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Literatura y Rock: Condenados a entenderse

“La literatura es mi religión, pero el rock´n´roll es mi adicción” (Elliott Murphy)

Invitados por la Asociación de Escritores de Asturias que con tan buen tino ha dirigido los últimos seis años Javier Lasheras, debatimos sobre “Literatura y Rock” dentro de las VI Jornadas de Escritores, bajo el título “Otras Miradas”. Comparto mesa con el emergente escritor ovetense Ignacio Del Valle, el músico Toli Morilla y el periodista de “El Mundo” Quico Alsedo, moderados por el también escritor Rubén D. Rodríguez, todos ellos con el suficiente bagaje como para que el debate sea de lo más fluido. No esperen conclusiones, pero sí el haber conseguido en una muy amena hora desterrar muchos mitos y fantasmas que deambulan en el espacio que separa ambas disciplinas. El público presente en la Biblioteca Pública de esa preciosa y acogedora villa que es Pravia –formado mayormente por escritores- participa mucho más de lo esperado con varias preguntas y uno tiene la sensación que esos mitos y fantasmas se van superando a medida que pasan los años y el rock va creciendo del revoltoso pequeñajo que era en los cincuenta al atractivo maduro que es hoy.
Mientras preparaba, semanas atrás, esa mesa, no pude evitar releer un estupendo artículo que aparecía en esta misma revista en su número 121 de octubre de 1996 titulado “El gran timo de la literatura rock”. Muy divertido, incordión, aunque demasiado extremo en su provocativo intento desmitificador, con errores y aciertos notables, pero interesante al máximo, no puedo resistirme a pasárselo al que luego moderará la mesa, mi buen amigo y escritor Rubén D. Rodríguez. Rock y literatura están condenados a entenderse (como afirmo en este título) porque son muchos los aspectos en los que ambas disciplinas pueden enriquecerse el uno de la otra. Está claro que a la poesía, las letras de las canciones de rock le han aportado temas y giros que antes apenas habían esbozado. Pienso en las letras de la Velvet Underground y en todo su contenido sobre la vida más oscura y underground, las drogas, la marginalidad y otras situaciones donde ese aporte ha teñido a generaciones de poetas posteriores, pero también en Patti Smith, Tom Waits, Leonard Cohen… Curiosamente, muchos pensarán en la musicalidad de las letras, pero creo que quizás eso ya es inherente a la propia poesía, que, si nos remontamos a sus orígenes, procedía de los juglares, por ejemplo. Es decir, entre la poesía y el rock se produce un viaje de ida y vuelta, un permanente trasvase, del que, claro, quizás debiéramos excluir los excesos del denominado spoken word. Me remito al citado artículo de esta misma revista, que ya da suficiente cera. En el extremo opuesto, recomendaría una fenomenal publicación titulada “La Poesía del Rock” que publicó Litoral en 1989 y cuya lujosa edición está agotada, por lo que sólo en segunda mano o en bibliotecas podrán consultarla quienes no la posean. Merece la pena el esfuerzo de búsqueda y adquisición, y no estaría mal que la propia Litoral se plantease una segunda parte del mismo.
La prosa nos presenta un doble aspecto: el rock como temática y la autoría de rockeros como narradores. Si hablamos del rock como temática, es necesario referirse al nombre que, probablemente, ensombrezca a otros muchos que han seguido el camino abierto por él. Me refiero a Nick Hornby. Acostumbrados a que el rock sea tratado desde una serie de tópicos difíciles de eliminar, “Alta Fidelidad” (Anagrama, 19xx) aportó argumentos a aquellos a quienes el rock nos ha cambiado la vida y ha hecho que constituya uno de los ejes sobre los que se mueve la misma. Precisamente de tópicos hablaba este verano pasado con uno de los directores de esta revista, Jaime Gonzalo, frente a un tremendo chuletón de buey, unos sabrosos centros de bonito y un sorprendente queso frito bien regado por un profundo Conde de Valdemar y con la espléndida visión que de Oviedo se tiene desde el monte Naranco: El rock permanece envuelto en una espiral de tópicos que tratan de eludir la propia ignorancia que, aún hoy, se tiene de toda su cultura. Y dentro de los tópicos rock está el del crítico musical como una especie de ratón discográfico que reúne en su mente millones de archivos musicales con los que poder epatar a los no iniciados. Su vida se resume como una especie de guardián-garante de la ortodoxia y vaya a usted a saber qué otras tonterías donde, claro está, muchos se sienten a gusto. En el estupendo (y poco habitual) día agosteño que nos brinda la capital de Asturias, de lo que menos tiempo tenemos ambos es de hablar de rock, aunque, por supuesto, sí formase parte de algunas de nuestras conversaciones. Nuestras vidas se nutren de otros aspectos y, básicamente, nos gusta vivir la vida, nuestra vida. No permanecemos encerrados entre nuestros discos como si fuésemos unos jodidos ratones de discoteca. Valga este ejemplo para aplicarlo al campo de la literatura y donde Nick Hornby aporta otro estupendo grano de arena “31 Canciones” (Anagrama, xxxx), donde son las propios temas musicales los que actúan como resorte para sugerir historias. Es este un campo abierto que se presenta con un montón de indudables posibilidades y en el que Hornby se muestra como un pionero a mejorar. Asistimos, asimismo, a la interacción entre escritores y rockeros: Benjamín Prado es un declarado fan y, casi diría, erudito de Bob Dylan, por poner un ejemplo en lengua española. Por su parte, son muchos los rockeros que han hecho sus pinitos en el mundo de la prosa: Entre los afortunados está el caso especial de Leonard Cohen, quien fue cocinero antes que fraile y Elliott Murphy o Nick Cave que, digan lo que digan, consiguió una cuando menos interesante (y densa, muy densa) novela con su “Y el asno vio el ángel”, los desafortunados los encabeza Bob Dylan, seguido de cerca por John Lennon y Henry Rollins. En lengua española tenemos a Sabino Méndez haciéndose un hueco editorial, lo mismo que Nacho Vegas (¡segunda edición para su “Política de hechos consumados” a través de una pequeña editorial!) y Javier Corcobado que ya poseía dos libros de poesía y que se estrena como narrador con “El amor no está en el tiempo” (Tropismos, 2005). Caso especial es el Juan Alberto Martínez, componente de Niños Mutantes que ha establecido un puente entre los trabajos discográficos de su grupo y la obra poética “Manual de autoayuda”.
En cualquier caso, uno piensa que todos esos puentes resultan enriquecedores siempre que se aborden de una perspectiva que huya de posturas forzadas, de un reverente respeto al hermano mayor (el rock de la literatura) o como un convencional y superficial adorno coyuntural (la literatura en relación al rock).
MANOLO D. ABAD 

Publicado en la revista "Ruta 66" en el número 239 de febrero 07.

TOLI MORILLA «Un creador tiene que ser cabezón y egoísta, tiene que ir en contra de todo»

Manolo D. ABAD

Toli Morilla (Oviedo, 1961) es uno de los protagonistas principales de la transformación que, desde hace varios años, se lleva gestando en la música asturiana. De sus orígenes -rock en los ochenta con «La Raza del Ático»- a su etapa actual con álbumes como «Nunca des la espalda» (Goxe, 1998), «Entre el barro y las preguntas» (Dusty Roses, 2003), «Nueche d’insomniu» (L’Aguañaz, 2004) y «Nueche d’insomniu. L’espectáculu» (L’Aguañaz, 2005), hay un largo y denso recorrido vital que culmina con su último álbum «Entropía» (Scaletour, 2006), donde musica poemas de autores como Luis García Montero, Xuan Bello, David González o Xuan Sartori.
-¿Por qué un título como «Entropía»?
-La definición del diccionario dice que es «la medida del desorden de un sistema» y es un término que me interesó hace muchos años cuando lo leí en el libro de Lovelock, quien acuñó la teoría de Gaia: la Tierra como un ser vivo. Hablaba de la entropía del sistema de gases de la atmósfera y me interesó esa palabra. Descubrí que era la medida de ese desorden, un desorden físico de un sistema, pero que la medida de ese desorden es la que hace posible que se establezca un ordenamiento determinado. Puse ese título porque pensé que esto que hago yo de crear canciones es una forma de ordenar el caos, el grado de entropía que tiene el creador cuando trabaja. El término entropía definía muy bien el proceso que yo atravesé al componer. Fonéticamente me resulta un término muy artístico; además, me recuerda a «quadrophenia». Culto y sonoro a la vez.
-¿Cree que un creador ha de ser un poco cabezón y egoísta?
-Fundamental. Tienes que ir siempre en contra de todo lo que te dicen. Si haces caso a lo que te dicen, ya no eres artista. Tienes que ser capaz de obviar muchas cosas porque, si no, no haces lo que quieres. ¿Quién tiene la medida para decir qué tienes que hacer o qué es lo que deberías hacer? Hay que acercarse al lenguaje que uno utiliza para comprender cuál es el alcance del trabajo y la calidad del mismo.
-Explíqueme el trayecto que va de «Nueche d’insomniu» a «Entropía».
-Es una continuación natural. En «Nueche…» quise hacer un disco desnudo, un disco con guitarra y voz. No es que yo haya cambiado de estilo o que haya hecho algo nuevo, sino que utilicé el lenguaje que quise en cada momento. No sé qué pasa ahora, porque esto se entendía muy bien hace veinte años: Neil Young saca su disco «Trans», muy cercano a la electrónica, cuando antes había hecho discos maravillosos como «Harvest», totalmente acústico, o como «Crazy Horse», totalmente eléctrico y guitarrero. Me siento capaz de hacer eso también y es algo natural porque el lenguaje que quiero utilizar en un momento determinado lo utilizo con todas las consecuencias.
-En este álbum que acaba de presentar demuestra que supera el concepto de cantautor tradicional para transgredir la etiqueta a base de una suma de texturas sonoras ajenas a ese concepto. Al venir del rock no lleva el lastre de ese cantautor con herencia de la canción protesta de los sesenta que parece que vuelve a imponerse, ¿no está de acuerdo?
-Nunca me he sentido como un cantautor al uso, si es que existe eso, porque ser cantautor no significa seguir ningún estilo determinado. Cuando saqué mi primer álbum había un «revival» de cantautores como Ismael Serrano o Pedro Guerra y no me consideraba parte de aquello. Cantautor es un tipo que hace una canción y la canta, un autor de sus canciones. Considero tan cantautor a Javier Álvarez como a Josele Santiago o Andrés Calamaro. Me considero bastante más que cantautor. Ya sea con una guitarra o con una banda, hago arreglos, las segundas guitarras, las partes solistas, los arreglos de cuerda… Toda esa capacidad musical es la que quiero poner de manifiesto en los discos, pero siempre con una medida, con un sentido. Renuncié mucho a mis habilidades como guitarra solista porque no les encontraba sentido. Un solo de guitarra ha de tener sentido porque, si no, es como una pincelada de color muerta. Procuro economizar al máximo los recursos: menos es más.
-¿Están condenados a entenderse literatura y rock?
-Cualquier chispa creativa y cualquier necesidad de decir algo al mundo o a ti mismo está conectado desde el nacimiento. Y el rock y la literatura parten del mismo sitio, estoy convencido.
-Los registros musicales de «Entropía» son muy variados, ¿cómo se articularon sobre los textos?

-Hubo canciones que salieron como una sugerencia y salió la música sobre el texto en la primera toma de contacto. Hubo algunas secuencias armónicas que ya tenía compuestas y grabadas, y cuando leí el poema vi que la letra encajaba a la primera. En otros casos al revés: leo el poema, no tengo nada, no me sale nada, lo dejo aparcado, me pongo a tocar la guitarra y recuerdo el poema. Llegué al estudio con las canciones hechas, acordes, melodía y la letra encajada, no como en otros discos que sí ocurrió.
-Me he fijado que muchos de los poemas toman un nuevo sentido cuando se escuchan musicados, muy distintos del que poseen al leerse sin tomar la referencia musical.
-Me gusta contrastar esto porque es dar una visión completamente diferente a la que podía tener el autor y a la que podía esperar el público. Creo que así se enriquecen el uno al otro. Creo que se sugiere más cuando te alejas del texto que cuando se va pegado a él.
-¿Se ve como un transgresor?
-Sí. Intento -sin ser pretencioso- romper esquemas, unir cosas que parecen imposibles, tender puentes que parecen imposibles de construir e intento demostrarle al mundo que, cuando se posee un lenguaje artístico y si se tienen las ganas de hacer algo, debe hacerse. Soy un poco «rompefierros» porque hay mucho fierro en todo este asunto y yo intento demostrar que eso no existe, que sólo existe en la mente y los prejuicios de alguna gente.
-¿Qué le han comentado los poetas participantes en «Entropía»?
-Lo que suele ocurrir siempre es que me dicen que jamás se habrían imaginado que esa letra hubiera podido formar parte de una canción así. Lo segundo que me dicen todos es que les encantó. Lo tercero, que haga lo que quiera. Lo cuarto es que si quieres más letras te las mando.

"La Nueva España" Suplemento "La Nueva Quintana", 22 de febrero de 2007

Desde Bocamar de Juan García Campal

Desde Bocamar
Juan García Campal

Con gratitud, mi enajenación

Interés mostraron amigos, conocidos y desconocidos, ante mi silencio, inusual, por tres lunes, en estas páginas.
Unos, bromeando con el “desde Bocamar”, me preguntaron si estaba remando en galeras rumbo a apoyar al presidente Rodríguez Zapatero en su política antiterrorista; otros, que si iba pícaro por calles y plazas en busca de alguna picardía; los más, sólo pedían un porqué. Los tranquilicé a todos. A los unos, con que no es preciso tal bogar, que cuenta el presidente Rodríguez Zapatero con, amén del mío, el respaldo de la mayoría del parlamento español, cosa no menuda; a los otros, con que la única picardía que me va de todas las posibles es el “camisón corto, con tirantes, hecho generalmente de tela transparente” y, por supuesto, para uso ajeno y por breve tiempo. A los más, los del por qué, con la única verdad: que al aumentar el número de colaboradores en este diario y ser preciso repartir el espacio, qué menos que, como con la caridad hacen otros, comenzar socializando el que disfruta este menda que bascula sus ideas a la izquierda, hacia el socialismo, o más, que me reconocí comunista hormonal y cordial. Y siendo así, a qué socializar, no será mejor auto-expropiarme, enajenarme, del espacio que usufructo.
¿Cómo alguien de este mundo del siglo XXI puede pensar que me privan de expresar mi opinión libremente? ¿Es que alguien cree que aquí se considera que “la opinión propia, si es libre y expresa, puede ahuyentar a una clientela o enojar al patrón”, como decía don Manuel Azaña? Jamás creí arriesgarme escribiendo y firmando lo que pienso. Ejercí un derecho. Y si di la cara, pues nada, también don Manuel Azaña dijo “solo no arriesgan nada los que, mejor orientados, empeñan su talento, grande o chico, en las batallas del arribismo, donde no se pierde más que la vergüenza”.
Siete años -en dos períodos (1997-1999 y 2001 hasta hoy)- he estado con ustedes casi cada semana, contándoles mi percepción de la realidad, mis esperanzas de futuro, mis ilusiones, mis rabias y hasta mis contradicciones. Lo hice de la única manera que sé, libremente, con libre mente. No fue nada heroico, jamás recibí de nadie indicación alguna con respecto a nada. Tampoco la hubiese consentido, que así me enseñaron: encadenado, lo mínimo, libre, al máximo.
Nada quede más que mi gratitud: a los directores de este periódico (Oscar Campillo, José Luis Prusen y José Luis Estrada) que me dieron la oportunidad de hacer pública mi libre opinión; a Carmen y Esther, de redacción, por su paciencia con mis retrasos y, cómo no, a ustedes que me sobrellevaron con su crítica, con su silencio o con su reconocimiento. Si a alguien ofendí, mis disculpas; si algo no respeté, es que hay cosas que no tengo por respetables. Y ahora, a releer “La evitable ascensión de Arturo Ui”, o la de sus neo-heterónimos.
Séanse leales, serán más felices.

http://juancampal.blogspot.com/

Íntimos y personales por josé Havel

Intimos y personales

JOSÉ HAVEL
Pese a pasarse media vida preguntándose si es el cine más importante que la vida, François Truffaut nunca dudó de que los libros le gustaban tanto como las películas: le resultaba imposible elegir entre unos y otros.

En ‘Fahrenheit 451’ (1966), aquella contribución suya a la ciencia-ficción con bomberos quemadores de libros en una civilización donde éstos están prohibidos, trascendió la parábola contra el analfabetismo de las sociedades represoras ya presente en la novela de Ray Bradbury. El cineasta francés supo retratar al libro como un objeto íntimo, personal, más allá de su condición de instrumento cultural de conocimiento.

Tal es así que, en una entrada de su diario de rodaje, Truffaut dice haberse dado cuenta de que, durante las redadas de los bomberos incendiarios, era imposible dejar caer los libros fuera de cuadro en la película. Descubrió que debía acompañar su caída hasta el suelo, pues en el filme los libros habían adquirido auténtico rango de personajes, y cortar su trayecto equivalía a dejar fuera del encuadre la cabeza de un actor. Se diría que, de puro íntimos y personales, los libros llegan a cobrar vida propia. Por eso quizá me siga conmoviendo tanto la autoinmolación de la anciana que prefiere morir entre las llamas antes que abandonar a sus libros, a los cuales acaricia mientras agoniza abrasada.

Y ya que hablamos de incendios cinematográficos con libros de por medio, el de ‘El nombre de la rosa’ (Jean-Jacques Annaud, 1986) me pone malo cada vez que lo veo. Me cuesta no angustiarme cuando, finalmente, los oscurantistas de turno hacen arder «una de las mayores bibliotecas de toda la cristiandad», ésa que fray Guillermo de Baskerville (Sean Connery) había descubierto en la laberíntica torre de la abadía benedictina donde, a finales del siglo XIV investiga una cadena de misteriosos asesinatos. Allí le habíamos visto contemplar extasiado una de las grandes joyas del patrimonio histórico-bibliográfico hispánico: ‘Los comentarios del Apocalipsis de san Juan’ del Beato de Liébana, monje español del siglo VIII muy apreciado en Cantabria y Asturias.

Pocas cosas me hacen tan feliz como el cine y los libros. Gracias a ellos jamás he sabido qué es el aburrimiento. Igual que Truffaut, soy incapaz de elegir entre ambos. Sin embargo, no sé si influido por la inminencia del Día del Libro que el próximo lunes celebramos, en caso de que en mi casa se declarase un incendio creo que, antes que a mis películas, salvaría primero a mis libros, con los que uno establece un contacto más directo, íntimo y personal.

Publicado en El Comercio. 20 de abril de 2007

RUIDO DE FONDO

RUIDO DE FONDO

Ignacio del Valle

Ruido y nada más que ruido. Es la sensación que tengo últimamente cuando escucho la radio, veo la televisión, leo los periódicos, navego por Internet… Ruido, y en especial, uno concreto: ruido político. Una bilis sonora que parte de políticos que parecen haber regresado a la edad del pavo y que, en un alarde de hormonas otoñales, se dedican no a hacer política, sino a escenificarla. Durante la representación exigen que les dejen participar en un remedo de Cambio Radical para hacer la cirugía estética al país y que no lo reconozca (esta vez sí) ni la madre que lo parió. El método de presión sigue siendo tan antiguo como andar de pie, la misma estetización de la política, la misma plaza, sala o arena repleta de altavoces, pancartas, eslóganes. Multitudes enfervorizadas, bramantes, aplaudidoras. Un arsenal retórico siempre preparado a la espera del momento mágico y fugaz de la conexión con los informativos. Las consignas, tan monótonas e irracionales como los decimales de Pi, agitándose en una cadencia narcotizante hasta vaciarlas de contenido y llenarlas de emociones, esa alquimia de la repetición que siempre espera que el plomo se convierta en oro, y en este caso, la mentira en verdad. Cadáveres guerracivilistas que amenazan con balcanizar España, enseñas anticonstitucionales, conspiraciones terroristas, boicoteos a la libertad de expresión, convocatorias de referéndums populistas, que la abuela fuma y que el cielo terminará por caérsenos encima, como decían los galos de Astérix. Todo, absolutamente todo, con un solo objetivo: que nunca deje de haber ruido. Porque si permiten un solo segundo de silencio, alguien podría pensar y llegar a la conclusión de que no habrá ningún invierno nuclear si algunos de ellos siguen sin vestir la púrpura; que la abolición de matices, el trazo grueso, no facilita demasiado la tarea de juzgar personas y circunstancias; que no hay dos Españas, una fuerte e intransigente y otra débil y afeminada, sino una sola que tiene que comprar el pan cada mañana y pagar la hipoteca y quedar con los amigos a tomar copas el fin de semana; que de tanto hacer los gestos, quizás algunos se hallan olvidado de para qué sirven. Ya digo, ruido. Ruido y cacharros vacíos, que son los que más ruido hacen. Bien pensado, a lo mejor habría que hacer lo mismo que el zoológico tailandés de Chiang Mai, que pone pelis porno a sus osos panda para que se animen un poco y se pongan retozones, ya que al parecer practican la abstinencia sexual. Y en el caso de algunos políticos, pasarles pelis que les enseñen a dotar de nuevo de significado esos gestos anorgásmicos, tal vez Nixon, puede que Julio César, y se dejen de practicar la abstinencia mental.

Publicado en El Comercio, 31/03/07

LAS RAZONES DEL FOTÓGRAFO

LAS RAZONES DEL FOTÓGRAFO

Ignacio del Valle
Acabo de regresar de Barcelona: Sant Jordi es impresionante, sin paliativos. Hasta el punto de que un nativo me comentó que la diada real de Cataluña es ya el 23 de abril, como quedó rubricado popularmente un año más. Y en este artículo podría hablarles del luminoso barullo, de los cinco millones de rosas vendidas, de un calor sobre el que pontificaría de inmediato Al Gore, de los escritores mediáticos y de los escritores de verdad, de los guiris que no se creían que era un día laborable, de las cervecitas con las Ray-Ban puestas, de un júbilo semejante al que produciría una nueva victoria europea del Barsa… Pero hoy prefiero darle la vuelta a la postal y recordar una posible cara B de la ciudad. Es un hecho que leí en un reportaje y que siempre recuerdo cuando aterrizo en Barcelona, un homenaje que la vida le hizo a la literatura. Cómo empezar. Quizás como en los títulos de las películas, enumerando a los protagonistas: 2001. Marzo. Doce del mediodía. Los Encantes. Barcelona. Más de seiscientas diapositivas en un mercadillo. La misma mujer retratada en todas ellas. Un publicista holandés que las encuentra curiosas y las compra. De regalo, una película de ocho milímetros en la que también aparece la desconocida. Una idea: montar una exposición con una recopilación de esas imágenes. Un objetivo: conocer a la mujer y devolverle todo el material. Hasta aquí lo visible, lo anecdótico, incluso lo romántico. A partir de aquí las conjugaciones de estados de ánimo, las confulgentes magias emocionales, el misterio. Y una palabra: tesón. Firme, enfáticamente, el fotógrafo ha retratado a su mujer año tras año (etiquetando minuciosamente cada foto con la fecha y el lugar donde ha sido sacada). Por no saber, no sabemos ni su nombre, sólo que a ella le gustaba posar y a su marido fotografiarla. Por ello, es un documento anónimo, que invita a imaginar la vida de la gente, de los desconocidos con los que nos cruzamos cada día; aunque, de los dos, yo me imagino mejor al hombre, locamente enamorado, adorando más que retratando: Tamarín, junio de 1956, ella en la playa, morena, algo entrada en carnes, sobre una toalla; Lloret de mar, agosto de 1956, con camisa blanca, apoyada contra un coche; Badalona, junio de 1957, de perfil entre un maizal, con una rosa en la boca. Me lo imagino un poco calvo, esmirriadito; un funcionario color gris perla, muy apañado, de ésos que no se sabe nunca si han sido jóvenes, que a falta de aliento artístico va perfeccionando su técnica a base de oficio, de voluntad: Lafranch, julio de 1958, con sombrero de paja y unas gafas de sol, en una cala; Camp de mar, julio de 1959, firme como una estatua frente al mar; Formentor, julio de 1959, con falda floreada, sentada sobre una roca. Estableciendo ritmos, concentrándose en las diversas partes del rostro, trabajando sobre ella, transformándola, ponte así, así vida, un poco más de lado, mientras ve pasar, desesperado, la vida a través de su objetivo, y con la vida el tiempo que va deshaciendo el objeto amado, ahora siéntate allí, amor, sonríe, así, perfecto. Imagino el formidable pulso mantenido a lo largo de lustros contra la licuefacción de la edad, haciendo, rehaciendo, apretando obsesiva, concentradamente el disparador; olvidando conscientemente que el tiempo termina siempre por condenar al fracaso cualquier acción: Andorra, marzo de 1960, con un anorak blanco, acostada sobre la nieve; Barcelona, marzo de 1960, de pie frente al edificio de Seguros La Catalana; Monserrat, septiembre de 1967, con camisa amarilla y una cordillera de fondo. Mirando, constantemente mirando, sin pensar, sin preguntar, únicamente sintiendo, exactamente igual que medio siglo antes lo hiciera un Cezánne, un Pisarro, aunque él no tenga ni idea de quiénes son, ni falta que hace, ahora de lado, mi vida, justo, justo así, estás preciosa; un poco héroe, un poco santo, cambiando el carrete con rapidez cuando se le acaba, no vaya a ser que el tiempo se le adelante; yendo siempre un poco más allá, y un poco más, para lograr atrapar el misterio, para lograr su fijeza, como si ella pudiera morir menos de esa muerte que son las cosas arrastradas por el tiempo, levanta un poco la barbilla, cielo, un pelín más, porque el mundo con ella es un sueño y, sin ella, es sólo el mundo, mira hacia aquí, amor, sonríe, sonríe, así, así, no te muevas, quieta, quieta, muy quieta…

Publicado en el Comercio 27/04/07

CONTEMPLANDO EL HORROR

Contemplando el horror
"Camino con retorno" de Sara Suárez Solís: una radiografía del franquismo

Jesús Aller

La ovetense Sara Suárez Solís (1925-2000), filóloga y profesora de literatura, publicó desde joven artículos y libros sobre temas de su especialidad, pero se lo pensó bastante sin embargo antes de dar a las prensas su obra narrativa. Cincuenta y cinco años tenía cuando aparece su primera novela, Camino con retorno (Laertes, 1980), que fue seguida poco después por Juegos de verano, Un jardín y silencio, Blanca y radiante, Sonata para doce manos y Retablo de paseantes. Todas ellas destacan por su penetración de la psicología femenina y su atenta y crítica mirada a la sociedad de nuestro tiempo, pero es sobre todo en la primera, considerada por muchos su obra maestra, donde acierta a trazar unos personajes y circunstancias que merecen quedar como uno de los más notables retratos literarios de la sociedad española bajo el franquismo.

Camino con retorno nos describe la peripecia vital de Carmina Quirós, una muchacha asturiana de la misma generación que la autora, entre los años 30 y los 70 del siglo XX en un Oviedo velado literariamente con el nombre de Fontán. Hija de militar, Carmina crece en un opresivo ambiente conservador: "Desde que Carmina Quirós tenía memoria, recordaba a su madre metida en actos de piedad y vestida de negro (…)". Las anécdotas del inevitable colegio de monjas se mezclan con curiosas experiencias en la época republicana: "(…) o aquello otro que chillaban ellas mientras levantaban el puño: "¡Hijos sí; maridos no!", que Carmina no logró entender ni pretendió que nadie se lo explicara." Poco después, tras el papel protagonista del capitán Quirós en la sublevación y defensa de Oviedo, la familia asciende de categoría social en una trayectoria que oscuros negocios de estraperlo hacen más tarde imparable.

La mejor sociedad se abre ufana ante la hija del "heroico capitán Quirós". Sara Suárez Solís se emplea a fondo en el retrato de un ambiente que resulta continuación de lo que Leopoldo Alas describió en su obra maestra. Por obra y gracia del franquismo, Fontán sigue siendo la sórdida y levítica Vetusta del siglo anterior. No obstante, la vida de Carmina no responde a las expectativas creadas. Sus amores con Marino, un amigo de la infancia, son frustrados por los altos intereses familiares, y después cuando otros novios, entre ellos un noble tarambana favorito de sus padres, la dejan plantada, sumida en un profundo abatimiento, Carmina cree sentir la llamada de la religión e ingresa como monja en un convento de clausura.

En este momento, el relato abre un largo paréntesis que se cierra con el regreso a Fontán veinticinco años después de Carmina Quirós, convertida en Sor Gracia de San Pablo, para asistir a la boda de su hermana pequeña. Esta parte de la novela es realmente el acto final de una tragedia. Aquella España que empezaba a barruntar algo de luz al fin de la pesadilla franquista resulta para Carmina un paisaje demasiado extraño. Las conversaciones con su hermana, abierta de miras e inteligente, su contrapunto perfecto, le revelan trapos sucios de la familia. Además, conocer a los hijos de Marino resulta una experiencia muy dura. Los breves días en Oviedo le hacen comprender que ha perdido su vida sin remedio posible. Confusa, desesperada y un poco bebida, protagoniza en la boda una escena bastante ridícula y poco después regresa al convento. Cierra la novela la carta de una amiga que da noticia de todos los cotilleos, testimonio de la maledicencia que sirve tantas veces de refugio a la mediocridad.

En Camino con retorno, la descripción de una ciudad y sus gentes sirve para explorar algunos entresijos de aquella edad oscura que fue el franquismo, y construye con su crónica un alegato demoledor. Carmina, un poco simple tal vez, siempre bajo la férula de su madre, es otro pobre ser humano más sacrificado a la criminal estupidez que rige todo. Ser hija de vencedores enriquecidos no establece ninguna ventaja, y también ella es arrastrada a la negación de sí misma en aquel tiempo sombrío. Fijando su mirada en ese sector "privilegiado" de la sociedad, Sara Suárez Solís consigue que comprendamos, no que los ricos también lloran, sino que la miseria moral es una lacra que contamina todo lo que la rodea, aunque pretenda vestirse con los ropajes más exquisitos. Son las palabras conradianas del "heroico capitán Quirós", él también de algún modo una víctima, en su lecho de muerte, las que desvelan tal vez la clave del enigma: "Todo podrido… todo podrido…"

Publicado en Rebelión el 17/05/07

http://www.jesusaller.com

LA AEA SE MUEVE, por Ignacio del Valle

La semana pasada se cumplió el primero de los variados proyectos que tiene la Asociación de Escritores Asturianos, El bus del verso. Era un autobús que partió de la plaza de la Gesta con una granada representación de poetas, cineastas, novelistas, músicos, fotógrafos… con dirección a Madrid, y que después recitaron en La Tuerta, un bar cerrado exclusivamente para nosotros cerca de Callao. Tanto la organización como el desarrollo fue un éxito, y más teniendo en cuenta la incertidumbre que sobrevuela estos bocetos iniciales. El bus de verso es la demostración de que se puede superar la propensión artística a ser francotiradores y crear un sinergia híbrida que no es más que la esencia del arte, el mestizaje, la colectividad, el intercambio, el mosaico.

Hace tiempo defendí en un artículo que si no nos queremos convertir en artistas de One Hit Wonder, artistas de un solo truco, de usar y tirar, debemos unir nuestras fuerzas en proyectos de este tipo para demostrar el vigor del arte asturiano, que si bien no carece de enjundia, sí adolece de cierta organización y tiene tendencia a la atomización. En el Principado existe un endémico problema de corralitos culturales llenos de gente que cree que el arte es un cortijo esférico e hinchable con el que jugar a la manera de El Gran Dictador; demasiadas hormigas a la sombra de la misma lenteja, como dice un amigo mío. Por eso debemos olvidarnos del espíritu victimista y gárrulo que nos ha caracterizado durante algún tiempo y enfrentarnos al mercado cultural, sujeto a una mcdonalización que resta vigor narrativo e imprime una rotación ultrarrápida, casi lumínica, a los títulos. Debemos olvidarnos de sectarismos y cicaterías y escribir en defensa propia y del mundo, eliminando una vieja y equivocada frontera entre lengua española y lengua asturiana, entre los que viven en la provincia y los que viven fuera de ella. Hay que igualar los problemas, la promoción, la difusión, y tener claro que las verdaderas obras de arte, honestas, auténticas, meticulosas, imaginativas y catárticas, se crean de espaldas a cualquier ghetto u esnobismo nacionalista, se construyen hablando del vecino, sí, pero un vecino que no es más que una simple excusa para hablar del mundo. ¿Seguiremos siendo francotiradores, cada uno haciendo la guerra por su cuenta hasta que poco a poco se termine el ciclo y la mayoría vuelva a ser Nemo, Nadie, o haremos la unión que hay que hacer, nos convertimos en una piña y repartimos la estopa que ya debíamos haber repartido? Por mi parte estoy dispuesto.