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Apu, Auster y la casualidad. Por Miguel Rojo. 06/03/2009

 

Supongo que las casualidades nos resultan sorprendentes precisamente por esa extraña pretensión que tienen de ser poco habituales, escondidizas y juguetonas ellas, terribles otras veces, con ese afán por romper cierta lógica, digamos, natural.

Por ejemplo, si durante cincuenta años (unos 18.250 días, más o menos) jamás has oído hablar de una película y luego, en el lapso de una semana (unos 7 días), y por fuentes bien distintas, vuelves a encontrarte con la susodicha… es que estamos ante una sorprendente casualidad.

Esto es lo que me sucedió con el nombre de Apu, y más en concreto: “El mundo de Apu”, título de la película del director de cine indio  Satyajit Ray.

Alguien me habló de ella y me la recomendó vivamente. Ya sabéis cómo son estos cinéfilos: “¡Joder, tío, si no conoces el Mundo de Apu no conoces nada de cine, hasta al mismo Kurosowa dice que no haber visto el cine de Ray significa existir en un mundo sin poder ver la luz o la Luna”.

Evidentemente corrí a buscar la película. ¿A quién le gusta andar por ahí sin poder ver la luna? Aunque he de reconocer que albergaba más de una duda sobre “la soportabilidad” de la misma. Siempre me dan miedo las recomendaciones de los expertos en “algo”, no por el hecho de no coincidir casi nunca con sus gustos –eso no sería grave-, sino porque tal desacuerdo induce en mí un cierto sentimiento de imbecilidad y de desasosiego que me aboca a los estupefacientes primero y luego al sexo compulsivo.

Con tales reparos, una lluviosa tarde del mes de enero, me dispuse a ver El Mundo de Apu.  Si además la copia es defectuosa, lleva subtítulos (sí, ¡horror!, ¡anatema!, yo soy de los estúpidos que prefiere las versiones dobladas) y en realidad no es una película, sino tres largometrajes: El lamento del sendero (Pather Panchali, 1952-55), El invencible (Aparajito, 1956) y El mundo de Apu (Apur sansar, 1958), es fácil comprender el estado de ánimo tan poco propicio que yo tenía para ver la película.

Por fortuna no claudiqué y la película resultó una revelación muy, pero que muy positiva. El film narra la vida de Apu a lo largo de tres periodos distintos: infancia, juventud y madurez, que se corresponden con cada una de las películas. Resulta difícil decir qué es lo que hace de una película –o de lo que sea- una obra de arte. Qué códigos secretos, qué fibras se han de pulsar para superar la barrera de la inmediatez y llegar a nosotros medio siglo después con el mismo grado de frescura y belleza que cuando se creó.

 Quizás el mérito esté en que Ray no busca un fácil deslumbramiento, el aplauso rápido, ajustarse a una moda tipo gaseosa efervescente. En toda la obra hay un auténtico empeño de fidelidad hacia sí mismo, de retratar una vida, una sociedad, un tiempo con todos los matices que posibilita la lente de una cámara. Que nadie busque asesinatos en la película, apasionados encuentros amorosos, trepidante acción… Nada de eso hay y, sin embargo, la historia conmueve porque, a pesar de las distancias culturales y del tiempo transcurrido, Apu somos todos.

 Es cierto que a veces la cinta puede resultar un tanto melodramática (especialmente en la tercera entrega, para mí la más floja), pero no es menos cierto que la vida es un melodrama de tomo y lomo donde se mezclan muerte, amor, sueños, fracasos… Y Ray ejerce de discreto notario de todo ello desde una esquina de esa vida. Su sensibilidad para mostrar los sentimientos bien vale la pena “biengastar” seis horas de nuestra existencia delante de la pantalla.

La banda musical y, sobre todo, la fotografía en blanco y negro de los barrios industriales de Calcuta con sus estaciones de tren, fábricas, primeros planos… – y que tanto recuerdan a lo mejor del neorrealismo italiano- son una joya.

 

¿Y dónde está la casualidad de la que hablé al principio de este artículo?

No apurarse.

 La misma semana que estaba viendo la película de Ray compré el último libro de Paul Auster: Un hombre en la oscuridad, y, ¡oh casualidad!, en la página 25 me encontré de nuevo con el nombre de –ya mi amigo- Apu.

Quizás convenga recordar aquí otra vez el cálculo realizado al principio (aquello de los 18.250 días frente a los 7). ¡Cómo no iba a sorprenderme! En el libro, un personaje hace un pequeño y atinado comentario de la película de Ray y la importancia que éste da a los objetos inanimados para resaltar los sentimientos de los protagonistas.

¿No me digan que tal coincidencia no es una casualidad como para ponerse tierno frente al determinismo?

Por lo demás, y ya puestos a ello, que no hay uno sin dos, ni Ray sin Auster,  no me resisto a la pequeña crítica de Un hombre en la oscuridad, típico producto austeriano, con lo mejor y lo peor del autor de Nueva Jersey.

 Pocos escritores son capaces de contar historias con la pasmosa facilidad que lo hace Auster, y que resulten tan verídicas y cercanas a la vez. Magistral esa prosa sencilla que muestra la trascendencia de la vida cotidiana (en esto hay un gran paralelismos con Ray). Nada más difícil que el arte de hacer sencillo lo complejo. En esto Auster es un maestro, no descubro nada. Así como en los juegos de espejos en los que encierra a sus personajes, las conexiones entre los mundos reales y fantásticos…

 Pero también en esta novela está lo peor de Auster, igual que ya sucedió en La noche del Oráculo. Como en aquella, Auster levanta un prodigio metaliterario que sorprende por lo arriesgado y que va más allá de los ramplones esquemas literarios al uso, jugando con el lector, dejándolo perplejo con cada nueva pirueta, ansioso éste por saber cómo se resolverá la arriesgada apuesta… Y entonces, de golpe,  todo queda suspendido, inacabado…  y la novela toma un rumbo distinto, dejando al lector con dos palmos de narices. Y a uno, bastante mosqueado ya con el autor de éxito, le viene a la cabeza expresiones tan feas como “gatillazo literario” o aquella canción gallega que cantábamos en la sidrería Manolo de Oviedo: “A miña casa non quero que veñas, siempre me fodes nunca me preñas, non sé si é que non podes o é que non sabes&n
bsp;o has perdido as habilidades”

De hecho, Auster parece reconocer su propia incapacidad: “¿He de terminar de este modo?”, se pregunta en la página 138, lugar en el que el prodigioso Titanic Austeriano que había construido se va al garete definitivamente. A partir de ese momento, la novela divaga aburrida y alejada de las alturas que había apuntado el gran protagonista de la novela: Owen Brick, el pirandélico personaje que andaba en busca de su autor para cargárselo… Aunque al final, el muerto resultara él por incapacidad o desidia del autor.

 

En fin, dicho esto, a lo que íbamos al principio, que la vida es una casualidad y a ti, mi amor, te encontré en la calle cuando yo pasaba por allí… de pura casualidad

 

Las botellas del señor Klein de Óscar Calavia. Por Javier Lasheras. 05/03/2009

Óscar Calavia
Las botellas del señor Klein.
Lengua de Trapo. Madrid, 2008.
XXXI Premio Internacional de Novela Tigre Juan de Oviedo.
 
Vayamos al grano. ¿Podríamos definir Las botellas del señor Klein como una novela? Y si no fuese tal, ¿sería un dato importante para el lector? ¿No será mejor afirmar que se trata de la fragmentación de una novela o de un relato con añadidos literarios o, sin más miramiento, de un mero argumento cruzado por otros argumentos junto con varios artículos más o menos literarios, más o menos convenientes, y otros adjuntos narrativos? Y, más allá, ¿cabe preguntarnos qué demonios es una botella de Klein o para ser más exacto, qué es una superficie de Klein? O tal vez ¿sería más pertinente preguntarnos qué es una Banda de Moebius o un cubo de Rubik?
 
Para responder a tantos interrogantes asumiré un primer riesgo: Las botellas del señor Klein no es una novela. ¿Por qué? Porque si excusamos la presencia de aquellas partes narrativas que no pertenecen al hilo principal del argumento, la novela se queda stricto sensu en un relato principal escoltado, si se quiere, por otros relatos menores. Da igual la nota explicativa del índice, el diagrama ulterior que nos brinda el autor, da igual su estimable fragmentación o su notable apuesta por la desconstrucción en tanto estrategia de creación y con permiso de Derrida, Heidegger y el propio autor: sencillamente no da más de sí. Por supuesto puedo asumir otro riesgo aún mayor, pero lo dejaré para el final.
Con todo, no haré que esto me haga olvidar que estoy hablando de una obra que supone la inmejorable carta de presentación de un escritor que a estas alturas ya tiene en las librerías una segunda obra: la novela titulada La única margen del río.
 
Las botellas del señor Klein es una obra que se compone de una colección de 59 fragmentos narrativos. Muchos de ellos no tienen una relación directa entre sí y otros pueden relacionarse siempre y cuando el ojo del lector esté atento y luego desee llevar a cabo esa conexión. Aunque desconozco cuál ha sido el origen y si ha sido buscado de forma consciente, aquí está uno de los aciertos de Calavia: esa estudiada indefinición entre los fragmentos que cose con un hilo casi transparente de excelente calidad. Y da igual que para lograrlo utilice un variado arsenal de registros —la entrevista, el interrogatorio, la metáfora, la paradoja o el cuento, entre otros—, o que alterne la primera o la tercera persona como punto de vista, ni tampoco que la perspectiva sea temporal o espacial, interior o exterior al argumento, a la trama, a los temas que toca o trastoca e incluso a la galería de personajes. Da igual porque, con excepción de aquellos lectores impermeables a este tipo de textos —que los habrá—, a quienes terminen su lectura les quedará el poso gratificante de una historia en la que el tan buscado bosón de Higgs, más conocido como la partícula divina, les rondará una y otra vez en forma de literatura. Y ello sucederá, me atrevo a decir, a pesar de que el lector esté poco avezado a estos derroteros narrativos.
 
Pero, además —y no es acierto menor el que voy a explicar dado su nivel de dificultad y las obras que se enfangan en la misma senda—, otra aportación notable de Óscar Calavia es la que se deriva de la propia concepción del texto: sus fragmentos o unidades funcionan la mayoría de las veces como textos independientes de forma tal que cada lector podrá entablar la relación que más desee con los asuntos tratados en cada página: el peligro del azar, el tatuaje como lenguaje, el miedo al extranjero, el sexo como placer para sibaritas, el arte como tortura, humillación o dignidad, la percepción de las escalas y de los celos, las contradicciones y certezas en las relaciones amorosas, sexuales y pornográficas, el sentido de la felicidad, el objeto, el deseo y la mirada, el canibalismo, los sueños y sus pesadillas, la oscuridad y una gavilla más de lustrosos asuntos con los que dialogar si se tercia. Y todo ello sin descalabrar la apariencia del conjunto, como si se tratase de aplicar metales variados, unos sobre otros. En conclusión, algunas de estas unidades bien podrían ser esa columna literaria con la que, cada mañana, se despachan un café cientos de ciudadanos cabreados para, tras su lectura, seguir cabreados y luego, a lo largo del día o de la semana, rescatar como tema de conversación bajo cualquier pretexto. Claro está que en mi humilde entender nada de ello es óbice para resaltar como sobresalientes algunas de sus piezas. Por ejemplo, todas las escritas entre la página 7 y la 39 y, además, las tituladas Siempre hambrienta, Fin de un noviazgo a la antigua, El Dermomante, Microscopia, Libertad, Confesión de la mujer objeto, El cuerpo en el diablo, Ese ruido tan triste, Anticlímax (muy recomendable para escritores), El Evangelio fragmentario, Genio en la botella II o los titulados Moralidad particular I y Moralidad particular II. Y cómo no el sabroso y contundente Melificación.
 
De otro lado, parece que en algunos textos Óscar Calavia ha tirado de estilo para subsanar deficiencias en su resolución o en la propia dinámica ficcional de esta superficie narrativa. Sería el caso de El desaparecido o La víctima o, en términos generales, algunos párrafos que se presentan como un conjunto léxico y sintáctico muy bien empastado, pero que transmiten opacidad. Sin embargo y como quiera que estas afirmaciones no pasan de pareceres, avanzaré que Calavia domina tanto la descripción como el diálogo, la cualidad venosa de la frase corta como la arterial de la larga, el uso del humor como la filigrana instructiva, la paradoja o la anécdota. Y si tiramos de la cuerda del estilo veremos habitar detrás de sus textos las sombras refulgentes del Balzac de La obra maestra desconocida, del Poe de La carta ro
bada
, del Cortázar de Casa tomada o del Onetti de El infierno tan temido y, cómo no, del mexicano Juan José Arreola. Estas convocatorias no significan que el autor del libro las haya tenido presente y ni siquiera que las haya leído, sino, todavía mejor, que quien suscribe las ha visto y considerado. Y es que nada mejor para un lector que ver y repasar a muchos autores leyendo a otro.
 
Finalmente, quiero felicitar a Óscar Calavia. Creo que ha sido un gran acierto el haber partido de la idea matemática de una sola superficie y mezclarla con el relato sagrado de los isleños de Hau-Roa. No creo que anden muy desprevenidas la matemáticas ni tampoco excesivamente perdidas las botellas.
 
Así que, por todo lo antedicho, excusaré la presencia en estos párrafos de aquello que no ha suscitado mi interés en esta primera obra narrativa de Calavia. Primero porque se trata de un escritor novel y para quien suscribe ese ya es un dato muy representativo del respeto que me merece, tanto en lo que atañe a su propuesta como en el riesgo del editor; segundo porque me parece impropio de un lector del siglo XXI realizar valoraciones a la contra en estos menesteres y, tercero, porque resulta de una impúdica y grosera descortesía afearle el texto a un escritor que ha logrado el Premio Internacional de Novela Tigre Juan de Oviedo, excelentemente dotado con 40.000 euros.
 
Y como lo prometido es deuda, asumiré un riesgo mayor: definitivamente Las botellas del señor Klein es una novela: extraña, fría y dura, juguetona y provocadora, deforme y poliédrica y, añádanle todo lo que ustedes quieran, pero novela al cabo. Es cierto que pasaría mucho mejor por una novela comme il faut si el autor hubiese concebido la narración de forma más conveniente al gusto tradicional. Ya saben: presentación, nudo y desenlace. Pero quizás también lo es que de esta manera no hubiese ganado el Premio. Quién sabe. No olvidemos que el jurado sí consideró que era una novela. O tal vez no y pasó por alto ese nimio detalle. Al fin y al cabo, a comienzos del siglo XXI qué más da si un texto es o no una novela: ser o no ser, no es ésa ni aquí la cuestión. Y además y para finalizar, quién soy yo para decir lo que es y lo que no es, sobre todo hablando de novela. Para eso ya están los editores de la laica república de las letras, amén de escritores cagasentencias elevados motu proprio a la categoría de genios. Olvidan al maestro: ser genio es elegirse genio y acertar, Cortázar dixit. Y hablando de genios ¿les gustaría saber cuántos hay en Las botellas del señor Klein? No se demoren o se quedarán sin historia.

Menú de versos de Esther García.

Menú de versos es un libro escrito por Esther García, con ilustraciones de Borja Saura, que se suma al recientemente publicado  Musical-landia, ambos publicadospor la Editorial Pintar-Pintar.   Es un libro infantil escrito en verso, hecho, según su autora  con intención literaria. Hay que tener en cuenta que los niños muestran interés   precisamente por las obras          que les permiten disfrutar leyendo. Tienen preferencia por lo bello frente a lo utilitario.  Pero, además de esta finalidad estética, que en esta obra está bien conseguida, más teniendo en cuenta las hermosas y pensadas ilustraciones de Borja Saura, que cuidó hasta el último detalle,   Menú de versos, tiene, al mismo tiempo  una finalidad didáctica. Este libro,  en manos de los niños, puede servir como apoyo didáctico para trabajar diversos aspectos educativos, relacionados cola educación en valores. Además de otras enseñanzas lingüísticas que se pueden aprovechar de este testo poético dedicado a los más pequeños.
Menú de versos transcurre en un comedor escolar donde se trata con humor y galanura los variados menús que se ofrecen para los distintos grupos de niños. Seguro que aprovecharán mucho estos menús poéticos.

Este libro está publicado en dos versiones, en asturiano y en castellano

Légamo de José Luis García Martín. Por Herme G. Donis. 04/03/2009

Légamo
José Luis García Martín
Editorial Pre-Textos, 2008
96 Páginas
 
LA OSCURIDAD DEL LÉGAMO
 
Mantenía el otro día una conversación con otro amigo poeta sobre  el último libro de poesía del escritor José Luis García Martín y los dos volvíamos a recurrir al ya clásico comentario de que su labor de antólogo y crítico insobornable, lúcido, irónico, ácido y tantas veces “maltratador” de vanidades en ciernes o perfectamente asentadas y bien lisonjeadas por los tiralevitas de siempre, había oscurecido –no dudo de que en este hecho se esconde la venganza- al excelente poeta que es García Martín
 
Por suerte para los lectores fieles de su poesía, y a pesar de que en este campo García Martín siempre ha sido mucho más “pudoroso” que con el resto de su obra no poética, puntualmente el autor  astur-extremeño nos ofrece un nuevo título para ponernos al tanto de lo que acontece por su vida más íntima. De esta forma, recientemente el poeta acaba de publicar de la mano de la editorial valenciana Pre-Textos, Légamo.
 
En uno de los fragmentos del diario que cada domingo aparecen en las páginas de “La Nueva España”, concretamente en la entrada dedicada al pasado viernes dieciséis de enero y encabezada con el título “Yo, vivo”, García Martín escribía: “ Me maravillan las cosas que a nadie asombran. De que a la noche le suceda el día, por ejemplo. Soy de los que siempre se despiertan de buen humor. Me alegra el olor del café, el rumor de la ciudad, el cielo azul o encapotado. Me alegra que las calles estén en su sitio, que a las doce tenga que hablar de Galdós o de Cernuda, que un amigo me aguarde en un café o que no me aguarde nadie, salvo un libro nuevo y la música del ipod. Me gusta comer siempre a la misma hora, ver la televisión después de cenar, hablar por teléfono, contestar al correo electrónico, darme una vuelta por el inagotable laberinto de Internet. Me gusta enamorarme, pasarlo mal, subir a la montaña rusa, ir del cielo al infierno, y caer de pronto, sin hacerme demasiado daño, con mucho que contar. Me gusta la vida que llevo, ¿para qué lo voy a negar? En un mundo inestable, yo me esfuerzo por estar siempre en mi sitio…”
 
Contrastan estas líneas en las que el  autor aparece como un ser vital y optimista que encuentra en las cosas cotidianas la esencia de su existencia y se regocija y alegra por vivirlas, con los poemas de Légamo. En éstos el sujeto poemático, cual Dante en su bajada a los infiernos, nos habla de un mundo de acabamiento personal en donde la esperanza ha desaparecido y los miedos, la incertidumbre, las dudas y las pérdidas hacen acto de presencia en cada una de sus manifestaciones llevando al lector a un paisaje estéril y desasosegante en el que la oscuridad se impone a cualquier claridad pasada: “…Aún sigo en el jardín / aún no ha empezado a contar el tiempo / la ciega historia de los hombres, / pero las muertas aguas ahora reflejan solo / la calavera del que fui, / el asombro de sus cuencas vacías, / unas briznas de carne putrefacta, / lo que queda del mundo.” (Pág. 32)
 
Si en otros títulos de García Martín la variedad de temas era un punto referencial, en Légamo el autor de Treinta monedas, El pasajero o Al doblar la esquina, renuncia a toda concesión. La atmosfera aquí se torna densa, fantasmal, casi irrespirable. Por su versos, una y otra vez, surge el lamento de un ser desesperanzado que añora la luz del ayer y sabe que lo que le aguarda es la podredumbre en donde se almacena el gran silencio.
 
Consciente de que esta reiteración de oscuridad y desasosiego puede aplastar al lector, García Martín, después del espléndido poema que cierra la primera parte de Légamo, “De Senectute”, nos ofrece en la segunda la levedad de un conjunto de aforismos que bajo el título de “Cuadernos del Dindurra”, vienen a mostrarnos la ironía, el ingenio, y ¿por qué no?, ese punto de cinismo que siempre le han caracterizado. Pequeñas reflexiones sobre la poesía y los poetas en donde la lucidez toma carta de naturaleza con aforismos como estos: “La poesía es una máscara que permite mostrar la propia cara.” (Pág. 87). “Un poema sólo deja de escribirse cunado deja de leerse.” (Pág. 88). “En el poema nunca hace frío.” (Pág. 89). “Neruda escribía siempre con tinta verde y, algunas veces, con pluma de ganso.” (Pág. 90). “Desconfía del poeta que sabe lo que hace, pero desconfía todavía más del que sabe explicar lo que ha hecho.” (Pág. 91). “Góngora era joyero, no jardinero; sus poemas brillan, pero carecen de olor.” (Pág. 93).
 
Légamo viene de nuevo a ponernos en evidencia la calidad de un autor imprescindible a la hora de hacer de verdad y sin fuego de artificio una nómina seria que recoja a los mejores poetas que en las últimas décadas han desfilado por el panorama poético español. No hacerlo así sería hurtárselo a la poesía y al lector.

Geografías: Los otros. Por Hilario J. Rodríguez. 03/03/2009

Viendo Frozen River (ídem, 2008, Courtney Hunt) reconocemos cómo vive un enorme porcentaje de la población de casi cualquier país occidental. Ni siquiera dudamos de la sinceridad de las imágenes, entre otras cosas porque no juegan con nosotros. Su protagonista (Melissa Leo) no es ni una santa caída en desgracia, ni una criminal sin escrúpulos; es sólo una mujer poco agraciada, con un par de problemas que cualquiera puede entender. Su marido desapareció con el sueldo del mes, las pequeñas facturas de pronto se han convertido en amenazas y sus dos hijos (Charlie McDermott y James Reilly) esperan las Navidades sin entusiasmo. Las dimensiones de su tragedia no son demasiado grandes, pero a ella le resultan difíciles de sobrellevar. A su alrededor no hay nadie dispuesto a ayudarla. No tiene familiares, tampoco amigos. Y en el trabajo su jefe ha decidido dar el puesto de cajera a otra. Uno podría pensar que la vida no está siendo justa con ella, pero al mismo tiempo sabe que el film no intenta ganar nuestra conmiseración, sólo intenta sacarnos de las fantasías en que habíamos caído en los últimos años. Si Quentin Tarantino era hasta hace poco el modelo a seguir tanto por el cine comercial como por el cine independiente, me parece que ahora estamos a punto de entrar en una nueva fase o etapa.
 
Cuando vemos a la protagonista al comienzo, su rostro ante el espejo se hace varias preguntas. La primera seguramente está relacionada con su futuro inmediato, con lo que puede suceder hoy o mañana si el repartidor de electrodomésticos no recibe el cuota mensual por el televisor de pantalla plana, con la nevera casi vacía, con la gasolina del coche y con el tráiler donde vive su familia porque ya está viejo para aguantar un invierno frío. Y la segunda está relacionada con su apariencia, pues tiene cuarenta años y parece que en realidad tenga muchos más, algo que contribuye a marginarla y a que no quieran contratarla para un puesto de cara al público. Por eso compra cremas pese a su elevado coste, por si de ese modo puede recuperar una buena apariencia. No piensa, sin embargo, que también debería cambiar su estado de ánimo. Está atrapada en un círculo vicioso. Quizás haya entristecido poco a poco por culpa del lugar donde vive, y algo así haya afectado a su matrimonio. Quizás la tristeza la haya hecho más pasiva, hasta impedirle conseguir un puesto mejor. Quizás se abandonó, y ahora es tarde para eliminar sus arrugas y sus ojeras. Todas esas cosas que, en parte, ella comenzó a cincelar han acabado de dar forma a una imagen poco agradable de sí misma.
 
Es lógico que, al ver la mayor parte del cine comercial, mostremos cierto grado de pasividad. Nos cuesta tanto creer que podamos llegar a ser algún día Tom Cruise o Julia Roberts como que nos pueda suceder algo parecido a lo que cuenta El extraño caso de Benjamin Buttom (The Curious Case of Benjamin Button, 2008, David Fincher). Lo raro es que incluso el cine independiente nos mantenga en una situación parecida. Gracias a Dios, Frozen River obliga a replantearnos un par de cuestiones. Tiene un mecanismo narrativo de lo más endeble, en el que apenas suceden cosas ajenas a la realidad cotidiana. Su protagonista podría ser una mujer cualquiera que hace la compra y apenas gasta diez euros aunque su familia tenga varios miembros; podría ser la limpiadora que en unos años ha envejecido a causa del trabajo, los embarazos y las responsabilidades domésticas; podría ser una amistad deprimida por la mala suerte o porque le cuesta sentirse feliz… No es una persona excepcional en ningún sentido. Para matizar al respecto, la cineasta Courtney Hunt decidió no rodarla con cámara al hombro todo el rato siguiéndola de espaldas mientras camina sin rumbo, con esos planos interminables que han acabado estandarizándose después de haber sido utilizados hasta la saciedad en el cine comprometido de los últimos años.
 
Al film se le pueden poner pegas si uno quiere cuestionar la estructura de thriller que adopta en determinados momentos, también si la secuencia final se entiende como una solución fácil (porque no es demoledora). Lo mejor, no obstante, va más allá del argumento, del paisaje social que insinúa o del suspense. Está en otra parte. Ni siquiera está en las contradicciones del personaje principal, desesperado e irresponsable. Lo mejor lo aporta la actriz Melissa Leo, que —como Mickey Rourke en El luchador (The Wrestler, 2008, Darren Aronofsky), sólo que de manera diferente— ha conseguido que el cine la recicle después de haberla abocado durante mucho tiempo a intervenir en series de televisión, dejando claro que su apariencia no tenía cabida en la gran pantalla. Fue ella quien dijo que «nadie que viva pobremente puede narrar su historia, y ningún actor que no haya atravesado una larga temporada de penurias, aceptando los peores papeles y los sueldos más bajos, es capaz de entender lo que necesita un personaje como el que yo he interpretado en este film». Acerca de un asunto tan peliagudo podrían hablarnos muchos de los actores y actrices que comenzaron sus carreras durante los años ochenta, para estrellarse poco después con la triste realidad de que vivían en un mundo donde hoy eres estrella y mañana un paria.
 
Frozen River no propone una estética refinada o novedosa, se conforma con reutilizar y reubicar elementos que antes fueron desechados. Es comprensible, su historia tiene un cierre, no quiere ser maniquea aunque a veces cae en lo arquetípico, y no contiene grandes teorías. Cierra un periodo, recogiendo de él todo aquello que fue desaprovechado. Sabe que ya no es posible comenzar de cero porque necesitaremos cuanto esté a nuestro alcance si de verdad queremos avanzar. La modernidad y el clasicismo pueden dormir durante un rato.

La muerte y la doncella de Elfriede Jelinek. Por Ana Vega. 02/03/2009

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Elfriede Jelinek
La muerte y la doncella
Pre-Textos, 2008
144 páginas
 
Princesas destronadas

Elfriede Jelinek es una de las voces más lúcidas de la literatura de nuestro tiempo, no sólo habla alto y claro de las vejaciones que la mujer ha sufrido a lo largo de la historia sino también del engaño del que han sido víctimas durante toda su vida. La princesa se pregunta si tan sólo adquiere personalidad alguna cuando el príncipe establecido la besa, si es entonces él quien la nombra, quien la define. Jelinek nos describe cómo en un último intento desesperado de rebeldía uno de los rizos rubios y brillantes de Marilyn, el mito, se quedó atrapado en su ataúd deseoso de romper aquello con lo que el mundo había anudado su destino. Describe no sólo los gritos de la mujer contra una pared invisible y sus intentos desesperados por atravesarla sino también la batalla constante por alcanzar, mas allá de esa “habitación propia” de la que Virginia Wolf nos hablaba, una voz, un modo de actuar en el mundo como ente propio y no elemento adjunto, apéndice del hombre como centro neurálgico de toda existencia. Aquí se advierte por tanto, que ninguna mujer ha de ser nombrada, delimitada, por nadie, tan sólo por ella misma, quien ha de encontrar su identidad pese a las trampas que la sociedad ha marcado en su propia carne, en su piel.

 

Escribir de Marguerite Duras. Por Ana Vega. 02/03/2009

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Marguerite Duras
Escribir
Tusquets, 2000
127 páginas
  
La batalla con el silencio
 
Pocas voces se han atrevido a indagar tanto y tan profundo en la manera de enfrentarse al folio en blanco, el proceso que conlleva la creación literaria, la batalla perdida de antemano, esa búsqueda infinita que nunca concluye, la soledad de quien escribe, la locura de éste hábito como enfermedad incurable y como bendición. Ahí radica la magia de este libro tan personal, como la autora. Marguerite Duras se caracteriza por una escritura desnuda, fragmentada, ancestral y poderosa, por tanto. Describe aquello que afecta de manera más inmediata al propio autor, también el lector, aquellos que rodean a quien escribe, la casa misma como elemento imprescindible donde dicho acto de creación se lleva a cabo y sobre todo, esa guerra constante y bellísima que todo escritor mantiene de forma constante con las palabras. Una declaración de principios: “Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado”. La magia de todo libro: “No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía”.

De infiernos y desiertos: El luchador (The Wrestler). Por José Havel. 02/03/2009

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El luchador (The Wrestler) se vió recompensado como mejor filme con el León de Oro de la 65ª Mostra de Venecia. Y recuérdese que el presidente del Jurado, Wim Wenders, precisó que si Mickey Rourke no había ganado el premio al mejor actor fue porque el reglamento del festival estipula que una película no puede ser recompensada dos veces.

 
Bastó con esperar. Rourke obtuvo el Globo de Oro, aunque no finalmente la recompensa suprema del Oscar, por ese mismo trabajo en el que interpreta a Randy Robinson, toda una estrella de la lucha libre profesional en lo años 80, pero que veinte años después se arrastra por cuadriláteros de ínfima categoría. Acabado y solo, viviendo en una caravana, lo único que le mantiene vivo es la emoción del espectáculo y el apoyo de los fans, hasta que sufre un infarto en medio de la competición que lo obliga a retirarse. A partir de entonces trabaja en un supermercado, procura enjugar sus penas –él que es incapaz de mantener una relación de pareja estable con nadie— en compañía de la stripper Cassidy (Marisa Tomei), también ya en la cuesta debajo de su vida, y tratará de reconciliarse con su hija Stephanie (Evan Rachel Wood), a la que en su día abandonó.
 
No hace falta ser un lince para percatarse de que la trayectoria del personaje protagonista guarda ciertas analogías con la del propio Mickey Rourke, un soñador que vive como una mierda (Rourke dixit) a la caza de una segunda oportunidad en la vida que, tras haber desperdiciado su carrera, no puede desaprovechar (como Mickey hizo con Platoon, Los intocables de Eliot Ness oRain Man). Hasta cierto punto uno está tentado de tomarse el filme de Darren Aronofsky (Pi. Fe en el caos, Réquiem por un sueño, La fuente de la vida) como un documental, género al que a veces, por cierto, se parece, a partir del diseño de Rourke como un territorio ficcional.
 
Y es que una aproximación documental se diría que arrojan esas tomas que a menudo recogen de espaldas al protagonista, o esa cámara en movimiento que aparenta robar imágenes duras y abruptas, todavía más jadeantes en razón del montaje nervioso que las ensambla. Pero está claro que El luchador (The Wrestler) adquiere toda su dimensión trágica en el contrabalanceo entre la brutalidad de los combates del protagonista y los reencuentros con su hija, su mayor y más doloroso desafío. Rudeza y vulnerabilidad, justo la mezcla que conviritiera a Rourke en un icono del Hollywood ochentero. Rabia y (auto)destrucción, también.
 
 
 
Cualquier parecido con la realidad no es pura casualidad. Quizá a esto le deba algo El luchador (The Wrestler) como el gran filme que es sobre el sacrificio y la redención. Si dura fue la caída, más duro fue el retorno, para Randy Robinson y para Mickey Rourke, luego de un descenso a los infiernos y una larga travesía por el desierto. Ningún productor creía en el proyecto, hasta que llegaron los franceses de Wild Bunch a financiarlo, mientras que Aronofsky se aseguraba de que el problemático actor principal estuviese bien preparado para trabajar, sin desmadres. Tanto riesgo y esfuerzo no fueron en vano en este formidable regreso de Rourke, con claras resonancias personales, donde el espectáculo del cine y de la vida está asegurado, inéditamente lejos del lirismo sofisticado al que nos tiene acostumbrados Darren Aronofsky.
 
 
 
EL LUCHADOR (THE WRESTLER). EE UU, 2008. Dirección: Darren Aronofsky. Guión: Robert Siegel. Fotografía: Maryse Alberti. Música: Clint Mansell. Montaje: Andrew Weisblum.Intérpretes: Mickey Rourke (Randy Robinson), Marisa Tomei (Cassidy), Evan Rachel Wood (Stephanie Robinson), Mark Margolis (Lenny), Todd Barry (Wayne), Ernest Miller ("El Ayatollah"), Judah Friedlander (Scott)… Duración: 105 minutos.

 

Apropiaciones debidas. Por Alfonso López Alfonso. 27/02/2009

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La vida, repetía mi abuelo, citando a Shakespeare sin saberlo, es el sueño de un loco contado por un borracho. Años después uno aprendería que la vida no es más que un sueño seco, desabrido, arisco, en el que no hay loco que lo sueñe, aunque puede que no falten borrachos que igual lo cuenten. Aparte de eso, por alguna razón que no sabría explicar hay cosas de la vida que permanecen en la memoria y nos conducen por sus cavidades a determinadas personas.
 
Shakespeare, por ejemplo, me recuerda a mi abuelo porque él tenía siempre aquel trallazo de poesía, de sabiduría intuitiva, en la punta de la lengua y de tanto repetirlo acabó apropiándoselo –al menos en lo que a mí respecta.
 
Otras veces se encuentra uno escuchando Walk of life, de los Dire Straits, y le viene a la cabeza un amigo de hace años que se la sabía enterita y la cantaba de corrido con una pasión inimitable. Era capaz de apropiársela con tal fuerza que nadie intentaría quitársela, sería un crimen, quizá, ya saben, algo así como matar a un ruiseñor.
 
No sé, Balzac me recuerda a la profesora de literatura del instituto porque ella solía repetir que él decía algo que uno ha intentado poner en práctica muchas veces a lo largo de los años sin conseguirlo: Para ser elegante es necesario gozar del ocio sin haber pasado por el trabajo; o, quién sabe, quizá lo haya conseguido un poco. Digo, por supuesto, lo de gozar del ocio sin haber pasado por el trabajo, no lo de ser elegante, que me interesa más bien poco, aunque, como se sabe de sobra, hay casi tantas clases de elegancia como personas sobre la corteza gastada del mundo. Sorprende, de todas maneras, que pudiera decir eso aquel gordo con batín que era adicto al trabajo, al café y a hurgar con un bisturí entre las manos en los rincones del alma humana.
 
 Emmanuelle me recuerda mi propia intimidad recogida y temerosa y la soledad de un salón alguna madrugada de hace millones de años, cuando los gestos impacientes del sexo empezaban a sorprender.
El olor del caldo de berzas me recuerda a mi madre y a una mesa muy grande en una cocina de pueblo a la hora de la comida algún invierno intempestivo y puede que también lluvioso.
 
Los pétalos de las rosas a una novela de Laura Esquivel que habla de todas estas cosas, de los olores, los sabores, la cocina, los recuerdos, el realismo mágico y una historia de amor arrebatada.
La canciones de Ilegales a sucias madrugadas teñidas de alcohol y falta de afecto y besos circunstanciales y te quieros que perdían el efecto –y ese afecto que quizá no faltara todo el tiempo- a la mañana siguiente.
Sorprendente, de Leño, al fracaso y marginalidad en los que uno se ha venido instalando con toda la fuerza de su voluntad o con la dejadez voluptuosa de su hedonismo, cualquiera sabe.
 
El rumor del agua fresca del río donde me zambullía en la infancia me recuerda el amor y la muchacha que lo trajo y no ha vuelto aún para llevárselo. El amor, el amor, aquel amor. El primer amor, que es como todo el amor del mundo porque le hincha a uno el corazón y la realidad se encoge a su paso. El amor y la quietud sofocante de aquellos mediodías de agosto capaces de enseñar un lenguaje nuevo, un lenguaje que venía de lo más claro de la canícula y se pronunciaba como el canto de los grillos. Un lenguaje hermoso como los reflejos del agua cristalina y apacible como un campo cubierto de amapolas. Un lenguaje que traducían con una limpieza apenas perceptible, con una claridad de otro mundo, los ojos castaños de aquella muchacha morena.
 
Podría seguir, pasarme la vida, como Amado Nervo, hilando la hebra de oro de mi ensueño en la rueca de mi melancolía, pero no merece la pena porque uno se da cuenta, con la ayuda de Javier Almuzara, de que la nostalgia ayuda a vivir y a la vez anuncia que la vida forma ya parte del pasado. Y sobre todo no merece la pena porque ya existe Helena o el mar del verano, y si Julián Ayesta tuvo que conceder allí que todos los misterios son mucho más complicados de lo que uno se piensa, y, si se piensa bien, uno no sabe nada en absoluto, y sabe Dios cómo serán de verdad las cosas, no podrá ahora uno, por mucho que lo intente, desentrañar los secretos de ese lenguaje que aprendió mirando a los ojos de una muchacha que pasó fugaz, como un beso adolescente, como un trago de agua fresca.

 

Revolutionary Road: La pesadilla del sueño americano. Por José Havel. 27/02/2009

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Y la pareja protagonista de Titanic regresó… Dicho así, sin más, uno se teme lo peor: en su día aquel par de rapaces nos hizo llorar a muchos de lo lindo, no porque nos conmoviesen verdaderamente, sino porque daban verdadera pena en la no menos penosa película de James Cameron. Y eso que ésta tenía final feliz: el insoportable personaje de Leonardo DiCaprio moría en las aguas congeladas del océano.

Pero esta vez no hay motivo para ponerse a temblar. Leo y Kate Winslet han retornado de la mano de Revolutionary Road, película muy notable. Excelentes ambos, sobre todo ella, dan vida al matrimonio Wheeler. Frank y April son una pareja norteamericana de mediados de los años 50 que, en teoría, lo tiene todo para ser feliz en su casa de Revolutionary Road, coqueto barrio periférico de Connecticut. No obstante, aun a riesgo de destruir su equilibrio, los Wheeler tratan de romper con una rutina cotidiana, hecha de convenciones sociales conformistas, a la que no desean sucumbir. Ellos, tan monos e idealistas, que se creían especiales, seres aparte del común de los mortales, se parecen cada vez más a todo aquello que no querían ser: personas anodinas, frustradas, infelices, aprisionadas en una jaula existencial llamada desilusión.
Winslet y DiCaprio, decía, reunidos de nuevo. Si bien en un melodrama poderoso al que aportan toda su fuerza vital. Densos, febriles, apasionados como nunca, como pocas veces entregados a una impetuosidad que hace saltar por los aires el modelo americano, un sueño transformado en pesadilla. Y es que es Sam Mendes quien lleva las riendas de este filme, probablemente el mejor de entre los suyos. Una década después de su debut cinematográfico tras la cámara, el realizador británico echa mano de la novela homónima de Richard Yates, hoy un autor casi en el olvido aunque fuera negro de Robert Kennedy, especializado en esa erosión de los afectos que aboca a la soledad.
También aficionado a filmar lentas derivas afligidas, parecidas pasiones entumecidas sobre tierras movedizas, Mendes acude a él para componer otro impresionante fresco sobre la vida en pareja. Un fresco igual de ácido que American Beauty (1999), y no menos sombrío que Camino a la perdición (2002), de una elegancia tan precisa –aunque quizá demasiado elaborada en su refinamiento— como sensible a los acentos melancólicos. Escenas de un matrimonio con valor de disección (¿autopsia?) panorámica de toda una sociedad y forma de vida.
 
 
REVOLUTIONARY ROAD. EE UUy Reino Unido, 2008. Dirección: Sam Mendes. Guión: Justin Haythe, basándose en la novela Vía Revolucionaria, de Richard Yates. Fotografía: Roger Deakins. Música: Thomas Newman. Montaje: Tariq Anwar. Intérpretes: Leonardo DiCaprio (Frank Wheeler), Kate Winslet (April Wheeler), Michael Shannon (John Givings), Kathryn Hahn (Milly Campbell), David Harbour (Shep Campbell), Kathy Bates (Helen Givings)… Duración: 121 minutos.