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Freaky Rider: Mammuth (2010), de Benoît Delépine y Gustave de Kervern. Por José Havel (13/09/2011).

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Mammuth es un filme digno del universo de Groland, ese país imaginario de Canal+ Francia que tiene una frontera común con todas las naciones del mundo, a través del cual se parodia la actualidad francesa e internacional. Sus realizadores, Benoît Delépine y Gustave Kervern, artífices y actores de Groland, hacen participar a su cuarto largometraje del socialmente contestatario humor trash, con gags y reflexiones de arisca causticidad, de las célebres emisiones grolandesas. Una película, Mammuth, rodada, además, en continuidad con la filmografía de sus autores. De Aaltra (2004) y Avida (2006) retoma la condición de road movie; con respecto a Louis-Michel (2008), utiliza el esquema inverso del argumento de aquélla, que partía de un elemento dramático para virar hacia la comedia: un grupo de obreros despedidos indignamente forma una cooperativa a fin de contratar un asesino a sueldo que se deshaga de su indecente patrón.

Mammuth versa asimismo sobre trabajadores y, a semejanza de sus antecesoras, es otro OVNI cinematográfico: un Objeto Visionable No Identificable, por indefinible. En su caso, el relato de la odisea de Serge Pilardosse (Gérard Depardieu, inconmensurable).Recién jubilado, vive con su mujer Catherine (Yolande Moreau), cajera de supermercado, «a dos dedos de pasar de la homeopatía a los tranquilizantes». Apodado Mammuth a causa de su moto alemana Münch Mammuth de los años 70, que no había vuelto a tocar desde entonces, asociada como está al fantasma de su primer gran amor de juventud (Isabelle Adjani) perdido en un accidente, Serge debe partir en largo viaje, a sus sesenta años, recorriendo todos los empleos que tuvo en el pasado. Sólo cobrará su retiro si logra recabar toda la documentación —nóminas y demás— que todos y cada uno de sus antiguos jefes olvidaron presentar.

Pero poco a poco esos documentos pierden importancia. A lo largo de su aventura el protagonista se confronta con su pasado. La obligada errancia entraña la búsqueda de unas respuestas que sólo pueden hallarse mirando hacia adelante, incluso a una edad en la que, aparentemente, es tarde ya para reconstruirse a sí mismo.

Cámara en mano, fotografía naturalista en granulado soporte a lo 8 mm, intención social diáfana (disolución de la cultura obrera y su orgullo de clase — una clase trabajadora hoy descabezada y sin voz—, deshumanizadora tecnificación del mundo), el cuarto largometraje de Delépine y Kervern es una road movie de base realista que destila una lírica trash de gran sensibilidad, tierna y cómica, con acentos propios del surrealismo (la galería de personajes resulta en verdad pintoresca), en torno a la Francia de las gentes humildes —los invisibles de la sociedad— que se las arreglan como pueden dentro una existencia opaca. El espectador ríe con tan patafísico espectáculo, si bien inquieto.

Conmovedor en su papel, Gérard Depardieu, probablemente el mejor actor del mundo a fecha de hoy, inmenso en todos los sentidos, no tiene reparos a la hora de mostrar su obelixiana gordura en aras de la humanidad de su personaje, melancólico y frágil gigante baqueteado por la vida, que compone con impresionante justeza de tono.

Jorge Ordaz:”Como en la vida misma”. Por Javier Lasheras y José Havel. 7/09/2011

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Jorge Ordaz
Jorge Ordaz:
‘Como en la vida misma’
 
 
 

Autor de esa exquisitez titulada Confesiones de un bibliófago —libro goloso para cualquier bibliófilo—, finalista del Premio Herralde y del Nadal, confeso conradiano y autor, entre más de una docena libros, de una de las mejores bitácoras españolas, —http://jorgeordaz.blogspot.com/— Jorge Ordaz (Barcelona, 1946), acaba de publicar El fuego y las cenizas. Nos encontramos en la cafetería de la Facultad de Geología de la Universidad de Oviedo, en donde es profesor. La mañana es luminosa. Los alumnos pululan desparramados o desopilantes. Todavía huelen a crema solar. Ordaz, informal y veraniego, sonríe. Este verano, confiesa, ha desconectado y se muestra con ganas de conversar. Aunque el tiempo que nos concede es limitado. Bolonia no espera y el próximo 14 de septiembre presenta la novela en el Foro Abierto de la Librería Cervantes. En Oviedo.

¿Qué tiene Filipinas que a usted le atrae tanto?

Es un país que narrativamente ha sido poco tratado en la literatura española, a pesar de que durante más de cuatro siglos estuvo bajo el dominio español, y que por geografía e historia considero un terreno propicio para la imaginación novelesca.
 
Este territorio ya ha sido abordado por usted en otras ocasiones, como en La Perla del Oriente. Sin embargo, no son los mismos tiempos…
En La perla del Oriente y en Perdido edén, mis dos novelas “filipinas” anteriores, la acción se desarrollaba en el siglo XIX, durante la época colonial española. El fuego y las cenizas está ambientada en Manila, pero en el siglo XX, durante la II Guerra Mundial.   
 
Por qué este título, El fuego y las cenizas
Vale como metáfora de la guerra y sus consecuencias.
 
Es una novela por la que circulan muchos personajes. ¿Cuándo escribía se encontró con dificultades a la hora de relacionarlos?
Es sin duda una novela “coral”. Hay media docena de personajes con categoría de “protagonistas” y bastantes “secundarios”. Al principio partí de una docena de personajes. Luego, a medida que iba avanzando en la escritura, y en función de la trama, fui incorporando otros personajes.  
 
 
‘Filipinas es un terreno propicio
para la imaginación novelesca"
 
Utiliza varios registros narrativos, como el diario o el teatro. No cree que pueda resultar un riesgo excesivo para los lectores.
Siempre hay riesgo. De hecho no hay literatura sin riesgo. Creo que los diferentes registros narrativos enriquecen la narración. Pero el que tiene la última palabra es el lector.
 
En ocasiones hace uso de descripciones muy técnicas y en otras se sirve de textos de otros autores para describir algún paraje. ¿Cree que esto puede distraer la atención de la lectura de su novela?
Espero que no. Como en el caso anterior, creo que los distintos recursos narrativos hacen más polivalente la narración, y no tienen por qué distraer al lector.
 
Por favor, dígame qué son las bibincas.
Son unos pastelillos típicos de Filipinas.
 
"Entiendo que no es labor del novelista
juzgar a sus personajes."
 
Qué es una policía constabularia.
Un cuerpo policial creado a principios del siglo XX por los americanos, que en cierto modo venía a sustituir a la antigua guardia civil.  
 
A qué huele el ácido pícrico
Francamente no lo sé, pero tratándose de un explosivo imagino que su olor no es nada agradable.
 
El libro contiene escenas de alto poder erótico y sexual. Pensé que estos tiempos y la corrección literaria había desechado estas opciones por otras de caudal más cursi o rimbombantes…
Cierto. He procurado que las escenas de carácter sexual estén tratadas de forma muy escueta, sin retórica. Me cargan bastante las descripciones eróticas al uso.
 
No existe ninguna intención de narración poética. Sin embargo, sí existen menciones varias y varios autores hispanofilipinos…
Sí, especialmente, al comienzo de los capítulos. La mayoría de citas son de escritores filipinos de los siglos XIX y XX que escribieron en castellano. La literatura filipina en castellano es la gran desconocida, para los españoles y para los propios filipinos. Es una literatura “fantasma”, que existe pero no se lee. 
 
Hay instantes de dureza que resultan repugnantes, como en el momento del tormento del agua que sufre Ximénez o en la violación de Gloria. Le felicito por la eficacia.
Gracias. Al igual que en las escenas eróticas, en las de violencia he perseguido también un cierto laconismo.
 
Se percibe bien los abismos del alma humana. Lo digo por el capitán Rummy Cumplido y su recuerdo de la infancia, por los intereses de Correa, Giménez y Santacreu, por la resignación de Gloria o por la “dignidad” del coronel Yamaguchi, entre tantas otras actitudes y personajes.
En las situaciones
extremas, y las guerras lo son, suele salir lo mejor y lo peor de las personas; y así les ocurre a los protagonistas de la novela. Y claro, hay de todo, desde la dignidad a la infamia pasando por la lealtad y la traición.
 
Me cargan bastante
las descripciones eróticas al uso.
 
José Alfonso Ximénez de Gardoqui es un personaje redondo. ¿Cómo definiría su personalidad?
Entre otras cosas como un tipo ambiguo, oportunista y sin escrúpulos. Un superviviente, al fin y al cabo.
 
Todos los personajes están tratados con un tacto exquisito. El narrador no condena ni salva a ninguno. Es como si hubiesen llegado con el azar y se marchasen con el destino.
Entiendo que no es labor del novelista juzgar a sus personajes. El escritor de ficción expone unos hechos, pero no debiera dictar sentencia. En cualquier caso es el lector quien extrae sus propias conclusiones. Como muy bien dice, los personajes llegan con el azar y se marchan con le destino. Como en la vida misma. 

Réquiem por una biblioteca, por José Luis Piquero. 1/09/2011

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 RÉQUIEM POR UNA BIBLIOTECA
 
            He regalado mi biblioteca. Se parece mucho a sacrificar a tu mascota cuando ha enfermado gravemente. Duele infinito pero no puedes hacer otra cosa. Mi biblioteca estaba gravemente enferma y tuve que sacrificarla.
            La biblioteca de uno constituye su biografía de lector, que a veces puede rastrearse hasta la infancia. En la mía aún figuraban muchos libros que me regalaron siendo niño. Después los libros que yo mismo empecé a comprar, los que otros amigos escritores me enviaban, los que llegaron por los puros azares de la vida literaria, los que robé (que levante la mano el que nunca haya robado un libro). Y aunque también he leído mucho en bibliotecas públicas y en libros prestados que luego volvían a sus dueños, todo lo que ha constituído básicamente mi formación lectora estaba en esas páginas, miles de páginas, millones de páginas, que constituían mi biblioteca, que acabo de regalar y que ahora, dispersa, es de otros.
Una biblioteca propia es como un reino privado. Uno la ordena primorosamente, aquí la poesía, aquí el ensayo, aquí los mastodónticos catálogos de arte. En tardes ociosas, recorremos con la vista los lomos multicolores, tratando de averiguar qué nos pide el cuerpo en ese momento, qué vamos a releer, si ya será hora de atacar tal novela que nos habíamos reservado para más adelante. Los cambiamos de sitio; ahora por orden alfabético, ahora como Dios nos da a entender. Y sentimos el orgullo del pequeño propietario, como quien posee una finca, un coche potente, lo último en ordenadores. Sólo que esos miles de libros son mucho más que meros objetos funcionales. Son la historia de tu espíritu, los pasos de tu educación, las vivencias en las que se ha formado tu caracter y hasta tu forma de escribir. Un mundo de imaginación y de sueños.
Entre sus páginas aparecen fotos viejas, cartas ya con la letra desvaída, marcalibros de todo tipo, billetes de autobuses y aviones, entradas de cine. A veces encontramos frases subrayadas que una vez nos dijeron mucho y a lo mejor hoy no nos dicen nada, piquitos doblados que llaman la atención sobre algún pasaje especialmente significativo. Y es que el lector deja en sus libros señales y recuerdos, se apropia de ellos de un modo que va más allá de la posesión física, los convierte en un relato fragmentario de su propia vida: aquel viaje, aquella película, aquel amigo. La biblioteca retrata a su dueño, cuenta su historia. “Extensiones de la memoria”, llamó Borges a los libros.
            Cuando puse en alquiler mi piso de Oviedo, tuve que empaquetar mis libros en cajas de cartón y depositarlos en un sótano sombrío, en la casa que había sido de mis abuelos. La humedad empezó desde el principio a hacer estragos y cuando, a los dos años, abrí algunas cajas para ver cómo estaban, me di cuenta de que todo aquello se iba a estropear. Los libros ya olían a moho. ¿Qué hacer? En mi casa del sur no tenía sitio y, aunque lo tuviera, ¿cómo llevarme todas aquellas cajas repletas?
            Cargué tres en el coche. Luego busqué dos maletas grandes y las llené hasta los topes. Era el límite de lo que podía rescatar. Escoger era una tortura. ¿Por qué La familia de León Roch y no Lo prohibido? ¿Me gustó más este libro de Marzal que aquel de Vilas? ¿Me llevo los dos? Hombre, Lovecraft, si lo tengo casi todo… Ah, este me lo regaló Juan, está dedicado… Aquel me pareció muy malo: fuera… Y esa antología… Pero son dos tomos gordos, no puede ser…
            Finalmente me resigné a las tres cajas, las dos maletas y algunas bolsas. El resto había que dejarlo. Llamé a amigos, acudieron. Algunos se lanzaban sobre las cajas con verdadera voracidad, con legítima codicia que yo comprendía mejor que nadie. Se anunciaban unos a otros con gozosas exclamaciones, como alegres invitados a una bacanal, las cosas que iban descubriendo. Yo me mordía los labios, reprimiendo mi afán de rescatar más títulos. Varios maleteros de coches fueron convenientemente llenados. Los restos de la batalla se los llevó un librero de viejo. Adiós. Buena suerte.
            Me queda el consuelo de que mis libros tendrán ahora una nueva vida. Los comprarán lectores que los apreciarán como se debe. Los que se quedaron mis amigos van a las mejores manos: los han adoptado padres amorosos que sufren esa misma enfermedad maravillosa que yo sufro y que no es enfermedad sino fértil chifladura: imaginar historias, concebir otras vidas, fantasear sin tasa, reir y llorar con las palabras.
            Y, naturalmente, tengo otra biblioteca: la que voy construyendo en el sur. En ella no está toda mi historia pero está mi historia. Un lector, allá donde le lleve la vida empieza otra vez a juntar libros, a levantar una nueva biblioteca propia, pequeña o grande. Somos como abejas que no podemos parar de producir miel.
Hermosa compulsión, reino de abundancia, La Biblioteca.
 
José Luis Piquero es escritor.
 

El Palácio da Brejoeira, una joya del Minho. Por Ángel García Prieto (01/09/2011).

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El palacio de Brejoeira es como una aparición apoteósica: magnífica, elegante y bellísima, rodeada de jardines de arbolado frondoso, con varias fuentes y muchas flores. Es una construcción neoclásica de principios del s. XIX, dentro de un parque de estilo inglés que acoge la solemne entrada de carruajes, tras su cancela noble de sillares de granito y altas rejas, que cierra el muro de la quinta de treinta hectáreas, con bosque y viñedos de albariño.

La construyó un rico Hidalgo de la Casa Real y Caballero de la Orden de Cristo, llamado Luis Pereira Velho de Moscoso, con el proyecto del arquitecto Carlos Amarante. Tras unos años en que la ruina de la familia deja deteriorar el edificio, su segundo dueño, un empresario muy rico de Porto, el Conselheiro Pedro María Fonseca de Araujo, encarga al famoso arquitecto Ventura Terra el arreglo y la ampliación del palacio. Es entonces dotado de ricos salones, incluido el del trono, jardín de invierno, teatro, capilla, amplias escalinatas, muebles lujosos, artesonados y pinturas, esculturas y escogidas tapicerías, lozas, arañas y otros objetos de ornamentación.

En el momento actual la propiedad ha pasado a una tercera familia, que habita parte del palacio y que dirige una fundación cultural para el uso y la programación de actividades en la quinta, a la vez que explota los viñedos con la producción de ricos vinos y aguardientes de albariño, en bodegas vecinas al palacio.

Si “brejo” es en portugués “zarzal, matorral, gándara”, esta etimología de la denominación “brejoeira” del palacio hace pensar cuánto tiempo, trabajo, esfuerzo, cultura, detalle y buen gusto han acabado por convertir el terreno inculto en un vergel y una maravilla artística, que además se mantiene y se abre a todo el que desee conocerlo y vivirlo.

La quinta y el palacio están, junto a la carretera que va hacia Arcos de Valdevez, a cuatro pasos de Monçao, una villa de la ribera portuguesa del Minho, que tiene unos tres mil habitantes. Monçao posee un balneario de aguas termales, muralla medieval y baluartes sobre el río; además de una bella plaza típicamente portuguesa, con jardines cuidados, casas de dos plantas con granito, azulejos, ventanas y enrejados artísticos, iglesia de la Misericordia y pacífica gente que le da vida en el ajetreo cotidiano de esta población que es la cabecera de la comarca, enriquecida por el comercio de los vinos albariños.

En Monçao se hizo famosa la gesta que protagonizó una heroína, llamada Deu-la-Deu Martins, la esposa del capitán de la plaza fuerte, cuando en las Guerras Fernandinas del s. XIV tomó la decisión de engañar al enemigo sobre la situación del aprovisionamiento de la ciudad, tirando por la muralla el poco pan que les quedaba y confundiendo a las tropas castellanas, que levantaron el asedio.

Una carretera secundaria y plácida, bordea casi de continuo el ya caudaloso Miño/Minho, entre vides y arboledas. Nace en São Gregorio, en la frontera con España, para pasar por Melgaço, Monçao, Valença do Minho, Vila Nova de Cerveira y Caminha. Una maravilla. 

Presentación de El fuego y las cenizas, de Jorge Ordaz.

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 Miércoles 14 de Septiembre

Presentación del libro  El fuego y las cenizas

de Jorge Ordaz.

19:30 h en el Foro Abierto de la Librería Cervantes.
Editado por Pez de Plata

1941. Tras el bombardeo de Pearl Harbor, las tropas japonesas desembarcan en Filipinas ocupando la ciudad de Manila. Durante la Segunda Guerra Mundial la capital se convertirá en el campo de batalla que enfrentará a los americanos con el imperio nipón y que culminará, en 1945, con el fin de la ocupación japonesa. Pero no a cualquier precio. Miles de muertos de ambos bandos, una ciudad devastada por el fuego de los bombardeos y la sangrienta masacre civil dan testimonio de la
implacable brutalidad de la guerra.

El nacimiento de una noción: The lonedale operator, de David Wark Griffith. Por Tanja Pérez Hunte (26/08/2011).

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En 1911, hace ya cien años, David Wark Griffith (1875-1948), el padre de la narratividad cinematográfica moderna —institucionalizada luego por el modelo narrativo del cine clásico—, realizó The lonedale operator (Salvada por el telégrafo). Rodado en la californiana localidad de Inglewood, con guión de Mack Sennet, este western de 17 minutos, pertenece, pues, al período en que su autor trabajó para la Biograph entre 1908 y 1912.

Importante para la historia del cine tanto por su capacidad para crear efectos fílmicos nuevos como por saber resumir y compilar todos los hallazgos expresivos de sus antecesores (especialmente Edwin S. Porter), otorgándoles valor e intención dramáticos, Griffith comienza a descubrir un nuevo lenguaje cinematográfico que, hasta entonces, sólo había sido tímidamente esbozado en las obras de algunos creadores.

Durante los años de la Biograph experimenta diversas técnicas de planificación que tiempo después serán de uso cotidiano en el cine, empezando por el primer plano y el montaje alternado (After many years, 1908), el montaje alternado orientado hacia el rescate en el último minuto (The fatal hour, 1908), el plano medio (Balked at the altar, 1908), o la solución de hacer y entrar salir a los personajes longitudinalmente con respecto a la cámara y no lateralmente al modo teatral (A corner in wheat, 1909).

David W. Griffith aprovecha y depura todo ello en The Lonedale Operator, de la que se conserva una copia en el Museum of Modern Art de Nueva York, donde también trabaja con las acciones paralelas, el montaje de aceleración progresiva, el desplazamiento de la perspectiva de la cámara dentro de una misma escena, la organización del filme en secuencias y no en escenarios ni cuadros, la fragmentación de la secuencia en planos de diferente escala y valor (sobremanera planos americanos y planos de detalle), introduciendo asimismo el inicio de varias escenas sobre personajes ya en acción, al margen del patrón de las entradas del teatro.

Después, perfeccionaría además la iluminación dramática y contrastada (Edgar Allan Poe, 1909) o el uso del gran plano general (Ramona, 1910), en el camino hacia El nacimiento de una nación (1915), Intolerancia (1916) y Lirios rotos (1919), tres síntesis geniales —y trascendentales— del estilo fílmico que había estado conformando en su etapa de la Biograph; o lo que es lo mismo, la formulación de una gramática cinematográfica radicalmente nueva, revolución expresiva mediante la cual se rebasaría el gozne híbrido del cine-teatro. 

Sentido y Referencia en las obras literarias. Por Violeta Varela Álvarez (26/08/2011).

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A menudo, las obviedades se convierten en algo que, con el tiempo, llega a pasar inadvertido exigiendo de nuevo ponerse en relieve. Algo obvio, por ejemplo, podría ser el afirmar que los textos que poseen la misma referencia, no tienen por qué tener el mismo sentido, y es el sentido el que determina gran parte del significado de una obra literaria, aquella que en su uso del lenguaje posee esas maravillosas ambigüedades del lenguaje natural que la jerga científica, y filosófica, pretenden desterrar para siempre de sus campos. Si hay algo que caracteriza a la literatura no es la ficción, qué sería de la poesía, ni una determinada estética, sino la búsqueda de un lenguaje lleno de sentidos, de un lenguaje que huye de referencias manidas, como en el caso de las vanguardias, o de referencias simples, como en el caso de los lenguajes que pretenden, por motivos de rigor y exactitud, delimitar al máximo los significados y evitar al máximo las ambivalencias y los malentendidos. Tanto la tragedia griega como la filosofía clásica tenían una clara intención de reflexión política, pero en el caso de filosofía, la claridad conceptual que se buscaba chocaba con la expresión literaria de las mismas ideas y conflictos. La literatura sacrifica la claridad conceptual en aras de la encarnación de las ideas. Lo que para unos es un concepto, para los literatos es una peripecia en la vida de un personaje o un sentimiento experimentado por el propio autor. A riesgo de perder en claridad conceptual, la literatura gana en cercanía a la vida más plena, a esa vida en que rara vez, salvo en contextos científicos o meramente reflexivos, podemos aislar las Ideas de los sentimientos o de las situaciones existenciales que atravesamos.

¿Por qué traigo a colación esta cuestión?, porque es absolutamente fundamental a la hora de hablar de la interpretación literaria, sobre todo a la hora de hablar de la tan cacareada intertextualidad y de las cuestiones de tradición clásica. Los intérpretes de la literatura han llegado a olvidar que dos textos pueden tener absolutamente la misma referencia (la intertextualidad debe restringirse a una cuestión de referencia, ya que, en el nivel de la enunciación, conviene no confundir esta labor con la del copiar y pegar, algo que han perdido de vista en los círculos literarios más actuales y posmodernos) y, sin embargo, poseer dos sentidos absolutamente opuestos e incompatibles.

Esto es algo que se ve con especial notoriedad en los clásicos griegos donde se pueden encontrar multitud de textos cuya referencia es, por citar un ejemplo, la crítica al politeísmo, sin que tengan nada que ver unos con otros en cuanto al sentido de esa crítica. Fue la pérdida del sentido de los textos lo que redujo la literatura clásica a un repertorio de citas y de mitos más o menos hermosos. La pérdida del sentido es la muerte de una obra literaria, es su reducción a un mero aparato crítico, útil pero estéril.

La pérdida del sentido en las obras literarias tiene mucho que ver también con un “no ver más allá de las narices” en los textos y con una interpretación doxográfica, antes que sistemática, de la literatura. Supone aislar a la literatura de la realidad político-social en la que surgió. Es en el sentido de una obra literaria, en el sentido de su utilización de la tradición, donde encontramos las lecturas más valiosas, porque el sentido es algo eminentemente pragmático, y la praxis requiere tener en cuenta muchas realidades aparte de las meramente textuales.

Veámoslo con un ejemplo tomado de uno de nuestros clásicos más universales: Don Quijote de la Mancha. Existe en esta obra una referencia obvia y explícita al mito clásico de la Edad de Oro. Este Mito encontró una de sus formulaciones más perfectas en la obra de Hesíodo. Con el uso de este Mito estamos ante una de las cuestiones claves en la interpretación de la obra cervantina, ya que en ella se nos recalca constantemente que don Quijote es un loco con lúcidos intervalos, entre los que se cuentan sus discursos. Quienes afirman esta tesis, la de los discursos quijotescos como períodos de lucidez del personaje, están reduciendo la tradición clásica a una cuestión de referencia: un hombre loco, pero muy culto, que de vez en cuando deja de hacer locuras para enunciar un discurso de reminiscencias clásicas que supone un lúcido aprovechamiento de la tradición literaria, un residuo de la razón que el personaje está perdiendo.

Ahora bien, es completamente ilegítimo, a mi juicio, reducir la mitología clásica a una referencia bella, pero carente de sentido y, en consecuencia, de significación. El discurso de la Edad de Oro, en Hesíodo, no era otra cosa que un artificio que servía a la crítica de la mentalidad heroica y a la afirmación de una nueva ideología: la reivindicación del trabajo como nueva forma de religiosidad y de justicia. En la decadencia de las costumbres aristocráticas (recuérdese que Hesíodo añade una Edad heroica que en el uso ovidiano del Mito desaparece), el trabajador laborioso y piadoso adquiere ahora el protagonismo. Hesíodo usó el Mito de las Edades para poder así atestiguar la clausura de la mentalidad homérica, introduciendo hábilmente a su predecesor en la descripción de la constante degeneración de las distintas épocas.

Cervantes recurre al discurso de la Edad de Oro en un contexto histórico muy determinado: en una época en que la mitología se había convertido en un ejercicio acrítico de erudición superficial (sin sentido), algo que Cervantes critica en el prólogo de la primera parte (lo que nos indica, sin lugar a dudas, que era consciente de este problema y de este uso fraudulento de la literatura clásica). Sólo en una época así, podría pensarse que este discurso es el propio de una persona lúcida o el intervalo cuerdo de quien se ve inmerso en un proceso de locura.

Cervantes, y don Quijote, usan la mitología con un sentido determinado, y este sentido es el que es incapaz de reconocerse por una crítica que hacía mucho que se lo había negado a los mitos. El sentido con que don Quijote usa este discurso no es otro que el de justificar su propio modus vivendi, y no es el modus vivendi de un loco, sino el de un hombre entrado en años harto de cumplir con las normas sociales que imperan en su época y que decide empezar a saltárselas usando como ex
cusa una inexistente locura. El sentido que otorga Cervantes al uso de este Mito es demostrar cómo nuestra incapacidad para entender el sentido de las obras literarias nos hace creernos que ir por ahí recitando discursos como éste es un ejemplo de lucidez. Don Quijote se levanta violentamente contra una época, pero lo hace para su propia diversión y disfrute, desde un egoísmo que su estamento le hace poder permitirse. Dicho de otra manera, don Quijote se ríe de todos con sus discursos, y Cervantes se ríe de aquéllos que se los toman tan en serio que los consideran un ejemplo de racionalidad, sin darse cuenta de que el patrón más común en el comportamiento de don Quijote es el de actuar como un jeta, disculpen mi franqueza, y no como un loco.

¿Y por qué los intérpretes pueden considerar la recitación de tales discursos como un ejemplo de lucidez? Porque en época de Cervantes seguía vigente esa tradición tan helenística y tardo-romana de considerar la mitología griega como un compendio de hermosos cuentos que agotaban su sentido en su propia formulación. Citarlos supone lucidez porque nadie se imagina que esos relatos puedan tener algún sentido más que el de demostrar que has leído a los clásicos. A nadie le extrañaría el uso retórico de los mitos, de ahí que todos acaben cayendo en la afirmación del loco con lúcidos intervalos. Pero cualquiera que conozca de veras la tradición clásica, no sólo referencial y superficialmente, y creo que Cervantes la conocía en su sentido y no solamente en sus referencias, sabrá que los mitos no eran otra cosa que política y filosofía, que se trataba de historias orientadas ideal e ideológicamente, según los autores y las versiones. Se trataba de relatos que justificaban una época o que la trataban problemáticamente. Como justificación de su vida usó el mito Hesíodo, de la misma manera que como justificación de su juego lo usará don Quijote. Y Cervantes lo usará de tal forma que delatará nuestra pérdida de la noción de sentido en las obras literarias. Esa pérdida de sentido es con la que él contó para que a todo el mundo le pasase desapercibido que su obra poseía una significación profunda, no evidente, de crítica a una nobleza venida a menos, decadente y corrupta, a la que sólo le interesaba jugar, seducir a campesinas y abandonarlas o burlarse y aprovecharse de todo el que se pusiera por delante.

Los discursos de don Quijote no constituyen períodos de lucidez, sino la justificación cínica de un juego, el juego que tan bien identificó Torrente Ballester en la obra cervantina. Sólo quien concibe la literatura como algo carente de significado y valor, aparte del puramente estético, puede afirmar, en un contexto de esteticismo pedante y estéril, como lúcido el uso de la mitología clásica por parte de don Quijote.

Insisto, si aceptamos que los mitos clásicos y las obras literarias, además de meros referentes estéticos y literarios poseen un sentido, se vuelve absolutamente fundamental y obligatorio el preguntarnos por el sentido del Mito de la Edad de Oro en la obra cervantina. Si don Quijote hablara realmente en serio de este mito, si su sentido fuera justificar su labor caballeresca en un mundo en decadencia que se ha alejado ya muchísimo de los ideales originarios, entonces, evidentemente, estaríamos ante un loco sin lúcidos intervalos, sin más, ya que el uso del Mito como relator de una historia real no era algo que fácilmente pudieran tragar ya ni siquiera los griegos, que no dudaron en verlo y utilizarlo como un arma de discusión y de expresión de ideales políticos. Si, por el contrario, y en consonancia con el resto de la obra, vemos en El Quijote un juego cínico por parte de su protagonista, parecerá lo más adecuado pensar que este discurso, así como el de las Armas y las Letras, no son más que artificios lúdicos que Alonso Quijano elabora para sustentar teóricamente su juego quijotesco, en pocas palabras, sendas tomaduras de pelo en la época en que Alonso Quijano se movía.

Desde este punto de vista, no resultaría raro pensar que Cervantes sospechaba que la pedantería imperante invalidaría este tipo de interpretaciones. Visto así, el prólogo de la primera parte se carga de ironía, aún más, ya que él mismo parecería adelantarse a las interpretaciones superficiales que se harían de su obra. Sólo a un pedante que crea que la literatura clásica es un mero aparato de citas podía parecerle totalmente normal el citado discurso quijotesco, ¿por qué iba a significar algo si nadie cree ya que la mitología clásica significara nada? A la errada tesis del loco con lúcidos intervalos, se añadiría ahora una caracterización muy culta del personaje, pero igualmente errada: sería un loco, muy erudito, con lúcidos intervalos. Cervantes contaba, por así decirlo, con esa pedantería tan arraigada en su época que gustaba de citar a los griegos y latinos como lugares comunes y obligados de quien pretendiese ser brillante.

De la lectura atenta de El Quijote y de otras obras maestras cervantinas lo que realmente se desprende es que estamos ante un literato que comprendió y asimiló la literatura clásica, que no se limitó a citarla y a referenciarla, de ahí su prólogo a la primera parte y de ahí también su concepción de lo trágico en términos absolutamente políticos en la línea más clásica y genuina del género.

Ya es hora, pues, de reivindicar para la literatura el sentido que tantos esteticistas le niegan. Ya es hora, por fin, de concebirla como un poderoso vehículo de expresión de Ideas, algunas de ellas muy valiosas, que no puede verse reducido a referencias textuales más o menos hermosas. Raro es el autor que no pretende expresar nada en sus obras, sea esto más o menos profundo, y hasta el más apolítico de los autores, el que más se evade, no deja de estar defendiendo una concepción del hombre y de la sociedad. Tal vez al autor no se le pueda exigir una militancia ni la expresión de unos ideales, como señalaba Goethe, pero más raro es aún que en sus obras no acabe cayendo en estas cuestiones, porque en la escritura, como en la vida, al final, es imposible ser neutral siempre. Afortunadamente, diría yo, porque he ahí el interés de los clásicos, que su sentido no deja nunca de actualizarse y es irreductible a una tradición de citas, referencias e intertextualidades varias mejor o peor entendidas. El prólogo a la primera par
te de Don Quijote de la Mancha supone toda una lección cervantina, a través de la característica ironía de su autor, que tan bien han señalado autores como Güntert o Zimic, de cómo no se debe leer a los clásicos latinos y griegos, una auténtica denuncia de la reducción de la literatura a una mera referencia que no posee sentido alguno. Cervantes sabía muy bien que la literatura poseía un sentido y, aunque la crítica lo reduzca a un mero ejercicio de erudición, él no dejó de otorgar un sentido a su aprovechamiento de la tradición clásica, un sentido que nos ayuda a descubrir algo tan fundamental como que las acciones y discursos de don Quijote bien pueden no ser los delirios o intervalos lúcidos de un loco, sino la práctica y teoría de un juego muy cínico en el que el principal engañado, Sancho, acabará transformando radicalmente, con su generosidad, al desencantado caballero.

 

A la sombra de los abedules, de Fulgencio Argüelles

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A la sombra de los abedules
Fulgencio Argüelles
Editorial Trea. 2011

Melendo, joven heredero del conde asturiano Numio, atraído por la sabiduría de los textos literarios y filosóficos del monje Flaino y por las enseñanzas del príncipe errante Magilo, tendrá que decidir entre Niria, hija de un alfarero y amor de su vida desde la niñez, y el inquietante magnetismo de Lena, hija del conde Gesabo, que es la opción deseada por su padre para unir ambas familias. En su lucha interior, las tensiones nobiliarias, la aún subyugante presencia de ritos precristianos y los embates de la naturaleza lo irán enfrentando a su madurez personal y dejarán un poso imborrable en su vida.

Novela de aprendizaje en la que los acontecimientos narrados ocurren en un tiempo de fusión y confusión entre las ancestrales creencias de los pueblos astures, las tímidas secuelas de la romanización y un cristianismo que se impone a base, no pocas veces, de transformar o hacer suyas las convicciones y costumbres antiguas. Debilidades y temores, dramas y tragedias, realidades y esperanzas, pestes y violencias. El amor y la muerte. Ceremonias paganas, supersticiones y prácticas mágicas. Son los tiempos oscuros a caballo entre los siglos IX y X, donde el mundo sobrenatural tiene un peso aún enorme, acechado por las nuevas corrientes filosóficas, religiosas y sociales que marcan la ortodoxia católica y el celo político de la corte del reino de Asturias, en tiempos del monarca Alfonso III el Magno, y donde la naturaleza, madre y madrastra, ofrece y quita la vida, es generosa a veces y, en ocasiones, implacablemente violenta.

 

Fulgencio Argüelles nació en una aldea de los montes de Asturias, en 1955. Después de una larga estancia en Madrid, donde estudió psicología, regresó a su tierra, Cenera, en la cuenca minera del Caudal, el lugar de su infancia y juventud, donde vive actualmente. Ha recibido varios premios por sus relatos en castellano y en asturiano. Con su primera novela, Letanías de lluvia (Alfaguara, 1993), obtuvo el Premio Azorín de 1992. Su segunda novela, Los clamores de la tierra (Alfaguara, 1996), narra los acontecimientos históricos del periodo del reinado de Ramiro I. Su tercera novela, Recuerdos de algún vivir (Nobel, 2000), mereció el Premio Principado de Asturias 2000, que concede la Fundación Dolores Medio. En el año 2003 le fue concedido el Premio Café Gijón de Novela por El palacio azul de los ingenieros belgas (Acantilado, 2003). Tiene publicados, además, dos libros de relatos: Del color de la nada (KRK, 1998) y Seronda (Academia de la Llingua Asturiana, 2004). Participó en el libro colectivo de relatos Cuentos de fútbol (Alfaguara, 1998). Actualmente colabora como articulista en el diario El Comercio.

 

Imagen y texto propiedad de la editorial TREA

El movimiento browniano, por Javier Lasheras. 21/08/2011

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El movimiento browniano.
 
 
La pérdida completa de las simpatías filipinas por España llegó de la mano de los norteamericanos y la liberación del archipiélago el 3 de septiembre de 1945. Pero antes, las actividades del servicio exterior de Falange se centraron desde 1936 en el auxilio social, el adoctrinamiento de los jóvenes, el desarrollo comercial y la exportación de acuerdo al nuevo statu quo de la ex metrópoli, así como en una frenética actividad cultural y propagandística. Y todo ello enmarcado en un conflicto que tenía, en aquel teatro de operaciones manilense, al panhispanismo y al panamericanismo como fuerzas enfrentadas. Grosso modo, y con la Segunda Guerra Mundial entre Japón y Estados Unidos como telón de fondo, los vivísimos personajes de la nueva novela de Jorge Ordaz (Barcelona, 1946) —El fuego y las cenizas, Editorial Pez de Plata— transitan por ella como esas motas de polvo que sólo vemos en un rayo de sol, moviéndose de forma errática, como si sólo respondieran a la incertidumbre del azar. Pero nuestro ojo, que es muy vago, puede resultar engañoso. Para sacarnos del error la narración de Ordaz apunta sin pestañear y dispara con exactitud para cazar y ofrecernos unos personajes de película inolvidable. Si fuese productor de cine, no lo dudaría. Si fuese guionista, tampoco. Interpretar al falangista español y agregado consular Alfonso Ximénez, a la hostess Gloria Calisig, el taxidermista Matsu, el espía Werner Hauptmann, el coronel Miura, el capitán Rummy Cumplido o a la free lance Kate Ferguson y tantos otros personajes colmaría las expectativas de actores sin prejuicios. El director de fotografía se volvería loco ante un reto tan hermoso.
Cuéntese además con la sutileza del autor a quien no se le ocurre merodear por camisas ajenas ni por las muy trilladas al género y si lo hace sólo es para homenajear —tal vez reivindicar— un esplendor inveterado. Para ello, Jorge Ordaz nos regala una cálida ambientación musical, el barullo y la excitación de los frontones de pelota y los reñidores de gallos, los susurros acodados en las barras de los bares, la vida tomada al vuelo en los reservados de los clubes, el lenguaje internacional del mundo de los negocios y la vida en el filo de la navaja del espionaje. Y también la maldad en toda su plenitud: ya sea desde la traición cobarde e interesada hasta la tortura más perversa o menos refinada.
Y hay más, claro, mucho más. Porque Ordaz atesora descripciones sugerentes, incluso aquellas más técnicas, deliciosas geografías de la contradicción del alma y del territorio en tanto que personaje añadido, puntos de vista narrativos variados y registros temporales y diálogos que deslizan los argumentos hasta encontrarnos con esos pequeños grandes detalles que terminan definitivamente por lanzar una novela de boca a oreja.  
Jorge Ordaz ha sabido construir una novela difícil de olvidar, de guerra y espionaje, dura y tierna, dramática y esperanzada, llena de sabiduría y perdedores, de sobrevivientes sin consuelo que, ya sin nada detrás ni nada por delante, parecen tararear sin convicción pero sin remedio aquella melodía de la orquesta Mantovani que decía The best thing of life are free. Por cierto, el libro viene adornado con unas ilustraciones deliciosas de Enrique Oria que ponen la guinda a esta cuidada edición de Pez de plata
 
Javier Lasheras es escritor

Eliseo Alberto ya no informará sobre sí mismo, por José María Ruilópez

ELISEO ALBERTO YA NO INFORMARÁ  SOBRE SÍ MISMO

 

 

 

El escritor cubano, Eliseo Alberto de Diego  García–Marruz, ha fallecido en Méjico el 31 de julio, después de un trasplante de riñón llevado a cabo el 18 de julio, que se complicó con problemas cardíacos.  Había nacido en  Arroyo Naranjo, La Habana, el 10 de septiembre de 1951. Pertenecía a una gran familia de creadores. Hijo del gran poeta Eliseo Diego, sobrino de  la poetisa Fina García Marruz, reciente Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, primo y hermano de artistas. Una familia tan abundante en personas, bondades y talento, que si se hubieran unido hubieran sido capaces de volcar cualquier sistema político con el uso exclusivo de la palabra.

     Eliseo Alberto escribió uno de los libros más lleno de cubanismo de la literatura de este País: “El informe contra mí mismo”. Un repaso profundo, íntimo y entrañable de todo lo cubano que estaba alojado en su cabeza. Desde la familia, los lugares, las costumbres, los amigos y los intelectuales.  La densidad de su contenido, prolijo en datos, citas, hechos, autores y obras, hace de este libro una pintura barroca y un poco dolorosa de la realidad cubana.  Un fresco pormenorizado de los rincones más queridos de La Habana en boca de un numerosísimo elenco de creadores de diversas disciplinas que elogian los sitios que más les gustan de la capital: La Rampa, el bar “Las Cañitas” del Hotel Habana  Libre, la calle Obispo,   la Embajada de España, el restaurante  La Roca, el soportal del  Hotel Inglaterra, la casa de Nancy, el Bar La Dichosa,  la calle 23 esquina  L. Muchos han coincidido conmigo en las preferencias.

     De este libro dijo él: “Es un libro a favor de lo que amo: mi familia, los amigos, la isla entera… A quemarropa. La razón dicta. La pasión ciega. Solo la emoción conmueve, porque la emoción es, a fin de cuentas, la única pasión”.

 

 

     Emplea en el libro un tono distante, de lejanía. Como deseoso de un regreso imposible  en su forzado auto destierro mejicano.  Una especie de elegía múltiple.  Apartado de una geografía que  era la suya. Donde había nacido,  donde se encontraban todas sus referencias  vitales, y de donde tuvo que irse  por diferencias  con el régimen político de su País. Como hicieran en su momento Guillermo  Cabrera Infante, Virgilio Piñera,  Reinaldo Arenas, Raúl Rivero, Zoé Valdés,  y tantos otros.  

 

    Eliseo Alberto  había ganado el Premio Alfaguara  con Caracol beach, y el Premio Nacional de la  Críticaen 1983 con La fogata roja.  Había  publicado también, Esther en alguna parte, 2005. El libro más  reciente, El retablo del conde eros, en 2008.  Le gustaba que lo llamaran por su seudónimo, Lichi, 

      Antes de ingresar para el trasplante escribió su artículo  para Milenio, revista mejicana en la que  Eso que llaman amor para vivir. En el que decía: El sábado pasado, a la noche, recibí una llamada telefónica de alarma y el domingo, en ayunas, un segundo y tercer timbrazo me advirtió que la hora había llegado, después de tres años de espera. Debía presentarme de urgencia en el Hospital General de México con todos los documentos en regla —más la totalidad de mis fantasías a la mano, pues soy de los tercos que aún creen que sólo la poesía explica los milagros. Una familia bondadosa había aceptado donar los órganos de un pariente en situación terminal, y yo era uno de los siete u ocho candidatos a recibir alguno de sus dos riñones”. Y terminaba el artículo  con un poema de Neruda: “Queda prohibido llorar sin aprender, / levantarte un día sin saber qué hacer, / tener miedo a tus recuerdos. / Queda prohibido no sonreír a los problemas, / no luchar por lo que quieres, / abandonarlo todo por miedo, / no convertir en realidad tus sueños. / Queda prohibido no demostrar tu amor. / Queda prohibido dejar a tus amigos. / Queda prohibido olvidar a toda la gente que te quiere.

José María Ruilópez es escritor