ciento diez millones de dólares dentro de las arcas de sus productores.Phil Lord y Christopher Miller, dos realizadores debutantes, encontraron la materia para su filme en el libro infantil de Judi Barrett, Cloudy With A Chance Of Meatballs, editado con enorme éxito en Norteamérica hace una treintena de años.
Trazo jovial, animación eficaz, ritmo logrado e intención ejemplarizante, en este caso desplegada de una manera tan divertida como inteligente, son las notas distintivas principales de esta producción familiar con un grafismo cuasi manga bastante inspirado. Los más pequeños y los menos jóvenes –padres y adultos en general— quedan bien servidos. Estos últimos gracias a que el filme multiplica los gags de doble fondo y los guiños cómplices, mofándose con malicia astuta de tantas películas de catástrofes, también de la voracidad yanqui. De la visión de Lluvia de albóndigassalimos, pues, convenientemente satisfechos, igual que tras de una buena comida durante la que nos reímos, bebemos y comemos a gusto.
Rubén Rodríguez: cuando los dioses siguen presentes.
Llega a la entrevista con la cara algo desencajada, como si acabara de terminar un concierto. Y lo cierto es que no ha parado de contestar a las preguntas del público y de firmar ejemplares en la librería. Este ovetense acaba de publicar tras Anatomía pefecta, Parque de ídolos, su segundo libro, en la editorial Difácil. Ya sentados, pide una cerveza e insiste en que se la traigan bien fría. Alguien pasa y le dirige una sonrisa cómplice. Él devuelve el gesto. Es profesor de Historia en un instituto de la capital. Cuando habla está convencido de lo que dice. Tanto, que su primer convencimiento es la duda. Un amigo se acerca y le pide que le dedique el libro. Él lo hace con gusto, con una letra puntiaguda e inclinada. Se toma su tiempo. Le encanta el rock duro. Se quita la cazadora y la cuelga en el respaldo. Luego se echa un trago, toma aire y con la botella aún en la mano, apunta y nos dice: venga, disparad.
¿Cree que el hombre está abandonado por los dioses o que el hombre los ha abandonado conscientemente?
¿Diría usted que todos sus poemas se entienden? Me parece ver una cierta ocultación, siquiera inconsciente, como en los poemas de Calipso.
Realmente, ¿qué hay de misterioso en que el hombre “mate y ame al mismo tiempo”?
Obama cazó una mosca en plena entrevista ¿le recomendaría leer el poema del emperador Domiciano?
Después de tantos años, ¿camina este mundo perdido por algún laberinto?
Parece que el poemario extiende la idea de que la Historia más cierta es la intrahistoria, la de los héroes y villanos. ¿Dónde se han quedado los ídolos?
A partir de pequeños hechos se conocen a los grandes personajes de la historia. Suetonio era un maestro en buscar acontecimientos que de forma aparente eran banales. La vida de los doce Césares es un gran ejemplo. Para expresar la crueldad y la falta de realidad de Domiciano, emperador romano, Suetonio nos cuenta que se pasaba tardes enteras cazando moscas, una perfecta imagen para expresar una crueldad suma.
Kavafis, José Emilio Pacheco, José Ángel Valente… ¿cómo se sirve este cóctel? ¿No resultan demasiado fuertes los ascendentes para el segundo libro de su obra?
En su poemario aparecen varias conversaciones con diversos personajes. Díganos, ¿con quién le gustaría tomarse unos vinos?
¿Qué respuestas ofrece la poesía en el mundo actual?
Es una forma de conocimiento del mundo y de los individuos. El placer estético que produce la lectura de un buen poema es igual de comparable a una buena canción o un buen corto pero como ocurre en esta sociedad de las prisas, la reflexión requiere tiempo, paciencia. Todos tenemos un gran puñado de buenos poemas a la vuelta de la esquina…, la constancia en la lectura sería una de las claves.
¿Puede el arte –y la poesía- acabar con los bárbaros?
¿Cuál cree que es la actual batalla de Queronea?
Y en su opinión, ¿cuánto tiene lo místico de sensualidad?
Tiene bastante, J. A. Valente en su famoso libro La Piedra o el centro o el ensayo sobre Miguel de Molinos, toca estos temas tan resbaladizos. La mística como una forma de llegar al sujeto poético de manera original y radical, la mística como motor creativo del poeta. El amor en sus múltiples facetas tiene puntos claros y cercanos con la mística, por su carácter radical de apresar al sujeto amado. Cavafis y San Juan de la Cruz eran dos de sus poetas de cabecera, estando a las antípodas en cuanto a estética y tema
Vivir y arder. ¿Nos da algún otro consejo?
Y finalmente, a qué aspira usted ¿a la gloria o al olvido?
Vikram Chandra
Juegos sagrados
Mondadori, 2007. 1088 páginas. 30 euros.
El hombre que plantaba árboles, volvió a ser publicado hace unos años por Ed. Olañeta y ha tenido varias reediciones en al menos dos formatos. Ahora esta editorial de origen italiano, que publica en español, la lanza de nuevo. El libro es un pequeño relato de ficción que el novelista provenzal publicó, de modo altruista, para “hacer que la gente amara los árboles, o, para ser más exacto hacer que amen el plantar árboles”. En él crea un entrañable personaje de ficción, llamado Elzeard Bouffier, pastor solitario en la altiplanicie fronteriza con los Alpes, que consigue su felicidad plantando con paciente perseverancia miles árboles con los que logra convertir aquel páramo en una tierra agradable y fecunda que se irá poblando de esperanzados campesinos.
Es un cuento delicioso, un canto a la naturaleza , a la generosidad con ella, en el que el narrador llega a concluir: “Cuando pienso que un solo hombre, armado únicamente de sus recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir de un yermo esta tierra prometida, me convenzo de que, a pesar de todo, el género humano es admirable”. En esta línea se sitúa también el epílogo de Joaquin Araujo.
Refinamiento
Se suele decir que todos los caminos llevan a Roma. Luis González Platón habla en la introducción a estos cuentos de cómo en Roma, la película de Adolfo Aristarain, oyó por primera vez el nombre del escritor francés Marcel Schwob (1867-1905) cuando el personaje de Juan Diego Botto entra en una de las librerías de la calle Corrientes, allá en Buenos Aires. Todos los caminos llevan a Roma –o quizá no-, pero a partir de aquel día Schwob le abrió a su ahora traductor algún camino nuevo. La vida, desde luego, es una red cuyas nervaduras acaban por conectarlo casi todo, así que aunque González Platón no descubrió a Schwob gracias a Jorge Luis Borges, sí hay en ese descubrimiento una conexión argentina.
Joven erudito, soldado, viajero, enfermo crónico y cadáver prematuro, el autor de El libro de Monelle y las Vidas imaginarias parece eternamente condenado a las minorías, y este puñado de prosas que salen en una editorial con un catálogo muy escogido no hace más que confirmar esa tendencia.
Abre el conjunto “La estrella de madera”, al parecer inédito hasta ahora en castellano, donde se relata la conmovedora historia de Alain, niño criado por su abuela entre las carboneras del bosque. Un día Alain descubre el brillo de las estrellas y decide partir hacia el llano en busca de alguna que poder encender. Hay aquí, como en las buenas historias de carretera, búsqueda y aprendizaje, todo descrito con los detalles justos y la precisión que emana de los sabios. El resto de los cuentos proceden de Corazón doble y al final del libro hay una pequeña muestra de los mimos de Schwob, pequeños cuadros con los que homenajeaba al poeta griego Herodas.
“No le pregunten al mar por qué los ojos de una mujer de ojos negros son tan extraños”, decía Jack Kerouac en Los subterráneos. Extrañas y a la vez cercanas, llenas de voces familiares –de Ovidio a Edgar Allan Poe-, le parecen al lector historias tan distintas como las de “El tren 081” o “La siega sabina”, “El hombre gordo” o “Béatrice”, capaces de hundirlo con la misma intensidad ya en el terror que un maquinista siente al encontrar el cadáver de su hermano, ya en la sobria sensualidad, reconstruida con exactitud y lirismo, de los trabajos del campo entre los antiguos sabinos; ya riéndose un poco de los médicos, ya adentrándose en la destructiva atracción entre Eros y Tánatos. Lo que hay en la escritura de Marcel Schwob es alta cultura y mucho talento. Como comprenderán, con semejantes materias primas no es difícil que de ella brote un inimitable refinamiento en el decir.