No gana uno para sustos, de José Luis Espina. Por Javier Lasheras

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José Luis Espina
No gana uno para sustos
Duen de Bux, Ourense, 2008.
172 páginas.
 
En efecto, no sólo nos tiene arrugado el ceño los datos macroeconómicos y los caseros, no sólo el hígado está hecho una pasa porque ya no podemos más con las miserables trifulcas entre griegas y troyanos, partidos y tenderetes, sino que, para más inri, debemos aguantar los avatares y las pequeñas derrotas cotidianas. Lo peor es que en tiempos de crisis cualquier charco resulta un naufragio más que probable y todo parece a punto de estallar por los aires. En esta tesitura, decir que no gana uno para sustos es hacer una frase hecha que viene pintiparada para el estreno literario de José Luis Espina.
 
Sin duda, No gana uno para sustos es un libro pesimista escrito por un optimista no ya sólo bien informado, sino con un excelente sentido del humor que el autor dispone como codiciados diamantes entre las líneas de sus relatos.
Doce relatos que tienen escondidos ese punto o esa vocación de novela pegada, de novela lapa, pues a través de sus arterias narrativas circulan argumentos, ambientes, personajes y peripecias que de alguna forma terminan por anudarse al final de la lectura. Es más, me atrevo a afirmar que buena parte de la constitución de esa novela reside en el conflicto moral de los personajes que pasan de un estado de realismo pesimista, de un realismo ahogado y solitario muy del gusto de Espina, a otro realismo si no esperanzado si algo más equilibrado: es decir, un realismo realista si se me permite la redundancia, producido en la mayoría de las ocasiones por mor del azar, parte sustancial de estos cuentos. Súmese en su haber que cuenta con un final abierto y feliz. No feliz en un sentido extenso, ñoño y melindroso, sino en tanto en cuanto los sucesos felices también forman parte de la vida, también existen y para ello, el autor utiliza recursos narrativos que, no siendo nuevos, resultan eficaces para la constructio de la verosimilitud.
 
El hombre equidistante es un relato ágil que nos muestra cómo el orden más preciso se torna nada en lo que dura un suspiro. Y esto es bueno explicarlo porque es uno de los elementos sustanciales que nos aporta tanto el tono general como la pauta o propuesta de buena parte de los siguientes relatos. 
 
Cuando éramos niños gira en torno a la familia desde el punto de vista de la infancia. Un relato a veces excesivo por la tendencia a la reiteración y acumulación que puede llevar al lector a transitar por esa invisible frontera entre la frialdad más acerada y el vértigo del abismo, pero que sin embargo resulta contundente y convincente. Porque al cabo, el protagonista de este relato nos revela la desaparición de esa magia que es el viaje de la infancia. Y Espina nos lo muestra a través de una observación breve y natural, en el que basta el gesto de una madre: «La sombra de añoranza que le cruzó la mirada nos confirmó que nada volvería a ser como antes…». Es decir, la confirmación de que la vida, desde ese instante pasa a ser farsa y teatro, comedia y máscara y en el centro del escenario un solo personaje, un Sísifo solitario cargando con una piedra y con una culpa tan pesada como la inhóspita, sorprendente y hasta paradójica madurez.
 
 Tango es el relato más poético o si se quiere una variación poética de esa realidad pesimista del autor. Aquí el texto y su lectura me han llevado a lugares inesperados. Con esto no quiero alumbrar que José Luis Espina tenga influencias de tal o cual autor. Tan sólo afirmo que algo en la descripción de su ambiente me ha hecho sobrevolar la Santa María de Onetti o que el tratamiento narrativo de los paseos nocturnos del protagonista me han recordado esas “Especies de espacios” de Georges Perec. Por eso, el bandoneón, el calendario, las calles y sus lluvias, la barra, el bar, se convierten en una parte nuclear de estos relatos, pues los objetos y el mobiliario urbano acaban por travestirse en personajes.
 
Los zapatos buenos es uno de los mejores ejemplos de una realidad no sólo pesimista: se trata de otra variación, de una realidad dura, de una realidad destructiva, infectada de soledad, de tedio y al fin de misantropía. Datos suficientes que, una vez sorteadas las servidumbres de la narración, sirven para imputar al autor sus evidentes y muy honrosos préstamos llegados desde Carver o a través de reminiscencias del Hemingway más seco y minimalista.
En este punto, es preciso resaltar que en un libro de relatos siempre es muy complicado aplicar un orden, otorgarles una prelación con criterio, aunque sólo sea la de la objetiva subjetividad autoral, con el fin de conseguir una estructura amable y un efecto coherente. Quiero suponer que el autor se ha conducido así, pero esto no orilla que algunos lectores —lo digo desde la humildad—, consideremos que algún relato hubiese sido mejor disculparlo de su asistencia. Así ocurre con el titulado Cosas que pasan en primavera. Pero sería injusto por mi parte abrir esta brecha. No sólo porque sólo el autor es el dueño y responsable de lo que quita y lo que pone, sino porque cuando uno se acerca a la luz del relato siguiente, Luna llena, aprecia cómo no sólo vuelve a alumbrar con inteligencia los ojos del lector. Además, nos brinda la posibilidad de asistir a otra de esas vueltas de tuerca, a otra variación temática de ese realismo pesimista del que parte para abrazar una ficción
alucinada con pinceladas de literatura gótica y terminar saliendo por el mismo lugar de ese realismo, pero esta vez, por elevación, por un realismo más respetable que no desvelaré aquí por estricta observancia a la intriga.

Otra cualidad que atesora José Luis Espina es que sabe tratar bien al lector. Quiero decir que no desprecia su inteligencia y tal vez por eso nos ofrece un relato turbador, política y socialmente incorrecto. Es el titulado Raros, pero no tan raros como para desentendernos de su peripecia y de su retórica, porque esos raros, acabaremos reconociendo, también somos nosotros. Ese nosotros infernal e inconsciente que no suele salir más allá de nuestra estricta intimidad. Es con este relato en donde se nos muestra uno de las propuestas más firmes y serias de este libro, un pilar en el que afianza la complicidad con los lectores.
 
Especial relevancia adquiere también el relato central de esta obra, No gana uno para sustos, en donde el género negro se mezcla con el realismo sucio, lo que provoca un relato realmente oscuro. Lo que aquí más me interesa resaltar es la precisión en el manejo de esa larga secuencia en la habitación del hotel, con un narrador incorrecto, irónico e impúdico que cuenta lo que piensa. Un narrador que, por otro lado, tanto tiene que ver con ese otro personaje de Patrick Suskind que al tiempo que nos relata su Amnesia in litteris acaba pidiendo, solicitando o implorando aquel «¡Debes cambiar tu vida!». ¿Por qué? Pues porque de lo contrario, no va a ganar uno para sustos.
 
Por otro lado, Ruidos y Los lápices estaban romos tienen en común la tendencia a lo macabro y a lo obsesivo o, mejor dicho, a cómo lo obsesivo puede terminar siendo macabro. Así, la obsesión por una dentadura (a su vez elemento de obsesión y afinadísimo humor en el universo del autor) y la obsesión por mantener bien afilados unos lápices producen situaciones monstruosas pero verosímiles y en las que muchos podrán verse reflejados, aunque sólo sea de pensamiento.
Existen también elementos temáticos que se van cruzando y que ayudan a hilar la estructura general con puntadas casi invisibles. Es este río subterráneo el que termina dando un gran empaque a esta producción, sin que por ello sufra el lector ningún peso innecesario. Me refiero sobre todo al territorio de la infancia. Si ya lo vimos con claridad en los dos relatos inaugurales, El hombre equidistante y Cuando éramos niños, en donde el orden de la infancia se vuelve caos para crear otro orden nuevo, y si también se apreciaba en Los lápices estaban romos en donde las turbulencias y las obsesiones de la infancia pueden acabar por convertirse en los desastres de la madurez, en Mauricio Verbena, el penúltimo relato, el hallazgo de la infancia alcanza cotas notables: la presencia de los olores, la curiosidad por el mundo femenino y masculino, el encuentro con la naturaleza —incluida la más cruel— y, en definitiva, cómo los sucesos más íntimos de la infancia terminan por ser y alumbrar esa patria que nos anunció Rilke. Un relato digno de encomio por su ejecución, por su ternura, por su intriga y por la finura en su resolución.
Y después de todo, todavía el autor nos sorprende de nuevo con otra vuelta de tuerca. Con Campana sobre campana, broche final, apreciamos cómo a veces sí que suenan las campanas de la vida, de la dignidad y de la fortuna. Son esas campanas que nos anuncian que a veces, uno sí que gana lo suficiente como para aceptar las duras cornadas que da la vida. Pero más allá de su intención, este último relato está hecho con los mimbres más antiguos, con esa materia de la que están hechos los más hermosos y mejores sueños de los seres humanos: el deseo y la esperanza que consiste en creer en el encuentro con alguien que considere con dignidad nuestro trabajo, en su justa medida, y que valore nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestra historia y nuestra compañía. Es como si José Luis Espina salvara a todos los personajes que han transitado por esta galería de la soledad y del pesimismo, como si quisiera en un último abrazo, disculparnos a todos. Salvarse después de leer este libro —pulcramente editado—, ya es cosa de cada uno.
 

 

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