El otro mundo, de Hilario J. Rodríguez: El otro lado del espejo. Por José Havel (22/01/2010).

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Hilario J. Rodríguez,
El otro mundo,
La Coruña, Ediciones del Viento, 2009, 173 págs.
 

El otro mundo se acoge a la hoy tan en boga corriente de la autoficción, modalidad narrativa en la que Hilario J. Rodríguez ya había hecho una incursión con su anterior novela, Construyendo Babel (Tropismos, 2004). Coherentes con el universo personal del autor, ambas obras comparten prácticamente los mismos temas y personajes, con variacioness que singularizan a la una frente a la otra: la familia (en el amplio sentido de la palabra), el hogar, los amigos, el viaje, la extranjeridad, la literatura, el cine…

En esta ocasión se trata de la crónica novelada de un año en Nueva York, adonde el protagonista viaja con su mujer Eva y su hijo Samuel, puesto que la primera ha solicitado allí una plaza como profesora de castellano. Con estos tres españoles afincados en Brooklyn compartimos problemas de adaptación, conflictos domésticos, infiernos íntimos (o no tan íntimos)… Rodríguez sabe «la importancia que tiene recordar la identidad o los rasgos de las personas que nos rodean, porque en cuanto las olvidamos es como si en realidad nosotros comenzásemos a borrarnos. Desaparecer. Eso explica la testaruda insistencia de la literatura y las artes para preservar la memoria». Igualmente aprendemos de la mano de Hilario, Eva y Samuel un poco más de América, la patente y empírica, la del día a día a pie de calle, pero también el constructo mental que nos hemos forjado todos, cada uno a nuestra manera. América-lugar, América-idea.

Así, realidad y ficción se abrazan hasta extremos que, en ocasiones, impiden el claro discernimiento entre una y otra, como es de esperar en una composición literaria de este estilo. Precisamente gracias al grado de verdad de la ficción, por medio de los personajes y sus vicisitudes diversas, alcanza la realidad un grado ficcional en toda regla.

La sinceridad de ese autor-narrador-personaje llamado Hilario J. Rodríguez resulta en no pocos momentos de una sinceridad desarmante, incluso dolorosa, para el lector. Éste se siente completamente desnudo ante tal ejercicio de humanidad en bruto, ante la sorpresa de verse tan metido en una ficción verdadera que, apenas pasadas unas pocas páginas, lo engulle. El escritor no responde de la verdad de lo que cuenta –estamos ante una novela, al fin y al cabo—, sino de su verdad acerca de lo que narra. Ahí reside parte del encanto de su propuesta, también parte de su “impiedad” literaria.

En cualquier caso, lo que entendemos por realidad no deja de ser una suma de subjetividades por encima de las cuales cada uno hace prevalecer la suya. Además, escribir novela tiene no poco de desciframiento existencial a toro pasado, tanto como implica de reescritura del destino propio. El mismo acto de narrar conlleva ser otro sin dejar de ser uno mismo, algo así como lo que sucede cuando Hilario se enfunda la camisa a cuadros del anterior inquilino de su eventual hogar americano, el misteriosamente desparecido E. M. Maisel, cuya correspondencia sigue invadiendo el buzón de la familia protagonista.

“El otro mundo” que da título a la novela se refiere, claro está, a América, «ese otro lado del espejo» al que tanta gente quiere ir, la utopía donde quizá se pueda establecer una dirección inesperada a la para nosotros prevista por el destino. Sin embargo, el significado de “otro mundo” va mucho más allá. Se trata del otro lado del espejo, sí, pero relativo a ese ámbito indeterminado de la realidad en que el ser humano busca las claves de las cosas que se le escapan.

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