Geografías. Entrevista a Julio José Ordovás. Por Hilario J. Rodríguez. 11/03/2009

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Hay gente que escribe sobre lo que nunca ha escrito. Lo hizo Alejandro Rossi en Manual del distraído, Marcel Bénabou en Por qué no he escrito ninguno de mis libros y George Steiner en Los libros que nunca he escrito. Algo así es también lo que suele hacer Julio José Ordovás, cuya obra se expande en múltiples direcciones. Su dietario Días sin día (Xordica, 2004) o su recopilación de columnas periodísticas Papel usado (Eclipsados, 2007) demuestran que la mejor literatura a veces puede ser la híbrida, la que sólo se insinúa, la que nos prepara para lo inesperado, la que uno preferiría no escribir pero, sin embargo, escribe.
 
—Del mismo modo que el escritor tiende a especializarse (en poesía, narrativa o ensayo), hay lectores que caen en la misma trampa y sólo leen cosas concretas que les impiden hacer descubrimientos inauditos. W. H. Auden, en los años cuarenta, decía que lo mejor que se escribía en Estados Unidos eran las críticas de cine de James Agee.
No es una boutade aunque lo parezca. Seguramente uno de los mejores escritores españoles de ahora mismo es Andrés Ibáñez, pero no el Andrés Ibáñez de La sombra del pájaro lira sino el Andrés Ibáñez de los Comunicados de la tortuga celeste, no el narrador sino el columnista. Sin embargo, me niego a aceptar que la mejor prosa de hoy se escribe en los periódicos. La mejor prosa puede estar en cualquier parte, por eso es preciso estar abierto a todo.
 
—Tú cultivas muchos géneros, y ninguno te define.
Cuando es un género el que define a un escritor, y no al revés, mal asunto. Yo creo en aquella tesis de Walter Benjamin en la que insinuaba que toda literatura imprescindible funda su propio género.
 
—Entiendes el periodismo como una forma de diario, la poesía como un álbum de bocetos narrativos, la crítica como un paisaje formalista y el dietario como una crónica emocional.
Hace unas semanas leí un reportaje sobre unos tipos que visten de calle con pijamas. ¿Por qué no? Sin riesgo no hay emoción. Y sin emoción no hay literatura. De la misma forma que a ciertos libros los caracteriza su vigor, a ciertos autores los caracteriza su escasa pleitesía hacia los géneros predefinidos. Es preciso servirse de cuanto hay a nuestro alrededor, sin obedecer reglas ciegamente. Los escritores no somos esclavos, y si lo fuésemos tendríamos que parecernos a Espartaco.
 
—La novela se te resiste.
Espero que no por mucho tiempo. Si con algo sueño es con ser un escritor de novelas del Oeste. No como Cormac McCarthy sino como José Mallorquí. Más que la literatura artística, me interesa el arte de escribir. La novela requiere una energía y una intensidad para las que estoy preparándome.
 
—Diría que, más que escribir o leer, te gusta la literatura en general, todo lo que la atañe.
Yo ya no distingo entre vida y literatura. Tampoco entre escribir y leer: leer es una forma de escribir, y al revés, escribir es una forma de leer.
 
Nomeolvides (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2008) es un itinerario sentimental, Días sin día cubre varias ciudades, e incluso tienes un libro viajero, Frente al cierzo (BArC, 2005). De algún modo, me recuerdas a los directores alemanes de los años setenta (Wenders o Herzog) que salieron en busca de un nuevo paisaje cultural y que lo encontraron en los paisajes míticos del cine norteamericano.
No sé. Herzog tiene un libro que es un maravilloso disparate:Del caminar sobre hielo. La idea de buscar nuevos paisajes culturales me gusta. También me gusta el cine norteamericano, desde John Ford hasta Francis Ford Coppola. Y lo que más me gusta es el viento, la rapidez, el sol, incluso el cierzo, los ríos… Desde un coche. Desde un folio en blanco.
 
—Eres un poco apátrida, una voz disidente (cálida y airada) que, no obstante, habla desde el mismo sitio: Zaragoza.
TEXTO
 Higiene sentimental
    Lo único que conservo de ella es su cepillo de dientes. Cogí los dos, el suyo y el mío, el día en que me fui de casa. Hubiera podido coger cualquier otra cosa, un lápiz de labios, su esponja, su depiladora, una media negra, un calcetín rosa, el conjunto de ropa interior que le regalé después de nuestra primera discusión, la goma con la que se recogía el pelo cuando se sentaba a dibujar, un zapato, un lápiz, un libro, un cd, una postal, un pendiente, un anillo, un reloj, la foto que le hice en el funicular de Capri, la tijera con la que nos cortábamos las uñas de los pies, el cofrecito en el que guardaba sus joyas. Pero sin pensarlo y sin dudarlo cogí el cepillo. Fue lo último que metí en la maleta.
   Me gusta ver los dos cepillos juntos, en el mismo vaso, cuando me lavo los dientes por la noche. Es como si nada hubiera cambiado: todos los espejos son el mismo espejo. Luego no está ella en la cama, pero da igual. Antes tampoco estaba, aunque estuviera.
No volveré a usar su cepillo. Lo he tirado a la basura después de utilizarlo por última vez. Jamás me había cepillado los dientes con tanta violencia. Tengo la boca llena de sangre. Mi sonrisa está hoy más sucia que nunca.

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