Tres poetas: Herme G. Donis, Natalia Menéndez y Antonia Álvarez. Por Javier Lasheras. 10/04/09.

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Lo sguardo effimero (La mirada efímera)
Herme G. Donis.
Levante Editori, 2009. Bari.
 
Restos de un naufragio
Natalia Menéndez
Ed. Universos, 2008.
 
La raíz de la luz
Antonia Álvarez Álvarez
El Brocense, 2007. Col. AbeZetario. 
 
Lo sguardo effimero.
En una espléndida edición bilingüe, la editorial italiana Levante nos ofrece Lo sguardo effimero (La mirada efímera). Un libro de jaikús que Herme G. Donis nos regala con elegancia, hondura y rotundidad, tanto en la expresión vital como en su factura poética. Si bien la autora ya nos había sugerido en sus primeros libros y después concretado en algunos inéditos —pertenecientes a la antología Vida y memoria (Deva, 2002)— sus incursiones en estas lides, ahora nos muestra, más allá de su hábil sujeción métrica, un hilo conductor que además de golpearnos hermosamente con cada verso nos ayuda a entender la apuesta y la narración del conjunto del libro. Así, tres son las partes que conforman Lo sguardo effimero: L’acqua ripetuta —El agua repetida—, Haikù occidentali —Jaikús occidentales— y La vita in bilico —La vida en vilo—. Cada una de ellas se corresponde, respectivamente, con el invierno, el verano y el otoño, ajustándose de este modo a las concepciones clásicas de los autores del haiku o “haijines”. Pero la poeta no se para sólo en esta moldura. Porque el lector podrá apreciar, bien entre líneas o bien en una segunda lectura, la poliédrica significación de los adjetivos, las atinadas y en ocasiones sugerentes confusiones entre sujeto y objeto así como la ausencia de verbos en algunas de sus más acertadas y brillantes construcciones.
Herme G. Donis, consciente de que no sólo basta con apropiarse de la tradición, apura cada verso y cada sílaba, cuida de sus sonidos y mima con un tacto exquisito el uso de la puntuación con el fin de alcanzar las secuencias de intensidad que el poema requiere: la autora no es nueva y conoce bien aquello que el lector va a apreciar y agradecer. Y todo ello para dotar de una elevada concentración emocional y de una densidad visual y sensorial tanto la mirada como el conocimiento del universo del lector, sin que ello suponga en ningún instante que la poeta renuncie al juego trascendente o entretenido de las palabras.
Pero lo antedicho no sería más que vacuas cargas estilísticas si no fuera porque Donis encuentra un argumento actual que cose a la retina de aquellos lectores que logren conectar con su realidad. Así es: desde el inicio del libro se nos muestra cómo la desnudez del sujeto poético se dispone para hacer suya la piel del agua, la lluvia, la tormenta y la nieve del invierno, al tiempo que alza ese cáliz en el que caben el nombre de todos y cada uno de los lectores para participar, con ella, de la misma liturgia: Dulce aguacero: / cada gota de lluvia / dice tu nombre. Y nombra y toca nuestro talón de Aquiles cuando nos brinda el ciclo inevitable de la vida: Eterna el agua / conduciendo la vida / hacia la muerte. O cuando nos deslumbra con la potencia de imágenes de la naturaleza que no por ya dichas dejan de impactarnos desde su ominosa o contenida presencia: al fin no sólo se es mendigo en el amor sino también en la naturaleza: Fresca limosna: / el agua de la fuente / la sed apaga. Y así se va desplegando todo el invierno, arropado al fin con un léxico que despliega y funciona simbólicamente, ya sea por acompañamiento, complemento o contraposición, creando explosiones instantáneas en nuestra lectura. Explosiones en serie que alcanzan de un jaikú a otro, creando un diálogo y una narración cuyo final estremece: Me ignoró el agua. / Nunca me regaló / su transparencia.
En su segunda parte, Donis escancia la sensualidad y la sutileza con una finura digna de Shikí, Bashô, Isaa, Taigi, Buson y tantos otros. Aquí, una estancia en Pola de Somiedo (Asturias) durante el verano sirve para desempolvar los presagios y los anuncios de la vida, la grandeza de lo más pequeño, el recuerdo de la infancia, la carga erótica y juguetona de los instantes y, por supuesto, la celebración de la belleza, tan frágil que al fin Bebemos vino / bajo cielos de púrpura. / Arde la vida.
Y finalmente, en la tercera parte, la poeta inaugura: Llega el otoño. / Con la vida en vilo, / temblor de hojas. Para luego ir desgranando y anunciando lentamente, con el sigilo de quien ya sólo desea un lugar para el descanso, cómo Poco a poco… seré olvido. Y también la muerte al acecho, la vida que mancha, las noches sin sueño, la paradoja de la maldad y la existencia, la necesidad de cambiar de sílabas como paralelismo de la vida cuando la muerte insiste… No es necesario transcribir aquí esos últimos diez o doce jaikús que siguen hasta llevarnos al final, a un final luminoso, casi todos ellos de una intensidad arrebatadora y muestras imborrables de la voz fecunda (por su multiplicidad), original (por la tradición respetada) y bella (por sus sensibles proporciones) de Herme. G. Donis.
Y detrás de todo, incluso de la lectura, queda colgando el hilo de un corazón inteligente que bombea la sangre de la luna, la infancia visible pero irrecuperable y la naturaleza que no es otra que esa primavera que, al fondo, entre las líneas de la batalla cotidiana, tal vez algún lector pueda encontrar. O quizá no. Así es la poesía.
 
Restos de un naufragio.
Por su parte, la editorial Universos nos ofrece el último libro publicado por Natalia Menéndez. Aunque considerando que Restos de un naufragio es la obra premiada en el año 2006 con el IV Premio de Poesía Nené Losada Rico y que posteriormente ha publicado otros dos libros, tal vez sea lógico pensar que no es el último que la autora ha escrito.
Fundamentalmente, el libro aborda la historia de un naufragio sentimental en el que ya en los primeros versos la autora se encarga de presentarnos sin ambages la personalidad del sujeto poético: Yo me quedo sola y te recuerdo. / Soy los pétalos / entre las páginas de un libro, / una montaña recién llovida, / un océano de luz entre los brazos.
Pero lo que más destaca es el rie
sgo que asume para contar una historia a través de los treinta y cinco poemas que constituyen el libro y en donde la idea de narración se apuntala por el tono de monólogo teatral que a veces logra. Además, la ausencia de títulos en los poemas, proporciona un equilibrado encadenamiento de toda la historia desde el inicio hasta el final del poemario. En este caso no seré yo quien dude de esta opción. En primer lugar porque esa es la decisión de la autora y en segundo porque una apuesta por titular cada poema tal vez hubiera dificultado más el tránsito en las emociones y las imágenes que Natalia Menéndez ofrece al lector. Así, no sólo va construyendo el desgarro, el desamparo y la ausencia con la simbología del rastro del equipaje sentimental que la persona amada deja, sino también con las texturas veloces de quien desvela una confidencia urgente.
Y sin embargo, Lo que hoy queda de aquel día / es sólo el misterio de la pluma, la tinta y las palabras. Es decir, una poesía (una experiencia) concebida no sólo como terapia, sino también como conocimiento y, en ocasiones, transformación del mundo exterior e interior.
Es cierto que algún poema parece quebrado, como Él nunca… en el que se pierde su hilo conductor interno, esa falta de relación entre el inicio, la transición y el final de su contenido, no dejando otra opción al lector que una interpretación excesivamente personal y a buen seguro inapropiada para la propia autora. Otros, como La playa…, parecen aislados del conjunto. Esto sólo va a provocar una sensación de montaña rusa, con sus llanuras, sus curvas peraltadas y esas emociones que no siempre llevan al corazón a desbordarse por la boca. A esta idea contribuye también que la voz de la narradora va mostrándose dulce o seca, como si la frontera de la pérdida todavía no se hubiese materializado. Y con todo, van haciéndose visibles, emergen de repente, los mejores versos incardinados dentro de Nostalgia…, Siempre… o Las aves fugaces…, mezclándose con otros que ayudan a comprender tanto los motivos y caracteres de los personajes como el argumento y la peripecia narrativa. Así podemos entender Nos equivocamos…, Ahora…, Soy la guardiana… o Su montaña…, entre otros. Pero todo este rompe piernas poético merece ser andado cuando al fin la historia despega: Le seguí… es un buen ejemplo de lo mejor de este libro, un contraste muy bien logrado entre el tedio y el deseo. Sabiéndote… contiene una imagen poderosa: Porque un rostro es la metáfora / que aún arde en mi memoria. Lo que la pluma… convence en su música y en la letra. Sé que he estado… muestra la contundencia de la pasión amorosa cuando se vuelve al lugar del crimen.
En definitiva, una historia bien esculpida que supera el riesgo asumido por sus logros puntuales —materializados más en imágenes que en ritmos y sonidos— así como por su vocación de voz clara e inteligible, bien escrita y compuesta en la mayoría de las ocasiones. Todo hace pensar que, junto con sus otros dos poemarios, Las virtudes cardinales y La nostalgia del caníbal, Natalia Menéndez es una voz que ya augura nuevas y atractivas construcciones. Una magnífica noticia para los años que vienen.
 
La raíz de la luz.
Llegada a la actualidad poética con un retraso sólo justificable por su reciente trayectoria, Antonia Álvarez Álvarez —Babia (León)—, despliega en La raíz de la luz un universo de lecturas lleno de reminiscencias de autores clásicos, tanto antiguos como contemporáneos. No es en balde. La autora leonesa muestra con un notable muy alto los quilates atesorados a través de sus lecturas y de su mano volvemos a visitarlos. Todo un lujo que puede verse empañado si el lector no se exige, si el lector no se concentra y obvia la particularísima sutileza en la selección y ajustada disposición de las palabras que alumbran imágenes inteligentes, clásicas y siempre bien enfocadas.
La raíz de la luz se articula en cuatro edificios singulares que nos ofrecen perspectivas diversas y complementarias. La primera, Luz de carne y hueso, ya nos anuncia un elemento fundamental para la compresión global del texto: el olvido. Este concepto funciona como un eje sobre el que pivotan el resto de símbolos y, a su vez, como un contrapunto indisociable del concepto luz. Así, al final del primer poema ya podemos leer en su último verso: Alumbradoras largas del olvido.
Esta primera parte es una invitación sensual, lujuriosa y continuada a degustar y paladear el cuerpo silábico de las emociones físicas, corporales y táctiles: venas, pies, manos, aromas… Espléndida factura contiene el poema titulado Gestos que, cómo no, la autora no olvida en rematar en un pentasílabo: Gestos de olvido. Es así como Antonia Álvarez nos traslada las emociones e ideas del poema: expresándolas a través de una imaginería clásica pero contenida como una bala en el tambor de un revólver. Una bala que sólo sale del cañón cuando el lector decide pulsar levemente el gatillo: es entonces cuando impacta en nuestra frente, con toda intensidad, la bala del olvido.
Hacia la luz, título del segundo piso de este edificio, vuelve a incidir en el olvido y el desolvido. Y más allá, va decantándose hacia el origen luminoso de la creación y de la palabra. Las composiciones Fiat lux o Las palabras sobresalen y encuentran en Búsqueda su broche. Pero súmese antes este botón de muestra: Pierdes el día andando entre las sombras. / Busca la claridad. / Rompe el olvido. Toda una declaración que sería muy del gusto de Machado, a quien Álvarez a buen seguro tiene muy en cuenta.
La tercera parte, Enamorada luz, constituye una celebración del deseo y de la búsqueda, de la amargura y la esperanza, del viento y la súplica, de la naturaleza y de la Tierra, pero definitivamente encumbra, remarca y subraya el olvido como materia omnipresente en la voz de Antonia Álvarez. Un olvido que debe ser alumbrado para saber que es inútil gritar contra el olvido, un olvido que es temblor y un olvido que, al fin, es herida y tal vez soledad, destrucción y nada.
Y, finalmente, Cáliz de luz supone tal vez la zona más enigmática de todo el libro. Con todo, el lector que haya llegado hasta aquí se verá recompensado por la perspectiva de una altura desde la que podrá contemplar el vuelo de sus versos. Así Toqu&eac
ute; la soledad con la mirada; / llegué a palpar la sed, a acariciar olvidos.
O poemas como Sosiego, Lumbre II y Rosa, por no mencionar el terceto final que dinamita los muros de esta construcción para dejar pasar toda la luz. Una luz de vida y conocimiento que pocos lectores podrán olvidar fácilmente.
 

 

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