domingo, 28 de septiembre de 2025
Inicio Blog Página 131

Crítica musical: Un Pez Cabal, de Josele Santiago. Por Manolo D. Abad (19/12/2009).

0

 Un Pez Cabal

 Josele Santiago

 Centro Cultural Cajastur, Oviedo.

 Martes, 15 de diciembre de 2009.

Superviviente de la generación perdida del rock español -entre la postmovida y el indie, entre el 84 y el 93- Josele Santiago continúa su travesía al margen, a su bola, como curtido pez en un océano de mareas incomprensibles. Respaldado por todo un histórico como el vigués Pablo Novoa (exGolpes Bajos, exLa Marabunta, colaborador de una pléyade de artistas, de Los Ronaldos a Mastretta), ofreció uno de esos conciertos bien alejados de la fanfarria convencional de los impostores de masas. Esos superventas que van de auténticos y en sus poses no hay nada de verdad, impostores que buscan el dinero fácil, el éxito rápido, con fórmulismos para ganarse a quienes ven un par de actuaciones al año y se pierden a quienes llevan grabada la palabra honradez con letras de oro en sus discografías. Porque Josele exuda verdad en cada estrofa, en cada canción. Ya desde el inicio, cuando asomó su cabeza tras las cortinas, despistado, antes de entrar y abrir con su "Loco Encontrao", uno percibía el valor de aquellos que escogen su propia senda -aunque vaya a ser de piedras- y crean su estilo único e intransferible. Muchos hubieran preferido llenar la chequera con Los Enemigos, él dejó ese proyecto por el que tanto había luchado en lo más alto para tomar el camino actual. Canciones como "Ciempiés", "Pensando no se llega a ná", "Baile de los peces", "Pescao" o "Tragón" van inundando la atmósfera de un entusiasmo que desata el peculiar humor castizo del exEnemigos: al ponerse a afinar ambos a pelo, recuerda que tenían un pipa para esos menesteres, pero que ahora "van a tener que manifestarse frente al Ministerio de Cultura para que les paguen uno". Para el bis que el público ha solicitado en pie, regala primero el clásico de Los Enemigos "Desde el jergón", y termina con "Mi Prima y Sus Pinceles" para un público que se quedó con ganas de más, de mucho más. Rock para aprender, rock para enseñar, el rock que nunca entenderán los adictos a la masa borreguil. Acostumbrado a no acostumbrarse, Josele navega río arriba sin la desesperación del salmón, sabedor de que sus derroteros son ahora más poderosos que los de las caprichosas corrientes. La cuenta atrás ha terminado, el tiempo discurre a su favor.

Paranormal Activity: La violencia de la mirada. Por J. Oxendain (19/12/2009).

0

El gran mérito de Paranormal Activity consiste en saber gestionar con un presupuesto minimalista, y unos medios casi ridículos, un trabajo sobre el miedo en que pocas maquinarias pesadas de la industria cinematográfica logran buenos resultados, pese a toda su panoplia de efectos especiales. En esta pequeña producción norteamericana el terror surge de la capacidad del realizador para manejar las emociones del público a través de las virtudes solas de su labor de dirección. Oren Peli firma un largometraje eficaz, envolvente y opresivo, desde recursos simples pero hábiles. La experiencia, centrada en una pareja joven que sospecha que su casa está endemoniada, no resulta ni mucho menos tan visceral como la de The Blair Witch Project, en la que se inspira abiertamente. Su logro atañe, más que al flujo del horror, a ciertas intuiciones con garra que hacen de esta obra una auténtica curiosidad.

En el fondo se trata de dos filmes. Una película doméstica que describe una relación de pareja, diario familiar filmado con todos los tics del género (encuadres amateurs y cámara nerviosa por toda la casa); otra relativa a la parte del misterio nocturno, a fin de registrar los fenómenos de los que es víctima la pareja protagonista en su dormitorio (cámara fija sobre trípode, aunque parece dotada de vida propia, cuando inquietantemente acelera de súbito el tiempo para llevarnos a una hora concreta de la noche). La sección diurna presenta menor interés, teledirigida como está por un guión al que se nos insta a aceptar sin más, en lugar de reposar en la observación implacable de las relaciones asimétricas que se dan entre la pareja. En compensación, las tomas nocturnas entrañan algo verdaderamente terrorífico, más allá de los acontecimientos extraños, cuando la cámara, inmóvil e impasible, parece adquirir autonomía con respecto a los personajes, abandonados a su vulnerabilidad de durmientes, entregados a la violencia de nuestro voyeurismo.

 
 
PARANORMAL ACTIVITY. EE UU, 2009. Dirección y guión: Oren Peli. Intérpretes: Micah Sloat (Micah), Katie Featherson (Katie), Mark Fredrichs (psicólogo), Amber Armstrong (Amber), Ashley Palmer (chica en Internet). Duración: 86 minutos.

Reseña de El mayor poeta del mundo, de Julio Rodríguez, por Violeta Varela. 19/XII/09

0

El mayor poeta del mundo
Julio Rodríguez.
Ediciones de la Universidad de Murcia, 2006.
 
Por Violeta Varela Álvarez.
 
Pocas veces he reseñado alguna obra literaria de un autor vivo. He hecho, apenas, unas escasas excepciones con el teatro trágico de algún autor iberoamericano, muy informado y muy leído, y, aunque leo muchísima poesía, con avidez, de muertos y de vivos, esta vez sí, la aprecio tanto que no suelo detenerme a criticarla, dado que la filosofía, ya desde Platón, suele ser muy injusta con esa maravilla literaria y no me gustaría a mí cometer el mismo error que mis maestros.
 
Hoy he decidido hacer una nueva excepción y hablarles de una novela. He decidido hacer esta excepción porque esta novela no sólo me ha encantado, sino que además es el sueño de todo bibliófilo, por lo que mi desinterés incorregible por las cuestiones estilísticas puedo compensarlo en la crítica yendo solamente al contenido, como buena heredera de una tradición de señores que viven de cazar esencias e Ideas en los terrenos más movedizos, como lo son, sin duda, los literarios.
 
Se trata de una novela valiente porque se atreve a ser rica en unos tiempos en los que el analfabetismo funcional campa a sus anchas.
 
La novela a la que me refiero es El mayor poeta del mundo y su autor es Julio Rodríguez. Conocí los dos primeros capítulos de la novela gracias a Internet, y llamaron poderosamente mi atención (se trata de una gran estrategia comercial, cuando la obra es buena, por supuesto). Lo primero que vi en ellos, como buena especialista en literatura clásica, fue una multitud de referencias literarias. Estaban en todas partes, desde mi punto de vista, que luego creo que tuve la fortuna de corroborar. Aunque cuando criticas una obra literaria nunca sabes hasta qué punto señalas cosas que el autor no compartirá en absoluto. No obstante, como el padre de esta novela sabiamente dice, una vez publicada nos pertenece a los lectores, así que no mataremos al autor, al estilo de Barthes, pero será bueno funcionar para criticarla como si el autor ya no pudiera rechistar.
 
Les pondré un ejemplo de mis primeras percepciones: mientras leía la deliciosa y divertidísima historia de amor frustrada del protagonista con la panadera, no podía dejar de pensar en Góngora y sus poemas, en los que el pan tiene una presencia muy parecida a la que imaginaba y experimentaba Mario García, aunque en Góngora la lujuria harinosa acababa triunfando, no así en el divertido relato que nos muestra el novelista asturiano. Hay mucho siglo de oro en esta novela, mucha buena literatura. Las múltiples referencias literarias que veía en esos dos capítulos, así como la historia, me pusieron en la urgente necesidad de adquirir el libro, y así lo hice en una librería ovetense, al comprar el último ejemplar que les quedaba en la estantería. Lo primero que pensé es que era un libro barato y asequible, lo cual me llenó de gozo, teniendo en cuenta que el paro sin subsidios es algo muy duro y que con estos gobernantes que tenemos creo que puedo permanecer en este estado por un tiempo nada desdeñable.
 
Julio Rodríguez escribe esta obra sin caer en los lodos de la pedantería, en otra muestra de la sabiduría cervantina de la que el autor hace gala
 
Al leer el prefacio, las expectativas no hicieron más que crecer: se mencionaban en él nombres que despertaban en mí la más absoluta admiración, ¡en quién no lo harían!, y al leer las palabras del autor acerca de sus influencias temí que hubiera puesto el listón muy alto: en ese prólogo se estaban mencionando autores que en literatura son palabras mayores, mayorísimas, diría yo sin saber ni siquiera si puedo usar tal vocablo sin darle una patada al diccionario; no hay nada que nos guste más a los de filosofía que escribir mal y dar patadas al diccionario. Por otro lado, me admiró la valentía del autor al señalar a tan grandes clásicos como sus referentes. No, el autor no citaba entre sus influencias a Ken Follet ni a Dan Brown, precisamente, y en sus páginas resonaban poderosamente los nombres de autores insuperables. Es cierto que empezar así un libro es sumamente arriesgado, pero también es un gesto sumamente valiente que apuntaba a un indicio que luego tendría la ocasión de comprobar al leer la novela: estaba ante un libro que desbordaba erudición y pasión por la literatura, auténtica y ejercida pasión, no esa enumeración de citas célebres que ya denunciara Cervantes en su prólogo al Quijote. ¡Qué acertada estuve en esa primera impresión! Toda la novela de Julio Rodríguez es un maravilloso homenaje a los clásicos más universales y a toda una tradición literaria que no puede sino causar un estremecimiento en el lector que la conozca. Éste es un detalle que me gustaría resaltar en esta novela: se lee extraordinariamente bien (la leí de un tirón sin resentirme en absoluto y sin que me costara el más mínimo esfuerzo, siete horas y cuarenta minutos, aproximadamente, dediqué a tan estupenda labor sin que el sueño o el cansancio me exigieran un solo descanso), no es pedante en absoluto y, a la vez, es riquísima en tesoros literarios; me arriesgaría a decir que se reconoce un maravilloso guiño literario aproximadamente cada tres palabras, pero siempre absolutamente personalizado y perfectamente integrado en la historia, lo cual es ciertamente meritorio. Puede satisfacer al lector que busque simplemente una buena historia con no poca carga moral y didáctica, que no moralizante –es un buen lugar éste para recordar que gran parte de la literatura griega se destinó a combatir la hybris-, pero es que, además de una lectura agradable, es una delicia para cualquiera que ame la alta literatura y que tenga auténticos deseos de encontrar esa tradición en las obras actuales. De todos modos, respecto al hilo argumental e ideal de la novela, en mi modesta opinión, no es la vanidad lo más criticado; al fin y al cabo, la del protagonista, es bastante inocente, simpática y adaptable a todo tipo de circunstancias, lo que hace de ella un maravilloso mecanismo para la supervivencia, sobre todo cuando uno ha de moverse en terrenos donde la mezquindad campa a sus anchas.

Toda la novela de Julio Rodríguez e
s un maravilloso homenaje a los clásicos más universales y a toda una tradición literaria que no puede sino causar un estremecimiento en el lector que la conozca.
 
Más que un libro sobre la vanidad, me pareció una obra que representa una búsqueda incansable de cierta honestidad y limpieza, en lo literario y en lo existencial. Es divertidísima, pero a ratos es absolutamente conmovedora y ciertamente triste, a la par que muestra una sensibilidad social muy acusada que nos regala algunos de los mejores momentos de la novela, como lo son la relación con ese maravilloso cinéfilo y sus peludos acompañantes, compañero necesario cuya amistad es una constante luz a lo largo de toda la historia. Destaca también una riquísima ironía que recorre el texto de principio a fin, ironía que, a mi juicio, también posee el protagonista, contribuyendo así a diluir su vanidad y convirtiéndola en una característica que va perdiendo peso frente a un más rico retrato de Mario, que va perfilándole, a lo largo de la novela, como un joven a la caza de experiencias ciertamente encomiables: bondad, verdad y belleza, que, si hacemos caso a los griegos, suelen ir de la mano, de ahí que las mujeres que ama sean hermosísimas, no puedan jamás mentir y respondan con absoluta fidelidad, como no puede ser de otra forma, en el amor (a no ser que las secuestren impidiéndoles responder como deben a su amante). La calidad del protagonista se delata, en muchas ocasiones, en su forma de ver a quienes le rodean: crea Dulcineas, pero Mario, al contrario que don Quijote, las crea y se las cree de veras, no de burlas, y sin la asexualidad que caracteriza al amor cortés, mientras que Alonso el Bueno, no deja de tener presente que su dama es Aldonza Lorenzo y que su máscara de Dulcinea tiene la misma entidad que todas las amantes y amadas de los poetas y, para lo que la quiere don Quijote, mejor le vale que un Aristóteles. Mario, pues, busca ese trinomio incansablemente, y cuando uno de los tercios sucumbe, los otros se derrumban acto seguido. Por desgracia, descubrimos con el protagonista que encontrar esa conjunción es francamente difícil, pero es hermoso que aún hoy alguien lo siga buscando, así que Mario goza de mis simpatías, a pesar de ser un poco creído. Por otra parte, Mario es el propio narrador de su historia, y lo hace con una sinceridad que no apunta a la vanidad, sino más bien a un sano reírse de sí mismo, no olvidemos que el narrador es quien posee las llaves de la historia y quien decide qué hechos nos cuenta; si Mario fuera tan vanidoso, muchos hechos se los habría guardado sólo para él y se habría dado a la mentira y al encubrimiento, como ocurre en otras novelas donde, afortunadamente, al no coincidir el narrador con el protagonista tenemos información más amplia que nos permite acceder a la verdad a pesar de las trampas y mentiras del narrador, como es el caso del Quijote.
 
Es un consuelo ver que hay quienes saben escribir para todos los públicos sin olvidarse de la tradición a la que pertenece su labor.
 
En un mundo donde parece que hablar de literatura es hablar de ventas y de negocios, donde lo importante es la obra como mercancía y no como artesanía, donde lo accesorio, contingente y accidental se ha confundido con lo nuclear y lo substancial en un gesto de desprecio a las enseñanzas aristotélicas, en un mundo tal, digo, es un consuelo ver que hay quienes saben escribir para todos los públicos sin olvidarse de la tradición a la que pertenece su labor. La gente piensa que la literatura comercial, únicamente comercial, que llena las estanterías de las grandes superficies, es digna hija de las comedias áureas de un Lope, pero no podrían estar más equivocados. Lope tenía éxito, es cierto, un éxito rotundo, pero sus obras llevaban el peso de toda una tradición literaria y de una cultura clásica vastísima. Los estudios de tradición clásica, de poética y de teoría literaria, en Lope, son absolutamente pertinentes; en los superventas actuales no cabe hacer análisis profundos (ni tampoco superficiales), ya que nada los sostendría.
 
Volviendo a la novela criticada en esta reseñita, insisto en que su lectura puede ser muy fructífera para quien no conozca mucha literatura, aprenderá mucho y disfrutará riendo y llorando, pero es importante decir que cuanto más haya leído el potencial lector, valga la redundancia, más riqueza observará en la novela y más podrá extraerle el jugo, y eso es muy curioso en un tiempo en el que los conocimientos literarios no son sino un impedimento para leer ciertas obras actuales, ya que cuanto más amas la literatura y más la conoces, más vergüenza te da leerlas. En este caso, cuanto más se sepa de literatura, más orgulloso se puede estar de tener esta novela entre manos.
 
Su siguiente virtud, en consecuencia, es que no traiciona lo que adelanta en su prólogo. Los ecos de Cervantes, por ejemplo, son mucho más perceptibles de lo que él indica y no sólo en sus referencias textuales, clarísimas, explícitas o implícitas, y directas al Quijote, que las hay, y maravillosamente traídas, desde el principio al fin de la obra, sino en la intertextualidad que le une a las Novelas ejemplares o, por citar un ejemplo que me pareció fabuloso, en ese maravilloso análisis obsesivo que el protagonista realiza del poema haiku, en la página 43 de la novela, que me hizo llorar de la risa como ese prodigioso comienzo del Quijote en el que Alonso Quijano se desvive por desentrañar absurdos versos amatorios, enrevesados y contradictorios.
Muchísimas cosas podrían destacarse en esta obra, pero como quien escribe es una admiradora de la literatura de la antigüedad clásica, debo decir que me pareció maravillosa la escena con el psicólogo, especialmente cuando, ante los delirios psicoanalíticos de su interlocutor, el protagonista saca ingenuamente a relucir a Sófocles, acto reflejo, y muy inocente hoy en día, de escuchar el nombre de Edipo: efectivamente, todo el psicoanálisis desconoce quién era Edipo y eso lo sabe cualquiera que haya leído la tragedia de Sófocles, pero es que el mismísimo Freud andaba muy despistado en su lectura del clásico ateniense, y me parece un guiño maravilloso de justicia a la cultura clásica que el autor de esta novela lo saque a relucir en un capítulo de gran comicidad. Y esto no lo digo por decir, sino que lo señalo porque la tragedia griega ha sido la víctima de múltiples interpretaciones que triunfaron de tal manera que todo el mundo habla de ella a través de sus muchas veces equivocados intérpretes, en vez de a través de sus textos, o al menos eso me parece a mí. Y así tenemos hoy en día la imagen de un Edipo que deseaba a su madre, mientras que en la tragedia, el pobre títere, no hizo más que intentar alejarse de ella, aunque sin éxito, con lo que, en el mejor de los casos, el complejo de Edipo sería, en realidad, una manía del c
aprichoso Destino que decide que Edipo debe acabar como efectivamente acaba, ¡y para colmo llega Freud y le echa la culpa al inconsciente del desgraciado! El autor de esta novela sí conoce muy bien a los autores que nombra, y eso se nota y se agradece.
 
No deseo hablar en absoluto de mí porque jamás suelo caer en tal manía y me gusta que las protagonistas sean siempre las obras o las ideas sobre las que escribo, pero me van a permitir que hoy les comente un pensamiento que me ha rondado la cabeza en múltiples ocasiones, y entenderán que, ciertamente, es relevante en este articulito. Me he pasado la vida leyendo a los clásicos y viviendo en los libros. Para mí, una de las consecuencias de la lectura de tanto clásico fue siempre la vergüenza, me preguntaba cómo atreverse a escribir novela después de, ya no digo un Cervantes, un Clarín o un Galdos, sino de un Baroja, otro referente de la novela que analizo, o un Unamuno, -la novela que tengo entre manos, por su humor en ocasiones cruel con el protagonista, al que, al principio, no concede tregua y por su forma de castigarlo haciéndole fracasar en todas sus pretensiones y planes, me ha recordado la maravillosa Amor y pedagogía, aunque sin llegar tan lejos, ya que don Miguel es un tirano implacable para sus personajes-. Siempre concluía que quien, conociendo a los clásicos, se decidiese a escribir literatura, debía ser muy valiente, dicho esto sin ninguna ironía y sí con muchísima admiración. Aunque no lo parezca, para escribir desde la ignorancia no es necesario ningún arrojo y el peso del pudor no lastra nunca al autor, puesto que es autor de obras bastardas, sin padres ni madres literarios conocidos que lo repriman y lo controlen. Pues bien, he de decir que, al leer esta novela, me alegré por la valentía del autor. Lo mismo me ocurrió también al conocer, en poesía, el libro Parque de ídolos de Rubén Rodríguez, que me maravilló por su personal manera de adueñarse de una tradición tan esplendorosa y substanciosa como es la de la tradición greco-latina, entre otras; pero la poesía, como ya les indiqué, es algo que me limito a disfrutar y que pocas veces reseño, y, cuando la critico, la mayoría de las veces, pierdo de vista su forma y me centro tanto en los contenidos que llego a perder de vista el género al que pertenece. Lo que quiero decirles es que es una suerte que aún existan valientes: personas cultísimas, como los dos Rodríguez que menciono, porque hoy les ha tocado, pero también como muchos escritores que en la actualidad se esfuerzan por hacer sus propias aportaciones a los distintos géneros, que aman la literatura y que desean contribuir a ella con calidad y respeto, dos características que no están muy de moda en estos tiempos.
 
También me ha recordado la novela un cierto artificio a lo Cadalso, dado que la irrealidad del profundo aislamiento, intelectualmente autista, que caracteriza al protagonista, al enfrentarse con la realidad vigente, -la que el protagonista desconoce en todos sus aspectos, incluso en los literarios, con lo que eso supone para un personaje que prácticamente sólo conoce literatura-, proporciona y supone un punto de vista crítico que delata la degeneración de no pocas facetas de la vida cultural y social española, en lo que me parece una estrategia harto inteligente por parte del autor.
 
Deseo también aprovechar esta reseña para dar las más fervientes gracias al autor por cierta referencia que introduce en el capítulo 11 a una grandísima novela actual de esas que se adaptan al cine y todo, algo que Mario no podía saber.A veces me da la impresión, permítanme la intromisión, de que el criterio de calidad por excelencia hoy en día es que te adapten al cine, -arte que, por otro lado, respeto y admiro sobremanera-, ya que las novelas se escriben pensando en ese otro formato artístico, y lamento intuir que no obedece esta tendencia a ninguna aspiración a la obra de arte total al germánico modo, sino a la posibilidad del chollo. No voy a decir el título de la obra en cuestión, por no contaminar el presente artículo, pero he de decir que cuando llegué a esas reflexiones del joven poeta no pude más que tomarlas como una suerte de justicia poética que me llenó de alborozo. Vamos, que Mario cada vez me caía mejor.
En definitiva, no voy a decirles mucho más, porque de verdad creo que deben comprobarlo ustedes mismos, pero les aseguro que si aman la literatura, en todos y cada uno de sus géneros, encontrarán en esta obra una fuente de tesoros inagotable, una mina de referencias que te arrastran desde los griegos hasta el siglo XX y en definitiva, y siempre desde mi punto de vista, un gran homenaje a la literatura desde la propia literatura. Y yo creo que se trata de un homenaje que no desmerece en absoluto a los homenajeados y que logra hacer un aprovechamiento personal de la tradición que aporta muchísima frescura a esos viejos monumentos que, por desgracia para la propia literatura, hoy le importan bien poco a mucha gente y, lo que es peor y gravísimo, le importan bien poco a muchos escritores. Y, como ya señalé, todo esto lo realiza sin caer en los lodos de la pedantería, en otra muestra de la sabiduría cervantina de la que el autor hace gala. Y si no desean entrar en profundidades y, simplemente, quieren pasar un buen rato, encontrarán en el trabajo reseñado una lectura ágil, frenética, que te atrapa desde el primer momento y te impele a seguir al protagonista en su divertido, chocante, triste y muy tierno y conmovedor periplo.
 
Se trata, además, de una novela valiente, porque se atreve a ser rica en unos tiempos en los que el analfabetismo funcional campa a sus anchas y con un engreimiento que espanta. En la editorial del autor no parecen ser necios que confundan valor con precio, parafraseando al poeta, así que, concluyendo, no se la pierdan, de veras que pocas veces 8 euros les darán tanto a cambio.

Geografías: Entrevista a Miguel Ángel Muñoz. Por Hilario J. Rodríguez (15/XII/2009).

0

Miguel Ángel Muñoz escribe, destila y ensaya constantemente. Su obra es difícil de ceñir a un solo género porque para él, como para cualquier escritor que trabaje desde la periferia y no desde el centro, la literatura carece de fronteras.  

-Los libros de cuentos requieren un orden, una arquitectura a veces más complicada que la de la novela.

Soy un autor de cuentos bastante obsesionado con el tema de la ordenación y estructura del libro de cuentos. Quizás la naturaleza más lógica del cuento es la individual: el cuento se vale por sí mismo. Pero si decidimos recopilar esos cuentos en un libro pienso que ese libro ha de tener las mismas exigencias estructurales que una novela. El modo en que se ordenen los cuentos dará el clima, el aroma, las sensaciones que reciba el lector. Hay que reflexionar sobre cuál será el primer cuento que se encontrará el que lea el libro y el ritmo que irá imponiendo a la “narración total” del volumen. ¿Elegir que el libro vaya de más a menos –como es demasiado común en los libros de relatos- o que vaya asentándose poco a poco y que el mejor cuento no necesariamente esté al comienzo, con lo que conlleva de riesgo para el lector que quizás no llegue hasta allí? En fin, son preguntas que uno se hace, y es uno de los aspectos de la escritura de cuentos que más me atrae.  

 

-Cada cuento, sin embargo, tiene su propia entidad, su vida.

El cuento es el mínimo común denominador, la esencia perfumada, la molécula de la vida del libro de relatos. Lo que ocurre es que el juego de relaciones –y contrarios- que se establece entre un cuento y sus acompañantes en el libro de relatos le otorgan ecos amplificatorios, relaciones, paralelismos, que enriquecen el libro, por supuesto, pero también el cuento. Aunque, cuando el cuento es brillante, vive por sí mismo, más allá de sus hermanos de libro. Todos los amantes del cuento conocen “El nadador” de Cheever pero, ¿cuántos saben en qué libro fue publicado, y a qué otros relatos acompañó en aquel volumen? 

 

-¿A qué renuncia el cuento para no convertirse en novela o en poesía? ¿Y qué gana a cambio de sus renuncias?

No lo veo como renuncias, sino al contrario. El cuento toma prestado de la novela la posibilidad de esbozar personajes, a pesar de la compresión narrativa, el estimulante planteamiento de tramas como si fuesen a contársenos grandes epopeyas a tamaño microscópico, y de la poesía toma la intensidad lírica, la posibilidad de hacer metáforas sin caer en el barroquismo, o de ser seco sin caer en el lenguaje desabrido. Pero más que renunciar a cosas, el cuento es un género muy aprovechadito, que toma de cada cuál para edificar su propuesta. 

 

-Tu orden narrativo es anómalo. Casi siempre comienzas cuando una historia ya está muy avanzada y luego vas filtrando los prolegómenos poco a poco.

Es un estilo que me parece natural y que está muy influido por la escritura cinematográfica. Entrar tarde y salir pronto, como aconsejan los maestros de guiones americanos. Es un método aplicable al cuento, y muy sensato, puesto que el cuento se distingue por su necesidad de síntesis, y lo lógico es comenzarlo cuando casi todo ha pasado ya, cuando sólo nos falte colgar el cuadro en el clavo chejoviano. Esos prolegómenos que comentas funcionan como revelación del misterio que toda historia corta debe contener para ser interesante, pero también como revelación de la circularidad que toda existencia contiene, en la que el pasado mete sus garras en el presente, para complementarlo, aclararlo o devorarlo.  

 

-No te gusta la homogeneidad, prefieres alternar texturas, diferentes géneros, diferentes tonos, formas…

Gran parte de la riqueza del cuento está en su capacidad experimentadora. El cuento se presta de un modo magnífico a jugar con las extensiones, los tonos, los climas, las historias, y sin embargo muchos escritores suelen aspirar a poseer un estilo identificable a partir del cual construir sus cuentos. Yo estoy entre los que optan por otra posibilidad: aspiraría a no poseer estilo, a que cada cuento diera cuenta de su propia metamorfosis, y se acercara a la idea de Montaigne del ensayo, un acercamiento, con sus propios medios, a un tema previo, valiéndose de todas las armas existentes. Eso, por otro lado, es bastante contraproducente para el escritor, porque me temo que desorienta a su lector y lo tiene un poco desubicado. Excepto, claro, a los lectores a los que les gusta ese tipo de escritores de cuentos, que me temo son pocos.  

 

-Para ti, la escritura con el lápiz suele ser menos pesada y laboriosa que la que te espera más tarde con la goma.

Es cierto que tengo una escritura impulsiva y me dejo llevar por la historia que en un momento dado te revolotea y te lleva hacia delante. Pero el momento previo puede ser muy breve o, lo que es más común, muy reflexivo hasta que decido pasar al papel una idea, y el momento posterior, de la corrección, también es largo, cada vez más. En ese sentido cada vez me siento más inseguro, en vez de lo contrario, porque uno aspira a que lo que se transmita sea lo que tenía en la cabeza, aun sabiendo que es algo imposible. Tampoco creo demasiado en esos escritores de cuentos que declaran haber estado escribiendo un cuento durante meses. Cheever escribía sus cuentos en dos días, encerrado sin hablar con nadie, en una especie de trance, que es el otro extremo, pero creo que al cuento le viene bien esa concentración a la hora de escribir, y es lo que lo hace mucho más apetitoso como género que la novela, mucho más tediosa e inabarcable para el autor.  

 

-Se teoriza demasiado sobre el cuento, como si fuera una ciencia… exacta.

Todos los que
escribimos cuentos hemos caído en eso, pero no lo veo un error. Hay un miedo en los escritores a teorizar sobre su arte, y a mí no me parece mal que el autor opine sobre libros, o sobre la literatura en general. En el caso del cuento, quizás lo que lleva a los decálogos, manifiestos y análisis del género es que un buen cuento es algo tan perfecto que quisiéramos acercarlo al mundo de la técnica, de la relojería suiza, y por ello ansiamos hallar algún día el mecanismo científico que nos permita escribir los cuentos que soñamos y que hemos leído en los maestros, aunque sepamos que es una tarea condenada al fracaso, porque conocer todos los mecanismos del cuento no exime de ser incapaces de reproducir lo mágico que el género tiene.
 

 

-Tu blog es una consecuencia de tu obra literaria, y tu obra literaria (en la que el cuento es el eje central) es una consecuencia de…

Bueno, hasta ahora he publicado dos libros de cuentos, pero también escribo novela. Lo que sí es indudable es que amo el género del relato desde que leí de niño los cuentos de Kipling o Poe, y de adolescente a Cortázar y Borges, que me ataron para siempre a ese modo de entender la vida en breve. No me imagino no escribiendo cuentos, y ahora que llevo una larga temporada escribiendo novela estoy deseando volver a escribirlos.  

 

-Escribir es escribir por encima de todo, de las limitaciones de tiempo, espacio… Escribir poemas, novelas, relatos, blogs, micro relatos…

Es una bendita maldición. Tocar distintos palos te lleva a ir acumulando textos, y por ello a empezar siempre de nuevo en cierto modo. Como escritor de cuentos tengo dos libros pero como novelista soy un inédito –te digo en primicia que en estas semanas se publicará mi primera novela, “El corazón de los caballos”-, y el saltar de un género a otro hace que siempre tengas textos por publicar. Envidio a esos autores que sólo escriben novela, por ejemplo, y las van escribiendo a un ritmo pausado, organizado, previsto, pero por otro lado me divierto con esos autores que van de un género a otro y de los que a veces encuentras un libro pequeñito que disfrutas como un descubrimiento.  

 

-Un posible proceso de escritura de un cuento podría ser (cuéntanos un cuento sobre el particular)…

¡Qué difícil! Podría recordar aquí cómo escribí un cuento de mi primer libro: “Antón Chéjov, médico”. Lo escribí durante un agosto más caluroso de lo habitual, encerrado en una habitación minúscula, rodeado de libros y sin espacio para desenvolverme. Cada mañana, apenas me levantaba, me encerraba para escribir una página del cuento, que comencé el día uno y acabé el treinta y uno de agosto del dos mil. Nunca he disfrutado tanto de la escritura como durante aquel mes.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            &nb
sp;                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    &nbs
p;                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         

 

Jabón de Marsella

 (Miguel Ángel Muñoz)

 
El autobús del lunes a mediodía, y el azar en forma de acompañante de asiento, una mujer, camino de los cincuenta y de su casa, de vuelta del trabajo y al trabajo de vuelta en poco rato, proletaria de lo cotidiano, obrera de sí misma y envuelta, bañada en un penetrante olor a detergente con aroma a jabón de Marsella. No tarda mucho en seducirme ese efluvio a ropa esponjada, en conquistarme con la droga de su adictiva limpieza, en recorrerme con la mano alta de su fragancia imponiéndose a una jornada de once horas, y yo, mirando hacia el lado contrario, la ventanilla, por educación, imagino un lugar aireado donde las sábanas blancas y las toallas de rizo americano o algodón egipcio y la ropa íntima pero discreta de la mujer planean sobre un campo desierto, sujetas a un cordel y empujadas por corrientes de aire encontradas, un sitio imaginario donde las sábanas, al cambiar de dirección, crujen como velas tensadas de un barco antiguo, que nunca visitará Marsella, claro, un barco sin equipaje de jabones, más bien un barco de veinte centímetros por veinte que el abuelo raro e insociable fabricó con cerillas sobrantes, después de dejar el tabaco, y trajo a las niñas, a las hijas de la mujer, como extraño regalo veraniego. La supongo en cada uno de sus rituales imposibles de modificar: la comida de cada día siguiente preparada cada noche antes y guardada en herméticos tupperwares, la limpieza somera de la casa, un barrido y fregoteo rápido, el rato aburrido de tele aburrida antes de irse a la cama donde, según los días, disfruta de la compañía gimoteadora o ronca de su marido, sin olvidar, claro, antes de ese momento cumbre, la esforzada conversación con sus hijas, la sonrisa sincera que parece falsa porque las mandíbulas se le encajan por el cansancio y, lo más importante, preparar la lavadora con la ropa sucia del día: desde la cama oye los traqueteos revolucionados de la máquina un poco vieja y huele el aroma que deja escapar de su interior, un olor espeso y blanco a detergente con jabón de Marsella, utilizado en cantidades industriales, y que, como le ocurrirá durante el resto del largo día siguiente, a la manera de un dulce narcótico sin necesidad de receta, le ayuda, simplemente, a dormir.

Comer, beber, reír: Lluvia de albóndigas. Por Tanja Pérez Hunte (13/XII/2009).

0

Flint Lockwood, inventor visionario –quizás demasiado— que suele fracasar en sus proyectos, siempre bizarres, trata de encontrar soluciones para vencer el problema del hambre en el mundo. Deseoso de concebir un artilugio que pueda servir a su país y a la humanidad entera, idea una máquina capaz de transformar el agua en comida. Tal ingenio hace llover de súbito hamburguesas con queso y pizzas. Este éxito, bautizado como el más formidable fenómeno meteorológico de la historia, acaba sobrepasando rápidamente a su creador: la población, cada vez más voraz, se entrega a un consumismo gastronómico desenfrenado; la máquina, descontrolada, desencadena una serie de catástrofes climáticas por todo el mundo, desde tempestades de espaguetis y albóndigas gigantescos hasta tsunamis de sandías monstruosas.

Lluvia de albóndigas ha llegado finalmente a nuestras pantallas, envuelta en la aureola triunfal de su taquillazo inesperado en los EE UU, donde hizo llover más de ciento diez millones de dólares dentro de las arcas de sus productores.Phil Lord y Christopher Miller, dos realizadores debutantes, encontraron la materia para su filme en el libro infantil de Judi Barrett, Cloudy With A Chance Of Meatballs, editado con enorme éxito en Norteamérica hace una treintena de años.

Trazo jovial, animación eficaz, ritmo logrado e intención ejemplarizante, en este caso desplegada de una manera tan divertida como inteligente, son las notas distintivas principales de esta producción familiar con un grafismo cuasi manga bastante inspirado. Los más pequeños y los menos jóvenes –padres y adultos en general— quedan bien servidos. Estos últimos gracias a que el filme multiplica los gags de doble fondo y los guiños cómplices, mofándose con malicia astuta de tantas películas de catástrofes, también de la voracidad yanqui. De la visión de Lluvia de albóndigassalimos, pues, convenientemente satisfechos, igual que tras de una buena comida durante la que nos reímos, bebemos y comemos a gusto.  

 

LLUVIA DE ALBÓNDIGAS (Cloudy with a chance of meatballs). EE UU,2009. Dirección: Phil Lord y Christopher Miller. Duración: 90 minutos. Filme deAnimación.

 

Entrevista a Rubén Rodríguez, por Javier Lasheras y José Havel. 13/12/09

0

Rubén Rodríguez: cuando los dioses siguen presentes.

Llega a la entrevista con la cara algo desencajada, como si acabara de terminar un concierto. Y lo cierto es que no ha parado de contestar a las preguntas del público y de firmar ejemplares en la librería. Este ovetense acaba de publicar tras Anatomía pefecta, Parque de ídolos, su  segundo libro, en la editorial Difácil. Ya sentados, pide una cerveza e insiste en que se la traigan bien fría. Alguien pasa y le dirige una sonrisa cómplice. Él devuelve el gesto. Es profesor de Historia en un instituto de la capital. Cuando habla está convencido de lo que dice. Tanto, que su primer convencimiento es la duda. Un amigo se acerca y le pide que le dedique el libro. Él lo hace con gusto, con una letra puntiaguda e inclinada. Se toma su tiempo. Le encanta el rock duro. Se quita la cazadora y la cuelga en el respaldo. Luego se echa un trago, toma aire y con la botella aún en la mano, apunta y nos dice: venga, disparad.

 

En sus poemas hay una presencia clara de la Historia Antigua . ¿Qué paralelismos y vigencias encuentra con el presente, con la actualidad?

 
Todas. La época antigua nos ofrece muchas enseñanzas presentes en la edad contemporánea, comportamientos humanos como la ira, la traición al amigo, el ansia de poder, el concepto de hedonismo, el olvido del personaje famoso… De todo esto y mucho más ya hablaron los griegos y romanos. Tan sólo los personajes principales, los secundarios y el escenario varían, pero no la esencia que se perpetúa a través de los tiempos.
 

¿Cree que el hombre está abandonado por los dioses o que el hombre los ha abandonado conscientemente?

 
Los dioses siguen presentes. Se han transformado en otros conceptos más claros que ya existían en la antigüedad como el culto al cuerpo, al dinero y a la creencia papanatas del progreso de la ciencia…

 

¿Diría usted que todos sus poemas se entienden? Me parece ver una cierta ocultación, siquiera inconsciente, como en los poemas de Calipso.

 
La segunda parte del poemario que lleva por título Odiseo & Calipso se presenta como un contraste entre la primera y última. Tanto el estilo que domina, un verso fragmentario donde todo lo que no se dice cuenta igual que lo que se dice, los gestos, los silencios de igual manera que en el amor, un homenaje explícito y claro a uno de mis libros preferidos: Odisea de Homero.

 

Realmente, ¿qué hay de misterioso en que el hombre “mate y ame al mismo tiempo”?

 
Mucho, pues el hombre es una contradicción en sí mismo capaz tanto de lo mejor como de lo peor. Como dice el dicho: del amor al odio tan sólo hay un paso…
 
"Caemos de forma inevitable en el oscuro laberinto"

Obama cazó una mosca en plena entrevista ¿le recomendaría leer el poema del emperador Domiciano?

 
Obama es un político que ha traído esperanza a los Estados Unidos, un presidente demócrata en uno de los países con mayor tradición democrática del mundo, pero no le veo los paralelismos con el emperador-dictador Domiciano. Esas comparaciones son odiosas pero lo que si percibo de manera clara es demasiado fuego de artificio y alabanza a una persona que tiene que demostrar muchas cosas, y en absoluto le otorgaría un premio de la paz a un político que acaba de mandar 30.000 hombres a Afganistán. Creo que existen otros hombres más valiosos que luchan por la concordia y el diálogo en el mundo.

 

Después de tantos años, ¿camina este mundo perdido por algún laberinto?

 
Demasiados laberintos. Pero la referencia viene en relación al héroe, Teseo. Y nos habla del famoso eslogan clásico, Conócete a ti mismo y sabrás caminar por el laberinto. Cuánta gente en el mundo contemporáneo acumula conocimientos matemáticos, científicos, literarios… y se produce el gran desconocimiento del otro y de nosotros mismos. Caemos de forma inevitable en el oscuro laberinto.

 

Parece que el poemario extiende la idea de que la Historia más cierta es la intrahistoria, la de los héroes y villanos. ¿Dónde se han quedado los ídolos?

A partir de pequeños hechos se conocen a los grandes personajes de la historia. Suetonio era un maestro en buscar acontecimientos que de forma aparente eran banales. La vida de los doce Césares es un gran ejemplo. Para expresar la crueldad y la falta de realidad de Domiciano, emperador romano, Suetonio nos cuenta que se pasaba tardes enteras cazando moscas, una perfecta imagen para expresar una crueldad suma.

Kavafis, José Emilio Pacheco, José Ángel Valente… ¿cómo se sirve este cóctel? ¿No resultan demasiado fuertes los ascendentes para el segundo libro de su obra?

 
El concepto de libro como homenaje es claro y de forma significativa en uno de mis admirados maestros como es Constantino Cavafis. El dicho famoso de que lo que no es tradición es plagio, lo tengo muy presente. El poeta, a partir de su tradición o de diferentes líneas estéticas de las que bebe, debe aportar su prisma personal, su forma de ver las cosas… En absoluto, mi concepto del poeta es el de un escritor omnívoro, quizás el escritor que se nutre de una mayor diversidad de estilos para construir su mundo propio. Nunca me han gustado la ortodoxia, la heterodoxia es mi manera de estar, de vivir en este mundo y en definitiva de escribir. Todos los autores nombrados tratan el tema de la historia y la condición humana de forma sobresaliente. Un buen escritor debe intentar dominar diferentes registros en función de los contenidos y hacía dónde quiere llegar.

  "La poesía pone de
vez en cuando
su pequeño grano de arena"

En su poemario aparecen varias conversaciones con diversos personajes. Díganos, ¿con quién le gustaría tomarse unos vinos?

 
La verdad es que me lo pone difícil, pues existen personajes interesantes que aparecen en el libro y que son historia viva de un pasado antiguo. Alejandro Magno, Cincinato, Diógenes… quizás Ana Comenno, emperatriz del imperio Bizantino allá por el siglo XII, una gran intelectual en su época, mujer rodeada de hombres que supo hacerse un sitio en la historia pero olvidada de forma injusta por el mundo literario e histórico, un personaje enigmático y a reivindicar.

 

¿Qué respuestas ofrece la poesía en el mundo actual?

Es una forma de conocimiento del mundo y de los individuos. El placer estético que produce la lectura de un buen poema es igual de comparable a una buena canción o un buen corto pero como ocurre en esta sociedad de las prisas, la reflexión requiere tiempo, paciencia. Todos tenemos un gran puñado de buenos poemas a la vuelta de la esquina…, la constancia en la lectura sería una de las claves.

¿Puede el arte –y la poesía- acabar con los bárbaros?

 
La poesía si puede ser un arma cargada de futuro pero al individuo, la forma sutil que tiene de reivindicar un mundo invisible es en mi opinión muy poderosa. Pero como sabemos de las palabras a los hechos hay un trecho, y en ese trecho la sociedad en general y de modo particular nuestros políticos tienen grandes responsabilidades que asumir. No me gusta la realpolitik. Ahí tenemos a los nuevos bárbaros dentro de nuestra sociedad. La ética en las personas y las sociedades es un valor a preservar y reforzar. La poesía pone de vez en cuando su pequeño grano de arena.

 

¿Cuál cree que es la actual batalla de Queronea?

 
No existe un paralelismo con el mundo actual. En la Batalla de Queronea participa por primera vez el joven Alejandro Magno y se vislumbra quien va a ser recordado en la historia; a Filipo II se le recuerda a pesar de sus grandes dotes de organización, mando del reino y del ejército macedónico por ser hijo de quien es.

 

Y en su opinión, ¿cuánto tiene lo místico de sensualidad?

Tiene bastante, J. A. Valente en su famoso libro La Piedra o el centro o el ensayo sobre Miguel de Molinos, toca estos temas tan resbaladizos. La mística como una forma de llegar al sujeto poético de manera original y radical, la mística como motor creativo del poeta. El amor en sus múltiples facetas tiene puntos claros y cercanos con la mística, por su carácter radical de apresar al sujeto amado. Cavafis y San Juan de la Cruz eran dos de sus poetas de cabecera, estando a las antípodas en cuanto a estética y tema

Vivir y arder. ¿Nos da algún otro consejo?

 
Quién tiene un amigo tiene un tesoro. Es un tema recurrente en mi poesía, relacionado con la traición al amigo, a la persona cercana. La amistad si es cercana y exclusiva. Tiene un componente de fuerza mágica que a lo largo de la historia del hombre ha movido altas montañas.

 

Y finalmente, a qué aspira usted ¿a la gloria o al olvido?

 
Como todo escritor que se precie aspiro a ser recordado, pero son los lectores quienes tienen la última palabra, quienes deciden en este asunto. Escribo, por supuesto, para ser leído. Luego vienen los matices de número y calidad, de ese lector anónimo. Esa cuestión no está en mi mano.

 

Juegos sagrados, de Vikram Chandra, por Ignacio del Valle. 10/XII/09

0

 

Vikram Chandra
Juegos sagrados
Mondadori, 2007. 1088 páginas. 30 euros.

Excesiva y fabulosa esta novela de Vikram Chandra, Juegos sagrados. Un texto que a lo largo de 1.002 páginas se expande en una fantástica arborescencia similar a los miniados de piedra de esos templos hindúes devorados por las selvas. Capítulos que se alargan como una secuencia de Antonioni, en los que se va desgranando una épica sobre la amistad, la traición, la violencia, el deslumbrante poder de las modernas urbes, y un rosario de misterios en la mejor tradición de la narrativa victoriana.
Numerosas tramas y personajes se entrecruzan con ese espíritu ubérrimo de la India, con sus millones de almas, miles de dioses y cientos de lenguas: policías enamoradizos, estrellas de Bollywood, bellísimas prostitutas de Mumbai, visionarios religiosos, agentes perdidos en guerras secretas en los inhóspitos y helados picos del Himalaya, románticos y despiadados mafiosos que descubren el extraño vacío que hay tras alcanzar los sueños… Siete años tardó el autor en completar este monumental fresco sobre el universo hindú, tan dickensiano, tan clariniano –de Clarín–; un dédalo de creencias, idiomas, castas, historias que le harán exclamar como Diderot que a nadie pertenezco y a todos, antes de entrar en este castillo ya estaba allí, quedaré aquí cuando salga. Especias, ruido, asimetría, giros y vistas yuxtapuestas, la novela tiene un comienzo atronador: un policía acude a capturar a Gaitonde, un capo mafioso asediado en su búnker particular, y empieza a conversar con él a través de un interfono, una charla apocalíptica, lisérgica, que terminará con el inexplicable suicidio del criminal y el de una mujer que le acompañaba.
A partir de ahí una investigación ‘sui generis’ en el que ambas biografías se entrecruzarán como las espirales de las dobles hélices de nuestros genes, una saga trágica con ecos del Tony Montana de ‘El precio del poder’ o del Vito Corleone de ‘El Padrino’, prolijo de dramatis personae, un avispero, un turbulento e inabarcable mosaico. Superpoblación urbana, guerrillas maoístas, sucios enfrentamientos en Cachemira, caciquismos locales, palacios de oro con cielos de perlas, starlets y productores de cine, terrorismo nuclear, santones y asesinos… todo cabe en esta lucha de diversas contrafuerzas tectónicas, en este plano de la existencia elaborado con la misma sabiduría artesanal conque otro autor indio, Suketu Mehta, pergeñó su sobrecogedora Bombay. Ciudad total.
Juegos sagrados, unos juegos que vienen de la tradición hindú que habla del eterno juego –Lila, en sánscrito–, de Señor del Universo, que parece burlarse de sus criaturas cambiando las reglas a capricho o actuando como si no las hubiera. Un juego serio e intrascendente, sagrado y profano, placentero y doloroso, personal y universal, que sólo la muerte detendrá.
Son 1.002 páginas, pero Chandra podría haberle añadido 2.000 más y seguiríamos leyendo. Frases, frases y más frases que se engarzan unas con otras y que a veces resplandecen como petisas esmeraldas: un enemigo confundido siempre es mejor que uno impresionado pero cuidadoso. Que nos subestimen; un hombre que tiene miedo es un hombre que todavía tiene algo que perder; un tigre es hermoso como tigre, pero si intenta convertirse en una oveja se transforma en una abominación; había poder en él, una especie de certeza, he ahí un hombre que sabe quién es… Lila, el universo como campo de juegos de Dios. Lila, que empiecen los Juegos…
 
Nota: reseña ya publicada en El Comercio.
 

 

El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono. Por Ángel García Prieto (09/XII/2009).

0

Jean Giono,
El hombre que plantaba árboles,
Duomo, Barcelona, 2009. 62 páginas. 8 euros.
Traducción de Simona Mulozzani.
Prólogo de José Saramago y epílogo de Joaquin Araujo.
 
 
Jean Giono (Manosque, Provenza, 1895 – 1970) nació en una familia humilde, de origen franco-piamontés. Autodidacta, se dice que sólo leyó la Biblia, a Homero y los clásicos, trabajó en la banca y se inicia en la literatura a partir de 1928, con la publicación de Colina. Movilizado en 1939, fue encarcelado por antimilitarista, y de nuevo en 1943, acusado de colaborar con el gobierno de Vichy. Es después de este tiempo cuando comienza su segunda época y llega a la madurez creativa con El húsar sobre el tejado y El molino de Polonia, que le hicieron ser elegido miembro de la Academia Goncourt en 1954. El conjunto de su obra es una invitación al individualismo – fue apodado “el solitario de Manosque” – y la libertad; el hombre en relación con la tierra es el protagonista de unas novelas de un lirismo inimitable. En su segunda época demuestra una mayor preocupación por los temas sociales, económicos y políticos de su tiempo. Ahora nos resulta más cercano desde la publicación en 1995 de la versión española de El húsar sobre el tejado (Anagrama), de la que se hizo una película de éxito, dirigida por Jean-Paul Rappenau.  

El hombre que plantaba árboles, volvió a ser publicado hace unos años por Ed. Olañeta y ha tenido varias reediciones en al menos dos formatos. Ahora esta editorial de origen italiano, que publica en español, la lanza de nuevo. El libro es un pequeño relato de ficción que el novelista provenzal publicó, de modo altruista, para “hacer que la gente amara los árboles, o, para ser más exacto hacer que amen el plantar árboles”. En él crea un entrañable personaje de ficción, llamado Elzeard Bouffier, pastor solitario en la altiplanicie fronteriza con los Alpes, que consigue su felicidad plantando con paciente perseverancia miles árboles con los que logra convertir aquel páramo en una tierra agradable y fecunda que se irá poblando de esperanzados campesinos.

Es un cuento delicioso, un canto a la naturaleza , a la generosidad con ella, en el que el narrador llega a concluir: “Cuando pienso que un solo hombre, armado únicamente de sus recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir de un yermo esta tierra prometida, me convenzo de que, a pesar de todo, el género humano es admirable”. En esta línea se sitúa también el epílogo de Joaquin Araujo.

La estrella de madera, de Marcel Schwob. Por Alfonso López Alfonso (06/12/2009).

0
 
Marcel Schwob,
La estrella de madera,
Sequitur, Madrid, 2009.
Introducción y traducción de Luis González Platón.
 
 

Refinamiento

Se suele decir que todos los caminos llevan a Roma. Luis González Platón habla en la introducción a estos cuentos de cómo en Roma, la película de Adolfo Aristarain, oyó por primera vez el nombre del escritor francés Marcel Schwob (1867-1905) cuando el personaje de Juan Diego Botto entra en una de las librerías de la calle Corrientes, allá en Buenos Aires. Todos los caminos llevan a Roma –o quizá no-, pero a partir de aquel día Schwob le abrió a su ahora traductor algún camino nuevo. La vida, desde luego, es una red cuyas nervaduras acaban por conectarlo casi todo, así que aunque González Platón no descubrió a Schwob gracias a Jorge Luis Borges, sí hay en ese descubrimiento una conexión argentina.

Joven erudito, soldado, viajero, enfermo crónico y cadáver prematuro, el autor de El libro de Monelle y las Vidas imaginarias parece eternamente condenado a las minorías, y este puñado de prosas que salen en una editorial con un catálogo muy escogido no hace más que confirmar esa tendencia.

Abre el conjunto “La estrella de madera”, al parecer inédito hasta ahora en castellano, donde se relata la conmovedora historia de Alain, niño criado por su abuela entre las carboneras del bosque. Un día Alain descubre el brillo de las estrellas y decide partir hacia el llano en busca de alguna que poder encender. Hay aquí, como en las buenas historias de carretera, búsqueda y aprendizaje, todo descrito con los detalles justos y la precisión que emana de los sabios. El resto de los cuentos proceden de Corazón doble y al final del libro hay una pequeña muestra de los mimos de Schwob, pequeños cuadros con los que homenajeaba al poeta griego Herodas.

“No le pregunten al mar por qué los ojos de una mujer de ojos negros son tan extraños”, decía Jack Kerouac en Los subterráneos. Extrañas y a la vez cercanas, llenas de voces familiares –de Ovidio a Edgar Allan Poe-, le parecen al lector historias tan distintas como las de “El tren 081” o “La siega sabina”, “El hombre gordo” o “Béatrice”, capaces de hundirlo con la misma intensidad ya en el terror que un maquinista siente al encontrar el cadáver de su hermano, ya en la sobria sensualidad, reconstruida con exactitud y lirismo, de los trabajos del campo entre los antiguos sabinos; ya riéndose un poco de los médicos, ya adentrándose en la destructiva atracción entre Eros y Tánatos. Lo que hay en la escritura de Marcel Schwob es alta cultura y mucho talento. Como comprenderán, con semejantes materias primas no es difícil que de ella brote un inimitable refinamiento en el decir.