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De codicias y gremios de José María Merino

Artículo publicado en el Boletín nº 53 de CEDRO

A lo largo de las numerosas charlas, conferencias e intervenciones públicas en las que he venido participando por mi dedicación de escritor, he topado varias veces con ese espectador en cuyas sospechas o certidumbres se refleja, al parecer, mi naturaleza codiciosa. Más de uno o una me han preguntado, no sé si con inocencia, si dejé la poesía porque no me producía dinero; en bastantes otras ocasiones me han espetado, con indudable reproche y radical generalización, que «los libros son muy caros», insinuando que el supuesto precio alto gravita sobre todo en el porcentaje de beneficio que a mí debe corresponderme; cuando, al referirme a las actividades de ciertos «cuenta-cuentos», opino que un cuento literario debe leerse o recitarse de memoria, pero no reinterpretarse libremente según el criterio del narrador de turno –como exigimos del actor que recita el monólogo de Hamlet o las lamentaciones de Segismundo–, se me pide aclarar si esa opinión, más allá de la estricta equidad estética y moral, no supone una simple defensa acérrima de un texto que debe generar derechos económicos.

Creo que este tipo de experiencias llegó al colmo no hace muchos meses, al participar en un seminario cuyo tema central se relacionaba con la ficción de transmisión oral, cuando recordé, ante el entusiasmo analfabetístico general que se estaba manifestando, que los principales valores y la memoria más densa de nuestra cultura provienen de la escritura difundida y democratizada por medio del libro a través de la imprenta, y que la pura oralidad, con todo su encanto, corresponde a un tipo de sociedad ya rebasada por nosotros, para bien o para mal. Señalé que ahora, ante esa neo-oralidad, por otra parte tan pobre, que los medios audiovisuales van imponiendo, lo que hay que defender y utilizar con insistencia, para la formación de los más pequeños, es precisamente el libro, y su lectura. Mis advertencias fueron rebatidas con ese argumento que presupone en mí una codiciosa voracidad profesional: cómo yo no iba a defender el libro, si estaban en juego mis posibles derechos de autor, nada menos.

Las alusiones al excesivo afán de defender sus derechos económicos, y a las hipotéticas ganancias de los escritores, aflora en bastantes ocasiones, haciéndome pensar, como he señalado al principio, que esas personas que me interrogan desde el público tienen una idea de los autores como especimenes ávidos sobre todo de beneficios dinerarios, lo que no debería ser adecuado para una tarea que, popularmente, se considera vinculada de manera confusa con el campo del espíritu y, por lo tanto, inefable, ideal, indigna de contaminarse con algo tan material y utilitario como eso que, sin embargo, cualquier persona del planeta Tierra considera lógico percibir a cambio del desempeño de un oficio o profesión, de la venta de cualquier cosa, trabajo o mercancía.

En el subconsciente de mucha gente común –aunque tales interpelaciones pueden también provenir de personas relacionadas de alguna forma con lo artístico o lo literario– subyace la idea de que los artistas, los escritores, como los músicos callejeros o los antiguos rapsodas ambulantes, deberíamos ofrecer el producto de nuestro ingenio a cambio de ese casual mecenazgo llamado «la voluntad», la propina.

La idea de que una ficción, un poema, un ensayo, una pieza dramática, y, en general, el fruto cumplido de la imaginación de un autor, son elementos cuya evaluación no pertenece a este mundo –sobre todo en lo económico– está todavía demasiado extendida, como si escribir no supusiese un trabajo, un esfuerzo, y el autor no necesitase pagar su alquiler y los gastos de su manutención, y no tuviese derecho a que los frutos de ese esfuerzo y ese trabajo le produjesen una renta, como cualquier otro patrimonio, cuando además, en este caso, es un patrimonio ganado limpiamente, con el sudor propio, ajeno a cualquier tipo de especulación o explotación. El colmo de lo contradictorio es que vivimos en una sociedad que tiende a banalizarlo todo, y que solo parece valorar, precisamente, lo que cuesta dinero.

Creo que hay pocos productores tan amenazados por la defraudación, a la hora de percibir las rentas de su trabajo, como los autores. El trabajo de autor tiene una vulnerabilidad y debilidad social históricas.

No deja de ser significativo que el único derecho de propiedad que se extingue por el simple paso del tiempo sea el intelectual. No defiendo que tal derecho debiera ser heredado por todos los sucesivos descendientes naturales del autor, pero acaso podría seguir vigente sin plazo de caducidad, aunque fuese en minúscula cuantía, para acrecer aquellos aspectos del dominio público susceptibles, precisamente, de ayudar a los autores vivos, de difundir las obras clásicas de más difícil aceptación, de animar a la lectura, o de apoyar a las bibliotecas, por ejemplo.

Conozco gente que sigue siendo dueña de las tierras que poseían sus antepasados en tiempos de Cervantes, pero de las rentas de la imaginación y la labor del manco sano apenas pudo vivir él mismo, que en el Viaje del Parnaso, al final de su vida, poco antes de recibir la más amarga de las sorpresas, saber que un tordesillesco plagiario le había robado el Quijote, confiesa no tener ni una capa:

…por eso me congojo y me lastimo
de verme solo, en pie, sin que se aplique
árbol que me conceda algún arrimo.

Ahora se habla de globalizar gratuitamente, en la red informática, todas las obras literarias, pero a nadie se le ocurre que sean también gratuitas las líneas telefónicas que les sirven de vehículo y la actividad de los miles de empresas publicitarias que viven de Internet. El derecho de propiedad intelectual es, al parecer, el único bien que se ve como naturalmente expropiable en este mundo, incluso en vida de sus titulares.

A su específica vulnerabilidad social –la obra artística o poética no se considera, en principio, tan necesaria para la comunidad como los alimentos, las ropas, la vivienda, los transportes o la fontanería– se une el tradicional individualismo de los autores, fruto sin duda, entre otras causas, del propio trabajo: una forma de relacionarse con la realidad que obliga a muchas horas de soledad. Los autores tenemos que hacer nuestro trabajo en solitario, y la gracia del producto que elaboramos está precisamente en su individualidad, en su diferencia. Además, muchos autores sienten cualquier conato de gremialismo como una especie de uniformización vejatoria. Pero no debemos olvidar que el fruto de nuestro trabajo se transmite por lo general a través del libro, y que, cuando éste se reproduce fraudulentamente, no solo son nuestros derechos los afectados, sino todo el sistema –editores, impresores, distribuidores, libreros– que tiene el libro como objeto de sus esfuerzos y meta de sus retribuciones. Querámoslo o no, los autores formamos parte de un vasto y complejo equipo de producción.

Por eso las instituciones que, como CEDRO, están al servicio de los derechos de autor, en este mundo cada vez más tecnificado y privatizado, son fundamentales para el desarrollo fructífero de la tarea de los escritores y del sistema en el que desarrollamos nuestra labor. Debemos apoyar este tipo de iniciativas, no solo para defender las justas retribuciones de nuestra autoría, y para marcar claramente la respetabilidad social del trabajo literario, sino también para proteger la estructura física en la que se apoya la materialización misma de nuestras invenciones.

José María Merino. Ensayista, novelista y poeta, este maestro del relato corto ha publicado títulos como Novelas del mito, Intramuros, Ficción continua, Las crónicas mestizas, Cuentos de los días raros o Cuentos del libro de la noche. Merecedor de premios como el de la Crítica, el Nacional de Literatura Juvenil o el Miguel Delibes de Narrativa, José Maria Merino es socio de CEDRO desde el año 1994

Alberto Vega, poeta y editor de Miguel Munárriz

Alberto Vega, poeta y editor
Escribió una poesía de la cotidianidad y el desencanto

Alberto Vega nació en la localidad asturiana de Langreo en el otoño de 1956 y falleció en la misma villa industrial y minera el 15 de mayo de 2006 a causa de una larga enfermedad degenerativa. Fue poeta, editor, columnista de prensa y agitador cultural.

Alberto Vega vivió sus 49 años en la activa y minera villa de La Felguera, en el municipio de Langreo, donde escribió sus mejores versos, cantó para los amigos las canciones de Silvio Rodríguez, Luis Eduardo Aute, Joaquín Sabina y Leonard Cohen, y dirigió el área de Cultura del Ayuntamiento.

Una vida trufada de reconversiones industriales, militancia de izquierdas, desaforadas lecturas de Octavio Paz, Jaime Gil de Biedma, Ángel González y Jorge Luis Borges, y recitales poéticos con el grupo de Luna de Abajo, al que perteneció desde su fundación en 1980, convertido más adelante en editorial de poesía en la que publicó también la mayor parte de sus libros.

El primero, Brisas ligeras, cargado de juvenil entusiasmo que hiciera al poeta intentar olvidarlo, pero que es un magnífico preludio de Memoria de la noche (1981), al que siguen Cuaderno de la ciudad (1985), Para matar el Tiempo (1986), La luz usada (1988) e Historia de un nudo (1992), ganador del premio internacional de poesía Ateneo Jovellanos en 1992.

O el último, Estudio melódico del grito (Visor, 2005), en el que Ángel González escribió: "Es la suya una poesía de la cotidianidad y el desencanto, escrita en un lenguaje que, acaso o también decepcionado de las grandes palabras épicas o líricas, se apoya en el decir común, apela a aquellas otras ‘palabras de familia gastadas tibiamente’ -a veces, en su caso, ‘airadamente’-, tan gratas a Jaime Gil de Biedma, más íntimas y propicias a la reflexión y a la confidencia".

También José Luis García Martín había destacado de este último libro: "Desde el principio, su poética estaba clara: realismo, cotidianidad, humor negro. Tan clara como sus maestros: Ángel González, Jaime Gil de Biedma, ciertos poetas sociales, los músicos del rock más canalla y urbano… Todo ello estaba trascendido por una poderosa voz personal, una reconfortante aspereza, una sequedad alérgica a fáciles lirismos".

Alberto Vega escribió el 7 de mayo el último artículo en La Nueva España, textos en los que diseccionaba la sociedad globalizada con un gran sentido del humor y una cercanía periodística encomiable.

Fue uno de los poetas más interesantes de su generación, un poeta culto y fino que había contado antes que muchos la experiencia irónica de cada día, el arduo trabajo de "fatigar aceras" y el desencanto de ese tiempo pasado que se nos suele antojar mejor.

Nos queda intacta su mirada y su manera de estar en el mundo, su sonrisa y sus versos cargados de amor a la vida. Lo han despedido una multitud de amigos emocionados entre el silencio del adiós y la voz de sus poemas.-

Félix Grande, un hombre bueno de Luis Domingo Delgado

Luis Domingo Delgado desarrolla una semblanza sobre el escritor Félix Grande, Premio Nacional de Poesía en 1978 por su poemario Las rubáiyátas de Horacio Martín, Premio Nacional de Ensayo, año 1980, por su libro Memoria del flamenco y Premio Nacional de las Letras Españolas 2004.

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El canon, o no, según Fonseca de Manuel García Rubio

El canon, o no, según Fonseca.

Manuel García Rubio.

Publicado en La Nueva España el día 8 de junio de 2006.

Presumo de haber leído casi toda la obra de Fernando Fonseca. A propósito de su penúltima novela publicada, Palabras de cocaína, tuve ocasión de recordar a Borges, para quien todo ha sido escrito mucho antes de que nosotros hubiéramos aterrizado en este planeta y en esta conclusión. Decía entonces que cualquier idea, cualquier historia que se nos ocurra, por original, estrafalaria, absurda o perfecta que nos parezca, podría ser encontrada, bien que con paciencia, en la gigantesca biblioteca del maestro argentino. Recuerdo que propuse una gamberrada: probemos con alguna combinación absurda de palabras, en la que el sujeto esté escrito en inglés y el predicado en arameo, donde las preposiciones no existan y los adverbios se expresen con dígitos. Pues bien, el archivero mayor empleará más o menos tiempo, pero acabará localizando, en alguno de los anaqueles que custodia, esa obra que nuestra perversidad había dado por imposible. Porque en el mundo de la imaginación nada puede quedar fuera de la imaginación misma.

De aquí el principio por excelencia que ningún buen literato ignora: escribir no es sólo un acto de creación, sino fundamentalmente de selección. Cuando ponemos el punto final a una obra sabemos que no hemos hecho otra cosa que sacar de alguna de las estanterías borgianas el libro primigenio, el libro madre, ese que aguardaba desde el principio de los tiempos a que alguien reparara en él para ver la luz. En definitiva, cuando escribimos otorgamos al reino de lo posible el privilegio de lo actual, la existencia misma.

De este principio deriva, según entiendo, una obligación ineludible para todo escritor: la de estar en condiciones de explicar no por qué razón escribió lo que escribió, sino por qué razón escogió lo que escogió. O, lo que es lo mismo, el escritor ha de dar pistas a sus lectores para entender por sí mismos el mundo de esas significaciones que, a su juicio, fueron merecedoras de salir de su confinamiento, allá abajo, en las mazmorras de la gran biblioteca universal.

Obviamente, no estoy hablando de una obligación ética o social; ni siquiera de una obligación metaliteraria. Estoy hablando de un imperativo intrínseco a la propia escritura, incumplido el cual todo se vuelve caos y entropía. He aquí la razón por la que, desde mi punto de vista, buena parte de la literatura que se está haciendo en nuestro país no tiene más interés que el del producto «prêt-à -porter»: ignorantes de la fuerza compulsiva de la tradición, muchos de los escritores contemporáneos parecen monologar consigo mismos en la creencia temeraria de no necesitar nada de lo que anteriormente había sido escrito. He aquí, también, la causa de que tenga a Fernando Fonseca por uno de nuestros más sólidos literatos: sus textos no dejan de hablar con los que los precedieron y participan, de esta forma, de esa ambición de puesta al día que caracteriza a las obras que, a mí al menos, más me interesan.

Precisamente por todo esto pienso que pocos autores son capaces de hacer lo que Fernando Fonseca nos ha dado con su Pabellón de eternos, editado primorosamente, por cierto, por KRK en colaboración con Tribuna Ciudadana: un inventario de algunas de las novelas del siglo XX que al seleccionador más le influyeron, sin ánimo exhaustivo ni canónico, pero con explícita intención de dar a conocer sus principales referentes. La colecta parte de dos criterios muy acertados. El primero tiene en consideración el hecho de que la pasada centuria es, para la literatura universal, su Siglo de Oro. El segundo libera al antólogo de cánones preestablecidos, dando rienda suelta a su derecho de señalar unas obras y silenciar otras no más que por cerrar la lista en un punto que explique suficientemente lo que de admirable tiene para él cierta literatura, y su historia.

De esta manera, no encontrará el lector reseñas a propósito de Proust, Faulkner, MusilValle-Inclán; tampoco de Onetti o de Hesse. Ni falta que hace. Pabellón de eternos es una colección de las impresiones que veintinueve obras maestras del siglo XX han marcado en la visión que de la literatura y de la vida tiene su autor. En breves capítulos Fernando Fonseca repasa novelas tan populares como Cien años de soledad (García Márquez), La metamorfosis (Kafka), Auto de fe (Canetti), Lolita (Nabokov) y El extranjero (Camus), junto a otras menos conocidas pero igualmente destacables, como El maniquí de mimbre (France), Monsieur Teste (Valéry) o Una carta (Hofmannsthal). Hay en cada una de estas reseñas amor por el texto examinado, respeto, incluso admiración, pero también microscopio y bisturí. Queda, en todo caso, la textura de una prosa limpia, exacta, muy rica en lenguaje y armoniosa en cuanto a ritmo y a coherencia, extraordinariamente útil para recordar de vez en cuando (la estructura en pequeños capítulos independientes permite las catas, la consulta y la recurrencia) en qué consiste eso de escribir impecablemente.

También dije en otra ocasión que Fernando Fonseca es el dueño de una voz muy personal e inconfundible, cuyo marchamo se reconoce con sólo leerle un par de páginas. Y recordé que, según algunos, se trata del autor más joyceano de los escritores asturianos actuales. Desde luego, en Fernando Fonseca hay mucho de Joyce, pero también de Kafka, de Canetti, de Cela, de Gide y de Lezama Lima, por lo menos. Y, sobre todo, lo que hay en Fernando Fonseca es pasión por la buena literatura, por la literatura sólida, robusta, maciza, esa que nos atrapa sin el recurso a los juegos malabares y no nos deja en paz hasta no hallarse convencida de habernos sacudido con planteamientos desconcertantes, y con desarrollos sorprendentes, y con desenlaces que nos abren a mundos distintos, inimaginables, aparentemente escondidos detrás de las palabras. Ahora, con Pabellón de eternos, Fernando Fonseca nos demuestra que la literatura sirve para hablar con todo lo que somos, con todo lo que nos precedió y con todo lo que nos conforma; para descubrirnos en los otros y en lo otro, para sorprendernos de nosotros mismos, para encararnos con el pasado y para desenmascarar el futuro, cada vez más un relato que se hace cierto a fuerza de predecirlo. Gracias a la charla con las mejores voces del universo, Fernando Fonseca nos enseña que podemos inquirir, demandar, protestar, aplaudir, confirmar, rechazar o aceptar la vida que se nos ha dado y la que se nos quiere dar o imponer, y, en esa misma medida, construirnos como seres únicos que somos, o que deberíamos ser, muy lejos de esos caminos trillados que nos transforman en una mercancía más, lista para acceder al mercado y desaparecer en él y por él. Y ello, además, desde el esfuerzo intelectual, indudablemente, pero también desde el placer que provocan todos los grandes viajes de exploración y de descubrimiento.

Tan es así que me atrevo a recomendar Pabellón de eternos no solamente a los amantes de la lectura y hasta a los aficionados a las listas «top ten» (¿por qué no?), sino, muy encarecidamente, a nuestros profesores de Literatura en e
nseñanza media, no ya para que disfruten de una buena selección de autores ya clásicos, sino para que utilicen los distintos materiales que el libro ofrece en sus clases prácticas, en la seguridad de que tendrán el debate que todas las sorpresas agradables suelen deparar.

Para recordar a Alberto Vega de José Luis Piquero

PARA RECORDAR A ALBERTO VEGA

Hace algunas semanas supe que Alberto Vega estaba muy enfermo. Este lunes de mayo me entero con tristeza de su muerte. No éramos grandes amigos pero sí hubo siempre afecto y cordialidad entre nosotros, cuando nos encontrábamos en alguna lectura, en Langreo o en Oviedo. Además del trato, hay algo que une mucho a las personas, y es la admiración. Yo admiraba a Alberto Vega.
Le conocí como hay que conocer a los poetas que valen la pena, leyéndole, en aquella antología de la poesía asturiana que publicó Rafael García Domínguez por el año 86. Vega formaba parte del grupo langreano de Luna de Abajo, junto a Ricardo Labra, Miguel Munárriz, Noelí Puente y el diseñador Helios Pandiella. La poesía de Alberto ya tenía esa ironía y ese escepticismo tan característicos, aprendidos sin duda en nuestro común maestro, Ángel González. Ironía, ternura y un puntito provocador: “Dios ha muerto, Marx ha muerto (y yo últimamente no me encuentro nada bien)”. Me recuerdo con Pelayo Fueyo, ambos muy jóvenes, comentando algunos de sus poemas. Nos encantaba aquel que hablaba de los juegos de la infancia y terminaba con un quiebro memorable: “Pero siempre perdíamos los indios…”. Nunca entendí por qué su obra, que circuló poco fuera del ámbito asturiano, no llegó a alcanzar un mayor reconocimiento. La publicación de su último libro, Estudio melódico del grito, en una gran editorial madrileña parecía venir, por fin, a paliar ese injusto olvido. Pero el destino tenía otros planes.
Nunca es tarde para la poesía, sin embargo. Se ha ido Alberto Vega pero quedan sus versos, escritos para matar el tiempo bajo la luz usada de los días, ese tiempo que es inclemente con los hombres pero no con los poetas. Mientras sigamos leyéndole, mientras recordemos de memoria algunas de sus palabras, y lo haremos, la muerte no se lo habrá llevado todo.

José Luis Piquero
(Publicado en La Voz de Asturias)

Ígor in memoriam de Miguel Rojo

PER SAN XUAN

¿Qué siente ún cuando presiente que´l deu de la muerte puede tar tocando a un collaciu? Seique ‘l xirar del mundu para un puquinín.
La noticia garróme fuera; venía nuna notina na primera páxina del diariu “El Correo Vasco”: “Dos muertos nun tráxicu acidente d’un grupu folk asturianu”. La cabeza, egoísta pal dolor, pensó, mientres buscaba azotáu la páxina cola información, “hai munchos grupos folk n´Asturies, nun van ser ellos…” Pero yeren. Y cuando escaneé colos güeyos a toda prisa, ensin ller nada, la busca de los nomes, sorprendióme rabiosamente ver cómo les lletres s’axuntaben pa formar el d’ Ígor Medio y el de Carlos Redondo, como si hobiere la posibilidá de qu’allí podieren apaecer nomes desconocíos, de xente d’otru país.
Y ehí sí que paró ´l mundu. Cuando llevanté los güeyos del periódicu foi como si m’hobieren descolocáu de llugar y de razón. De repente, yá nada yera igual. De repente, yá más nunca va ser nada igual.

Habría que morrer voluntariamente de puru vieyos. Lo contrario ye un sinsentíu que nun cabe más que nuna alloriada mente divina que gobernara ´l mundu…Y si además de rapazos, son bona xente lo que nos quiten, la sinsustanciada y falta de xacíu na muerte faise tovía más inxusta ya innecesaria.
D’ Ígor, del mio amigo Fígor, qué decir, cola so cara de sorpresa permanente tres de les gafes, como un nenu grandón que medrara demasiáu aprisa pa comprender lo incomprensible del mundu. Nél dábase tovía esa inocencia –que los demás yá perdiemos hai cúanta yá- qu’almite la posibilidá de los suaños, del absurdu, por más disparataos qu’estos fueren.
¿Por qué nun diba llamalu un desconocíu australianu por teléfono pa pregunta-y si podía dir a una espicha acompañáu de dos putes, y vestíu con chaqueta de peyellu de cocodrilu? Mui pocos hobiéramos contestáu cola naturalidá qu’ él lo fexo: “Sí, home sí, claro que puedes dir, a les espiches caún va como quier y con quien quier…”
¿Por qué nun diben poder pone-y una multa en coche por dientru ‘l parabrís, si más difícil yera con unes cuantes notes, como pinces colgaes del pentagrama del aire, inventar dalgo tan máxicu como la música?
Asina yera Ígor. Lo impensable yera pensable y tenía sentíu. Y a la vez, tan responsable col so trabayu, tan “rara avis” nesti país de charranes onde lo qu’abonden son los manguanes fiendo proyectos inmeyorables de chigre, qu’enxamás salen d’ehí.
Un exemplu de cómo tomaba ´l trabayu:
Fai bien poco, pedi-y que m’acompañare musicalmente nun recital de poesía que diba dar. Unos díes depués, llamóme pa preguntame cómo lo díbemos faer. “Yo recito y vosotros (por él, Lisardo Prieto y Ruma Barberu) tocais algo por detrás”. Debió quedar clisáu cola mio respuesta babaya, porque tardó varios segundos en contestame: “Non, eso hai que lo preparar, hai qu’ensayar…”. Y lo que yo pensé diba quedar resuelto en diez minutos, llevónos más de dos hores de pruebes y grabaciones na so casa, hasta que les coses quedaron como a él (xuntu con Lisardo, que tamién viniera pal ensayu) –y paecía que debíen quedar. El día del recital, cómo non, el resultáu foi un ésitu. Gracies compañeru.
Asina yeren Ígor y Carlos, trabayadores de la música; por eso morrienon onde lo fixenon: camín del tayu.
Y si la perda yá ye grande p’aquellos que los queríamos, pa tol panorama cultural asturianu la so muerte ye enforma estrozadora… Tantos proyectos ensin poder acabase; tantes xires pregonando al mundu alantrones la nuesa cultura, suspendíes; tanta música tradicional esperando inutilmente la vuesa manu; tantes canciones por componer que yá nunca escucharemos; tantos y tantos suaños…
Bien ye verdá que nos queden manches coses d’ellos, pero , ai, eso nun me val de consuelu si pienso no que perdiemos definitivamente nesi viaxe.

Igor, Carlos: que la muerte, que tan foínamente vos llevo n’alborada de San Xuan, cuando más miedra la vida, seya sorda a les vueses canciones.

Miguel Rojo
Publicado en Les Noticies el 2 de julio de 2006

El honor en tiempos heroicos(Sobre «Matómelo Dumas», de Pepe Monteserín) de Luis Arias Argüelles-Meres

LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES
Puede darse el caso de que en todo lo que va de año la mejor novela publicada sea la de un amigo, conocido y admirado? ¿Puede en los tiempos que corren ser creíble esto para un público lector que sufre de continuo juicios arbitrarios y atrabiliarios por parte de una crítica rastrera y de pesebre en muchos casos, venenosa y mezquina en algún otro sucedido y publicado, y siempre desconsiderada con su verdadero destinatario, al que seguimos llamando lector? Pues bien, les aseguro que «Matómelo Dumas» es, con diferencia, la mejor novela que he leído en el presente año.

Entre las muchas cosas relevantes de esta novela se encuentra ésta que sigue: a poco que se conozca la cultura francesa, se sabe que cada escritor de altura, en algún momento de su vida, entrega su versión y su visión de algún clásico de ese país. Pondré sólo dos ejemplos que, bien mirado, serían uno. Sartre nos entrega «su» Flaubert, mientras que Beauvoir le hace decir a su narradora, en uno de sus libros más conocidos, que el libro de su vida es «su» Rousseau. Sin embargo, sobre el héroe que protagoniza la novela de Monteserín la literatura gala es muy escasa. Así, nuestro novelista se adentra con tiento y talento en una de las épocas más apasionantes de la historia de Francia, y, de este periplo rescata al matemático Galois, matemático de obligada referencia en la historia de esa ciencia y -lo que nos trae al caso- héroe literario gracias al escritor praviano.

Frente a Galois, Dumas, tal como reza el título, tal como se va desarrollando la trama de la novela. El literato triunfante, que vendía libros como rosquillas, que era la impostura de principio a fin hasta el extremo de considerarse que tenía plumas a su servicio para escribir las historias, frente al matemático al que no le daban cabida en el ámbito de su disciplina, que investigaba al margen de las instituciones académicas y que, con tan sólo 21 años, terminó sus días, no sin antes haber aportado a la humanidad descubrimientos en la matemática trascendentales y revolucionarios.
El éxito fácil, es decir, Dumas, frente a la abnegación condenada al ostracismo, esto es, Galois. ¡En qué importante medida nos recuerda el referido contraste al que formaron y conformaron Lope y Cervantes! Laureles para el autor que reconocía darle gusto al vulgo, frente a la cárcel y las persecuciones que sufrió el mejor novelista que dio nuestro idioma en todos los tiempos.
Galois, personaje maldito y -también- mefistofélico en tanto pasó a la historia no sólo como un matemático genial, sino también como el protagonista de una vida arrancada de cuajo a los 21 años. Joven genio. Eminencia maldita y maldecida por el destino que, como no podía ser de otra forma, forjó una leyenda, que tuvo lugar durante una noche, la que se supone que fue la última de su vida, antes de batirse en el duelo que pondría fin a sus días. La leyenda de haber recibido los chispazos y los fogonazos de la lucidez más resplandeciente hasta el extremo de haber dejado el camino abierto a eso que los estudiosos del asunto llaman la matemática moderna. Cuenta la leyenda forjada que en esa noche el avance en sus descubrimientos científicos fue espectacular.

Tratándose de una biografía novelada, me atrevo a preguntar al lector que, si una vez que termine el libro de Monteserín, siente deseos de acudir a los diccionarios enciclopédicos más completos para conocer más a fondo la vida del personaje. Confieso que yo lo hice, resultándome muy provechoso ese tránsito.
Pero vayamos a lo que a mi juicio es el meollo de la novela. El honor, con minúsculas, como una falacia que llevaba a los hombres jugarse su vida y a perderla. Dumas, en este libro, es el epítome del honor así entendido. Un honor que lleva a batirse en duelo sin altura de miras, sin vértigo de heroísmo, sólo para cumplir un guión que se espera, para ser fieles a una de las añagazas que el código moral de una época impone.
La vida, como una comedia de capa y espada a la francesa. La vida, así, desvirtuada, hecha prosaísmo. La mugre que atrapa y alcanza a todos, también a Galois.

Si el padre del héroe de esta novela sintió ante la figura de Napoleón una fascinación no menor que la que vivió el protagonista de «La Cartuja de Parma», de Stendhal, la vida de la Francia de entonces oscilaba entre la altura de este personaje histórico que, según se cuenta en la novela, tuteaba a Dios, y el vuelo bajo, tan bajo de unos duelos de honor que se producían en muchos casos por los chascarrillos más ramplones.

En semejante desequilibrio se encuentra la vida del personaje que Monteserín convierte en héroe novelesco. Cambiando la ciencia matemática, haciendo descubrimientos asombrosos en la soledad más admirable y estremecedora. Pero también asomándose al mundo en que le toca vivir. Con sus historias de amor y desamor, con sus miserias, con sus envidias. La covacha donde trabaja es lo contrario a la caverna platónica. Allí ve, de verdad, la luz. La caverna está más arriba, en el mundo oficial, en las instituciones académicas, en el cruce de Dumas dentro de su entorno familiar.

Y dejo para el final a la narradora, la madre del matemático, que, exangüe ya su existencia, pide luz y tinta, que se van extinguiendo como su vida, para dar cuenta de la peripecia de su hijo. Reparen ustedes en la maestría de Monteserín al ofrecernos esta narradora como testigo de la vida que se novela. Empapada del espíritu de la Francia revolucionaria que le transmitió su marido, admirada por el talento de su hijo, dolida por el destino de su héroe, nos da cuenta de cuanto forma la narración de esta novela.

No puedo evitar el recuerdo de la narradora de la novela más conocida de Unamuno, de «San Manuel Bueno, Mártir». Como ella, sabe que nos entrega una vida que es un perpetuo dolor, una existencia inadaptada a lo que fue su tiempo.

Y no perdamos de vista un aspecto que es algo más que una mera cuestión de estilo. El pronombre enclítico, que, según mi experiencia lectora, le da sabor a la novela. No es un asturianismo. Es la historia universal de la narrativa. Es, nada menos, por mucho que algunos hagan con frecuencia cursilería de ese recurso, el «érase una vez».

En unos tiempos como éstos en los que resulta tan difícil encontrar la excelencia en la novela, «Matómelo Dumas» es un lujo al alcance de todos. Por favor, no lo desperdicien.

La Nueva España y Suplementos Culturales de La Coruña, Málaga y Zamora

Una novela, por Miguel Barrero, acerca de El tiempo de los emperadores extraños de Ignacio del Valle

MICROCOSMOS
Una novela
MIGUEL BARRERO/

QUIERO empezar advirtiéndoles de que Ignacio del Valle, el autor de la novela de la que quiero hablarles, es mi amigo y por lo tanto mi imparcialidad no está del todo asegurada en este punto, aunque sí es verdad que jamás osaría dedicar una columna a un libro que no lo mereciera, por muy conocido mío que sea su responsable. En cualquier caso, hablar de su última criatura me permite hacer una reflexión que considero necesaria, sobre todo si se tiene en cuenta que las inquinas que pueblan estos lares hacen más que factible el desencadenamiento de algún ruido de sables motivado por esa osadía que siempre constituye el éxito ajeno.

Dice el tópico que todo libro que se vende mucho tiene que ser, por fuerza, muy muy malo. Suele ser cierto en algunas ocasiones (de hecho, lo es en muchas), pero tal creencia es tomada como máxima indiscutible sin tener en cuenta que ‘El Quijote’ (por poner un solo ejemplo, tal vez el más simple) no fue considerado en su día un ‘best seller’ sencillamente porque aún no se había inventado el término. Es posible que la nueva novela de Ignacio (‘El tiempo de los emperadores extraños’ su título) venda mucho, y por ello es más que probable que haya quien automáticamente la desprecie sin molestarse en intentar un acercamiento a sus páginas. Sería un error, porque constituye el mejor ejemplo de cómo un libro predestinado al éxito de ventas no constituye ni mucho menos un insulto a la inteligencia.

‘El tiempo de los emperadores extraños’ es lo que podríamos llamar un ‘thriller’, sí, pero ensancha y enriquece esa acepción con un trasfondo intelectual y hasta filosófico del que carecen, ay, muchos escritores que hoy son considerados adalides indiscutibles de las letras patrias.

En casi cuatrocientas páginas (pero no se asusten: se lee con mucho gusto y en muy poco tiempo), su autor crea todo un trasfondo intelectual, e incluso filosófico, que hace que los ecos de lo leído resuenen en la mente del lector una vez finalizada la última página. No voy a desvelarles el argumento (para eso están las solapas, o los suplementos culturales, o internet) ni tengo espacio para glosar sus muchas virtudes. Las estrecheces que me vienen impuestas por las dimensiones de esta columna sólo me dejan tiempo a recomendarles que se la compren y la lean. No es poco. Y encima, me lo agradecerán.

Publicado en El Comercio.

 

El alguacil alguacilado por Arturo Pérez Reverte

Publicado el 22.10.2006 en XL Semanal.

Siempre evito hacer crítica literaria formal. Sin embargo, como lobo viejo que soy, a veces me gotea el colmillo ante ciertos pescuezos que piden dentelladas. Y resulta que acabo de zamparme algo escrito por un tal García-Posada. Se trata de una primera novela –La sangre oscura–, digna de olvido de no darse una deliciosa circunstancia: su autor es doctor en filología hispánica y presidente de la asociación de críticos literarios españoles, nada menos. Así que calculen con cuánto interés me la eché al coleto. A fin de cuentas, razonaba, si este crítico ilustre dedica su vida a enjuiciar libros ajenos, explicando a los autores cómo deben escribir, su novela será una lección magistral sobre el modo de hacer las cosas en cuanto a estilo, estructura, personajes y otros ingredientes que, por su oficio, mi primo conocerá al dedillo. A ver si se me pega algo.

Y en efecto. La primera lección del texto garciposadiano afecta al arduo problema del punto de vista literario, que resuelve sin despeinarse, metiendo nueve veces el pronombre personal me en una página, por ejemplo, sin contar los yo y los mi; algo tan íntimo y original que permite al protagonista –trasunto del autor, pues la novela, astuta pirueta literaria, es autobiográfica– afirmar: «Mi vida interior comenzaba a ser tan rica que el desahogo verbal resultaba innecesario».

La trama es apasionante: un crítico literario investiga la muerte de un compañero poeta antifranquista; y tras leer el diario del difunto –sagaz recurso narrativo– concluye que se suicidó, en parte porque era homosexual, en parte por asco de la dictadura. Todo eso, en páginas llenas de citas ajenas; aunque, pese a tal respaldo de autoridades, la cosa queda algo especulativa, divagando de acá para allá. De manera que al final de la novela seguimos con la misma información que teníamos al principio: que un fulano se suicidó y que la vida es triste de cojones. Consciente de ello –de algo sirve ser crítico literario–, el autor comenta, por boca del protagonista, que algunos lectores «tienen derecho a tildar de especulaciones estas consideraciones que he alumbrado»; aunque luego pone las cosas en su sitio: «Son los mismos que (…) le reprochan a Cervantes las novelas interpoladas en la primera parte de El Quijote».

Los hallazgos estilísticos son numerosos. Háganse idea con este párrafo: «Me pasaba entonces mucho, pasaba mucho dentro de mí, y me pasaba bastante más de lo que entonces podía saber que me pasaba», que hace bonito tándem con este otro, tan diáfano: «No se ha visto volver suficientemente nada para que suene a cosa ya sabida». Y reparen en la sutil manera de mencionar «la expresión sin expresión de aquel rostro», para decir que alguien era inexpresivo. Aunque no tanto, pues más adelante matiza: «Aquel rostro inexpresivo parecía decirme algo con su ausencia de lenguaje». Tampoco el estilo garciposadesco está exento de poesía eres tú: «Me pareció vislumbrar una lágrima corriéndole por la mejilla desde los ojos húmedos», escribe. De todos los hallazgos literarios que ofrece el texto, personalmente me quedo con «las vivencias que me asaltaban ante espectáculos urbanos de tanta enjundia», aunque haya muchas otras valiosas perlas, como ese «sol que bailaba ebrio de su propia suficiencia», o aquel «ejemplares de divorciables los hay paradigmáticos, como aquella divorciable». También expone el autor complejas certezas sobre los arcanos del alma femenina, cuando nos confía: «A las mujeres hay que darles cancha». Actitud recompensada en la novela cuando una prostituta se niega a cobrarle al autor-narrador, supongo que ahíta de placer y por guapo.

Novela, en fin, poblada de «seres que deambulaban por los pasillos», y de confusiones léxicas como «lesa antipatria», llamar matrona a una joven alumna e ignorar la etimología y significado de las palabras ristre o bicoca; por no hablar del uso incorrecto del punto y coma, de la coma y del punto y seguido. Para justificarlo, supongo, el autor advierte, dedo en alto: «El lector, llegado a estas alturas de mis razonamientos, creerá que su grado de sorna no se compadece (…) con los cánones de la narración. Haría mal en pensarlo así». Resumiendo: se trata de una lectura tan interesante que recomiendo le echen un vistazo. Vale la pena que se vendan cien o doscientos ejemplares de la novela, e incluso más. Es la mejor manera de que algunos lectores sepan en manos de qué individuos –los hay respetabilísimos también, pero este pobre hombre preside el gremio– se encuentra la crítica literaria en España.