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Reseña de Fantasmas, de Chuck Palahniuk. Por Ernesto Colsa. 10.07.2009

Chuck Palahniuk, Fantasmas. Mondadori, 2006.

 

A Chuck Palahniuk se le ve el plumero. Utiliza como reclamo un efectismo más que evidente, pero si obviamos los fuegos de artificio es innegable que el poso de inquietud que impregna su literatura no puede dejar de conmovernos. A pesar de que Palahniuk es un superventas en los Estados Unidos, se ha convertido en arquetipo de la cultura independiente, si utilizamos este adjetivo con la acepción no reconocida por la Academia y en la que ustedes están pensando.

Sus novelas son trasladadas al cine más tarde o más temprano (la reciente Asfixia, El club de la lucha) y suelen funcionar. Pero Fantasmas –la novela- decepciona no tanto por encontrarnos de nuevo con la misma fórmula sino porque utiliza el formato novelado como subterfugio para pergeñar una mera colección de relatos, a los que, eso sí, les une ese característico hilo conductor que impregna toda su obra, infestada de seres anómalos –aunque ¿qué personaje literario no lo es?-, extravagancias médicas y una sordidez que apabulla. La excusa: un grupo de personajes estrafalarios se recluye en la mansión de un misterioso mecenas para evocar la legendaria reunión de Byron, los Shelley y Polidori y dedicarse a escribir en completo aislamiento durante tres meses con un único fin: la notoriedad. Pero pronto desisten de alcanzar su objetivo por métodos exclusivamente literarios y se valen de técnicas más acordes con esta era post situacionista, recurriendo al asesinato, la mutilación y el canibalismo para concitar la atención de los medios cuando finalicen su retiro.

Como digo, el argumento resulta un tanto forzado por cuanto uno no termina de interiorizar la motivación de los personajes a comportarse en ocasiones de manera tan gratuita. El principal atractivo de la novela reside, sin embargo, en esos esporádicos destellos que jalonan la narración principal, constituidos por los cuentos que se intercalan a modo de flashbacks sobre los antecedentes de cada protagonista, y de los que será difícil olvidarse. Así, cómo no sentirse turbado por Tripas, o el horror que sobreviene en el fondo de una piscina, Al ritmo de los Perros, o de cómo la ternura puede tornar en ignominia, La caja de pesadillas, la sublimación de la inquietud más pura, o con Cráteres hirvientes, cuyo relato no desmerece el título… Son en total veintitrés pequeños hallazgos.

No debe olvidarse que a Palaniuk le debemos en su novela Asfixia la más lúcida definición de la pornografía que uno haya leído jamás. Acérquense a él. Algo les retraerá al principio, pero acabarán subyugados. 

La narrativa de Ismaíl Kadaré, entre la historia, la leyenda y la épica. Por Ángel García Prieto (09/07/2009).

Acaban de concederle el Premio Príncipe de Asturias de las Letras a Ismaíl Kadaré, el escritor albanés que más destaca en la actualidad y que, con un merecido reconocimiento en varios países europeos, ha alcanzado en España la edición de más de una veintena de novelas, desde que en 1978 publicó la primera de ellas -luego llevada al cine- con el titulo El general del ejército muerto. Nacido en 1936 al sur de la pequeña nación mediterránea y balcánica, en Girokaster, estudió filosofía en Tirana y, después de algunas actividades como escritor, se traslada a ampliar estudios en el Instituto Gorki de Moscú, hasta que en 1960 tiene que regresar a su país, tras la ruptura de relaciones políticas de ese país con la Unión Soviética. En Albania permaneció hasta poco tiempo antes de la caída del férreo régimen comunista de Enver Hoxa, momento en que se autoexilió en París, donde sigue residiendo en la actualidad.

Es un escritor prolífico, que recrea dos aspectos de la realidad albanesa: su historia, tanto en las épocas de dominio del Imperio Turco como las recientes servidumbres políticas de la URSS y China, y las tradiciones balcánicas, llenas de exotismo, magia y arraigo nacional. La prosa de Kadaré es de gran calidad, con un estilo expresivo, repleto de matices poéticos, caracterizado por una exquisita sencillez. Nos hace llegar temas apasionantes, en los que la esperanza en los valores del pueblo albanés llega a fascinar, al conseguir imágenes brillantemente contrastadas de sugestivos paisajes geográficos, sociales y humanos. Elabora, con una bella y escueta simplicidad, personajes sólidos y convincentes, y diálogos de intensa carga dramática. Es un magnífico narrador, en el que un pequeño pueblo mediterráneo y netamente europeo expresa, de un modo mágico y real a la vez, el grito esperanzado de lo posible y lo auténtico para nuestra historia actual.

Ismaíl Kadaré en español

En nuestro país se han publicado hasta ahora El general del ejército muerto (VOSA, 1978 y Anaya&Muchnik, 1997); Los tambores de la lluvia (Destino, 1988); El puente de los tres arcos (Libertarias/Prodhufi, 1989); El nicho de la vergüenza (Muchnik, 1989); El viaje nupcial (B, 1990 y Círculo de Lectores 1991); Abril quebrado (Muchnik, 1990); El gran invierno (VOSA, 1991); El palacio de los sueños (Anaya&Muchnik, 1991); El ocaso de los dioses de la estepa (Anaya&Muchnik, 1991); Crónica de la ciudad de piedra (Anaya&Muchnik, 1992); El concierto (Anaya&Muchnik, 1992); El expediente H (Anaya&Muchnik, 1993); La pirámide (Anaya&Muchnik, 1994); El firmán de la ceguera (Anaya&Muchnik, 1994); El monstruo (Anaya&Muchnik, 1995); El año negro (Anaya&Muchnik, 1996); Tres cantos fúnebres por Kosovo (Alianza, 1999); Spiritus (Alianza, 2000); Noviembre de una capital (Metáfora, 2000); El cortejo nupcial helado en la nieve (Alianza, 2001); Frías flores de marzo (Alianza, 2002); Frente al espejo de una mujer (Alianza, 2002); Vida, representación y muerte de Lul Mazreku (Alianza, 2005); La hija de Agamenón/ El Sucesor (Alianza, 2007); Cuestión de locura (Ed. Alianza, 2008).


Ediciones Alianza, en la colección Biblioteca de Autor, con formato de bolsillo, está reeditando–siempre tan bien traducido del albanés por Ramón Sánchez Lizarralde— varias de sus novelas, incluidas las primeras que probablemente se pueden considerar mejores que las últimas. En concreto de los cuatro títulos más recientes publicados en español, el último libro son tres novelas cortas, de diversas épocas, menos logradas y los tres anteriores no hacen sino volver sobre temas ya tratados quizá de una forma que busca la complacencia de la moda. Y aún a pesar de que el argumento las sitúa en la Albania cerrada de la dictadura comunista y sus argumentos siguen siendo legendarios, las concesiones a modos de ambiente actuales parecen restar la convincente fuerza de aquellas narraciones más antiguas como Abril quebrado, El cortejo nupcial o El general del ejercito muerto, por solo citar tres entre más de veinte que son magníficos.

Underground: (San) Michael Jackson. 1. Por Manolo D. Abad (08/072009).

Estos días de junio han sido un vía crucis para quien suscribe, padeciendo todo el bombardeo mediático que la figura de Michael Jackson y su muerte han sembrado en un insoportable regreso a esos tiempos a los que jamás quisimos haber regresado. Porque lo peor de mi vida está asociado a esas anoréxicas melodías descafeinadas que tanto furor hicieron entre las anorgásmicas pijas de nuestra generación. Lo único que justificaba nuestra presencia en aquellos infectos bares pijos era esperar su presencia, mientras nos tragábamos esas melodías de funkie rítmico light, los estúpidos bailes, un insulto para grandes del soul negro como Otis Redding o Sam Cooker, y ya no hablamos del blues de Robert Johnson o Muddy Waters, un compendio de música "negra" (dicho sea sin connotaciones racistas) donde la amalgama de Jacko supo unir funk light, sonido Filadelfia y pop rítmico sin salirse del guión marcado por unas discográficas entonces poderosas, que podían comprar a todos los periodistas del universo con viajes de fantasía a las cunas de la movida.

Pero pasó el tiempo y la gallina de los huevos de oro se quebró, y las indies renacieron. Jacko había aplacado la revolución punk y, sobre todo, su hermano pequeño, el powerpop de Paul Collins Beat, Joe Jackson, Elvis Costello, y tantos otros, pero la desazón entró por un resquicio y, pronto, la gente supo distinguir entre la música de consumo -la variable de lo que había sido el glorioso pop-, el pop y el rock. Y entonces, triunfaron Nirvana y devolvieron al rock su sitio.

Jackson prosiguió su tarea de autodegradación, casi tan flagrante como su música hasta llegar a un punto de no retorno en el que sus adicciones le poseían de tal manera que era imposible vivir. Como él mismo expresó, en una de esas declaraciones que tratan de solaparse, pero que un monstruo de semejante calibre no puede esconder.

Aparte de que sus "logros" musicales sólo hayan servido para degenerar el mundo del pop, hoy transformado en música de consumo; aparte de que su fantasmagórica figura permita renacer a los programas más abyectos de la telebasura; aparte de que ver todo lo relativo a su persona comentado por oportunistas presentadores de telediario, incapaces de cualquier dimensión histórica y pendientes de lo que hace tiempo ya hubiéramos llamado sensacionalismo y hoy es práctica periodística común; aparte de eso, Michael Jackson me sigue pareciendo insignificante no ya en lo musical -responsable indirecto del pop de los 80 anestesiado, morfinómano- sino en aquello que hoy se ha derivado en conocer como telebasura. Y que, a costa de la costumbre, ya no nos espanta como debería.

¡Ah! Y me olvidaba que pronto llegará la canonización del que hasta ahora era un (presunto, y degenerado) pederasta.

Hay que…

Geografías: Wong Kar-wai (Hong-Kong), la doble superficie de los relatos. Por Hilario J. Rodríguez (07/07/2009).

En el cine más reciente, algunos directores han vuelto a devolverle la vida a los objetos. Sus films son lecturas epidérmicas de Marcel Proust. Recuerdan en los cromatismos, las fragancias, los sonidos y los volúmenes de cada cosa un tiempo encapsulado, un período en el que un color o un tejido todavía gozaban de prestigio ante los ojos de los espectadores. A su manera, las imágenes que crean son el equivalente de los reportajes fotográficos sobre las casas de famosos, donde todo aguarda en perfecta armonía para ser mirado de forma atenta por alguien. Estos directores son una versión actualizada de Douglas Sirk, Luchino Visconti, Mario Bava o Terence Fisher. Si estos últimos le dieron por primera vez vida a los objetos que hay en los encuadres de un film al hacer un hincapié excesivo en ellos, Wong Kar-Wai continúa esa misma tarea, como hasta hace poco habían hecho Stanley Kubrick o Krzysztof Kieslowski.

Nada de lo que cuentan los directores mencionados hasta ahora, tanto los actuales como los más clásicos, es demasiado novedoso. Stanley Kubrick, por ejemplo, tocó géneros muy dispares, desde el bélico al cine negro, pasando por la comedia o el cine de terror, observando siempre las reglas del juego y al mismo tiempo transgrediéndolas con sus soluciones formales. Algo parecido sucede con los melodramas de Douglas Sirk, diferentes a los de John M. Stahl en pequeños matices como los colores de cada encuadre y su poderosa influencia en el comportamiento de los personajes, que en sus films parecen poseídos por fuerzas extrañas y misteriosas. Tampoco los films de terror de Terence Fisher son originales y sin embargo algo en ellos los hace diferentes a cualquier otro film sobre el mismo tema. De algún modo, estos cineastas y otros muchos sacaron al espectador del letargo en el que le había sumido el cine clásico y le obligaron a ver con nuevos ojos el mismo escenario de costumbre.

Wong Kar-Wai es un equivalente a David Fincher en la actualidad, aunque las distancias culturales le hagan pensar a mucha gente que en sus films hay cine de autor, cuando lo que propone es una revisión de los temas de siempre a través de un formalismo casi decorativo, donde la línea narrativa pasa a ser una simple excusa. En sus elecciones formales hay más de una coincidencia con Quentin Tarantino, interesados ambos en contar lo simple a través de complicadas estructuras más propias de otros cineastas. Por supuesto, nada de lo dicho quiere decir que no haya diferencias entre los dos, aunque menos de las esperables. Lo que sucede es que a Quentin Tarantino es más fácil reducirle porque sus films utilizan personajes e historias mucho más cercanas a los espectadores occidentales, mientras que los films de Wong Kar-Wai hacen a veces uso de una retórica poco conocida fuera del contexto asiático.

La filmografía de Wong Kar-Wai tocó el cine de artes marciales en A fei jing juen (1991) cuando éste estaba en pleno apogeo en Hong-Kong, proponiendo entonces un ejercicio muy en la línea de Tsui-Hark, John Woo o Ronnie Yu, en ningún caso original por sus planteamientos sino ante todo por la pérdida de la espontaneidad de los planos. Se nota en su mirada una falta de interés en la trama, compensada por una mayor atención hacia el diseño de cada plano. Así pues, la vida se desplaza de los personajes, que apenas tienen protagonismo, a los objetos y los espacios, que despiertan de su sueño eterno. Para hablar del cine de Wong Kar-Wai, la crítica normalmente invoca los nombres de Martin Scorsese, Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard, Rainer Werner Fassbinder, Pier Paolo Pasolini, Robert Bresson o Mikio Naruse, como si por sí sola la obra del realizador de Hong-Kong no fuese gran cosa. De ellos hereda, según parece, una larga lista de soluciones formales. Curiosamente, luego son esas soluciones formales las que de verdad dejan huella cuando se ven los films de Wong Kar-Wai. Nadie se preocupa en exceso por las historias que narran Chungking Express (1994), Fallen Angels (Duolou tianshi, 1995), Happy Together (1997) o Deseando amar (In the Mood for Love, 2001), a no ser por los pequeños detalles, detalles a veces lo bastante significativos como para hacer dudar a la gente sobre pequeñas banalidades, como por ejemplo la supuesta hija de los amantes de Deseando amar (Maggie Cheung y Tony Leung).

Este formalismo casi decorativo es en realidad el mismo filtro burgués de siempre para ver cine proletario. Transforma una historia de amor o cualquier otro tema en un verdadero catálogo de objetos, convirtiendo hasta lo más feo en algo sumamente bello y llamativo. Se silencian los personajes y toman la palabra las cosas. Y en este cambalache el cine pasa de ser un simple esfuerzo narrativo a convertirse en un muestrario materialista de la imagen. Las historias, por tanto, dejan de ser directas, al ser degradadas por el protagonismo de la forma, quedando sólo huellas de lo que se cuenta esparcidas de forma elusiva por los encuadres. Puede decirse que en eso consiste la elección de directores como Wong Kar-Wai para hacer cine. Su forma de concebir el séptimo arte es a través de referencias constantes a objetos exhibidos antes en el cine, en un ejercicio de nostalgia que reclama la actualidad de la belleza demodé. Trajes, atmósferas, cigarrillos, paisajes… Así, los films se transforman en museos, museos donde hay un auténtica amalgama histórica, con objetos provenientes de todas las latitudes y de todas las épocas.

La obra de Wong Kar-Wai , como la de la mayoría de directores de cine comercial actuales, es una referencia directa y constante al mundo del cine. Pero no a través de un discurso sobre la imagen como el que hace Alejandro Amenábar, sino a través de aquellas cosas que fueron añadiéndose poco a poco a los planos de los films hechos desde lo años cincuenta en adelante. Eso mismo en manos de norteamericanos suele considerarse simple y en manos de directores de destinos más exóticos suele considerarse un rasgo de autor. Así, Wong Kar-Wai se convierte en un director profundo y David Fincher en un director superf
icial, aunque ambos propongan más o menos lo mismo: la belleza de los objetos en films donde las historias son demasiado perezosas como para tener algo nuevo que decir.

El asturiano bajo la seta, por Ignacio del Valle, 6/07/2009.

Arturo Fernández

Miren, no sé por qué, pero tengo la impresión de que cuando los americanos pongan su primera huella estriada en Marte, el primer signo de vida que encontrarán será un nativo de Cangas de Onís, que pasaba por allí. Sinceramente, en los últimos años me da que si tú pegas una patada a una piedra, debajo hay un asturiano. Sorprendente la ubicuidad, variedad de talento, fuerza e innovación con que los paisanos que conozco encaran esa pelea frenética y dionisíaca que es la vida. Se acabó el tiempo de lo desvencijado y el aterimiento, de la pequeña política, de la medianía y lo campanudo, de la autocomplacencia y el grandonismo.  Los asturianos ya no salimos fuera de Asturias a mendigar la vida, sino a cogerla por el gaznate y lo que te rondaré, morena; los asturianos ya no somos pólvora del Rey y nos hemos enganchado a la palabra-acción, que decía Goethe. Los asturianos ya no queremos ser sólo los primeros, sino también los segundos y los terceros. En la restauración, en los rayos catódicos, en la farándula, en las empresas, en el fútbol, en la literatura, en la política… hay trendsetters en todos los ámbitos. Esse est percipi, como decía Berkeley, somos porque somos percibidos. Y la base de todo es el trabajo, la perseverancia, la ambición.


A bote pronto -y pidiendo disculpas por los numerosos nombres que obviaré por el espacio-, se me ocurren los clásicos, Víctor Manuel, Arturo Fernández, Margarita Salas, Sabino Fernández Campo, Joaquín Rubio Camín, Gil Parrondo, Grande Covián, Garci -más asturiano que algunos-, José Luis Balbín, Gonzalo Suárez, Vaquero Turcios, Severo Ochoa, Tino Casal… los modernos, como el restaurador José Andrés, Ana García Siñeriz, David Villa, Lobato y Alonso -tanto monta-, Ángeles Caso, Colubi, Tino Pertierra, Hevia, Melendi, Letizia Ortiz, Manuel Busto, Roberto Álvarez… los posmodernos, Igor Paskual, Nacho Vegas, José Luis Piquero, María Cotiello, Moisés Tuñón, Luis Fernández Zapico… Legión, son legión.

A título personal cabe destacar que en Madrid, la delegación del Principado de Asturias ha adquirido una evidente velocidad de crucero gracias a Miguel Munárriz, un estratega cultural que ha transformado la delegación en un verdadero centro de agit-prop artístico. En Asturianos, el restaurante del intensísimo Alberto, ustedes podrán tomarse un ligera fabada con champaña mientras charlan con el dueño acerca de las últimas tendencias de la literatura balcánica.
 En el mismo Principado, la AEA, la Asociación de Escritores de Asturias, proyecta una nómina de autores que trabajan en primera división una literatura que no es de bling-bling, sino un intento de acercarse lo máximo posible a lo enigmático, a lo misterioso, con botones de muestra como Diego Medrano. ASMA, asturianos en Madrid, con Luis, su emprendedor presidente, también pone su tonelada de arena a la hora de pergeñar espichas, exposiciones, encuentros a fin de fomentar la philía y la homónoia, es decir, la amistad y la concordia, frente a la tradicional stásis, la discordia civil. Benjamín Lana, un humanista del carajo y asturiano de adopción, tiene la tarea de introducir en nuestro digital siglo XXI a todo el grupo Vocento. María de Álvaro, al mando de El Cultural del periódico El Comercio, no ceja en su empeño de romper el asedio universal al arte. Álan Álvarez se perfila como el futuro de la música electrónica patria. Conchita Quirós lleva años al timón de la librería Cervantes, que ha significado uno de los revulsivos culturales de la provincia, etc, etc, etc…
Círculos perfectos, disciplinados y simétricos que se expanden en una espiral de optimismo, pero un optimismo de la inteligencia, porque un hombre es su imaginación, lo que imagina y, sobre todo, cómo se imagina a sí mismo. Y el asturiano que yo conozco ahora empuja en melé, suma ordenadamente, sin prisas, músculo a músculo, hecho sobre hecho.  En fin, no hay mucho más que añadir, salvo espacios en blanco que ustedes mismos podrán rellenar, y una última advertencia: si van a coger setas, háganlo con cautela, bajo su sombrilla es posible que también haya un asturiano.

 

LOL (Laughing out loud): Los vértigos de la adolescencia. Por José Havel (03/julio/2009).

Antes de nada, dos cosas. Si conocemos el significado del acrónimo LOL (laughing out loud, equivalente anglosajón de nuestro MDR –muerto/a de risa— en lenguaje de SMS y de Internet), casi seguro que esta película será de nuestro agrado. Si, por el contrario, no se tiene ni idea, va siendo hora de que nos pongamos al día y aprovechemos para invitar a los jovencitos de nuestra familia al cine: LOL (Laughing out loud)® está dirigida a los jóvenes de 7 a 77 años.

Tras la conseguida Comme t’y es belle (2006) y su trío burbujeante de mujeres sefarditas, Lisa Azuelos –a quien podemos ver también delante de la cámara como psicoanalista del personaje de Sophie Marceau— continúa su estudio de costumbres contemporáneas y parisinas con la misma precisión de observación. Como una especie de versión femenina de Cédric Klapisch (Una casa de locos, Las muñecas rusas), firma un filme generacional, a semejanza de la trilogía de La Boum (Claude Pinoteau, 1980-1988) o de Le péril jeune (C. Klapisch, 1995), que dentro de veinte añospodrá ponerse de ejemplo para mostrar cómo vivían los adolescentes pijos y modernillos (les chalalas) del distrito XVI a principios del siglo XXI.

La cámara se pega a Lola (Christa Theret) y su pandilla, en el instituto, en el bar, en las salas de conciertos, e incluso en Londres, en razón de un viaje escolar un tanto hilarante. Pero también en el duplex de 200 metros cuadrados de su madre Anne, mujer divorciada y arquitecto, interpretada por Sophie Marceau con una naturalidad desarmante, esplendorosa como la mamá de una Boum a la inversa. Los diálogos y las situaciones –centrados en las relaciones maternofiliales, los vértigos de la adolescencia y los problemas del corazón— funcionan bien y divierten desde su desenvoltura exenta de artificios. Nada hay en apariencia más anodino ni más complejo en el fondo que la alquimia de una comedia romántica de iniciación: siempre es tarea ardua evocar certeramente los conflictos adolescentes, las frágiles relaciones recíprocas entre padres e hijos y viceversa.

 

LOL (Laughing out loud)®. Francia, 2008. Dirección: Lisa Azuelos. Producción: Romain Le Grand. Guión: Lisa Azuelos y Nans Delgado. Fotografía: Nathaniel Aron. Música: Jean-Philippe Verdin. Montaje: Stan Collet. Dirección artística: Yvon Fustec. Intérpretes: Sophie Marceau (Anne), Christa Theret (Lola), Jocelyn Quivrin (Antoine), Alexandre Astier (Alain), Françoise Fabian (madre de Anne), Jérémy Kapone (Maël), Marion Chabassol (Charlotte), Lou Lesage (Stéphane), Emile Bertherat (Paul-Henri), Félix Moati (Arthur)… Duración: 101 minutos.

Reseña de Los días grises, de Antonio Isasi-Isasmendi. Por Alfonso López Alfonso (03/07/2009).

 

Antonio Isasi-Isasmendi, Los días grises, Aguilar, Madrid, 2009.

Infancia bombardeada

Antonio Isasi-Isasmendi internacionalizó algo el cine español a finales de la década de los sesenta con producciones como Las Vegas 500 millones, que contaba en su reparto con Lee J. Cobb y Jack Palance, y es autor de Memorias tras la cámara, donde deja constancia de toda una vida dedicada al cine. Poco importa eso al abrir estas otras memorias que acaba de dar al público porque aquí no se ve al cineasta que llegó a ser. Lo que aparece en Los días grises es la prehistoria, la infancia y primera juventud de un montador, guionista, director y productor autodidacta que fue conquistando peldaño a peldaño su lugar en el mundo –comenzó vendiendo bombones helados a la puerta de un cine de Barcelona-. Y esa infancia y esa juventud no difieren en esencia de las de otros miles de niños de la guerra, de las de todos aquellos a quienes la locura colectiva les alargó en exceso las vacaciones del 36 y que a la postre, cuando todo acabó, terminaron por pensar que “como siempre, cuando los que mandan son otros, uno aprende que en la vida las cosas cambian poco. Empezaba otra etapa distinta, sin bombardeos y con menos hambre, pero parecida.” La sangre no llegó a secarse porque aunque cesaron los combates siguió la venganza.

“Los niños de la guerra –nos dice Isasi-, en las ciudades beligerantes, crecimos sin estudios, sin buenos alimentos, entre incendios, asaltos, saqueos, gritos, ejecuciones, uniformes, discursos, movimientos de tropas, banderas, convoyes militares, aviones en el cielo, bombas…” De no ser porque un puñado de militares decidió olvidar la ley para derrocar al gobierno legal, la vida de Isasi, como la de tantos otros niños, tendría poco que ver con todo eso. Hijo de una actriz y un militar, el 18 de julio los pilló de viaje en el Bugatti de su padre. Cuando intentaron entrar en Barcelona todo había estallado y no lo pasaron bien hasta llegar a casa. Después lo pasarían aún peor. El padre muere durante la contienda a raíz de unas fiebres y la madre habrá de salir adelante como puede. Ni el hambre, ni la suciedad, ni el frío, ni el miedo les son ajenos, hasta el punto que para finales de 1937 –Isasi contaría unos 10 años- la madre se ve obligada a pedir ayuda a un antiguo amigo de su marido para internar al muchacho en una colonia en Premià de Dalt ante la imposibilidad de mantenerlo adecuadamente. Las páginas en las que describe su experiencia en aquel internado, un oasis de paz al que únicamente llegan los ecos de la guerra, son las mejores del libro, incluyendo la llegada del ejército vencedor y la marcha de la directora, que se ve obligada a dejar a los muchachos abandonados a su suerte. Vendrán luego los campamentos falangistas que trajo la paz, el ganar puntos a ojos de los vencedores, el trabajo desde niño y los primeros escarceos sexuales en una sociedad para la que todo lo relacionado con el sexo era tabú. Aprovechando que ya no lo es, Isasi decide no ahorrar demasiados detalles: “Anita me abría la puerta y me besaba y me abrazaba y me volvía a besar […] Eran besos como aquellos que se veían en las películas. Tremendos, de tornillo. Yo me caía; nos revolcábamos por el suelo… Me decía que me quería, mientras me abría el pantalón para tocarme y retocarme. Se levantaba la falda y bajándose las bragas se restregaba contra mí una y mil veces, mientras yo perdía el mundo de vista.”

Dice muy bien Manuel Vicent en el breve prólogo del libro que todas las cosas grandes están hechas de cosas pequeñas. Isasi vuelve la vista atrás para enriquecer con multitud de esas cosas pequeñas un tiempo cada vez más lejano y separado de la sociedad –tan así lo ve el propio autor que le va desgranando estas memorias al perro Pepo-. Son esos detalles, esas noches de bombardeo que se pasan en una estación de metro, esa buhardilla de la calle Hospital que se alcanza tras subir más de cien escalones, ese tirarse al suelo en plena calle cuando pasan los aviones, ese correr desesperado, esa inquietud por el sexo que lleva a meter un dedo en la vagina de una perra, esa reconstrucción de una madre abnegada e idealizada por el recuerdo; son esos pequeños momentos que pasan intentando no hacer ruido al lado del monstruo dormido de la Historia, y se ven alterados radicalmente cuando Clío deja caer su maza haciendo retumbar los días, los que dan fuerza y sabor a este libro.

Underground: A vueltas con la Fábrica de Gas. Por Manolo D. Abad (02/07/2009).

La comisión de Patrimonio de la Consejería de Cultura ha resuelto sobre el futuro de la Fábrica de Gas de Oviedo y la conclusión no puede ser más decepcionante: Se protege -casi de modo anecdótico- a unos cuantos elementos de la Fábrica de Gas (gasómetro, chimenea, hornos) y se permite la construcción de 95 viviendas. Solución salomónica y que tira por tierra las esperanzas de muchos ovetenses y asturianos de dedicar ese magnífico solar a la cultura. Aquí no hay medias tintas: O cultura, o especulación. Y, como siempre, se tira por la calle de en medio con un híbrido que no resuelve nada, más bien complica las cosas. Con lo fácil que hubiera sido considerar a todo BIC (Bien de Interés Cultural)…

A los políticos suele darles el ataque de cultura en período electoral, y el ataque especulativo una vez superado éste. En Oviedo, las cosas no pueden ir a peor. Me pregunto: ¿No sería más fácil terminar lo empezado? Pásense por aquel proyecto de 2000 casas en El Caleyu, con el asfalto y la iluminación puestos por el Ayuntamiento… Conjunto vacío, nada, un espacio fantasmagórico que ilumina una nueva quimera. La empresa encargada de su construcción (Urazca, creo que era)… quebró. ¿Y ahora, qué? ¿Nuevos edificios fantasmas en la Fábrica de Gas? ¿Por qué no terminan lo comenzado? ¿Por qué esas empresas ansiosas por construir no acaban el proyecto de El Caleyu primero y dejan la Fábrica de Gas para otros fines?

Comentaba que a los políticos se les hincha el pecho con la cultura en período electoral (como en tantos otros aspectos) para luego olvidarse en cuanto termina el recuento de votos. Sabemos que la ciudad de Oviedo tiene unas carencias culturales flagrantes que saltan a la vista con sólo echar un mínimo vistazo: No hay salas adecuadas para conciertos de tamaño medio (mil o dos mil espectadores) y ni el Auditorio ni el Teatro Campoamor son escenarios acondicionados para el rock o, incluso, para el folk; los grupos de teatro reclaman también sus espacios; no hay locales de ensayo ni para músicos ni para grupos de teatro (y no me cuenten lo de los cuatro locales de ensayo de Otero, estamos hablando de ensayos regularizados y semanales, no ocasionales); las salas de cine han desaparecido del centro de la ciudad y ya no hay solución para ésto, sólo el recurso al coche o el taxi… Si rascáramos un poquito, saldrían muchas más carencias en una ciudad que tiene la osadía de postularse como "ideal para la cultura". ¿Qué cultura?

¿Acaso no hay mayor incultura que dejar paso a la piqueta en un entorno de ensueño para la actividad de los creadores como la Fábrica de Gas?

La felicidad de Onetti, por Javier Lasheras, 1/07/2009.

Como es obvio y ya sabido, la literatura es una cosa distinta para cada uno. Escrito en corto y por resumir, unos ven en ella ese estado laico del entretenimiento, otros buscan —y algunos encuentran— remedios a sus paranoias y hay también quienes, muy religiosos, la degustan para su consuelo o bien la consumen como lobos feroces para su liberación siempre pendiente. Y es que hay genta pa tó, ya fuera el Gallo o el Guerrita el autor de la chicuelina. Sea como fuere, y a vueltas con el centenario del nacimiento de ese outsider que fue Juan Carlos Onetti, creo apropiado rescatar aquí una contestación que ofreció a la alemana Michi Strausfeld en una entrevista para la revista El paseante: la literatura «ha sido siempre para mí una fuente de felicidad».

Una respuesta paradójica si nos atenemos a los temas, argumentos y personajes de sus obras, los cuales constituyen una narrativa, grosso modo, oscura y deprimente. Narrativa cuyo universo hunde sus raíces ya en los albores de su quehacer, cuando Onetti formuló como sentimiento fundamental de la existencia rioplatense —tanto en Uruguay como en Argentina—, un vacío y una nada que se propagaba en diversos sentidos: desde el geográfico al histórico pasando por el político sin olvidarnos, sobre todo, del existencial, algo que marcará hondamente su deriva creadora.
 
Sería prolijo extendernos sobre este asunto desde una perspectiva general, pero siquiera piénsese por unos instantes en que estos dos países acumulan, incluso en comparación con otros países de su entorno, una historia temporal muy breve.
Por otra parte, observemos también que, no en vano, el crítico argentino Luis Harrs delineó así al maestro: «Vive incomunicado, en soledad y desamparo. Fue justamente su aislamiento físico y moral, según ha afirmado, lo que hizo de él un escritor, a pesar de sí mismo, por razones desconocidas, a partir de un hábito que se convirtió en “su vicio, su pasión y su desgracia”. Lleva su cruz inclinando los hombros, como si purgara una culpa innominada e imperdonable.»
No muy lejanos a este esquema andan algunos de sus personajes como Eladio Linacero o Juan Larsen y también Brausen quien, desde una nada angustiosa, inventa la ciudad de Santa María, un lugar destinado a la salvación contra la monotonía nihilista. Sin embargo, su personaje y, a través de él su creador, sabe muy bien que la salvación no es posible, tanto como que sólo el amor de una mujer podría redimirle.
 
A este respecto, es muy interesante descubrir a través de El astillero, Juntacadáveres o Cuando entonces la dimensión específica que para Onetti adquieren las mujeres y el mundo femenino: muchachas jóvenes, maduras o prostitutas, todas ellas salpicadas de una ternura y pureza que, según el propio autor, «la sociedad más correcta despreciaba». Y junto a ellas, un paisaje poblado por hombres que acaban por resguardarse tras ellas o con ellas, pero al fin, donde sólo encontraban una suerte de desesperación que terminaba por convertirlas en “mujeres impuras”.
 
Con todo, esta posibilidad de salvación, esta posibilidad de vivir sin estar condenado a una manera de ser, acaba por difuminarse cuando el propio Onetti, en un juego mortal y genial de ficción dentro de la ficción, hace que Medina sepa que Brausen, fundador de Santa María, no ha existido nunca y que sólo es una criatura del escritor Onetti. El resultado es que Medina prenderá fuego a la ciudad, esperando que el viento haga el resto y propague las llamas. Una situación que tal vez suponga una manera de redimir a los personajes, de purificar el mundo y de indultarse a sí mismo como autor o quizá sólo un paso más en el desespero de Sísifo. Quién sabe. Lo que importa es que en el caso de Onetti y fuera de ese universo roto que creó, nos encontramos con la lúcida sorpresa de un autor para quien la literatura era una fuente de satisfacción y gozo, un lugar feliz en donde a buen seguro le visitaban Cervantes, Dostoievski, Proust, Faulkner o Celine, entre tantos otros.
 
 Y quizá esa sorpresa feliz también tenga algo que ver con la magia de la literatura, con ese poder absurdo y nada lógico que el propio Onetti le atribuyó a la literatura cuando leyó una carta que le había enviado una señora en Buenos Aires. Ésta le contaba que, debido a tribulaciones sentimentales y familiares, estaba desesperada y a punto del suicidio. Pero una amiga le dejó El astillero, lo leyó y eso la curó. Absurdo e ilógico, sí, pero feliz al cabo. Tan feliz como cuando uno, sólo por poner otro entre cien ejemplos más, lee El infierno tan temido y se dice: ¡Qué bueno, qué bueno! Y es que desde ese vacío y esa nada tan onettianos, desde esa paz definitiva de la nada, llega un momento en que todo puede estar lleno de felicidad. Singularmente la literatura. Esto es lo que supongo que Juan Carlos Onetti quiso decir con su contestación. Claro: ¡Es la literatura, idiota!