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La decisión de Anne: Sobredosis de buenos sentimientos. Por J. de Oxendain (22/01/2010).

La enfermedad y la muerte ocupan un lugar importante dentro de las preocupaciones temáticas de Nick Cassavetes. En Johnny Q (2002), un padre perpetraba un secuestro hospitalario a fin de obtener el transplante de corazón necesario para la supervivencia de su hijo, en principio inviable por la ausencia de cobertura social suficiente. En El diario de Noah (2004), una enferma de Alzheimer escuchaba cada día la lectura de su pasado escrito en un cuaderno.

Nada extraña, pues, que Nick Cassavetes se interesase por La decisión más difícil, el best-séller de Jodi Picoult, novela coral de la que, revelando las decisiones cuestionables de una familia entera alrededor de una niña aquejada de leucemia, el realizador extrae La decisión de Anne, un filme melodramático y convencional en exceso.

Aunque al final explotada sin demasiado acierto, la premisa de partida es de sumo interés. Para salvar a una hija desahuciada médicamente, una pareja decide concebir otra compatible en términos genéticos, algo que ésta última acabará reprochando a sus padres, a quienes demanda judicialmente, tras once años de vida sumidos en pruebas hospitalarias, apelando a su emancipación clínica y su integridad de salud.

Las cuestiones presentes en el guión no son, por tanto, pocas ni baladíes, relativas como son en número a problemas de ética, confianza, solidaridad, egoísmo… Traducirlas a la pantalla no era tarea fácil. Tales dilemas morales y emocionales requerían de un pudor y una sutileza ausentes en la puesta en escena de Cassavetes, empeñada en cargar las tintas. El filme médico y la película judicial, dos de las modalidades más tradicionales del repertorio hollywoodiense, combinan todos los trucos de sus catálogos respectivos en aras de una lacrimosidad de receta. Sólo Cameron Díaz apunta algunas notas felizmente incongruentes dentro de este universo empalagoso de buenos sentimientos, encarnando a una madre que, de puro preocupada por la salud de su hija mayor, deviene en monstruo por momentos.

 

LA DECISIÓN DE ANNE (My sister’s keeper). EE UU, 2009. Dirección: Nick Cassavetes. Guión: Nick Cassavetes y Jeremy Leven, basado en la novela La decisión más difícil de Jodi Picoult. Fotografía: Caleb Deschanel. Música: Aaron Zigman. Montaje: Alan Heim y James Flynn. Intérpretes: Cameron Diaz (Sara Fitzgerald), Abigail Breslin (Anne), Alec Baldwin (Campbell Alexander), Jason Patric (Brian Fitzgerald), Sofia Vassilieva (Kate), Heather Wahlquist (Kelly), Joan Cusack (juez De Salvo), Thomas Dekker (Taylor Ambrose), Evan Ellingson (Jesse), David Thornton (Dr. Chance)… Duración: 108 minutos.

El otro mundo, de Hilario J. Rodríguez: El otro lado del espejo. Por José Havel (22/01/2010).

Hilario J. Rodríguez,
El otro mundo,
La Coruña, Ediciones del Viento, 2009, 173 págs.
 

El otro mundo se acoge a la hoy tan en boga corriente de la autoficción, modalidad narrativa en la que Hilario J. Rodríguez ya había hecho una incursión con su anterior novela, Construyendo Babel (Tropismos, 2004). Coherentes con el universo personal del autor, ambas obras comparten prácticamente los mismos temas y personajes, con variacioness que singularizan a la una frente a la otra: la familia (en el amplio sentido de la palabra), el hogar, los amigos, el viaje, la extranjeridad, la literatura, el cine…

En esta ocasión se trata de la crónica novelada de un año en Nueva York, adonde el protagonista viaja con su mujer Eva y su hijo Samuel, puesto que la primera ha solicitado allí una plaza como profesora de castellano. Con estos tres españoles afincados en Brooklyn compartimos problemas de adaptación, conflictos domésticos, infiernos íntimos (o no tan íntimos)… Rodríguez sabe «la importancia que tiene recordar la identidad o los rasgos de las personas que nos rodean, porque en cuanto las olvidamos es como si en realidad nosotros comenzásemos a borrarnos. Desaparecer. Eso explica la testaruda insistencia de la literatura y las artes para preservar la memoria». Igualmente aprendemos de la mano de Hilario, Eva y Samuel un poco más de América, la patente y empírica, la del día a día a pie de calle, pero también el constructo mental que nos hemos forjado todos, cada uno a nuestra manera. América-lugar, América-idea.

Así, realidad y ficción se abrazan hasta extremos que, en ocasiones, impiden el claro discernimiento entre una y otra, como es de esperar en una composición literaria de este estilo. Precisamente gracias al grado de verdad de la ficción, por medio de los personajes y sus vicisitudes diversas, alcanza la realidad un grado ficcional en toda regla.

La sinceridad de ese autor-narrador-personaje llamado Hilario J. Rodríguez resulta en no pocos momentos de una sinceridad desarmante, incluso dolorosa, para el lector. Éste se siente completamente desnudo ante tal ejercicio de humanidad en bruto, ante la sorpresa de verse tan metido en una ficción verdadera que, apenas pasadas unas pocas páginas, lo engulle. El escritor no responde de la verdad de lo que cuenta –estamos ante una novela, al fin y al cabo—, sino de su verdad acerca de lo que narra. Ahí reside parte del encanto de su propuesta, también parte de su “impiedad” literaria.

En cualquier caso, lo que entendemos por realidad no deja de ser una suma de subjetividades por encima de las cuales cada uno hace prevalecer la suya. Además, escribir novela tiene no poco de desciframiento existencial a toro pasado, tanto como implica de reescritura del destino propio. El mismo acto de narrar conlleva ser otro sin dejar de ser uno mismo, algo así como lo que sucede cuando Hilario se enfunda la camisa a cuadros del anterior inquilino de su eventual hogar americano, el misteriosamente desparecido E. M. Maisel, cuya correspondencia sigue invadiendo el buzón de la familia protagonista.

“El otro mundo” que da título a la novela se refiere, claro está, a América, «ese otro lado del espejo» al que tanta gente quiere ir, la utopía donde quizá se pueda establecer una dirección inesperada a la para nosotros prevista por el destino. Sin embargo, el significado de “otro mundo” va mucho más allá. Se trata del otro lado del espejo, sí, pero relativo a ese ámbito indeterminado de la realidad en que el ser humano busca las claves de las cosas que se le escapan.

Luis Alberto de Cuenca

Desde las páginas virtuales de Literarias, que acaba de cumplir su primer año de vida y ya ha aprendido a andar, envío un cariñoso saludo a todos y cada uno de los miembros de la Asociación de Escritores de Asturias, un grupo humano con el que he tenido el honor y el placer de relacionarme más de una vez en la villa real de Pravia. ¡Lo estáis haciendo muy bien! La literatura de Asturias y de toda España necesita iniciativas como la vuestra. Con mis mejores deseos de año nuevo,
 
Luis Alberto de Cuenca.

 

Historia(s) del cine norteamericano, de Hilario J. Rodríguez. Por Alfonso López Alfonso (18/I/2010).

Hilario J. Rodríguez,
Historia(s) del cine norteamericano,
Calamar Ediciones, Madrid, 2009.
 

VIVIR PARA CONTARLA

El 11 de septiembre de 2001, cuando dos aviones fueron estrellados contra las Torres Gemelas de Nueva York, un tercero contra el edificio del Pentágono en Washington y un cuarto -el épico United 93 de Peter Greengrass- caía sin alcanzar su objetivo gracias a la valentía de sus pasajeros, no saltó en pedazos el mundo. Al día siguiente, el camarero de Boston y el taxista de Chicago, el carnicero afgano y el policía iraquí, acudieron a su trabajo decididos a seguir adelante con sus vidas. El mundo no había saltado en pedazos, pero sí lo había hecho cierta mentalidad occidental y lo harían pronto dos países –Afganistán e Irak— obligados a pagar la cuenta, que todavía no se sabe a cuanto asciende. En el mundo occidental la mentalidad de la invulnerabilidad, esa manera de pensar que hace a los gobernantes con vocación imperialista creer ellos mismos y transmitir a sus gobernados la imperturbable sensación de que están a salvo saltó por los aires el 11-S, porque si algo se demostró ese día –y demostraron después el 11 de marzo de 2004 en Madrid y el 7 de julio de 2005 en Londres- es que nadie, por inocente que sea, está a salvo. El 11 de septiembre no hizo estallar el mundo, pero sí ha instalado en la mentalidad occidental un sentimiento de vulnerabilidad que le era ajeno desde los lejanos días en que se recuperaba de la II Guerra Mundial. Hilario J. Rodríguez habla en las páginas de este libro de cómo le afectó ese cambio: “Aquellos siniestros atentados me obligaron a ver de un modo distinto el cine en general. Ni siquiera las películas comerciales que fui reseñando para Abc, Dirigido por, Les Noticies, Rockdelux, La Vanguardia o Imágenes de actualidad me resultaban familiares; era como si se hubiesen transformado en algo distinto de lo que habían sido. Su inocencia y su superficialidad se convirtieron en algunos casos en verdaderas consignas políticas (…) El cine mainstream, sin ir más lejos, dejó de parecerme un simple pasatiempo. Detrás de muchas imágenes inocentes, he comenzado a ver cosas en las que nunca antes había pensado”. Todo, admite, se fue al traste. La conciencia, la consciencia y la capacidad de análisis del sujeto cambiaron de lugar llevándose consigo el encuadre de una perspectiva bien definida para convertirla en una mirada estrangulada sobre una realidad nueva. Precisamente de esto trata Historia(s) del cine norteamericano, que ya con esa s entre paréntesis nos pone en la pista de la pluralidad focal que ha sufrido nuestra mirada.

Agrupadas por los grandes temas que han ocupado la pantalla norteamericana y, por extensión, la europea, Rodríguez va comentando películas comerciales al alcance de todos los públicos, películas que cualquier ciudadano medio que acuda regularmente al cine ha podido ver en los últimos ocho años: de Banderas de nuestros padres a Alí pasando por Como Dios, Señor y señora Smith y Separados o Spartan, Pozos de ambición, Half Nelson, Plan oculto, World Trade Center y así hasta noventa filmes desmenuzados pacientemente por un escritor de consistente e indudable personalidad. Los conflictos civiles, la familia, el amor, la política, la violencia, la situación de la mujer o la misma Historia –perdón por la mayúscula, que diría Juan Manuel de Prada- son analizados en este libro con originalidad y soltura, y, lo que quizá sea más importante, con una incontestable profundidad de pensamiento. Porque con este crítico se puede o no estar de acuerdo, pero de lo que no cabe duda es de que detrás de cada una de sus páginas hay una sincera reflexión, lo que conlleva que el lector, salga reconfortado o indignado de su lectura, no permanece indiferente. Viéndose contra las cuerdas golpeado tan pronto por un gancho como por un croché de incombustible sinceridad no tendrá más remedio que pararse a pensar. 

La capacidad que tiene Hilario J. Rodríguez para dejarse la piel en cada línea de lo que escribe no se cuestiona. Es de los que piensan que en la biografía propia no puede haber caminos separados para lo que se vive y lo que se piensa, en él experiencia vivida y pensamiento caminan de la mano, a veces tan unidos que en cualquiera de sus recensiones críticas se pueden encontrar referencias personales: una tarde de compras en compañía de su hijo en una librería neoyorkina, la película preferida de su abuela o su ya dilatado peregrinar por la tierra en busca de nuevos paisajes, de nuevos horizontes. Para un vitalista como Hilario Rodríguez realidad y ficción, cine y vida, son indisociables, forman parte por igual de su mundo, de su manera de entenderlo y aprehenderlo. En este sentido, entre las páginas del libro casi salta al cuello del lector la confesión que nos hace al desarrollar la crítica de El club del emperador, de Michael Hoffman, una película de profesores y alumnos, de aprendizajes, de iniciaciones. Al hilo de esta película nos cuenta su primera experiencia como profesor en un instituto de Enseñanza Secundaria. Fue en Moraleja, cerca de la Sierra de Gata, en Cáceres, donde encontró “al alumno más conflictivo que jamás he tenido en un aula”. Un día, mientras realizaba una guardia rutinaria por el instituto oyó llorar a alguien en los servicios. Abrió la puerta y allí se encontró al alumno conflictivo: “Había estado orinando sangre. Quise avisar a la dirección, pero el muchacho me pidió que no lo hiciese, me dijo que quería a su padre y que no deseaba problemas con él ni con nadie. Sus palabras y sus lágrimas me paralizaron. No denuncié aquello y quizás me equivoqué al no hacerlo. Y es posible que volviese a equivocarme a final de curso, al aprobarle pese a tener un cuatro en el examen final. Sobre esas pequeñas (o grandes) equivocaciones trata El club del emperador”.

No creo que haya otro crítico en España con un estilo parecido al de Rodríguez, él avanza enseñando e integrando todo lo que vive y lo que ve con una naturalidad pasmosa: en sus críticas lo mismo puede traer a colación una obra de Heidegger o Adorno que una cita de Sebald o un poema de Carlos Marzal. “Lo que separa a Hemingway y Tarantino, además del talento de cada uno en sus respectivos campos de trabajo, está muy cerca de la línea que separa la vida diaria de la idiotez (o cierta literatura de antaño y una buena parte del cine ac
tual)”, remarca al ocuparse de Collateral, de Michael Mann, encargándose de señalarnos que en Pulp Fiction Quentin Tarantino convirtió en banalidad la naturalidad con que los asesinos del relato de Hemingway hablaban de cosas cotidianas antes de hacer su trabajo. Para él poner a John Travolta y Samuel L. Jackson a enumerar los diferentes nombres que se les dan a las hamburguesas en Estados Unidos y Holanda es apropiarse del recurso banalizándolo.

A Hilario J. Rodríguez, más crítico impositivo que expositivo, nada de lo humano le es ajeno. Su interés por el mundo es inagotable e inabarcable y bajo su mirada las cosas adquieren un nuevo orden, se transforman, iluminándonos unas veces, causándonos cierta sensación de extrañeza otras, siempre admirándonos. Espejo de su autor y reflejo de todos nosotros este Historia(s) del cine norteamericano se lee con cierta aprensión esquizoide nacida de la desconfianza que acecha a quien da un agradable paseo por una ancha avenida con la certeza de que, en uno u otro momento, de detrás de alguno de los árboles que pueblan el camino alguien saldrá para cogerlo de las solapas y sacudirlo una y otra y otra vez.

Los fantasmas de mis ex novias: A todo cerdo le llega su San Martín . Por Tanja Pérez Hunte (18/I/2010).

Los fantasmas de mis ex novias pretende ser una variación romántica del Cuento de Navidad de Charles Dickens. El rol del Mr. Scrooge de turno –por supuesto, convenientemente rejuvenecido y más guapo—, corre a cargo de Connor Mead (Matthew McConaughey), nada avaro en cuanto al dinero, pues se trata de un vividor de tomo y lomo que gana un pastón como fotógrafo de celebridades, pero sí en términos afectivos. Soltero a ultranza, Connor no concibe el amor si no es bajo la forma de un sexo fácil exento de sentimientos. Y como a todo mujeriego sin escrúpulos le llega su San Martín –porque de un auténtico cerdo va la cosa—, cierto día recibe la visita del fantasma del tío Wayne (Michael Douglas), su mentor en las lides donjuanescas, quien le advierte de que esa misma noche será visitado por otros tres fantasmas femeninos. Éstos le acompañarán en visiones de su vida pasada y futura, con la misión de hacerle entrar en razón con respecto a su suicidio emocional y las bondades del amor en pareja.

Semejante cóctel de romance, espectros y viajes en el tiempo, totalmente insípido, tanto como conservador, sólo logra convencernos de que el fantasma mayor de la función no es otro que Connor Mead, un cretino recalcitrante que confunde labia con majadería, franqueza con ofensa gratuita y libertad personal con indecencia. (¿Pero en qué piensan las mujeres –y qué de ellas los guionistas— de esta película?) Apenas salvables resultan, ya que poco más hay dentro de tal despropósito, las presencias de Michael Douglas, un cachondo en toda regla capaz de arrancarnos alguna sonrisa dentro de tamaño bodrio, y de Jennifer Garner, en el papel de Jenny Perotti, encarnación del amor verdadero, una actriz con un talento digno de mejores causas, como bien ha de mostrado en la serie Alias (2001-2006) o en Juno (2007), aquel simpatiquísimo filme dirigido por Jason Reitman y escrito por Diablo Cody. 

 
 
LOS FANTASMAS DE MIS EX NOVIAS (Ghosts of Girlfriends Past). EE UU, 2009. Dirección: Mark Waters. Guión: Jon Lucas y Scott Moore. Producción: Jon Shestack y Brad Epstein. Música: Rolfe Kent. Fotografía: Daryn Okada. Montaje: Bruce Green. Intérpretes: Interpretación: Matthew McConaughey (Connor Mead), Jennifer Garner (Jenny Perotti), Michael Douglas (tío Wayne), Breckin Meyer (Paul), Lacey Chabert (Sandra), Robert Forster (sargento Volkom), Anne Archer (Vonda Volkom), Emma Stone (Allison Vandermeersh)… Duración: 100 minutos. 

Pedro de Silva

Foto: Paco García

¿Es la comunión de los santos o la de los malditos?. Sea una u otra, existe entre los escritores: participan de una misma conjura, pues en el fondo del fondo sólo ellos están en los secretos de la literatura. Pero a la vez cada uno cree estar en posesión del suyo, recela de los otros, odia íntimamente a cada uno de sus colegas. Formar con ellos un rebaño es milagro, y el pastor, santo, ése sí. Con devoción, con reverencia: gracias.

 

 Foto: Paco García. 

Juanjo Barral

 

 

Gracias por hacerlo posible. Va por la palabra que nos une. Salud y verso libre!

Caín, de José Saramago, por José Ángel Ordiz. 14/I/10

Caín, de saramago

josé ángel ordiz

Introito: las mayúsculas que ya faltan, como las muchas que faltarán a continuación, sólo pretenden celebrar una de las singularidades del autor portugués en su caín, obra que motiva este texto mío.

En ciertos sanatorios parecen pretender que, tras ser uno reparado por sus médicos, no salgas de ellos con vida o, cuando menos, que necesites nuevas reparaciones de inmediato. Casi nadie me conoce, tengo el placer de ser un escritor prácticamente invisible, y por eso debo indicarle al posible lector, para su mejor gobierno, que hablo desde mi cojera, agravada con la edad, y desde mis bastones, que me ayudan y me traicionan casi por igual. Pues bien, intentaba abandonar yo la ovetense clínica asturias (que cada palo aguante su vela) cuando no hallé el modo de salir con ciertas garantías de no tener que ingresar de nuevo: llovía, y la ridícula rampa mojada, sin pasamanos, no me ofrecía más seguridad que los dos escalones humedecidos por este llover nuestro, tan experto, milenario. Una enfermera pía acudió en mi ayuda y se prestó a socorrerme. La miré, exclamé: ¡Me cago en los premios nobel! Pobre enfermera. Pensaría: Pobre hombre; cojo severo, ido, qué poema.

Ya lo escribió Lorca, el de los huesos que no encuentran: la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos. En los enfermos que no pueden leer, por no tener un libro a mano o por los dolores, o simplemente porque no les guste leer, añadiría yo en mera prosa. Yo sí había mitigado esa oscuridad detenida con la lectura del caín de saramago.

Tras unos inicios espléndidos, jocosos, irónicos –saramago en estado puro, escribiría algún crítico cualificado-, esa novela corta, disfrazada en la maquetación de novela más extensa, va poco a poco naufragando en un diluvio de esos que sólo benefician a los peces, al parecer no criaturas del señor, pues nunca se los tiene en cuenta cuando hablamos de diluvios universales, de extinciones totales por excesos acuáticos. Y ese naufragio progresivo de la última novela de saramago -con lógicos coletazos de calidad, por supuesto, y con unos diálogos chispeantes, coruscantes, sí- le hace a uno (o sea, a mí) agradecer que el relato sea corto: reiteraciones, la misma inquina de nuevo…

Me cagué en los premios nobel porque, además de haber acabado ya con la carrera literaria de algunos maestros míos, camilo josé cela, gabriel garcía márquez, de nuevo amenazan a otro, a josé saramago. ¿O quizá debería haberme cagado en la edad? Ay si mi Saramago hubiera escrito caín diez o veinte años antes, antes del nobel. Diez, veinte años antes, saramago no hubiera escrito caín como con prisas, con ganas evidentes de llegar al final, de quitarse el relato de encima. Pero por entonces, claro, tenía entre manos el evangelio según jesucristo, y el maestro saramago, por muy innovador y moderno que sea, no es uno y trino a la vez.

A propósito de caín, también es bueno el inicio de balada de caín, otra novela muy corta con la que manuel vicent obtuvo el premio nadal hace años, obra que también naufraga según pasan las hojas, como si el propio caín, o la maldición del señor, impidiese escribir una obra magistral, de principio a fin, sobre la vida errante del fratricida.

Epílogo: los deístas (qué coño es ser eso, deísta, me preguntó una vez uno de mis personajes) tendríamos cierta vía de escape si alguien nos acusara de tratar mal al señor, pero tú, maestro, ateo confeso, de palabra y por escrito, ¿qué excusa tienes tú para cargar contra dios, hasta la fatiga del lector, hasta la redundancia, para cargar contra algo que para ti no existe? Noto que te ríes de mí, que piensas, Ya picó otro, como hizo esa iglesia que tanto me ayuda a vender libros, otro que no sabe distinguir lo más o menos real de lo más o menos ficticio. Pero yo también me río ahora. ¿Sabes tú por qué?