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La isla, de Giani Stuparich, por Javier Lasheras. 1/09/2009.

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Giani Stuparich. La isla. Editorial Minúscula. Barcelona, 2008.

UNA ISLA CASI PERFECTA. 

En los inicios de esta impar orgía literaria actual, cada día necesito más de la recomendación de críticos cercanos, bienintencionados, y de amigos y familiares que me ayuden a no desperdiciar las horas con obras ajenas a mi aprecio. Por eso agradecí  la invitación de uno de ellos, ávido y envidiable lector, que hace unas semanas me recomendó La isla, de Giani Stuparich, publicado por la Editorial Minúscula el año pasado.
Como quiera que son muchas las firmas —entre las que destaca el tan valorado Enrique Vila Matas— que han tildado la obra como perfecta cuando no como maestra, me concedí unos días para pensar y valorar tales afirmaciones, contemplando siempre que mi opinión sólo manifestaría la apreciación y el gusto de un lector de paso.
A partir de un tema clásico, el encuentro, con un subtema ya fecundo en la literatura, la enfermedad, Stuparich logra convertir la narración en un diamante con sus lógicas impurezas, cuyo brillo acercará a los más cautos e incendiará las emociones de los desprevenidos. Y si lo logra es, en muy buena parte, porque tiene el acierto de aplicar un estilo transparente y diáfano, alejado por igual del simplismo como de la presuntuosidad, sólo en apariencia sencillo y luminoso como en un cuadro de Sorolla.
Desde estas consideraciones, mi opinión es que estamos ante un relato que atesora muchos quilates, finamente estructurado, con notables descripciones ambientales y excelentemente acabado. Una joya, sin lugar a dudas.
Además, La isla establece dos territorios o niveles de encuentro. El encuentro como diálogo y el encuentro como meditación. En el primero, la conversación y las palabras se manifiestan insuficientes para decir lo que se siente. En el segundo, los pensamientos, la reflexión y los puntos de vista son fronteras que se alzan inexpugnables para lograr el acercamiento entre el padre y el hijo.
Pero tal vez cuando más acierta Giani Stuparich, y acierta mucho, es cuando se acerca, sin llegar a tocarlo, a un tono trágico:
«¿Por qué en aquel estado de levedad y armonía, cuando su padre y él se habían encontrado en la roca, una ola más fuerte no se los había llevado de allí y los había sumergido? El final habría venido como una gracia violenta, ahorrándoles el ir hundiéndose lentamente entre ilusorios restablecimientos y humillantes abandonos.
No se rebelaba ante la fatalidad de la muerte; se rebelaba ante la trágica lucha de un organismo robusto y sano contra un mal insidioso y cruel».
Y más adelante, sugiere de forma inapelable:
«Sin embargo, tal vez quien combate no tenga una conciencia plena de la inevitable derrota y pueda resistir y recobrar el aliento para luchar todavía. Pero quien asiste impotente a la trágica lucha, y tiene en sus venas la misma sangre que la víctima, sufre con un horror reprimido y todos sus minutos están envenenados».
Para concluir:
«Pero otro fantasma vino a turbarle el curso de sus pensamientos. Bajo aquella luz despiadada ya no andaban dos hombres por su camino, sino dos payasos. Un muerto y un vivo se hacían compañía en una bufonesca alianza, disfrazados del mismo modo, departiendo alegremente y haciendo resonar de vez en cuando a falta de argumentos los cascabeles del gorro y de las mangas».
 Por el contrario, más pareciera que La isla, a vista de los ojos actuales, se tratase solamente del quiero y no puedo de un padre al borde de la muerte y de un hijo compasivo y bondadoso pero con escasos recursos y habilidades. Por eso, a esta isla le falta —y lo digo desde la humildad y la admiración a la obra y al autor—, la tensión que aportaría el reproche, el clímax que daría la existencia de un sentimiento repleto de matices como sería la culpa, así como la humanidad que concedería un choque moral.
Por lo demás, adviértase de la sobresaliente descripción en el juego de luces, del cromatismo del amanecer, del atardecer y de la noche, de los recursos pictóricos y de todos los elementos y técnicas que se desee… pero no sé. Aunque reconocible e interiorizada, La isla no termina de temblar, a pesar de que el azul del cielo haga vibrar las escamas del mar… y de la vida, fugitiva siempre.
Es cierto que la narración exuda una visión optimista y heroica. Pero también que la concepción de  los personajes centrales y el tratamiento de la enfermedad coadyuvan a una lectura sin heridas ni cuchillos. Y es precisamente este tratamiento el que termina por condicionar, y a veces lastrar, el núcleo central, la línea de flotación de este relato. Y es que se echa en falta una mayor fortaleza argumental, una mayor agudeza en la mirada y una hondura en las posibilidades de la relación paterno-filial, aunque sólo fuese por el choque generacional. No se puede encomendar todo o demasiado a las virtudes narrativas que se derivan del uso del silencio o la elipsis, so pena de que el lector aprecie que las sugerencias aportadas acaben por frisar sensaciones superficiales. Muchos lectores podrán, además, vislumbrar las necesarias, interesantes e inevitables aristas y tensiones que toda relación entre padre e hijo puede deparar una obra literaria. Pero sólo eso, porque la realidad es que ningún párrafo de La isla se adentra con nitidez en esos laberintos.
¿Cómo valorar, pues, este libro cuyo tema es el encuentro entre un padre y un hijo y cuyo argumento consiste en la estancia en una isla donde visitarán geografías físicas y emocionales de sus correspondientes pasados hasta comprender qué es lo que se gana y lo que se pierde?
Claudio Magris, en el posfacio da de lleno en la diana: «Como ha escrito Elvio Guagnini, La isla representa una de la cimas de la obra de Giani Stuparich, y no sólo de su obra, sino de la literatura europea de aquellos años.»
No es, por tanto, que la obra maestra y la perfección queden muy lejos. Ocurre que Stuparich llega en algunos párrafos a rozar las alturas de la maestría y la perfección, pero las más de las veces se queda en la cima. Por supuesto, alcanzar la cima ya es mucho y es sobresaliente, pero de ahí a considerar La isla como una obra maestra media aproximadamente la misma distancia y fortuna que hay entre un buen poema de una inestimable legión de autores y un poema magistral de Quevedo, Mac
hado, Vallejo, Jiménez o Neruda. Porque una de dos, o abrimos todas las puertas o conviene ir cerrando las puertas falsas.
Permítaseme un último apunte para agradecer la traducción de J. Á. González Sainz, que propicia una lectura de esta obra sin sobresaltos, con frases o giros ininteligibles.

 

Underground: Rajko Purovic, la perla del fútbol serbio. Por Manolo D. Abad (28/08/2009).

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Una de las simas más bajas de la profesión periodística suele encontrarse en la sección de deportes. Por fortuna, son ya muchos los que se toman en serio su trabajo hasta acabar con los suficientes conocimientos como para no hacer el ridículo. Aunque, a pesar de todo, la exigencia sigue siendo mínima.

Seguro que Leon Ward, electricista de 23 años, hincha del Middlesbrough -conocido familiarmente como el Boro– equipo inglés recién descendido de la Premier League (equivalente de la 1ª División española), no pensaba en todo esto cuando se le ocurrió crear a Rajko Purovic, la perla del fútbol serbio. La idea nació cuando Leon le enseñó una foto a su novia de Omar Bongo, difunto presidente de Gabón, explicándole que era un futbolista africano que estaba a punto de firmar con el Middlesbrough. A partir de eso, visto que ella picó, se dispuso a crear a Rajko Purovic. Comprobó en Google que el nombre no respondía a ningún futbolista y se inventó una trayectoria. El currículum del deportista afirmaba que había pertenecido al Bohat Zrenjanin, colista de la Liga serbia, que su agente -otro nombre también inventado- era Dejan Maric y envió un e-mail al Evening Gazette en nombre de un ojeador del Este de Europa que recomendaba a Purovic al Boro y que afirmaba que estaban dispuestos a pagar 2, 3 millones de euros por su traspaso. En veinticuatro horas -tal como refleja el diario deportivo Marca– todos los medios británicos incluido Sky News se hacían eco de la "noticia". Leon Ward, para rematar la cuchufleta y darle aún más credibilidad, adjuntó una foto del jugador del R.C.D. Espanyol Smiljanic.

Viene esta divertida anécdota a ilustrar cómo se obvian los mecanismos periodísticos de tal forma que un engaño como el del electricista británico, no muy sofisticado, puede dejar en evidencia a la profesión de todo un país. Y a resaltar, una vez más, que internet puede ser de gran ayuda… hasta para una enorme y gran broma como la de Rajko Purovic, el nuevo crack que vino de los Balcanes.

Un agosto muy ligero (y 4), por Sussana Rojas. Del 24/08/2009 al 30/08/2009.

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 Lunes, 24.

 
Ayer, penúltimo lunes antes de mis vacaciones, llegué al trabajo con toda mi alegría para afrontar las últimas rampas que me llevarán a la cima de la felicidad. No tenía demasiado trabajo sobre la mesa, los compañeros —algunos ya incorporándose— bostezaban aún el sueño atrasado y yo, mientras tanto, repasaba mentalmente algunas ciudades europeas que muy  pronto visitaré.
Pero la tranquilidad en el medio ambiente laboral casi siempre es un espejismo. A las nueve y un minuto apareció Angie, como ya dije una de esas mujeres de quien nadie diría que es una mujer. Su voz y su pelo a lo garçon unidos a su presencia física y su forma de vestir, componen una figura tan ambigua que ya le ha propiciado situaciones disparatadas, divertidos equívocos y otros embrollos profesionales.
 
—¿Te cuento? —me preguntó por preguntar. Más para llamar mi atención que para pedirme permiso—. El Gran Jefe no se va de vacaciones.
—¿Ah, no?
—No. Ya no. Lo han echado. Bueno, se irá pero no volverá. Para el caso…
 
Abrí los ojos como un animal antediluviano y le pregunté cómo tenía ella esa información.
 
—Elena.
—¿Elena, la analista?
—La misma. Ella asumirá sus funciones. Me lo contó todo el viernes a última hora.
—¿Y a nuestro Gran Jefe, el que nos interesa?
—Ah, de ése no sé nada —dijo mientras se hurgaba la oreja.
 
Aquella información me llenó de incertidumbre. Era el signo de que la empresa comenzaba a soltar lastre y no precisamente de poco peso. Menéndez el trucha no cuenta con mi admiración, pero sé respetar a un digno rival. Además, en tales asuntos, yo misma podía encontrar el finiquito encima de la mesa o en el buzón de casa en menos de veinticuatro horas.
 
—¿Sigo? —volvió a preguntar por preguntar, mientras se arrascaba la otra oreja como una perra—. Beti está embarazada.
 
Por unos instantes me quedé sin respiración.
 
—¿Del cubano?
—Seguramente. Pero no se puede descartar a Jonathan, el becario. Ya sabes que están liados ¿no?
—Pues no.
—¡Ay, hija! Es que no te enteras de nada. El caso es que si está de más de dos semanas es del cubano. Eso seguro. Pero si piensa seguir con Jonathan, tendrá que decirle que fue del primer quiqui que echaron.
 
Beti, mi Beti cara de muñeca embarazada. Con la que está cayendo, con la crisis, la gripe A y va ella y se lo monta a pelo. ¿Realmente alguna mujer puede ser tan inconsciente en los tiempos que corren? ¿Existen todavía este tipo de errores? O ¿no será que hay mujeres tan temerarias como para hacer este tipo de locuras? Aunque a lo mejor soy yo, tan timorata, con mis prejuicios. Por eso, ¿no será que me desagrada la idea de que tenga el bombo del cubano y engañe al becario? En fin, no sé.
 
—Y Beti ¿cómo está?
—No lo sé. Yo nunca he estado embarazada, ni pienso.
 
A media mañana, después de tomar un café con Beti, mi Beti cara de muñeca, y quedarme tranquila al saber que por lo menos no piensa engañar a Jonathan, recibí la llamada de Menéndez el trucha. Fui a su despacho, me senté y se despachó a gusto con la empresa. Su desahogo me produjo ternura y regresé a mi mesa afligida, con una sensación tan ambigua como la imagen de Angie, pues ya no sabía si estaba triste o alegre. Beti embarazada, la empresa desembarazándose de Menéndez el trucha y yo pensando en mis vacaciones. Qué le voy a hacer: lo único que me motiva ya es subir la cuesta de estos últimos y empinados días de agosto. Vacaciones, por favor, por favor.
 
Martes, 25.
 
Parece que anuncian lluvia y bajada de la temperatura. Falta que hace. Viene bien que el ambiente se renueve, que por las noches se pueda dormir a pierna suelta y que una pueda salir de compras sin tener que refrescarse el pescuezo y el gaznate a cada minuto. Pero ayer el calor todavía apretaba y en el trabajo tuve la sensación de que los clientes también se aplicaban con esmero y con sus dos manitas sobre mi cuello. ¡Vaya!, otros que también han anticipando la vuelta de sus vacaciones. Reclamaciones, pedidos no solicitados, pedidos sin llegar, habilitación de fondos, pagos, cobros. En fin, ola que viene y ola que va, a cada cual más intensa. Se nota que el personal ha llegado fuerte tras el ocio y que ya empieza a tomar posiciones y decisiones. Ni siquiera parece que vayan a esperar al día después del año nuevo, cuando se inician todas esas cosas que nunca se terminan: colecciones, idiomas, dietas, gimnasios y un sinfín de proyectos personales abortados con la primera tentación o en el segundo obstáculo.
No me extraña nada que en época de crisis la gente ponga más voluntad y se esfuerce y persevere para conseguir todo lo que no ha conseguido con anterioridad. Porque, paradójicamente, la crisis global se ha convertido en individual y parece como si el sistema hubiese trasladado la responsabilidad de la quiebra a cada uno de nosotros: así, cada cual, como pueda, debe aportar sus soluciones, aunque sean mínimas e irrisorias. Tengo para mí que nos va la marcha y que nos dejamos poner la soga en el cuello y en la boca el bozal, sin hacer crítica permanente a tanto tonto político, tanto tonto banquero, tanto tonto sindical y tanto tonto informador. Y cuando digo «tonto» me quedo corta porque sólo trato de ser amable.
Por fortuna todavía hay quien ve con la claridad suficiente como para, al menos en su vida personal, pararse y concederse un tiempo para contemplar y reflexionar. Por la tarde quedé con Carma en el Lisboa. Fred no pudo venir porque tenía reunión familiar: el alzheimer de su padre ha comenzado a complicarles la vida.
Carma me contó que el finde le había dado puerta definitiva a su ex, Víctor. Por mi parte, le confesé que creía que Víctor se había convertido en un amante muelle, que tan pronto está de ida como de vuelta. Y que ella no había sido capaz de dejarle por miedo y por interés: fifty, fifty.
 
—Porque ¿sabes? Víctor siempre está ahí y acaba volviendo. Pero siempre me reclama que tengo que cambiar, que debo ser más considerada con él, más atenta y más amorosa. Como si toda la culpa de que la relación no funcione sólo fuese mía.
—Ya.
—Y lo que más rabia me da es que él es incapaz de mirarse y decirme ni una sola cosa que haya hecho mal.
—Ya.
—Es que a veces se porta como un crío, un adolescente irresponsable que juega con las cosas de comer y le importa un rábano quemarse o que se quemen los demás.
—Ya.
—Aunque pobrecito mío. Tiene un corazón de oro y cuando está tranquilo nuestra relación fluye y se desliza como en una balsa de aceite.
 
Todo eso ya me sonaba. Una y otra vez tropezamos en la misma piedra porque sabemos que resulta muy incómodo cambiar. Así nos va con la crisis y con el sistema o con los novios y con las amigas. Y es que, hay que reconocerlo, estamos rodeados de tanto novio tonto y de tanta amiga tonta que a la fuerza, ya sea por simpatía o por contagio, nos convertimos en unos tontos perfectos. Menos mal que en breve estaré disfrutando de unas vacaciones y haré acopio de otras temperaturas. Definitivamente, cuando no se puede cambiar de vida, hay que tratar por todos los medios de cambiar nuestro ambiente. Ojalá que llueva café en el campo… y sentido común a raudales.
 
sussanarojas@gmail.com
 
Miércoles, 26.
 
Ayer por la mañana recordé un chiste que me contaron en la facultad. Están un químico, un ingeniero y un economista en una isla desierta y sólo cuentan con unas latas para su supervivencia. Entonces se plantea el problema de cómo abrirlas. El químico les explica que tal vez haciendo un fuego y colocándolas sobre él, podría conseguirse el punto de dilatación necesario como para abrirlas sin mayor esfuerzo. El ingeniero, por su parte, trata de demostrarles que percutiendo un canto rodado sobre otro podría obtener algo similar a un hacha con el filo suficiente para doblegar la resistencia de la lata. Y finalmente, el economista, que había seguido las explicaciones con mucha atención, dijo: «Muy bien. Supongamos que tenemos un abrelatas…»
Y es que cuando me leí las conclusiones y líneas maestras del informe, análisis y plan de nuestra empresa para 2010, que me había dejado Elena la analista sobre la mesa, pensé que alguien tendrá que decir de una vez por todas a tanto profesional advenedizo al poder que siendo como es la economía una ciencia humana, una cosa es el idealismo que rezuman sus propuestas y otra muy distinta la realidad por donde circulan los riesgos y el azar de esa jungla que es el mercado real. Porque en nuestra economía capitalista hay lógica sólo hasta ese punto en que deja de haberla.
Algo parecido me ocurrió por la tarde cuando quedé con Fred en el Lisboa. Esta vez fue Carma quien se ausentó: la celebración de su vuelta con Víctor era motivo más que suficiente. Nos hacíamos cargo. Así que estábamos a nuestras cosas, comentando lo ricas que están las presentadoras de la tele a su vuelta de las vacaciones y calentándonos la lengua con unos Absolutos, cuando de repente Fred, mi amiga pelirroja con cara de conejita azul despistada, se desató y me contó que, entre Ramón y Hugo, había decidido quedarse con éste último.
 
—Y entonces…
—Bueno, antes de entrar siempre hay que dejar salir.
—Y eso en tu caso, qué quiere decir.
—Que al fin me he dado cuenta de que Ramón es un encantador de serpientes, un fantástico encantador de serpientes, con una cuidada imagen forrada de ensueño y rojos maravillas. Pero Hugo es el pan de cada día. Y, además, a mis 40 ya no quiero tanto amor hard, sino más atenciones soft. Ya me entiendes.
—Pues no sabes cómo me alegro por ti. En serio, Fred. Esto hay que celebrarlo —le dije con toda mi franqueza. Apuré el Absoluto y le pedí a la camarera que nos trajera otros dos—. Y, oye, ¿qué vas a hacer cuando te llame Ramón?
—Bueno. Verás. Yo creo que cuando sus hijos ya sepan cuidarse por sí mismos, deje a su mujer, no necesite a sus amantes y tenga un trabajo con un horario como todo el mundo, pues a lo mejor…
 
Claro, claro, pues a lo mejor se abre la lata y os coméis las perdices y sois unos petardos muy felices, pensé pensando que en nuestras relaciones amorosas hay lógica sólo hasta ese punto en que deja de haberla.
En fin, que tanto en la economía como en el amor solemos olvidar que no siempre hay una separación entre el sujeto y el objeto de la investigación. Y también olvidamos, contumaces, que somos demasiado propensos a confundir la realidad con nuestros deseos. Por cierto, ¿alguien tiene un abrelatas a mano, por favor?
 
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Jueves, 27.
 
 
 
La perfección no existe, pero a mí me gusta acercarme a ella. Cuando trabajo quiero conseguir lo mejor para mi empresa. Cuando ayudo a alguien también. Por eso ayer me quedé hasta las tantísimas en la oficina, dejando todo listo para que el regreso de mi jefa, la muy…, sea lo menos traumático posible. Ya sé que en este mundo el agradecimiento es como un kleenex, pero la mejor satisfacción siempre es la que una obtiene de sí misma. Así soy yo.
Insisto. La perfección no existe y a mi hermana, la de París, el asunto se la trae al pairo. Me llama y me dice que se viene unos días a Valencia. Viene con su Pierre y un amigo de su Pierre. Que si le dejo una habitación. Así es mi hermana, la de París, mi hermana la loca. Anita. Hija de mi padre y de su segunda mujer, mucho más joven que él.
Suspiro y pienso que al menos no llega en el peor momento posible. Al fin y al cabo, ya sólo me queda un día para irme de vacaciones, para olvidarme de la gripe A (la de los cerdos), la subida de impuestos, el paro, la crisis y hasta de las madres que nos parieron.
Cuando salí llevaba la cabeza a la altura de la cintura y con el encefalograma plano. Tanto, que creí estar viviendo en un mundo donde la tercera dimensión no existía. Y una vez en casa, tirada sobre el sofá, apurando el trago de vinito blanco después de una ración individual precocinada y calentada en el microondas, respiré hondo y recordé a mis compañeros de trabajo, a mis amigas Carma y Fred, a Nacho, el cantante, a Rocío, la fotógrafa y a Mateo, el de seguridad. Pensé en cómo nos vamos pasando los unos sobre los otros: tiernos, amables, abruptos, elegantes, sinceros, escondidos, turbios, sexuales, alegres, sensuales, invisibles, cansados, eróticos, decepcionados, pero sobre todo, corriendo y a toda prisa. Todos corriendo, siempre corriendo con la lengua fuera, buscando un no sé qué para un no sé cuándo, corriendo y corriendo para después encontrarnos a solas. O lo que es lo mismo, pensé incorporándome para abrir la puerta, tanto correr para después, casi nada.
Allí estaba mi hermana la loca junto a su Pierre, delgado como el hueso de un ala de pollo, aniñado pero sin llegar a afeminado, moreno y con una mosca ridícula bajo su labio inferior. Les dejé mi habitación y enseguida Anita y yo empezamos a contarnos todo. Traía tales pintas que ganas me dieron de preguntarle dónde tenía a su madre: toda ella muy fashion y toda ella bastante ligera aunque yo diría que algo más, pero me callo porque es mi hermana. Pierre se dio a la cerveza. Terminaba una y abría otra. Calladito el chico. Varias risas después y terminada la reserva de cerveza helada de mi nevera nos arreglamos y salimos a buscar a su otro amigo. Se había quedado en el hotel Palace, lujo de 5 estrellas. Eso no me sonaba. Le pregunté a Anita.
 
—¡Ah! No te preocupes por François. Il est mon argent.
—¿Cómo?
—Que François es el que financia nuestra puesta de largo en París. Y si todo va bien, después vendrá Milán, Londres y quién sabe ma chérie.
 
No hay nada como hablar con las generaciones futuras. La locura va por barrios y en mi familia no iba a ser menos. En el fondo me alegraba por ellos dos y lo cierto es que oyéndola me tranquilicé a tope, ejercí de hermana mayor y eso me devolvió una imagen de mujer casi perfecta.
Pero cuando entramos en el vestíbulo del hotel mi perfección desapareció de repente. En realidad, creo que se me cayeron las bragas. François era calvo. Calvo absoluto: una bola brillante de billar, como aquel del anuncio de la lotería de Navidad pero en más joven y atractivo. ¿Cómo era posible si a mí jamás me habían atraído los calvos? Es más. Creo que la última vez que se me acercó uno, lo maté con la mirada, como si se tratara de una especie inferior.
La tarde y la noche fueron un despliegue de plumas por mi parte y un derroche de simpatía y de dinero de François. Encantador, sublime, espectacular. Bueno, tal vez exagero, pero es que a François me parece que le queda muy bien un poquito de exageración. A mi hermana la vi feliz y guapísima junto a Pierre. Mientras, yo iba perdiendo más y más mi compostura, con los nervios tontos, trastabillándome cada vez que trataba de decirle decía algo o derribando la copa de Dom Pérignon sobre la mesa. François sonreía con ese rostro esférico, tranquilo y feliz, mientras me aseguraba que derramar champán traía mucha suerte y un aviso inmediato de felicidad. Seguro que sí. ¡Claro! Eso iba a ser. Pero cómo no me di cuenta antes. ¡La felicidad, ja, ja, ja, ja! Lo dicho, la perfección no existe, pero a veces… ¡uy, a veces!
 
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El último finde.

 

Creo que la noche del viernes ha sido el inicio de una gran relación. Después de que por la mañana dijera adiós al trabajo hasta finales de septiembre, volví a quedar con François. La noche del jueves me había acompañado hasta casa en un taxi. Se despidió de mí en el portal y esperó hasta verme entrar en el ascensor. Ese detalle ya fue toda una declaración de intenciones: sin prisa pero sin pausa. Quienes saben medir el tiempo de las palabras y la distancia de los cuerpos logran velocidades emocionales vertiginosas.
Esa noche supe de François lo que tenía que saber: hijo de madre española y padre francés. Empresario de publicidad y hombre 3D: dinámico, divertido y divorciado. Sin hijos. Una inmejorable carta de presentación, al menos para mí. Porque cuántos hombres alrededor de los 40 tienen lo que tiene François.
El caso es que acostumbrado a tomar decisiones en muy poco tiempo, el viernes no esperó demasiado para hacerme varias propuestas. Y yo, acostumbrada a decidir sobre la marcha, contesté a todas que sí. Eso significa que tendré que anular mi ya postergado, por tres veces, viaje a la Biennale di Venezi
a.
No importa. Espero que para cuando vaya todavía no se haya hundido.
Lo primero es que el martes me reuniré con François en París y luego nos iremos a Londres para volver de nuevo e irnos a un lugar que no ha querido desvelarme. Nadie despliega tanto mimo, sorpresa y aventura sin alguna intención y si a ello le unía todo lo que teníamos por delante para contarnos, François proponía sutilmente una inversión a largo plazo. Por supuesto, no me hice la tonta, pero abrumada por tanta propuesta, a cada cual más apetecible, me pregunté si no estaría volando demasiado alto. La carrera hacia la felicidad significa vivir en un estado continuo de esfuerzo y celebración difícil de asumir tanto para el cuerpo como para la mente. ¿Se pueden aceptar proposiciones tan locas a estos años? En mi caso sí y mil veces sí. O de lo contrario ya me veo criando malvas. Al pasar de los años, atreverse es una acción cada vez al alcance de menos almas. Porque ya hemos aceptado meternos como reclusos en una ciudad, en una casa, en un trabajo, en un coche, en una pareja, en una familia, en una hipoteca, en unos amantes, en unos amigos, en un ocio y definitivamente en un destino sin opciones ni salidas. Supongo que por eso vivo con lo justo, rodeada de muy pocas cosas y ligera como el viento: mientras pueda, siempre quiero tener la posibilidad de raparme la cabeza y marcharme a Australia o confiar en alguien y largarnos con todo aún por delante.
Lo mejor es que, junto a los demonios y los infiernos acostumbrados, la vida a los treinta y tantos e incluso a los cuarenta —por el momento más allá no llego— también tiene el inmenso poder de sorprenderte, conserva un arsenal de ases bajo la manga para llevarte a cielos insospechados y guarda bajo sus aguas los puentes que tantas veces no nos atrevimos a cruzar. Porque para hacer lo de siempre ya habrá tiempo. El propio cuerpo nos irá poniendo en nuestro sitio y entonces ya no nos quedará otro remedio que aceptar lo que nos rodee. Pero mientras, nada hay como ensanchar los pulmones y dejar que a una le exploten en la cabeza los versos recitados de memoria por François, dejar que se vuelva loco y me saque a bailar en medio de cualquier lugar o me cante canciones al oído que me hacen salivar y me llena de mariposas el estómago. Y todo con ese toque de hombre incorrecto y sin demasiada vergüenza, con esa forma de exponerse sin miedo y con esa seguridad que consiste en saber cómo tratar a una chica y, sobre todo, en dejarse tratar. Porque en los tiempos que corren, si alguien te ayuda a sentirte mujer, princesa y niña mala, así, las tres cosas al mismo tiempo, sin permitir que te sientas culpable en ningún instante, es que tienes delante a alguien parecido a Dios.
Pero, ¿por qué caí definitivamente arrobada en sus brazos? Es muy sencillo. Cuando el sábado Anita y Pierre nos dejaron a solas, frente a frente, lo primero que me dijo, con esa boca que no voy a parar de comer en cuanto el martes lo vuelva a ver, fue:
—Eva, tonterías ni una.
Y no supe si echarme a reír, ponerme a saltar como una loca o abalanzarme sobre él y comérmelo allí mismo. Luego dicen que las palabras no sirven para nada. Lo dicho, el martes en cuanto lo vea, me lo como entero. Ya saben, a la parrilla, vuelta y vuelta. En fin, si agosto ha sido un mes muy ligero, de septiembre mejor ya ni les cuento. Bye, bye, au revoir, ciao y más que nunca, cuídense.
 
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Yose Álvarez-Mesa y Eumelia Sanz ganan el XXI Concurso de Poemas y Coplas de Tejina. 24/09/2009

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La Asociación tinerfeña Corazones de Tejina ha fallado su XXI Concurso de Poemas y Coplas, con el siguiente resultado:
 POEMAS
Trabajos presentados: 51
Primer premio (600 €): ‘Retrato en sepia’, de Yose Álvarez-Mesa (Arnao, Asturias)
Segundo premio (300 €): ‘Liberación’, de Juan Carlos Monteverde García (Bajamar, Tenerife)
 COPLAS
Trabajos presentados: 8
Premio tema libre (150 €): ‘Coplas de pie quebrado’, de Eumelia Sanz Vaca (Valladolid)
Premio tema ‘Los Corazones en el Marco de la Fiesta’ (150 €): ‘Ramo de coplas’, de Silvia Bellveser Mulet (Santa Cruz de Tenerife)
La entrega de premios tendrá lugar el 30 de agosto a las 21’30 h. dentro de los actos del XXIII Festival de Exaltación de los Corazones de Tejina.
 El concurso de poemas y coplas ha sido convocado por la Asociación Corazones de Tejina, las Comisiones de los tres Corazones y la Comisión de Fiestas San Bartolomé, con la colaboración del Ayuntamiento de La Laguna.

En Cracovia, con Slawomir Mroczek, uno de sus escritores. Por Angel Garcia Prieto (24/08/2009).

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Cracovia, capital de la región de la Pequeña Polonia, está situada a unos trescientos kilómetros al sur de Varsovia y a solo cien de la frontera con Eslovaquia. Es la segunda población de Polonia, con más de setecientos mil habitantes, y ejerce gran influencia económica y social en todo el sur de la nación, área muy poblada en aquellas tierras por la riqueza minera, industrial y agrícola. Es para algunos una de las ciudades más bonitas de Europa y es una ciudad histórica, antigua capital de Polonia, cuna de la primera y más prestigiosa universidad del país, que fundó Casimiro el Grande, rey de la Dinastía Jaguellónica, en el s. XVI. Pero es sobre todo, con su colina de Wawel, el símbolo y centro del espíritu polaco, materializado en torno esa ciudadela que encierra su catedral gótica – donde están enterrados los primeros reyes y santos polacos -y el castillo palacio renacentista que vio desarrollar el poder y la organización de aquel estado. 

Stare Miasto, Wawel y Kazimierz 

El centro de la Ciudad Antigua lo constituye la Plaza del Mercado, un cuadrado de doscientos metros de lado que se urbanizó en el s. XIII y continúa repleto de vida ciudadana en torno al precioso edificio renacentista del Mercado de Paños. En su interior hay una galería comercial de época, con toda suerte de artículos artísticos y artesanales, entre los que destacan las joyas de ámbar, la preciosa resina fósil del cauce del Vístula, río que atraviesa de norte a sur toda Polonia. El tranquilo bullicio de la gran plaza lo articulan los pintores, los bailarines y músicos, los vendedores de los más diversos artículos, mezclados con turistas y paisanos que se sientan en las terrazas de los cafés o en los puestos de comida tradicional, que ofrecen asados y llenan el ambiente del olor característico de las especias. Y como ocurre en otros puntos neurálgicos de la vida ciudadana, los vendedores de obwarzanek – rosquillas de pan salado con semillas de amapola – ofrecen desde sus carritos de mano un pequeño, sabroso y baratísimo bocado para reponer fuerzas. 

Otras referencias monumentales son la Torre del Ayuntamiento, la capilla de San Adalberto y la también gótica y barroca majestuosa basílica de Santa María con dos altísimas torres, desde una de las cuales cada hora, un personaje de carne y hueso recuerda con un toque de corneta aquel día en que otra alerta similar sirvió a los ciudadanos para huir de un saqueo medieval de los tártaros. Otro detalle a destacar, enfrente, es la estatua del admirado poeta romántico, cantor del nacionalismo, Adam Mickiewicz, elevada sobre un pedestal hacia el cielo polaco.  

En su entorno de calles hay numerosos palacios, de los que cabe destacar el Collegium Maius, con un bonito patio gótico reconstruido, sede primitiva de la Universidad Jaguellónica; el museo Czartoryski, que la noble y riquísima familia del rey sin trono de Polonia, en París, reunió en el s. XVIII en colecciones de escultura, mobiliario, artesanía y cuadros, entre los que destaca la “Dama con armiño”, de Leonardo da Vinci; a su lado está la puerta de San Florián y la Barbacana, una de las principales y antiguas entradas de la muralla ciudadana. La calle por la que se accede – Ulica Florianska –, como las de su entorno, tiene también mucha vida, tiendas, restaurante y cafés. Llama la atención el café cantante Jama Michalika, en el número doce de la calle, por su ambiente de entresiglos XIX-XX y su decoración art nouveau.  

Wawel es una colina fortificada desde la antigüedad, junto al río Vístula, que pasa limpio y sereno por el centro de la ciudad entre orillas ajardinadas. Desde la época dorada de Polonia, Wawel ha sido el bastión de los sentimientos de una nación tantas veces invadida y dominada, con su Castillo Real de esplendidez renacentista. Tiene un patio de grandes dimensiones y columnatas que sobrecogen por su elegancia y en su interior se pueden contemplar salones, pinturas, muebles, esculturas y objetos de notable valor. La vecina Catedral gótica es el otro edificio que acoge los símbolos polacos históricos, al guardar las capillas funerarias de San Estanislao y de los Reyes Jaguellones Casimiro el Grande, Segismundo el Viejo y Segismundo Augusto, así como la cripta de enterramientos de los monarcas de la Dinastía Vasa, acompañada de poetas y héroes nacionales. Una campana gigantesca de once toneladas, que solo toca en grandes momentos de la ciudad o del país, y varias capillas renacentistas llaman también la atención de los visitantes. 

Kazimierz, antes una ciudad al pie de Wawel, es ahora el barrio judío de Cracovia – que al comenzar la Segunda Guerra Mundial tenía censados más de setenta mil hebreos – y tiene un aire especial, por los detalles de idiosincrasia de la cultura judía en las sinagogas, las pequeñas tiendas de época, los talleres de artesanos, los negocios anticuarios y los numerosos edificios aún no arreglados que exhiben las huellas de la guerra. Allí se rodó la famosa película de Steven Spielberg La lista de Schindler y efectivamente es fácil imaginar que de un momento a otro va a aparecer, por una oscura y grisácea encrucijada, el típico camión de las SS con sus motoristas de escolta. Destaca la, también renacentista, Sinagoga Antigua y la plaza vecina, con mucho ambiente, especialmente en los atardeceres cuando en los restaurantes se puede oír la música estremecedora jasídica.  

Mrozek, escritor que vive en Cracovia 

Slawomir Mrozek, nacido en 1930 en Borzecin, una población cercana a Cracovia, hijo de un empleado de correos, que estudió arquitectura, orientalismo e historia del arte, aunque dedicó apenas unos meses a las dos carreras iniciales y en la tercera se matricul&oac
ute; para eludir el alistamiento militar. Tras trabajar en el periodismo y el dibujo satírico, en 1957 comienza a darse a conocer en las letras polacas como dramaturgo y autor de narrativa. Desde que en 1953 consiguiera el estreno de El policía, sus obras teatrales le han llevado al reconocimiento y el éxito en su país y fuera de él, es especial con la titulada Tango. Durante una primera época no se llevó mal con el régimen comunista polaco, pero en 1963, tras
la Primavera de Praga, su obra se prohíbe en Polonia y él se exilia primero en Italia, luego en París y México. Tras la caída del Telón de Acero, regresa a su patria y se establece en Cracovia, donde vive con su esposa – mexicana y también autora, aunque de libros de cocina, pues es empresaria de hostelería. El famoso crítico alemán Marcel Reich-Ranicki ha dicho de Mroczek que “es un humorista, lo que quiere decir que habla con una seriedad total. Es satírico, lo que significa que ridiculiza el mundo para mejorarlo. Es surrealista, es decir, se interesa por la verdad, pero para hacerla comprensible la transfigura en algo extraño a partir de la realidad más radical. Es un hombre absurdo, que significa que evidencia los contrasentidos para estimular la razón”.
 

Su obra comenzó a dar los primeros pasos en España de mano de Quim Monzó, que conoció algunos relatos del autor polaco publicados en el semanario The European y se interesó para que su narrativa se publicase aquí. Se pueden destacar: 

La vida difícil(Ed. Sirmio, 1995 y Ed. El Acantilado, 2002), una asombrosa, divertida e inteligente colección de treinta y siete irónicos cuentos, en los que el sarcasmo, la parodia, la ironía y el humor se conjugan con oportuna tranquilidad en una heterogénea muestra de breves relatos de trasgresión, caricatura y fábula. De esta manera plantea la irracionalidad de determinadas costumbres, las limitaciones de la vida o simplemente las contradicciones inherentes a nuestra existencia. Algunos cuentos parodian el adoctrinamiento comunista que sufrió Polonia después de la II Guerra Mundial, otros se refieren a las siempre fascinantes y problemáticas relaciones amorosas entre hombres y mujeres, en alguno se critica la vanguardista experimentación genética, hay una serie de ellos basados en tradicionales relatos como los de "Caperucita Roja" y "La Bella Durmiente". El fondo del mensaje de Mrozek queda magistralmente relatado en el primero de los cuentos, “La revolución”, donde dice: “es necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución”. Luego continua comprobando que la revolución tampoco es suficiente, para terminar retornando al principio y recordar, en los momentos del aburrimiento de lo cotidiano, sus tiempos de revolucionario. Mrozek consigue reírse de todo, es capaz de darle un aire fresco a muchos serios problemas de nuestra interioridad y analiza con elegante socarronería muchos usos sociales establecidos.  

El árbol (Ed. Quaderns Crema, 1998) es otra colección de 42 relatos muy breves – la mayoría no pasan de dos páginas – y como los anteriores son cuentos críticos, irónicos, en ocasiones francamente divertidos y cómicos.

Juego de azar (Ed. El Acantilado, 2001), es también otra serie muy brillante y divertida, en la misma línea de las anteriores. En cambio El verano perfecto (Ed. El Acantilado, 2004), que es una novela de muy escasa trama, no consigue la intensidad y el poder sugestivo que tienen los cuentos cortos.

Underground: Algunas promociones. Por Manolo D. Abad (19/08/2009).

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Como en un mal sueño, todas las pesadillas (o casi todas, para los más imaginativos), acaban reproduciéndose. Una de ellas es la del pobrecito crítico de rock -especie en vías de extinción- que ha de pagarse la entrada cuando en su periódico o revista no han tenido a bien publicar un previo, ectoplasma que ha sustituido a los ya caducos carteles y que justifica toda la promoción que el organizador ha dado al evento. Uno, que ha conocido cómo una atribulada señora muy asidua de los medios, "promotora" de conciertos, se cargaba quinientos carteles de un grupo sin pegarlos y los depositaba en el callejón paralelo a su local, desconfía siempre de todo. Y es que también hay clases y, como siempre, la cuerda se rompe del lado del más débil. En este caso, el más débil de todos es el independiente, el free lance, que está a expensas de lo que decida su superior en el periódico. Si se encuentra a alguien a quien no cabría denominar comprensivo, sino coherente con su puesto de informador, el pobrecito crítico free lance sabrá que, aunque mínimo en el caso extremo de abundancia de temas, saldrá el mágico previo con el que podrá "justificar" su entrada gratis al evento. Por cierto, otro de los aspectos que obvian muchos de estos organizadores es que el crítico free lance acostumbra a ir acompañado de uno o varios amigos que sí pagan la entrada. Pero la necedad ya sabemos que es supina por naturaleza y que obvia cualquier detalle: cuando se es cerril, se es hasta el final, ¡y qué son un par de entradas más en un concierto donde, a lo peor, se congrega una veintena de espectadores!

En cualquier caso, toda esta absurda situación, verdaderamente ofensiva cuando uno lleva más de dos décadas partiéndose los oídos en este mundillo musical, es que acaban consiguiendo lo más alejado a sus propósitos iniciales: el desinterés del crítico free lance. De tal forma, que, en algunos casos, no sólo no hay previo, sino que ni siquiera habrá el texto de la crítica. Y peor aún: la próxima vez que esa promotora de conciertos proyecte algo, será el crítico quien desista de asistir o interesarse (salvo casos excepcionales) por el evento, a sabiendas de que va a encontrar la misma (estúpida) respuesta. ¿Va a hacerse un previo?

Un agosto muy ligero (3), por Sussana Rojas. Del 17/08/2009 al 23/08/2009.

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Lunes, 17

 
Desperté nueva. Y feliz, aunque a algunos hasta les duelan las muelas con sólo ver la palabra. Pero así es la vida. Conste que no la he inventado yo, pero hago todo lo posible para que suceda lo que yo quiero y no lo que le guste al destino. Además, el descanso y el regusto de un sueño infantil, terso y sugerente, pueden hacer maravillas.
 
Mientras me duchaba, escuchaba en la radio lo mal que va este país. Lo peor, pensaba yo toda mojadita, es que nadie habla de qué es lo que vamos a hacer para dejar de estar tan mal. Ya veremos. Como todo el mundo sabe, menos los políticos, lo malo nunca es la caída, sino cómo y dónde te caes.
 
En el trabajo, más silencioso que de costumbre, afrontábamos como personajes fantasmagóricos la soledad más extrema de todo el año. Y es que entre esta repentina e inesperada canícula y los despachos y las mesas vacías abandonadas como mascotas inermes por los ausentes, aquí hasta podría rodar Amenábar una más de Scary Movie.
Todo se volvió más oscuro cuando Angie, la mujer sin razón de ser, me dirigió una sonrisa que me dejó helado el corazón. Un escalofrío recorrió mi espalda y, aún impresionada, aceleré el paso hasta mi despacho. Con la puerta abierta agudicé mis oídos: escuchaba algún murmullo lejano, risitas incómodas, cortas y frías como cuchilladas traperas. De repente, el sonido metálico de unos zapatos se acercó hasta mí. Era Beti, cara de muñeca. Por un instante respiré aliviada. Pero sólo hasta que asomó su cabeza por el quicio de la puerta y con el cuerpo fuera, como si se tratase de uno de esos monstruos del tren de la bruja, me dijo en un tono inquietante:
 
—Has sido una niña mala, ¿eh?
 
Antes de que me diera tiempo a contestar ya se había ido. Cada paso alejándose fue como un zarpazo en mi corazón que bombeaba la sangre cada vez con más rapidez. No soy ninguna aprehensiva y ante situaciones extrañas, lejos de amedrentarme, reacciono incluso con una indeterminada violencia. Además, pienso que lo peor no es el diablo y que si existe, siempre está muy cerca de nosotros.

El colmo llegó cuando pasaron por delante de mi despacho Elena la analista y el nuevo becario. Se pararon un instante y se dijeron al oído algo que no pude entender. El eco de sus risas, según se iban, se transformó en un tembleque de mis pies y mis manos, igual que si me hubiesen aplicado una descarga eléctrica. Aquello parecía irreal. Pero no. Enseguida vi al fondo del pasillo a Menéndez, el trucha. Recordé que el sábado me había visto besándome con Rocío. Venía hacía mí mostrando esa sonrisa sardónica, estúpida y babosa, tan tupida que le iba precediendo como una manta que de repente me inundó. Traté de escapar y… ¡Al fin el despertador me sacó de aquella pesadilla! ¡Uf! A veces la sensación de culpa y el miedo a que dañen nuestra reputación son nuestros peores enemigos: sin darnos cuenta se cuelan en los recodos de nuestro inconsciente y se pasean por nuestros sueños sin pedirnos permiso.

Por lo demás, la pesadilla me dio para pensar durante todo el lunes. No hablé con nadie. No vi a nadie. Por la tarde me fui sola a la Malvarrosa. Al llegar a casa me pasé por el baño y me di un buen repaso. Falta me hacía, después de ver las vueltas que da una en la vida y en los sueños…
 
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Martes, 18.
 
Ya decía ayer que el escenario económico está teñido de grises casi negros. Y si a esto se le añade la incertidumbre en el puesto de trabajo, por muy bien remunerado que esté el puesto o por muy sólida que sea la compañía, el asunto además de oscuro, comienza a dar miedo. Porque a estas alturas de la jugada ya no vale empatar, y el tomar una decisión cuando se es un mando intermedio —cuasi en funciones de Gran Jefe—, conlleva una concentración de tanto nivel como en los momentos previos a la ejecución de un triple salto mortal con tirabuzón y sin red.
Ocurrió ayer. Menéndez el trucha me llamó a su despacho y me dijo:
 
—Te va a encantar —dijo con su sempiterna sonrisa salmónida mientras me alcanzaba lo que parecía un comunicado oficial interno—.
 
Para resumir, una nota escueta con un anexo de cuatro folios que venían a ponernos en la siguiente tesitura «O bien se hace un pedido a la competencia o nos quedamos sin materia prima para vender en el mercado». Y la situación debía resolverla mi menda. Me fui a mi despacho echando humo. Llamar a mi Gran Jefe, de safari fotográfico en Kenia, era tanto como admitir mis escasas dotes para el mando y ya podía ir despidiéndome de una carrera meteórica. Si hacía el pedido a la competencia —que abusaba de su posición predominante y privilegiada ante la Generalitat—, alguien en el futuro me señalaría como la causante de una claudicación deshonrosa para nuestra empresa. Y si, finalmente, decidía aguantar el tirón sin mercancía en las naves ya podía encomendarme al patrón de los náufragos para que los clientes no me tirasen por la borda ante el retraso en la entrega. ¡Glup, glup y más glup!
Me senté frente al ordenador, ante el teléfono, ante una mesa repleta de papeles, informes y cuentas. Jamás me había sentido más sola. Ni siquiera cuando me separé y a mi ex le dio por visitar a mis padres y a mi hermana, la lolaila de París, excusándose y solicitando mi condena ad aeternum, algo que claro está, consiguió de forma inexplicable en aquellos instantes. Valiente mamón. Pero en aquellos momentos, al me
nos tuve amigas pegadas a mi hermoso trasero para apoyarme y algún amigo con los hombros recios y kilómetros de papel para llorarles encima.
A mí, cuando lloraba, me daba por mear —perdón por la vulgaridad—, justo igual que ayer. O no. No sé. Porque me fui al servicio a orinar y me puse al mismo tiempo a llorar. Desconozco en estos casos las leyes de causa y efecto. La próxima vez tengo que preguntárselo a mi ginecóloga.
Cuando volví al despacho, alguien me llamaba al móvil. Era Fred, mi amiga pelirroja con cara de conejito azul. Muy mona, sí.
 
—Te cuento: Hugo quiere verme a toda costa. Hoy ya me ha llamado quince veces y todavía son las 12:30. Por supuesto, no le he contestado a ninguna llamada. Ramón quiere verme pero yo no tengo claro qué tengo que hacer después si nos vemos y nos vamos a la cama. Y si me voy con Ramón, luego tengo sentimientos de culpa y de pérdida, porque ya sé que no se va a quedar. Y, por otra parte, después de la última que Hugo me armó, quiero que pague y sufra para que aprenda. Pero por si acaso Ramón se queda un poco más, aunque va a ser que no, pues quiero que Hugo no se lo tome como un no rotundo. ¿QUÉ HAGO, PORFA?
 
Me quedé más blanca que el inmaculado y carísimo blanco de Calatrava. Y de repente, recordando a Bruce Lee, le dije a Fred:
 
—Be water, my friend.
 
Y luego, cuando Fred pensó que había dado con hueso y que no pensaba darle cuartel a tanto desquiciamiento, yo misma me apliqué el cuento.
Y ¿por qué no?, me dije. Yo, también puedo. Levanté el teléfono y hablé con la competencia. Les hice el pedido bajo condiciones draconianas para nuestra empresa. OK, pero eso era mejor que abandonar. Íbamos a perder mucho, yo iba a ser la culpable y los enemigos, mientras tanto, afilaban sus uñas. De acuerdo, pero que todo el mundo sepa que yo no me bajo las bragas y mucho menos ante un panorama tan negro. He dicho.
 
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Miércoles, 19.
 
De cuando en vez, las cosas no son lo que parecen. Otras, tienen una cruz y su reverso o contienen el yin y el yang. No sé. Es como si tuviéramos un prisma en el centro del cerebro que fuera moviéndose y mostrándonos sus distintas caras, con sus variadas opciones y sobre todo, con sus riquísimos matices. Siempre nos parecen contradictorios, pero una reflexión pausada nos ayuda a ver que todo es parte de la misma moneda.
Por ejemplo, ayer fue el cumpleaños de Fred, mi amiga pelirroja con cara de conejita azul despistada. 40 tacos no son nada, pero a mí, que ya paso los 38 y veo las barbas de mi vecina mojar me infunden respeto y me llenan de inseguridad.
Porque, para los tiempos que corren, estar alrededor de los treinta significa mantenerse todavía en una zona de cierta seguridad juvenil. Los jóvenes, y por supuesto los no tan jóvenes, te ven lejana como una estrella y cercana como una diosa de carne y hueso dispuestos a darlo todo por una noche inolvidable y quién sabe si para toda la vida.
Sin embargo, tengo para mí que los 40 ya son otra cosa. Es ese angosto y largo camino hacia la desaparición ya inapelable y segura de los 50. Es ese periodo en el que puedes ver cumplidos todos tus deseos o ver cómo pasa el tren de la vida sin haberse percatado de que llevabas mucho tiempo esperándole en el andén. De ahí su importancia, pues luego afrontarás los 50 con la fortaleza de quien sabe lo que tiene o con la histeria de quien sabe cuánto ha perdido para siempre.
En fin, que llamé a Fred y la felicité entre risas y alguna que otra canción y majaderías amicales. Me dijo que el jueves, mañana, haría una fiesta en el Bubble’s.
 
—¿No se te habrá ocurrido invitar a Hugo y a Ramón?
—No. No. A Hugo lo tengo en cuarentena, aunque ya me ha enviado bombones y flores.
—Qué clásico, ¿no?
—Qué quieres, cariño. A Hugo no se le puede pedir más —me explicó—. Y encima querrá que se lo agradezca como si fuera el mismísimo rey de Roma. Es lo malo de salir con uno de 54. Pero lo mejor es que Ramón se ha acordado y me ha invitado hoy a celebrar mi cumpleaños.
—No me fastidies. ¡Qué bueno!
—¡A que sí! Me voy a dar un homenaje a fondo, que luego nunca se sabe…
—Me parece perfecto. Así que mañana es sólo para nosotras —concluí.
—Pues sí. Y lo que caiga.
 
Pero lo que caiga son, se mire por donde se mire, 40 años. Ahora bien, visto el horizonte con prismáticos de precisión, lo cierto es que Fred, Carma y yo tenemos, sin ánimo de presumir a lo tonto y por fortuna, mil motivos para sentirnos más que bien. Salud, belleza y puesto de trabajo —cruzo los dedos— no nos falta. Del resto, dinero y amor ya nos encargaremos a partir de nuestros 40. Porque qué quieren que les diga. Los 40 son los mejores años de nuestra vida. Ya podemos decidir, con toda nuestra experiencia, qué queremos y con quién lo queremos. Y por supuesto, tal y como dijo Carma un día después de llorar un pantano, un río y un mar, «el sufrir se va a acabar». Allá cada quien si quiera malversar sus años usándolos como mortaja. Nosotras celebramos la fiesta de la vida todos los días del año y con especial énfasis uno de cada 365.

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Jueves, 20.
 
Cuando a media mañana Menéndez el trucha lleg&oacute
; para pedirme el informe que nos habían pedido desde Madrid, su rostro salmónido se tornó en sorprendido babuino. El informe llevaba mi firma y rápidamente me hizo ver que la misma no iba a llegar hasta su destino. Es decir, el informe sí, pero con la firma de él. A mí me dio igual, la verdad. Mientras cobre por mi trabajo y mi reputación esté donde debe, no tengo el prurito de ninguna vanidad. La firma es asuntos más propio de hombres en particular, de personas fracasadas de antemano en general y el engañoso pan nuestro de cada día en los trabajos de la Universidad. A no ser, claro está, que sean genios. Pero los genios, ¡ay!, son una mínima parte de una minoría. En todo caso, me parece que vivimos en una sociedad que sobrevalora la función social y económica de muchas artes, profesiones y oficios. ¿De quién es el cuadro: de quien lo pinta o de quien lo compra? Supongo que del pintor. Pero recálese: si no hay comprador, no habrá pintor. Podemos debatir hasta el infinito, pero prefiero pararme aquí. Al fin, tratándose de humanos, en la inmensa mayoría de las ocasiones nos encontraríamos con muchas sorpresas cuando no, con humo: es decir, nada.
Por la tarde descansé y luego empecé a prepararme para la fiesta de cumpleaños de Fred. Tuve dudas: me decidí por el vaquero blanco y la camiseta escotada. Antes de ir al Bubble’s, nos habíamos citado en el Lisboa. De regalo, le llevaba a Fred El encuentro de Anne Enright y un pequeño conejito de ébano que compré en la tienda de un amigo artesano. El libro, obviamente, llevaba firma. El conejito, no. Pero los dos iban a pasar, con firma o sin firma, a manos de Fred.
Carma le regaló una camisa monísima de la firma de Amaya Arzuaga y unos poemas enmarcados del mismísimo Paco Brines —Polvos y lodos, Con quién haré el amor y Epitafio romano—, aunque no llevaban su firma porque pertenecían a un cuaderno de litografías y al artista se le olvidó poner la autoría en cada poema, según nos contó Carma.
Estábamos en estas alegrías cuando mis amigas me hicieron notar la presencia de dos bombones apoyados en la barra. Carma conocía a uno. Se lo había presentado Víctor, su ex. Y ese puente sirvió para que Carma fuese al servicio y, de vuelta, encontradiza, les saludara y se los camelara para que nos acompañaran a la mesa. Se llamaban Pep y Mateo. Pep era el que conocía Carma y resultó que Mateo me conocía a mí.
 
—Sí, creo que me suenas —dije apoyando mi dedo índice en la comisura de mis labios—, pero ¿de qué?
—Soy —dijo casi en un susurro— el guardia de seguridad de tu empresa.
—¡Anda, pero qué bueno! —dije con múltiples significados e intenciones, clavándole la mirada por todas y ninguna parte al mismo tiempo. Él se rió, tímido. Yo me reí, franca, abierta, tontita perdida. Entregada desde el minuto cero. Como si esa pequeña risa compartida fuese la clave alfanumérica que abriera nuestra epidermis. Y es que si algo es de alguien, no es cuando lo hace o lo compra o se lo regalan, sino cuando es capaz de verlo y disfrutarlo. Al fin, la felicidad radica en la grandeza de compartir las cosas más pequeñas y cotidianas, sobre todo cuando vienen sin firma. Porque la firma, ¡uf!, la firma es una cosa muy pesada, hecha para los poderosos, los soberbios, los pagados de sí mismos, los aprovechados y, por supuesto, los desconfiados.
 
Nos fuimos al Bubble’s. Fred había montado la fiesta a su entera satisfacción y Mateo y yo, seguro que nos lo íbamos a pasar de muerte. Por suerte, ni para ser ni para sentir hacen falta firmas.
 
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Tercer finde.

 
Este finde ha sido asfixiante. Sí, pero me ha elevado al séptimo cielo. Con este calor que nos ha sometido implacable y feroz como un emperador extranjero, mi casa ha sido el único oasis posible para el refugio
 
Mateo el segurata y yo lo hemos pasado juntos y encerrados, alejados del mundo, firmando nuestros cuerpos una vez y otra, concediéndonos apenas algunos menesterosos y ardientes platos que él ha preparado con el mismo gusto y pericia que tiene para el resto de cosas. Tan sólo bien entrada la noche del viernes y del sábado pudimos instalarnos en la terraza, dejando que una mínima película de sudor bruñera nuestra epidermis y oyendo, casi melancólicos, cómo las entrañas de la ciudad se desperezaban y crujían, como si tratase de exudar todos los grados centígrados ingeridos durante el día. Pero alguna insania había en ese calor poderoso que nos llevaba de continuo a libarnos la piel para volver de nuevo a una derrota anunciada, a una indolencia física intolerable después y, finalmente, a una pereza y un desarme moral en donde la única ley han sido nuestros instintos. ¿Cómo puede ocurrir que seamos seres tan endebles, tan inermes y expuestos al peligro de nuestros propios placeres más inmediatos? ¿Por qué no somos capaces de parar esa hemorragia y de improviso abandonamos todo y escondemos bajo tierra los principios que creíamos tan sólidos? ¿Acaso el furioso gusto por la vida y por poseerla, por tenerla absolutamente libre, justifica la dejación y muerte de nuestros valores?
 
En algún momento de laxitud, emparedada entre la borrachera que me proporcionaba Mateo y la canícula sobre la ciudad ahogada, recordé a William Hurt y Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo. Estoy convencida de que no hubiese matado por Mateo, pero sin duda habría llegado a cometer varias locuras si él me lo hubiera pedido.
 
El domingo me quedé sola y comprobé una vez más que el instinto natural se aleja de la perfección. Porque al fin, Mateo había dejado la bolsa con la bomba de relojería debajo de mi cama. Y el temporizador había llegado a su punto cero justo cuando me desperté por la mañana. «Estoy casado», me dijo con el tono de quien te informa del tiempo o de lo que va a hacer de inmediato: «Mira, llueve». O bien, «Oye, me voy a dar una vuelta». Vi en sus ojos el alma de un pobre diablo a la espera de mi comprensión y mi absolución. Pero no lo hice.  No me tomé demasiadas molestias. Un hombre casado ante una mujer verdaderamente independiente es como un payaso desvencijado y sin público: ridículo. Me dio un beso y se marchó. De repente, todo el finde se había convertido en una zona cero.
 
Algo en mí interior se había roto, dejándome un espacio abierto y lancinante, pero sin ningún remordimiento. Volvería a hacer lo mismo. Ocurre que yo no voy de la mano con quien no es mi igual. Que trabaje como guardia de seguridad no es ningún problema. Es más, sería una bendición. Pero que estuviera casado, sí. No le culpo de nada. Cuando empiezo una relación no pregunto. Sólo la empiezo. Y es que para mí, la confianza es una de las bases fundamentales para nuestras relaciones, al menos en nuestra civilización.
Sin embargo, no sé bien por qué, cuando ahora veo en la TV las imágenes de Atenas en llamas, rodeada por el humo que no deja ver ni respirar, creo que esa cualidad se está perdiendo o ya está perdida para siempre. Creo que amparados bajo esa confianza todo a nuestro alrededor ha ido fundiéndose, resquebrajándose, hasta convertir el sistema y el sistema de valores en una ruina abandonada. Puede que en el futuro algunos vuelvan su vista atrás y la retomen. No creo. Será el momento para que algún bardo con la mirada certera componga los versos de aquellas que una vez fuimos confiadas, justas y leales con nuestros semejantes.
 
Sí, Mateo es una hermosísima escultura de bronce, pero por dentro está vacío: una nada del tamaño infernal de un desierto a solas. Y es que la mentira se soporta bien cuando forma parte de un error, pero cuando una tiene que tener en cuenta que todo ser humano la trae incorporada, entonces nadie está seguro en ninguna parte.
 
Y mientras Atenas arde en esta tarde de domingo y el Mediterráneo duerme los sueños de su propia historia, a mí ya sólo me queda renacer de mis propias cenizas. ¡Uf, qué calor!
 
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Il tempi degli strani imperatori de Ignacio del Valle.

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Edición italiana de El tiempo de los emperadores extraños: Il tempi degli strani imperatori.
Editorial Giunti, Florencia.

 

Un rescate frustrado. La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, de Jordi Gracia, por Gerardo Lombardero. 14/08/2009.

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La vida rescatada de Dionisio Ridruejo 

Jordi Gracia

Editorial Anagrama S.A. 2008

320 páginas


Un rescate frustrado. Por Gerardo Lombardero.
 
La vida del que fuera legendario falangista desde primera hora, para convertirse años más tarde en un socialdemócrata, es difícil de condensar en poco más de trescientas páginas, y mucho más de plasmar una supuesta vida rescatada, esto es desconocida, en una biografía que queda solamente en intento frustrado. Se echan de menos muchas facetas del Ridruejo que conocemos, de algunos de sus viajes legendarios de los primeros tiempos o de sus resistencias al franquismo desde la ortodoxia falangista. Jordi Gracia, autor de esta nueva entrega, se ha quedado a las puertas de modo inexorable en esta ocasión.
Para quien haya tenido la oportunidad de leer Casi unas memorias del propio Dionisio, este libro le parecerá cuando menos aburrido, excesivamente dedicado a la última etapa de su vida y, excesivamente recargado de los nombres de quienes mantuvieron con él una relación, aunque ésta fuese efímera. La mitad de esta “aproximación” puede que llegue a darnos la sensación de una especie de guía telefónica por excesiva. Al final de la misma, con toda seguridad, nos quedará en la boca y en la mente que hemos seguido el rastro de un Ridruejo apenas cogido con alfileres, como cuando nos hacen la primera prueba de un traje hecho a medida y no logramos adivinar ni por asomo el resultado definitivo.
Casi unas memorias, escrito por el personaje y poeta que fue Dionisio Ridruejo, publicado por sus herederos en 1976, viene a ser como la luz a la sombra de este volumen que tengo en las manos hoy. Falta la furia ideológica que lo poseyó en los primeros días, en los que soñaban él y otros muchos con la revolución pendiente que esperaban conseguir. Faltan también la desolación amorosa que padeció en más de una ocasión, las razones de honor que le llevaron al enfrentamiento con el general Franco, así como el origen de un arrebato fascista que lo poseyó en el año 1938, tras el regreso de un viaje a Italia, del que volvió absolutamente conmocionado en lo intelectual. Tan real fue su perturbación, que significó un apartamiento progresivo del Régimen que ya se perfilaba, y que culminó con su alistamiento en la División Azul de voluntarios que fueron combatir a Rusia.
Tras leer al propio Ridruejo mucho más poético y directo en su prosa, se hace cuesta arriba una biografía que adivina más que asevera, que apunta más que cuenta y que, omite muchos de los acontecimientos de los primeros tiempos, que culminaron posteriormente en el Dionisio que más se popularizó. Para darse una idea de lo esencial que falta en esta obra de Jordi Gracia, es necesario saber, que cuando Franco nombra a Valentín Galarza, notorio antifalangista, ministro de Gobernación, acaba de abrir el gran foso que separará de modo inexorable a líderes como Antonio Tovar o el propio Dionisio Ridruejo a los que tendrá que finalmente destituir de todos sus cargos. Y esta ausencia que se hace necesaria en las páginas que nos ocupan, no es la única ni tampoco la más importante, hay muchas más que se hacen relevantes por si solas.