
50 Años de la muerte de Billie Holiday, por Roberto Quiroga. 27/04/2009

Geografías. Locuras sin fundamento. Por Hilario J. Rodríguez. 24/04/2009.
Cada época produce sus héroes y sus monstruos, y los artistas suelen situarse en la intersección entre ambos. Ahora vivimos un momento de domesticación cultural, en el que los cantantes y los escritores aceptan el incierto papel de intelectuales o de showman que les adjudican el mercado y las sociedades interesadas en canalizar su discurso. Los herederos del romanticismo han ido desapareciendo poco a poco y con ellos han comenzado a disiparse las ambiciones que animaron la filosofía de Friedrich Nietzsche, la obra literaria de James Joyce o el cine de Dziga Vertov. Ya no quedan quienes de verdad quieran poner en entredicho las reglas y los valores establecidos. Todo lo más aparece de cuando en cuando algún gamberro que nos hace soñar, como Michel Houellebecq o Quentin Tarantino; incluso los raros y los extravagantes, como Tim Burton, han acabado convirtiéndose en gente normal. Por eso prestamos tanta atención a los enfermos y a los locos si nos proponen algo, aunque en principio pueda parecer el trabajo de un niño. Su visión, que suele ser anárquica e irreverente, nos descoloca durante unos instantes, cuestionando nuestra comodidad liberal y burguesa.
Crumb (1994, Terry Zwigoff), American Splendor (ídem, 2003, Shari Springer Berman y Robert Pulcini) y El Diablo y Daniel Johnston (The Devil and Daniel Johnston, 2005, Jeff Feuerzeig) tratan sobre los problemas que entraña la identidad personal, especialmente cuando en ella se mezclan el talento y la locura, las actitudes obsesivas y la desnudez emocional, la degradación y el aplauso mayoritario, el fundamentalismo cristiano y el capitalismo, la enfermedad y la fama, el poder y el miedo… Sus imágenes, más que indagar en la personalidad de Roger Crumb, Harvey Pekar y Daniel Johnston, fijan su atención en el espejo deformante que a veces pueden ser los medios de comunicación (más que nada las televisiones y las emisoras de radio), donde nadie es lo que parece. Ni siquiera el cine es un medio lo suficientemente amplio como para ofrecer un retrato fiable de un ser humano. Resulta necesario explorar desde todos los ángulos posibles, hacer ejercicios de sampling. En El Diablo y Daniel Johnston, por ejemplo, se utilizan cintas de casete, diapositivas, dibujos, recursos propios de los videoclips, escenificaciones teatrales, técnicas de animación… Además, el montaje mezcla antiguas películas en súper 8, rodadas en los años ochenta, y tomas realizadas recientemente. De ese modo, el antiguo diario fílmico de Daniel Johnston, mientras vivió los mejores momentos de su breve esplendor artístico, se imposta al trabajo del director Jeff Feuerzeig en la actualidad, después de que el compositor y dibujante haya atravesado más de diez años en diferentes sanatorios psiquiátricos. Algo así permite que lo objetivo y lo subjetivo coexistan a lo largo de la película, ofreciendo un retrato tan real como ficticio del personaje principal, a quien nunca llegamos a conocer ni comprender por completo. Sin embargo, no es preciso apreciar la música o los dibujos de Daniel Johnston para sentir interés hacia él, gracias al enorme cúmulo de procedimientos utilizados, que ponen de relieve lo difícil que es describir a un ser humano y lo fácil que es caricaturizarlo si nos conformamos con una sola perspectiva.
Hace años Privilege (1967, Peter Watkins) y One Plus One/Sympathy for the Devil (1968, Jean-Luc Godard) relacionaban el mundo de la música con la revolución. Sus protagonistas, más que cantantes, parecían seres mefistofélicos capaces de pactar con el mismísimo Satanás y arrastrar a las masas en cualquier dirección. Las canciones para ellos eran casi conjuros, consignas políticas que convertían al público en un ejército potencial. La película de Jeff Feuerzeig, en ese sentido, muestra un paisaje bien diferente, en el que el personaje principal ha perdido el favor del Diablo y se ha convertido en su víctima. Daniel Johnston, que en principio se benefició de las cualidades terapéuticas de la música, finalmente aparece como un ser desvalido que, con más de cuarenta años, depende todavía de los cuidados de sus padres y de los medicamentos antidepresivos. No es fácil saber cuándo se torcieron las cosas en su vida de forma irreversible, y El Diablo y Daniel Johnston tampoco intenta imponer una sola hipótesis. Cabe en lo posible que su timidez y su aislamiento tuvieran algo de culpa, junto a sus difíciles relaciones con su madre, su continua ansiedad por conquistar el éxito, una frustrada relación amorosa con una compañera de universidad, las drogas, el alcohol… Pero también es preciso tener en cuenta que comenzó a ganar notoriedad al mismo tiempo que la música grunge estaba en su apogeo y que su caída en desgracia casi coincidió con el suicidio de Kurt Cobain.
Daniel Johnston responde, en cierto modo, a las credenciales de muchos artistas estadounidenses: narcisista, asocial y ambiguo. En él no sólo se confunden nociones como realidad y ficción, sino también tranquilidad y violencia. Todo en él es ambivalente. Incluso su música y sus dibujos pueden ser apreciados o denostados con igual facilidad. Aunque la suya es una historia menos melodramática que la que Jonathan Caouette cuenta sobre sí mismo en Tarnation (ídem, 2003), al final acaba siendo más desgarradora, porque el arte no sirve para redimirle de su triste condición.
Madrugadas con Poe. Por Nieves Viesca. 23.04.2009
Paco Abril. Por Redacción. 23/04/2009
Paco Abril es director de programas educativos, en la Fundación Municipal de Cultura de Gijón. Ha preparado para esta institución treinta exposiciones de cuentos que, en la actualidad están girando por toda España. Asimismo es el autor de los textos y las fotografías de la campaña "Contadnos cuentos, por favor", promovida por el Ayuntamiento de Gijón. Es el creador de La Oreja Verde, suplemento infantil del diario La Nueva España. Autor, entre otros, de los libros infantiles La niña de la nube, ¿Sois vosotros los Reyes Magos?, Resdán, La pregunta del cuco, Colores que se aman y El espejo de los monstruos (teatro).
A través de las páginas de un libro, ¿podemos viajar, sin movernos del sitio, a otros lugares o momentos, viendo por los ojos del autor? ¿Es la lectura un viaje?
La metáfora de la lectura como viaje empieza a desgastarse de tanto usarla. También los drogadictos afirman viajar gracias a las sustancias que ingieren. De todas maneras, lo de viajar podría ser una imagen aceptable para quienes están enganchados a la literatura, pero resulta pretencioso, y nada creíble, cuando se utiliza para intentar promocionar la lectura.
¿Consideras que la LIJ es un género menor, una literatura de segunda?
Sólo hay una literatura de segunda, y esa es la mala literatura. La buena literatura infantil sirve para todos, la mala para nadie.
¿Piensas que el cine, la televisión, el vídeo, son una amenaza para la lectura o, por el contrario, se refuerzan mutuamente?
No creo que sean ninguna amenaza. Sí son una amenaza, sin embargo, quienes se empeñan en que son medios incompatibles y emprendenagotadoras y estériles cruzadas contra la “invasión” audiovisual.
Cuando escribes, ¿es posible prescindir de uno mismo? ¿El escritor va dejando necesariamente trozos de su vida entre las páginas de los libros que escribe, o se podría afirmar que es sólo ficción, que el autor y su obra son caminos paralelos?
No nos pongamos trágicos. Nadie puede prescindir de sí mismo. Es como creer que un atleta puede dejar sus vísceras en la línea de salida para correr más ligero. Cuando andas eres tú mismo, aunque camines imitando al pato Donald; cuando hablas eres tú mismo, aunque finjas otras voces y, cuando escribes, por mucho que te empeñes, y por muchas vidas que imagines, toda tu escritura pasará por el tamiz de ti mismo. Todo escritor muestra bastante de lo que es en lo que da a leer. Lo difícil, en los buenos escritores, es saber qué es eso que deja de sí mismo en la escritura, aunque algunos son tan torpes que se les ve todo desde las primeras líneas.
En España, según las estadísticas, se lee muy poco. ¿Cuáles pueden ser las causas de ese hecho? ¿Qué habría que hacer para despertar el apetito lector entre los jóvenes?
Es necesario subrayar que no nacemos no lectores, sino que, por diversas y complejas causas, se nos trata de hacer no lectores desde que nacemos. Si pudiéramos rebobinar la película de la vida de uno de esos jóvenes no lectores, comprobaríamos que, lo más probable, es que, de niño, nadie le contó cuentos, que jamás vio a sus padres con un libro en la mano, que en algún momento alguien le afeó que no leyera, que le obligaron a leer obras que no entendía, que le sermonearon diciéndole que la televisión era muy mala y los libros muy buenos… y otros argumentos similares. Lo que habría que hacer es precisamente lo contrario, esto es, contarles cuentos a los niños desde que nacen, y hacer que el libro forme parte de lo cotidiano, al que se recurre desde para preparar una receta de cocina, consultar una palabra, vivir una aventura amorosa o de ciencia ficción, o utilizarlo para subirse en él y coger otro libro que no alcanzamos. Hay que favorecer actitudes positivas hacia la lectura, y sacar al libro de ese callejón sin salida de lo fatigoso, lo obligado, lo excepcional, lo sacralizado y lo tedioso.
¿Qué autores han influido más en tu labor de escritor? ¿Qué novelas consideras imprescindibles?
Escribió Nietzsche: “Lenta es la experiencia de los pozos profundos, tardan mucho en saber lo que cayó en su fondo”. Nuestras influencias, para lo que ahora somos, se encuentran en ese pozo profundo. Pienso que, en mi deseo de escribir, pudieron influir unas lecturas determinadas, pero, quién sabe, a lo mejor fue un primer amor frustrado de niño el que me incitó a poner en un papel mi desilusión, y desencadenó el deseo de continuar haciéndolo. Así que, a lo mejor, empecé a escribir para entenderme, no para comunicarme. Entre las lecturas que creo influyeron en mí, o al menos me dejaron una profunda huella, están, de niño: Las aventura de Guillermo, de Richmal Cromptom (los treinta libros que se publicaron fueron más decisivos para mí que toda mi escolarización posterior); Dos años de vacaciones, de Julio Verne; Robinson Crousoe, de Defoe; La isla del tesoro, de Stevenson; Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain; La llamada de la selva, de Jack London… Un poco más adelante: La Perla, de Steinbeck; El viejo y el mar, de Hemingway; El barón rampante, de Italo Calvino; Relatos de lo inesperado, de Roald Dahl, y un larguísimo etcétera en el que incluyo la poesía de Antonio Machado.
Cabe pensar que eso de escribir es siempre algo que resulta agradable, que no supone ningún esfuerzo. ¿Es cierto?
Hay muchas actividades que siendo agradables suponen esfuerzo. Jugar, para los niños, es muy agradable y gratificante, aunque les suponga un gran esfuerzo. Cuando algo nos interesa nos esforzamos en e
llo, ponemos nuestra perseverancia en conseguirlo. Escribir para mí es un esfuerzo, a veces enorme, pero que me compensa, de lo contrario no lo haría.
¿Qué características debe reunir, a tu juicio, un buen libro infantil?
Ojalá lo supiera. Nos ayudaría mucho a establecer pautas de lo que es un buen libro infantil el que hubiera una buena crítica de esa literatura. Considero, de todas formas, que tendría que ser, sobre todo, un libro bien escrito (resulta increíble que haya que pedirles a los escritores que escriban bien). Además, un buen libro, tiene que interesar a quien lo lea, pues, como dice un proverbio napolitano, un relato no es nada sino te dice algo sustancioso sobre tu vida. Ahora, cada vez más, se están publicando cuentos para niños que carecen de sustancia. Después de leerle a una niña de cuatro años uno de esos libros, me dijo muy seria: “Ya acabó, y todavía no empezó”.
Hay tres problemas relacionados con la Literatura Infantil y Juvenil en que prácticamente todos están de acuerdo: la llamada “invisibilidad”, la excesiva dependencia escolar y la moralina. ¿Qué opinas al respecto? ¿Cómo solucionar estos problemas?
Quien es invisible es la infancia. A todos los efectos, los niños y niñas no existen. Existe una subespecie llamada escolares, que es para la que se dedican esfuerzos y recursos, aunque escasos. Como sólo existen escolares, y no niños y niñas, la literatura que se les ofrece también está escolarizada, es decir, instrumentalizada por la escuela. Se buscan aquellos libros que sirven a los propósitos de la escolarización, no a las necesidades reales de los niños y niñas. La moralina, tan mal vista, ha adoptado un nuevo ropaje, el ropaje de lo que ahora se llama la educación en valores. Sería un tema muy interesante para reflexionar, pues todo el mundo habla de la necesidad de educar en valores y pocos saben explicar lo que eso significa. El problema se resolvería procurando que los niños y niñas leyeran libros que no tuvieran nada que ver con las exigencias escolares
(Aquel) Abril. Por Rafael Suárez Plácido. 22/04/2009
En abril ya han florecido lilas en el jardín, junto a la ventana que da al monte San Ginés. En abril ya han florecido las lilas como cada año, como hace ochenta años predijo Thomas S. Elliot en los enigmáticos versos de su Tierra devastada. Abril sigue siendo el mes más cruel. Ya me lo avisó hace unas semanas una amiga con palabras parecidas. Estos días leo novelas de un autor japonés, Haruki Murakami. Me ha gustado especialmente Tokio blues, editada por Tusquets. Murakami también parece estar de acuerdo, “Sin duda, abril es el peor mes para estar solo. En abril, a mi alrededor todo el mundo parecía estar feliz.” Un día soleado, en el que todos parecíamos felices, alguien me decía que los personajes que aparecen en este libro eran personajes descolocados que vivían amores muy peculiares. Así es, efectivamente. Y además no parece que hagan nada para evitar las pequeñas catástrofes que se les avecinan. Pero lo que más me llamó la atención de ese comentario es que yo me había visto reflejado en ese libro. Me parecía que sus personajes, especialmente el protagonista, Watanabe, actuaban de la manera que yo vengo haciéndolo en los últimos años. Quizás entonces yo sea un personaje descolocado con amores peculiares. Y se me viene a la cabeza aquella frase que oí a mi maestro Gonzalo Torrente Ballester, “Pero mire usted, caballero. Es que a mí en el fondo solo me interesan los personajes descolocados.”
Abril, los primeros días de sol. La Semana de Cine de Aracena. Este año la llaman “La otra orilla”, como aquella película de Juan Sebastián Bollaín en la que participé y en la que conocí a su sobrina, la niña que ya me había emocionado tanto en El Sur, siempre el sur, Iciar Bollaín. Me pareció muy buena la película que culmina la trilogía sobre el azar y la muerte de Alejandro G. Iñárritu, Babel: una película donde los personajes también son arrastrados a situaciones que momentos antes nunca habrían esperado. Pero ellos no hacen como los personajes de Murakami, porque ellos sí luchan para cambiar sus destinos. Algunos son recompensados, y otros no: como en la vida. Babel es una amalgama de razas y lenguas, símbolo de este mundo globalizado que nos ha tocado vivir. Es curioso constatar lo solos, lo indefensos que estamos en México, o en Japón, o en los Estados Unidos, o en Marruecos, en el sur, en el Ártico. Con cuántas ganas volví a ver Los amantes del Círculo Polar, una de las mejores obras de Julio Medem, en mi opinión el mejor director español en activo del momento. Y cuando digo “en activo”, pienso en El Sur, en Víctor Erice, de nuevo. Una película donde no sobra ni una palabra, ni un gesto, ni una imagen. La volví a ver después de una conversación con un compañero, una de esas conversaciones soleadas que también se dan en abril, en las que ambos se escuchan con placer, como también ocurre en las películas de nuestro amado Rohmer. La volví a ver y me dejé llevar por ese mundo caótico que el azar va transformando en momentos de belleza. La historia de Otto y Ana. Fantásticos Fele Martínez y Najwa Nimri. Fantástico también, como siempre, Nancho Novo en el papel de ese padre inverosímil de un hijo rebelde y atormentado, que no conoce más leyes que el amor a dos mujeres, su madre y Ana, y a los sagrados lugares que lo vinculan a ambas. Ya saben, a estas alturas ya lo saben, que para mí también son importantes los lugares. Y sus ojos tan negros y tan tristes, pero tan hermosos. Y las lilas junto a la ventana. Repaso el libro de Murakami. Me encanta el personaje de Midori al que reconozco a mi lado y me encuentro con algo que también ya sabía, aunque contradiga a Eliot: “Cuando terminó abril llegó el mes de mayo; mayo fue mucho peor que abril. En mayo, en plena primavera, ya no pude evitar sentir cómo se estremecía y temblaba mi corazón.” Yo, al final, siempre vuelvo al sur y, al final, siempre, a sus tristes ojos tan negros.
La matanza. Por Alfonso López Alfonso. 21/04/2009
No hay primavera sin invierno, ni vida sin muerte, dice uno de los personajes de Rockandrolla, la última gamberrada de Guy Ritchie. Eso mismo pensarían los cerdos si intuyeran para lo que engordan cada año en sus pocilgas. Exactamente eso significa el samartín. La matanza del cerdo, como la caza, nos recuerda lo básicos que somos: matar es sobrevivir y sobrevivir es estar bien adaptado. Cierta supuesta inteligencia desarrollada ha permitido disfrazar esto en el mundo ultramoderno que habitamos –mientras, por cierto, vampirizamos sin piedad a la mitad de la humanidad-. Preferimos el eufemismo a la cruda realidad y la violencia virtual a la real. Pero la violencia real, no la de los juegos de la Play o de la Wii ni la de las películas de Quentin Tarantino, forma parte del mundo. Este capitalismo radicalmente librecambista que parece que se derrumba –a ver si hay suerte- se caracteriza por esquilmar a muchos y engordar a unos pocos, pero es tal su atractivo, su capacidad de sugestión, que ha potenciado ideas algodonosas, tontos hedonismos que nos han hecho perder la perspectiva. Hemos alejado por completo la muerte de nuestras vidas, procuramos no pensar en ella más que como una posibilidad de broma, como si eso siempre les pasara a los demás o sólo ocurriera en la pantalla o en los juegos de rol. La muerte, sin embargo, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, ha formado siempre parte de la vida, es más, lleva siglos viviendo de ella, y las matanzas de todo orden –también las de seres humanos- andan con nosotros desde que somos especie. Ahora las partes del cerdo las encontramos asépticamente dispuestas y embasadas en las estanterías de los supermercados, ya ni siquiera es necesario pedirle al carnicero que nos despiece unas costillas o un solomillo, directamente podemos coger todo eso de la cámara frigorífica en la que está perfectamente etiquetado, entre los filetes de potro y el entrecot de buey. No tenemos ni idea de cómo se mata un cerdo, ni un ternero, ni un pollo. Podemos saber –o creer que sabemos, y llegar a protestar por ello- cómo dan muerte a las focas en Canadá y al mismo tiempo ignorar por completo el funcionamiento de los mataderos de pollos y otros animales que acabarán en nuestro plato.
Hace entre veinte y treinta años, cuando asistía con asombro a los primeros compases de lo que me parecía un mundo que nacía y estaba en realidad agonizando, en mi casa de Moncóu ya se tenía completa consciencia de que la violencia únicamente engendra violencia y es importante poner a los niños a salvo. La infancia es una edad absorbente y vulnerable –con los años no cambiamos nada y, como a las bayetas usadas, se nos estropea la capacidad de absorber- en la que aprendemos fácilmente y a menudo por imitación. Ser conscientes de esto hacía que los adultos de mi casa protegieran a los niños de la visión de la matanza del cerdo. Era una violencia cotidiana, formaba parte de los ritos de la vida en el campo, de nuestra existencia, y siempre llegaba la edad en que estabas preparado para aprender. Sin embargo, mientras te consideraban niño te apartaban de aquel ritual porque la imitación podía llevarnos a poner en práctica aquellos gestos entre nosotros. Había mucho miedo, seguramente fundado, a que del mismo modo que se jugaba a los médicos o a los oficios de los padres –allí casi siempre éramos picadores de la mina- pudiéramos también imitar la matanza del cerdo y hacer que el juego acabara ajustándose a cualquier escena de la saga Saw. Pero la curiosidad, como se sabe, siempre se ha llevado muy mal con las prohibiciones y los niños tratábamos de atisbar lo máximo posible de aquella actividad que nos vedaban.
La primera vez que vi matar un cerdo tendría cuatro o cinco años y me dejó la impresión de que comerse un cerdo es agradable, pero verlo morir -puedo garantizarlo porque después tuve ocasión de comprobarlo muchas veces-, no lo es. Aquel día, mientras los demás trajinaban, me había quedado a cargo de mi hermana Josefina. Ella, más o menos me había secuestrado en una habitación de la parte trasera de la casa donde, al cabo de un rato de estar tumbada en la cama, acabó quedándose dormida (las noches son para dormir y el día para descansar, que no somos de hierro, solía repetir ella creo que siguiendo a Blas de Otero). En cuanto vi la oportunidad, salí de allí y me encaminé hacia la terraza con intención de saciar mi curiosidad acerca de la matanza.
La terraza, en la parte delantera de la casa, sobre la bodega, era un lugar privilegiado para contemplar cualquier cosa que sucediera en los alrededores. Desde allí se podía controlar tanto la corte de los gochos, que estaba en el inicio de la ladera, a unos cincuenta metros de la casa cogiendo el camino del monte, como el portón del garaje, pegado a la bodega donde se ejecutaba aquel día el ritual de la matanza. Al salir ya pude oír el jaleo de gritos que los hombres se traían en las pocilgas. Poco después oí un chillido estremecedor que provenía del mismo lugar. Pronto vi salir de allí a tres hombres agarrando un cerdo e intentando encaminarlo hacia el garaje. Uno lo llevaba atado por la mandíbula superior con lo que parecía un cable de acero e iba guiándolo, mientras los otros agarraban una oreja cada uno y empujaban al animal con cara de pocos amigos y voces destempladas –“¡anda bicho, cagún la puta que te parió!” y cosas así era lo que decían-. En el descenso de la corte al garaje pasaron ante las barandillas de la terraza, muy cerca de mí, pero ocupados como estaban ninguno me prestó atención. El camino perdía en poco trecho bastante nivel porque estaba trazado aprovechando la roca sobre la que mi padre decidió en su día construir la casa, así que desde la terraza donde me encontraba hubo un momento que casi dejé de ver a los hombres y al cerdo hasta que aparecieron de nuevo entrando en el garaje, cuyo interior, gracias al enorme portón de dos hojas abierto de par en par, era perfectamente visible.
Allí dentro había un banco de madera muy ancho y bastante largo, una bacita llena de agua humeante, cadenas y ganchos que colgaban del techo, hombres con monos azules y botas de goma y mi tío Pepe vestido igual que los demás y con un cuchillo estrecho, largo y que parecía consistente en una de sus manos. Estaba también mi madre con un balde en una mano y un cucharón de madera en la otra. Durante todo este tiempo el cerdo no había parado de chillar. Los que lo bajaban, con la ayuda de algún otro que estaba en el garaje, lo tumbaron de costado en el banco y lo sujetaron con fuerza. Mi tío Pepe se abrió camino entre aquella gente lanzando alguna orden imprevista en tono imperativo, un tono que sólo se le consentiría a los sabios del Areópago o a los chamanes de la tribu, un tono, se desprendía por su actitud y la de los otros, que era el propio de una voz con autoridad. Los demás se reprochaban en tono febril, impaciente, un tono que era consecuencia de la prisa del momento, de la emoción o de vayan a saber ustedes qué, alguna que otra cosa: “¡Agarra bien ahí, joder!; ¡Esa pata, hostia, esa pata!” Entonces, casi de improvisto, mi tío Pepe, con un gesto experto hundió aquel cuchillo largo transversalmente en lo que yo diría que era el cuello del cerdo –si es que los cerdos tienen cuello- y se veía por la trayectoria que buscaba el corazón. Cuando, con otro gesto no menos experto, lo sacó, la sangre saltó en un chorro muy abundante. Rápidamente mi madre puso el balde para recoger aquella sangre que salía aún viva y, a medida que iba cayendo, ella removía sin parar con el cucharón de madera. Para entonces los gañidos del animal eran de una intensidad desgarradora y yo estaba como clavado en mi sitio. Algo en mi interior me decía que no debería estar contemplando aquello, pero al mismo tiempo algo me impedía moverme, algo me impedía siquiera parpadear. La sangre, con ritmo de respiración desesperada, manaba y se contraía con cada chillido del animal. Era un espectáculo pavoroso, con una puesta en escena que de alguna manera me había hecho entender instintivamente aquella metáfora de la condición humana, aquel ritual que mezclaba el horror de la muerte con la necesidad de la subsistencia. Fue todo lo que me dio tiempo a ver. No supe de dónde había salido la mano que me tiraba de la oreja hasta que oí a mi hermana Josefina regañándome y arrastrándome sin contemplaciones hacia el interior de la casa.
Quevedo íntimo. Por Francisco Alba. 20/04/2009
No recuerdo la orden religiosa a la que pertenecía el monasterio donde Quevedo fue a pasar los últimos días de su vida, ya quebrantado y enfermo, y donde murió en 1645. Hoy ese lugar es un hospedaje en el pueblo manchego de Villanueva de los Infantes, en mitad del Campo de Montiel. Quevedo acudió a recibir los cuidados de los religiosos desde su señorío en la Torre de Juan Abad, un pueblo que está a unos 15 kilómetros al sur de Villanueva. De la visita a esta aldea recuerdo la voz del vendedor de ajos amplificada por un altavoz. Con una furgoneta recorría las calles de ese pueblo fantasma. Los vecinos dormían la siesta infinita del mediodía manchego: “venga mis parroquianas, que ha llegado el ajero. Traigo ajos hermosos.”
En el centro de la plaza de la Torre de Juan Abad hay una estatua de Quevedo que lo representa sentado en una silla, reflexionando tal vez sobre la decadencia y ruina de España, o quizá buscando el último verso de un soneto satírico. De esta aldea fue señor, orgulloso señor, porque Quevedo, como Velázquez, tenía prurito de nobleza y presumía de castellano viejo. No pudo escoger pueblo más deprimente para estudiar y escribir: “Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos.” Parece el exilio póntico de Ovidio. Asombra que el bueno de Quevedo se hubiera encaprichado por este poblacho. Pero mejor ser señor de un villorrio que no ser señor de nada. La corte de Felipe IV se detuvo en cierta ocasión de camino a Andalucía en estos dominios del poeta. No es difícil imaginar el orgullo de Quevedo.
En este pueblo se encuentra una casa museo donde pueden contemplarse manuscritos del escritor. Recuerdo una firma suya en un documento, la letra ilegible y temblorosa. Esa firma escrita a las puertas de la muerte era la viva expresión del desengaño de la vida y la caducidad de las cosas, tan elocuente como uno de sus fantásticos sonetos. Me imagino a ese hombre adusto y antipático, de un vivísimo ingenio, políglota, vestido con sus ropas negras y la cruz de la orden de Santiago bordada en el pecho, con los anteojos sobre la nariz, empuñando la pluma y murmurando una palabra… soez.
Quevedo abandonó sus dominios y pasó, como decía, a la vecina Villanueva para acogerse al cuidado de los monjes del monasterio. Allí ocupó una celda que hoy puede visitarse, pues se conserva muy bien. Recuerdo que desde la ventana se veía la calle y enfrente un colegio, podía ver a los niños tras las ventanas, en la clase, divinamente ajenos a la muerte del poeta y a mi estúpida visita. La hospedería es un museo dedicado al recuerdo de Quevedo, en los largos pasillos entre un edificio y otro hay vitrinas que contienen ediciones facsímiles de sus libros y otros objetos relacionados con Quevedo y su época. Quedar unos momentos solo en la celda donde se nos dice que el autor de Los Sueños murió religiosamente produce un escalofrío. Villanueva de los Infantes no atrae mucho turismo, así que no hay que temer aglomeraciones, ni siquiera guías. Esa pequeña estancia es uno de los faros desde donde irradia, olvidada del mundo, apartada de autopistas y aeropuertos (granjas de humillación) el espíritu de Europa. Otros lugares secretos son el château Montaigne en la Dordoña, la Spinozahuis de Rijnsburg, la casa am Frauenplan de Weimar donde vivió Goethe o el Recanati de Leopardi. Son lugares dejados de la mano de Dios y sin duda por eso se han salvado de los bombardeos y la destrucción.
El destino de Quevedo era estar ligado a edificios que con el tiempo habrían de convertirse en hoteles. San Marcos de León donde estuvo preso y donde arruinó su salud por las pésimas condiciones del cautiverio es hoy un hotel de lujo.