s hierbas y hace cabecear las cañas de las gramíneas.
Foto: SMART-1 sees total lunar eclipse from space. 28 de octubre de 2004. ESA.
Foto: SMART-1 sees total lunar eclipse from space. 28 de octubre de 2004. ESA.
Ya están aquí, revitalizados, por todas partes, como una pandemia invencible, los muertos que vuelven de la tumba, no pocas veces con afán vengador. Auténticos iconos populares, han adoptado formas diversas en la literatura fantástica a lo largo de los tiempos: desde los fantasmas, vampiros y momias decimonónicos hasta los modernos zombis de hoy. Y del zombi, monstruo contemporáneo por excelencia, nos habla Jesús Palacios, uno de nuestros mejores escritores ensayísticos, con motivo de su cuidada e imprescindible antología La plaga de los zombis y otras historias de muertos vivientes (Madrid, Valdemar, 2010), en la que ofrece un panorama evolutivo del mito.
Foto: SMART-1 view of Shackleton crater at lunar South Pole. 6 de enero de 2006. ESA.
Se trata de un espécimen literario en auge: los impostores que mueven sus gustos y sus creaciones a golpe de moda. La industria cultural parece moverse en la suicida senda que ha conducido al marasmo a las discográficas. Ponerse en manos de la moda, tirarse de cabeza en busca de copias de aquello que ha funcionado es el mejor modo para irse al garete. Aunque los responsables, los que llevan la manija, continúan insistiendo en el error. Vean si no cómo en los últimos años se acumulan estantes repletos de novelas históricas, algunas hasta con un anaquel creado para la ocasión. Al mismo tiempo, y huyendo de la quema como alma que lleva el diablo, muchos de los adalides de la validez de la novela histórica reculan, se esconden y reaparecen mostrando su fascinación por la novela negra o, sin ganas de meterse en dificultades, en la novela de misterio a secas. O, simplificando aún más, no vaya a ser que lo de la novela negra como moda no vaya a ser verdad, en la "novela de género". Miren que la etiquetita de marras ya se merece todo el desprecio del mundo… Pero la industria y quienes anhelan un lugar bajo el sol en ella, pierden sus traseritos por ubicarse bajo el sol de la moda de moda, valga la redundancia. Por si desean informarse de los diversos estilos de novelas de misterio, serie negra, pulp, etc, les remito a la magnífica exposición que Jesús Palacios ha escrito para la estupenda antología Los Hombres Topo quieren tus ojos (Valdemar, 2009). Así, al menos, se ahorrarán el ridículo de escribir o pronunciar obviedades.
Uno, que pensaba que el noventa por ciento de las noveluchas paridas al fragor del éxito de El Código Da Vinci ni eran novelas ni, mucho menos, dignas de ser tratadas como históricas, se encuentra con cómo muchos de los autores que renegaban de la serie negra, tratan de abrazarla por el atajo más corto posible. Lo bueno, para uno, es que se les detecta a la legua en su impostura. Lo malo, es que autores como Carlos Salem o Raúl Argemí, que tan bien se han manejado en ese terreno, puedan quedar solapados por la banda de impostores/as que se mueven como serpientes en los anhelos à la mode de la industria literaria. Al final, me queda el consuelo de lo que el propio Carlos Salem me recomendó en la pasada Semana Negra de Gijón 2010: "Paciencia y constancia". Aunque, a veces, observar y sufrir lo bien que se manejan muchos de esos impostores de las modas, produzca desazón y vergüenza. Por su cara tan dura, por su falta de talento —para crear, para escribir— y por su gran talento —para manipular a editores y para conseguir vender sus oportunistas subproductos—.
Un filme 100% Adam Sandler. El guión está firmado por él mismo en colaboración con Fred Wolf y, no contento con encabezar el cartel, es también su compañía propia, Happy Madison, la que produce Niños grandes (Grown Ups, 2010), película que parece toda una reunión de familia, porque todos los actores trabajaron ya juntos en diferentes comedias realizadas por Dennis Dugan: Un papá genial (1999), Os declaro marido y marido (2007), Zohan: Licencia para peinar (2008).
El verano rima a menudo con el humor y, por estas fechas, el público habitual de las multisalas palomiteras suele charse al coleto productos como Niños grandes, que cuentan como único elemento destacable con una buena distribución basada en la reunión de los más conocidos nombres de la comedia popular americana (el citado Sandler, Chris Rock, Kevin James, David Spade y Rob Schneider), quienes a su vez se conocen muy bien y son amigos desde hace tiempo.
A través de los temas de los adultos incapaces de crecer (los adulescentes) y de la búsqueda del tiempo perdido partiendo de la reconciliación con los valores familiares verdaderos, la última comedia de Dennis Dugan ofrece, sí, muchos nombres —añádanse los de Salma Hayek, Maria Bello y Steve Buscemi— pero pocas nueces a las que poder hincarles el diente.
Niños grandes supone la enésima evidencia de que —a excepción de Woody Allen, Wes Anderson, Jason Reitman y poco más— la comedia estadounidense se halla de unas décadas a esta parte en un estado lamentable; es de ese tipo de naderías que dan mala fama y peor reputación a los largometrajes de Hollywood. Un artículo de consumo merecedor de damnatio memoriae, no ya sólo por su por su pésima realización, sino porque además ofende con sus contumaces gags sexistas y racistas; una vergüenza que cualquier cineasta con un mínimo sentido de la misma borraría inmediatamente de su curriculum vitae. Y todavía habrá quiénes ser rían con ella habiendo pagado por verla. En fin.
Como muchos de nosotros en un rincón privilegiado de nuestras estanterías y armarios, Pixar también guarda con cariño a sus juguetes favoritos. Quince años después del estreno de Toy Story (John Lasseter, 1995) —primer largometraje comercial totalmente digital y gran debut de la animación 3D—, los estudios subsidiarios de Disney nos invitan a reencontrarnos con el universo deliciosamente mágico del vaquero Woody y del astronauta Buzz Lightyear, ahora que su dueño Andy, todo un chaval ya, se apresta a ir a la Universidad. Entonces su madre ve la oportunidad de hacer limpieza en su habitación y donar a una guardería su caja de juguetes con los protagonistas de los dos primeros episodios. Allí les aguarda todo un mini-infierno en forma de niños demasiado enérgicos y una mafia juguetera al mando de un viejo oso amoroso de peluche rosa con olor a frutas. Pero Woody, Buzz y Cía. deciden tomar cartas en el asunto cuando ven su destino en juego, nunca mejor dicho.
Es muy de agradecer, según está el patio del cine comercial norteamericano de un tiempo a esta parte, que Pixar sepa mantener a lo largo de los años la creatividad, la virtuosidad técnica, el ritmo, el humor, allí donde otras sagas se agotan sin más (baste recordar la muy decepcionante entrega última de Shrek a cargo de DreamWorks). Antaño flamantemente nuevos, los juguetes protagonistas de la serie Toy Story tienen década y media. Unos cuantos años ya que el guionista de Toy Story 3, Michael Arndt, incorpora astutamente al relato a modo de pátina temporal. Sobre esa base de trabajo ofrece un encadenamiento continuado de aventuras trepidantes, un espectáculo que el formato 3D acierta a expandir. Las peripecias, hilarantes (hay casi un gag por minuto, entre los que destaca la reprogramación fortuita de Buzz Lightyear en galán andaluz), demuestran de nuevo que los creadores de Toy Story saben cómo dotar de vis cómica a un personaje sin por ello eludir la emotividad dramática necesaria.
Allegra tenía cuatro años cuando le dijeron que John Huston, aquel «hombre con un puro como el cetro de un rey, las rodillas altas y la voz como melaza oscura», era su padre. Ricki Soma, su madre y tercera esposa de Huston —con quien había tenido dos hijos, Anjelica y Tony—, actriz bellísima que nunca hizo película alguna, pero que con apenas 18 años fue portada de Life, había fallecido en 1969 a causa de un accidente de tráfico. Tiempo después, Allegra se enteró de que su padre era sólo su papá —la persona que se hizo cargo de ella dándole sus apellidos—, ya que su verdadero progenitor respondía al nombre de John Julius Norwich, un aristócrata e historiador inglés. Allegra Huston llegó a tener, pues, una madre, dos padres y tres familias.
Hija del amor es un ejercicio memorialístico personal y familiar (no en vano se subtitula Memorias de una familia perdida y encontrada). También el intento de vivificar el retrato desvaído de una madre cuyo recuerdo envolvían las brumas de una desmemoria aplicada a anestesiar el dolor de la pérdida. Todo un acto de amor a través de la comprensión y conocimiento del otro y de uno mismo. Un catártico empeño por encajar las diferentes piezas desparramadas del puzle familiar («Mi familia estaba hecha de personas individuales que compartían una circunstancia accidental; no éramos un todo»), así como los fragmentos de la identidad propia, un yo desgarrado necesitado de sutura.
Con John Huston siempre fuera haciendo películas, «yo viajaba por la vida tan ligera de equipaje —iba de casa en casa con poco más que mi ropa y mi maleta, ropa que al poco tiempo ya no me cabía— que a veces tenía la sensación de que mi propia existencia no era del todo real». Siempre de un lugar a otro sin hogar fijo (Inglaterra, Irlanda, Nueva York, México, Los Ángeles), Allegra nunca dejó de sentirse en la periferia de los suyos, huésped en su misma familia. «Tenía la sensación de que improvisaban los planes sobre mi futuro. Yo era un inconveniente; no es que no me quisieran, pero era un problema que requería continua solución». Acabó por tener la indiferencia del nómada, pero no su alma. El resultado: una personalidad sensible, retraída y observadora; alguien cansado de una vida camaleónica esforzada en complacer a un amplio elenco de personajes excéntricos y célebres, sin jamás saber si estaba a la altura de ellos.
Entre esas celebridades estuvieron, entre otros, Marlon Brando con su silenciosa motocicleta eléctrica, Harry Dean Stanton cantando doloridas canciones en español, o Jack Nicholson, a quien conoció con nueve años en el rodaje de Chinatown, cuando era novio de su hermana Anjelica Huston y ésta trabajaba aún de modelo. Descrito como lector infatigable —de historia y filosofía sobre todo—, bromista empedernido y coleccionista compulsivo de arte, Nicholson, rey con corte propia, trató a Allegra exactamente igual que a su hija Jennifer, incluyéndola en el centro de su mundo. Incluso, una vez que estaba enferma, le llevó a su misma habitación a Scatman Crothers, el actor que doblaba al Gato Jazz de Los Aristogatos.
De Ryan O’Neal, otra de las parejas de Anjelica, por aquel entonces en plena filmación de The Driver (1978), no guarda tan buen recuerdo. Preciso lanzador de frisbee, apasionado del boxeo, amante de las sopas de tomate Campbell y cocainónamo exhibicionista cuyo poder estelar lo convertía en «intocable», el apolíneo protagonista de Love Story poseía un humor cambiante: «unos días era maravilloso, otros diabólico» (léase violento). Un día Anjelica debió esconderse en el armario de la habitación que compartían Allegra y Griffin, el hijo del actor, para escapar de la ira de éste. Pero «cuando estaba de buen humor, era la persona más encantadora del mundo y costaba echarle en cara su lado malo».
Sinceras, que no amarillistas, tampoco nos hurtan estas memorias el lado malo de «papá» Huston. Que fuese «infiel, egocéntrico, impaciente, crítico, cortantemente sarcástico y jugador», alguien que «se negaba a considerar la realidad de los demás si no coincidía con lo que él había decidido que era lo correcto»no era lo peor de todo. En mayo de 1985 Allegra se indignó hasta la náusea al oír cómo su viejo y enfermo padre justificaba los abusos sexuales sufridos, a manos de un hombre, por una niña mexicana de siete años, para más inri hija adoptiva de su difunta secretaria Gladys Hill, alegando que la madre biológica de la cría era una prostituta y, claro, ya se sabe, la cabra tira al monte. Una actitud impropia de un cineasta fundamental que se pasó la vida contando historias sobre la condición humana, a quien en realidad le hubiese gustado ser pintor, «un verdadero artista», pues hacer películas —por mucho que le gustara dirigirlas— «le parecía una ocupación poco seria».