
Hay dos momentos en la vida (momentos que pueden repetirse incansablemente a lo largo de ésta, por cierto) en que creemos que todas las canciones que escuchamos están hablando de nosotros. Uno es al enamorarse, en el inicio activo de una relación. El otro momento corresponde al de la ruptura, cuando toda canción melancólica (que no necesariamente de amor), cuando toda melodía aún sin entender la letra, cuando todo acorde oído al alza y de casualidad en una emisora parece estar compuesto para nuestro dolor.
A orillas del río Tua y a tres kilómetros de Vila Real, se sitúa el solar de la Casa de Mateus, uno de los lugares más emblemáticos del norte de Portugal, constituido por un palacio diseñado por el arquitecto italiano Nicolau Nassone; autor también de otros importantes monumentos, como por ejemplo el santuario de Nossa Senhora dos Remedios, en Lamego.
Se trata de una casona y una capilla aneja, barrocas, encargadas en la primera mitad del s. XVIII por António José Álvares Botelho Mourão, tercer morgado (heredero) de Mateus. Está situada entre estanques y unos jardines considerados entre los más bellos de Portugal, por sus cedros monumentales, magnolios, castaños de indias, camelias, parterres de boj, una era de granito y un encantador “túnel verde” de tejo que limita con la cuidada finca de viñedos, origen del mundialmente conocido vino que lleva la marca del solar.
Vila Mateus es un oasis en aquel paisaje agreste, como sacado de la descripción de Tras-os-Montes que hizo uno de sus ilustres hijos: “Un mar de piedras. Olas y olas siderales, yertas y hostiles (…) Todo parado y mudo (…) Y de cuando en cuando, oasis para el desasosiego que producen estas arrugas geológicas, un valle inmenso…”
El palacio o paço está amueblado y tiene una espléndida decoración de época con elementos que por sí son de valor museístico – cobres de Fragonard, una edición primera de Os Lusiadas, por ejemplo – pero que sirven de uso para la sede de la Fundación Casa de Mateus, entidad cultural de alto nivel que organiza cursos y actividades artísticas, científicas y pedagógicas.
Precisamente en algunas de esas actividades culturales participó y estuvo hospedado en el paço este médico y escritor, Miguel Torga (1907 – 1995), nacido en el vecino pueblo São Martinho de Anta. Llegó a ser propuesto en tres ocasiones para el Nobel de literatura, en 1960, 1977 y 1994. En Portugal le conceden el Premio Camões 1989 y dos años después el Vida Literaria de la Asociación Portuguesa de Escritores. Fallecido en Coimbra en 1995, donde vivió la mayor parte de su vida, representa uno de los valores más firmes de la literatura lusa. Y fue un enamorado de Portugal y de su tierra trasmontana, que cantó en sus cuentos – Rúa, Piedras labradas, Bichos (Ed. Alfaguara) – , poemas – Antología poética (Ed. Rialp)- , alguna novela, como El señor Ventura (Ed. Alfaguara) y su magnífico ensayo-libro de viajes, Portugal (Alianza Editorial).
La editorial Minúscula, en su muy acertada colección “Paisajes Narrados” –ahí están obras de Varlam Shalámov, Giani Stuparich, Mercè Ibarz o Jesús del Campo, por citar únicamente un puñado de las muchas que merecen la pena— nos pone ahora en la mano una breve novela de Iván Alexándrovich Goncharov (1812-1891), autor ruso contemporáneo de Turguéniev, Dostoievski o Tolstói y tradicionalmente considerado literariamente un peldaño o dos por debajo de ellos. Goncharov acusó de plagio a Turguéniev, fue censor en época del zar Alejandro II y murió paranoico, pero antes dio al mundo Oblómov, una novela en la que explora las contradicciones del alma rusa a través de sus dos protagonistas, adormilado por la pereza y el letargo uno, activo e innovador el otro. En El mal del ímpetu encontramos también la oposición abulia/hiperactividad abordada con un admirable sentido del absurdo y una innegable ironía. El personaje parasitario es aquí Tiazhelenko, que procura no levantarse de la cama, aunque se verá obligado a hacerlo para, en compañía de Filip Klímovich, el narrador de la historia, intentar salvar a la familia Zúrov de una extraña enfermedad —el mal del ímpetu que se anuncia en el título—, caracterizada porque quienes la padecen son incapaces de permanecer en casa en todo el verano. Andan sin parar, hasta la extenuación, de paseo en paseo, de excursión en excursión, acompañe el tiempo o no. Así, la familia Zúrov, seguida por los amigos que intentan salvarlos y azuzada por Verenitsyn –así como Oblómov tenía su rival activo también lo tiene aquí Tiazhelenko— se dedicará a deambular hasta el fin de sus fuerzas por los alrededores de San Petersburgo. Contemplarán montes, ríos, bosques, monumentos y también los bodegones propios de los cocheros: “Si desde la calle se han asomado ustedes directamente por la puerta, con seguridad habrán visto en el fondo de la habitación una enorme mesa cubierta por garrafones, jarras, platos con distintos entremeses y, detrás de la mesa, al barbudo Ganímedes; y si se han asomado en domingo, seguramente habrán visto en pleno banquete a un grupo de amigos cuyas caras ardían iluminadas como lámparas de gas. Y las carcajadas, las canciones y el órgano les habrán hecho notar que no se encontraban lejos de un templo del placer”.
Fino observador y sensible fustigador de la impasibilidad de la nobleza provinciana de su tiempo, Goncharov consiguió con su Oblómov identificar categóricamente a toda una clase social. Pero su crítica, inteligente y divertida, tenía más el efecto de un símbolo, como esos suaves golpes en la cara con el guante que los caballeros se daban entre sí cuando veían atacado su honor y querían batirse en duelo, que la contundencia que adquiriría después, pongamos por caso, un Tolstói; estaba también lejos de la tenebrosidad y el sufrimiento dostoievskiano, por eso leer a Oblomov resulta un fino placer, algo así como tomarse un buen vino blanco acompañado de unas aceitunas ricas en sal. Sin embargo, muy pocos autores consiguieron como él sublimar un personaje hasta el punto de convertirlo en sinónimo de una actitud o un modo de conducirse en la vida, eso que se ha dado en llamar oblomovismo y que Lino González Veiguela definía muy bien no hace mucho desde las páginas de la revista Clarín como algo “carente de fronteras sintomáticas definidas. Pensar en hacer sin hacer, es oblomovismo, pero también lo es no tratar de cambiar las circunstancias de nuestra vida o de nuestro entorno cuando estas nos disgustan o nos afectan negativamente. Siempre que no tengamos por completo el control de nuestras existencias, y no tratemos de obtenerlo, acomodándonos al estado de las cosas, estaremos afectados en uno u otro grado de oblomovismo”. Contra lo que pudiera parecer, es muy difícil y hay que estar muy alerta para no dejarse narcotizar por el inmovilismo.
«Fue una revelación encontrar un español que conoce mi país como pocos naturales lo conocen, no sólo en los aspectos geográficos, sino también los monumentos, los escritores, la historia, la arquitectura, la culinaria, la lengua. En fin, con tanto cariño a este pueblo al que pertenezco y con tanto afán de divulgar en España los encantos que casi se escapan a quien vive inmerso en ellos. Tengo que agradecer a este autor mío haberme mostrado Portugal de una manera diferente y con una visión diferente.
Es la visión que este libro transmite, de una forma agradable, bien organizada, leve y atractiva. Además ilustrada con fotografías y acuarelas. Leerlo es ya viajar, pero sobre todo hay en él un instrumento para preparar bien un viaje a Portugal. Tanto para comenzar por el Norte y acabar en las islas atlánticas, como para seleccionar, según los gustos personales, las regiones que más le agraden, o las que están más próximas, o aquellas que el tiempo de vacaciones o el presupuesto permiten visitar.
Como es casi imposible visitar todas las tierras portuguesas en un viaje, este libro puede ser un vademécum, bien para acompañar al viajero en lugares lusitanos o bien para tener en casa esperando la consulta preparatoria del viaje siguiente. »
En Encontrarás dragones (There be dragons) Roland Joffé, también director de Los gritos del silencio (1984) y La misión (1986), aborda la fundación del Opus Dei a cargo del aragonés Josemaría Escrivá de Balaguer —canonizado en 2002 por Juan Pablo II como el santo de lo cotidiano—, con la Guerra Civil española de contrapuntual telón de fondo y piedra angular del retrato de los protagonistas. Los amigos de la infancia Josemaría (Charlie Cox) y Manolo Torres (Wes Bentley) representan opciones vitales dispares frente una misma coyuntura límite, por medio de la cual acceden a territorios ignotos de su paisaje interior. De hecho, el título alude a una expresión de los cartógrafos medievales, «Hic sunt dracones», referida a los posibles peligros de las zonas geográficas aún inexploradas.
Con un presupuesto de 35 millones de dólares y un reparto notable, que asimismo incluye a Dougray Scott, Derek Jacobi, la chica Bond Olga Kurylenko o Geraldine Chaplin, junto a varios actores españoles (Ana Torrent, Jordi Mollá, Unax Ugalde, Alfonso Bassave), el filme recrea cómo Escrivá asumió la apertura de un nuevo camino dentro de la Iglesia, dirigido a promover, entre personas de todas las clases sociales, la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado, mediante la santificación del trabajo ordinario. Según sus postulados, puede alcanzarse la santidad sin necesidad de ordenarse sacerdote o de retirarse a un monasterio: la santidad anida igualmente en los actos efectuados por la gente corriente en las cosas pequeñas de su vida diaria, acciones cotidianas por medio de las cuales es posible establecer una relación espiritual con Dios. De tal manera que en Éste las cosas del mundo hallan sentido, su fin último, a través de la acción santa de sus hijos.
Como cine religioso orientado a la expresión de lo trascendente, Encontrarás dragones me parece una pieza estimable, hermosa incluso. Su puesta en escena se esmera por sustanciar cinematográficamente el sentido de lo divino del protagonista. Particularmente bella se me antoja la formulación de la revelación fundacional del 2 de octubre de 1928, síntesis fílmica de la contextura de la Obra. Dicha visión sobrenatural de Josemaría (la narración transparenta una vertiente mágica en varias escenas) amalgama los espacios del madrileño Patronato de los Enfermos, de la ficticia fábrica paterna de chocolates en Barbastro —germen metafórico de su capacidad para apreciar el sabor divino ya desde niño— y de la carpintería de Jesucristo, con éste en plena labor, un trabajo al que se asoman personas de diferente género, estado, clase y profesión. Escribe Miguel Dolz, en su San Josemaría Escrivá de Balaguer: “Mi Madre la Iglesia”, que «con esa luz de Dios vio personas de toda raza y nación, de toda edad y cultura, que buscan y descubren a Dios en medio de la vida ordinaria, en el trabajo, en la familia, en la amistad, en las diversiones. Y que buscan a Jesús para amarle y vivir su vida divina, hasta dejarse transformar por completo y hacerse santos. Santos en el mundo. Un santo panadero o sastre o ingeniero o banquero. Un santo sencillo, un ciudadano como todos los demás que viven a su lado, pero convertido en Cristo que pasa e ilumina. Un hombre que endereza a Dios toda su activida (1).
Encontrarás dragones no pretende ser una película histórica. La biografía real de Escrivá de Balaguer se entrevera con la ficción dentro de un épico relato alegórico sobre el amor, el odio, la culpa, el perdón, la santidad y la redención. La Guerra Civil española es la piedra de toque desde la que se perfila definitivamente el personaje de Josemaría, a tenor de la actitud que adopta y la influencia que ejerce sobre quienes lo rodean. En un retrato quizá unidimensional en exceso (no olvidemos que estamos ante la hagiografía de un santo moderno), Escrivá sólo predica el amor, la comprensión universal: rechaza el carácter de cruzada del bando sublevado; trata de comprender el descontento del pueblo trabajador con la oligarquía por la que se siente oprimido.
Ahora bien, pese a todo ello, resulta inadmisible en pleno siglo XXI el tratamiento que de nuestra Guerra Civil presenta el filme de Roland Joffé. Si bien procura curarse en salud advirtiendo que algunos conciben la contienda fratricida española como un esquemático conflicto armado entre el fascismo y una república de izquierdas anarco-comunista, su discurso incurre de lleno en tan falaz premisa, por mucho que aquella España, aquella Europa, fuesen un complicado polvorín.
Pueril en su desinformado maniqueísmo, lejos de entender nuestra guerra como lo que fue, la lucha de una democracia legalmente constituida contra una sublevación militar fascista, Roland Joffé hace de nuestra II República de 1936 un caótico régimen filosoviético anticlerical, cuando en realidad los comunistas eran minoría dentro del parlamento español de entonces, con tan sólo 17 diputados. Su unívoco matiz de República de izquierdas abunda en la confusión. Recordemos que la II República española fue un Estado de derecho regido tanto por gobiernos de izquierda y de derecha. Niceto Alcalá Zamora la presidió, recién proclamada, en representación de su conservador y nada anticatólico partido Derecha Liberal Republicana; y, más tarde, lo haría Alejandro Lerroux, desde el asimismo conservador Partido Republicano Radical, que pactara con la autoritaria Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de Gil Robles.
Encontrarás Dragones intenta hacernos creer que se acoge a una postura equidistante entre los dos bandos en liza. Ambos parecían tener, según el relato de Roland Joffé, razones para hacer lo que hicieron. Unos, rebelarse a golpe de armas contra un desbrujulado gobierno democrático legitimado por las urnas; otros, rebelarse contra la injusticia social, matando de paso el mayor número de curas posible. «¡Viva la República! ¡Viva la anarquía!», gritan el p
roletariado y el campesinado español, liderados por —ojo al dato— convictos fugados como Oriol (Rodrigo Santoro). Parece que fueron ellos, a ojos de Rolad Joffé, quienes incendiaron el país con la guerra, el odio y el pánico, y no los sublevados fascistas. «Hay que sembrar el terror… hay que dejar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros» (2), declaró el general Emilio Mola, director del alzamiento militar que desembocaría en conflagración. Sin embargo, el guionista, director y productor Joffé, agnóstico hombre de izquierdas, deja de lado las atrocidades de los facciosos. Prefiere, por el contrario, recrearse en el lado más oscuro de los combatientes leales al gobierno legítimo, siguiéndole el juego a la leyenda negra de la República española. En este sentido, Encontrarás dragones, tan elogiable en otros aspectos, acaba por ser poco menos que un inaceptable libelo contra el bando demócrata republicano que, mejor o peor —y tampoco exento de ciertos canallas—, luchó en definitiva por la libertad de España, en la que vino a ser la primera batalla de esa II Guerra Mundial dirimida entre los totalitarismos del Eje y las democracias occidentales aliadas con la URSS.
Pablo Marcelino Suero nació en Gijón el 4 de marzo de 1898 y quizá por hacerlo en año tan señalado, de pérdida de colonias ultramarinas, el destino estaba esperándole al otro lado del océano. Cuando era un niño de corta edad su familia emigra a la Argentina, donde muy pronto dejará ver Pablo su vocación literaria. Con dieciséis años tiene el alma hinchada de tanto Rubén Darío, pero para poder llevarse el pan a la boca ingresa en la redacción del periódico porteño Crítica. Su labor como periodista será amplia y su prestigio no pequeño, colaborando con el tiempo en los diarios más importantes de Buenos Aires y Montevideo: El Nacional, Última Hora, La Mañana o El Telégrafo entre ellos; y en las más prestigiosas revistas, como Caras y Caretas, Mundo Argentino o Comedia, además de estampar su firma en la prensa francesa, donde parece que fue el sucesor de Enrique Gómez Carrillo. Pablo Suero, como Enrique Gómez Carrillo, fue uno de esos periodistas de raza que vivían con pasión lo que hacían, tenían los zapatos gastados de andar por el mundo, la muñeca suelta y resuelta a facilitar frases con garbo y solían imitar un poco esas poses decadentes que venían de París. Inteligentes, mundanos y a veces un tanto frívolos sabían ganarse la atención de los lectores. Pero al mismo tiempo que se convertía en un gran periodista Pablo Suero aspiraba también a ser coronado con laurel en el olimpo de la literatura.
[FOTO. Pablo Suero con Rafael Alberti y Mª Teresa León.]
Lo dice el proverbio estoico, si quieres suprimir el temor suprime la esperanza. Claro que este autor no era un estoico y por eso en 1920 publica Los cilicios, un libro de versos de estética modernista que ha notado el paso de la carcoma por sus páginas y hoy se nos vuelve polvo entre los dedos y nos deja un sabor demasiado empalagoso a lirios en el oído. A los 22 años se le nota cierto hastío, cierta pose que tiene tanto de fingimiento a la galería de los tiempos que corrían como de auténtica premonición del fracaso como escritor de altos vuelos. “Obsesión”, se titula uno de los poemas, y comienza: “Me obsede un deseo arcano y brumoso, / un vago y punzante anhelo, Señor, / de ser más que carne doliente y aciaga; / quisiera ser rayo, ser nube, ser sol…”; y en “Displicente” apunta: “Pues que nunca hube ganado, / no llevo nada perdido; / mi único bien aquí ha sido / un cruel dolor obstinado”. No fue un gran poeta, pero su poesía puede alumbrar una existencia de la que no nos sobran las noticias, como nos parece que hace la desgarrada composición “Balada del amigo inquieto”: “Y nunca hiciste mal sino de boca, / sólo con la palabra heriste al hombre; / en cambio ellos con qué furia loca / te hicieron daño con crueldad sin nombre… // Nunca harás nada, pobre amigo mío; / deja la pluma, deja, nunca escribas. / Ya te lo dije, desbordado río, / nunca harás nada por mucho que vivas”.
En las páginas publicitarias de Los cilicios ya se anuncian otras seis obras del autor en preparación: tres piezas de teatro, dos libros de poemas y una guía emotiva de Buenos Aires; en los libros siguientes la lista aumentará sustancialmente, pero algunas de estas obras nunca llegarían a publicarse, quedarían perdidas entre las páginas de los periódicos o en algún lugar recóndito de la imaginación del autor. Por estos años veinte también escribió letras de tangos como “¿Se acuerdan muchachos?”, en colaboración con Enrique Delfino y que Carlos Gardel grabó en 1924. Desempeñó un gran papel como crítico teatral y como director de algunos de los elencos más importantes de Buenos Aires, lo que le llevó a conocer a mucha gente de primera fila. A la vez escribía teatro -muchas veces en colaboración- y guiones para la radio. Se codeó con tal número de celebridades en América y Europa, en Buenos Aires, Montevideo, Madrid o París, que no se entiende demasiado bien el desconocimiento que de él tenemos. Una tarde en una calle de París se tropezó con un viejecito que llevaba en su pecho la deslumbrante medalla de honor del ejército francés, aquel viejecito extremadamente delgado y decaído había estado en la isla del Diablo y no era otro que Dreyfus muchos años después de que su “affaire” hubiera conmocionado al mundo a partir del “J’Acusse” de Émile Zola y puesto a Francia al borde de la guerra civil. Suero entrevistó a Pirandello, a Georges de Bouhelier, a Georges Duhamel, a Stefan Zweig, a Vicente Huidobro, a Ramón Novarro, a Colette y a un largísimo etcétera. Como él escribió alguna vez, era un hombrecillo muy bien relacionado. A finales de 1936 contrataría para su compañía a una joven actriz que el mundo conocería más tarde como Eva Perón. Y ya nos advertía en su libro Figuras contemporáneas que esos personajes no se arriman a uno porque sí, hay que buscarlos, y allí les tiraba una coz a sus enemigos al confesar que buscaba celebridades “porque los prefiero a ellos que a vosotros, tan tristes, tan aburridos, tan vacíos de todo y tan llenos de vanidad y de crueldad”. Fracasó en sus pretensiones literarias, pero se hizo un hueco como periodista de altos vuelos cuya viveza todavía puede disfrutar el lector actual en libros como España levanta el puño o Figuras contemporáneas.
[FOTO: Pablo Suero junto a Federico García Lorca.]
Si en París y Buenos Aires conoció a una parte importante de la intelectualidad mundial, en España, durante su viaje para cubrir las elecciones de febrero de 1936 para el periódico porteño Noticias Gráficas –del que saldría el libro España levanta el puño, recientemente reeditado- conoce literalmente a todo el que es alguien. Todos los políticos importantes del momento, desde Azaña a Gil Robles pasando por Calvo-Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Dolores Ibárruri, Largo Caballero o Indalecio Prieto, están en estas páginas. Algunos ensalzados, como Azaña o Largo Caballero, otros tratados con algo más de sorna, como el señorito Primo de Rivera, a cuya entrevista Suero lleva para fotografiarlo a un joven comunista y mientras esperan en el hall de la casa de la calle Serrano roba un par de fotografías de un álbum familiar; o el nervioso Gil Robles, que temeroso de perder las elecciones ap
enas lo recibe unos minutos en plena campaña, para la que derrocha todo el dinero que generosamente le cede la iglesia movilizando los mass-media de la época al más puro estilo fascista. Qué decir de los literatos, aquí están desde Jacinto Benavente y Carlos Arniches hasta jóvenes como García Lorca y Alejandro Casona, pasando por Pío Baroja, los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Rafael Alberti o José Bergamín. Y también los hoy más olvidados Eduardo Zamacois, Antonio de Hoyos y Vinent, Jacinto Grau o Paulino Masip.
En 1940 publica Agonía de un mundo, un nuevo libro de versos no más brillante que Los cilicios, pero tiene para nosotros el interés de abrirse con un puñado de poemas en los que evoca su lejana infancia asturiana. No debió pasar demasiado tiempo Pablo Suero en su tierra natal. Ni en España levanta el puño -por el que Ian Gibson lo descubrió y sobre el que articuló su libro Cuatro poetas en guerra, donde retrataba a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández tomando como eje narrativo el libro de Suero, pues los había entrevistado a todos excepto a Miguel Hernández- recoge su experiencia infantil, ni en la primera parte de este libro, titulada “Estampas españolas”, menciona Asturias -mientras sí habla de su llegada a Canarias, de Málaga, Cádiz, de los cafés de Madrid o de los barrios de Barcelona- ni alude, que recordemos, al hecho de ser asturiano a pesar de que a lo largo de estas páginas aparece en varias ocasiones el Octubre de 1934. Sin embargo, en Agonía de un mundo, publicado tres años más tarde, sí hay referencias explícitas a su infancia asturiana a través de alguna estampa y varios retratos de parientes casi olvidados por la distancia. Entre los poemas que dedica a sus familiares –el tío Ramón, el tío Pepe, el tío Eduardo, el tío Florentino, las tías solteras…- tiene especial gancho el dedicado a uno de sus abuelos, que “fue marino y a ratos periodista de brega, liberal, come frailes”. Suero salió muy joven de Asturias y no parecía conocer muy bien el mundo del que procedía. Su conocimiento probablemente provendría del escaso recuerdo y de los relatos familiares, quizá recuperados con cierto ahínco tras el viaje que emprendió a España a finales de 1935 y le llevó a escribir España levanta el puño.
El último libro que publicó Pablo Suero fue Figuras contemporáneas, que apareció en Buenos Aires en 1943. En este libro se anuncian los dos siguientes tomos de la serie que iniciaba, puesto que en el primero sólo están una parte de las personalidades que fue conociendo y entrevistando en su larga trayectoria como periodista, pero no llegarían a publicarse esas continuaciones porque el autor falleció en accidente de tráfico el 3 de febrero de ese 1943, antes incluso de que el libro llegara a imprimirse. En este volumen la figura más allegada para nosotros es Federico García Lorca, amigo de Suero, con el que se hizo una foto en el barco que en 1933 los trasladó a ambos desde Montevideo a Buenos Aires cuando el poeta granadino estuvo allí de gira. Al contemplar al orondo Suero al lado de Lorca en la cubierta del barco entendemos su apodo en el mundillo artístico bonaerense: “El Gordo” o “El Sapo”; y nos lo imaginamos en la noche porteña, en mitad de alguna acalorada discusión, sacando a relucir la mala leche que parece le caracterizaba mientras su amigo Carlos Gardel intenta contener su violencia diciéndole: “Ché, Gordo, tranquilo, tranquilo”.
Estancias y paseos: Azorín y Darío.
Conocidas son las páginas en que Azorín narra su visita a Rubén Darío, a la sazón veraneante en La Arena, pueblo costero de Asturias. Se les adivina haber sido trasladadas del periódico en el que primeramente se hayan publicado, pues aun con los primores del paisajista de que se vale al inicio Azorín, el trabucar el título preciso Cantos de vida y esperanza por el de Cantos de amor y de esperanzas denota una cierta premura de redacción. La sencillez de la frase, lo directo del tono y lo ordenado del relato contribuyen al mismo efecto, y sobre todo esa pátina de tiempos idos. El comentario de que “la evolución no tiene más plan ni más finalidad que ella misma” y la pregunta: “¿Recordáis la inquietud que se apoderó de Nietzsche cuando descubrió la vuelta eterna?” remiten a la época en que privaban las ideas positivistas, un difuso darwinismo social y una generalizada desazón, a la que respondía Nietzsche con su doctrina del Superhombre.
Menos conocidas por el gran público son las páginas que Rubén Darío dedicó a Asturias. Fruto de sus estancias veraniegas en La Arena y San Esteban de Pravia —la de 1905, fecha en que lo visitó Azorín, y las siguientes de 1908 y 1909—, las incluiría en la colección de crónicas Todo al vuelo publicada en 1912. Constituyen un total de seis artículos. El primero cuenta la visita del poeta a la catedral de Oviedo, el segundo describe el pueblo de San Esteban, el tercero y el cuarto están referidos respectivamente a la procesión de San Telmo, patrón de marineros, y a la anécdota a la que éste ha dado pie en la imaginación popular. En cuanto al quinto, titulado “Un eclipse” y dividido en dos partes, recuerda primero el relato de Pedro Antonio de Alarcón en torno al eclipse de sol del 18 de julio de 1860 y, después, las propias impresiones de Darío. El sexto artículo, el más extenso, casi un ensayo sobre la poesía asturiana escrito por el poeta durante los días estivales de 1908, demuestra su interés por la expresión poética local y que leía y entendía el asturiano o bable sin dificultad.
Pero más conmovedor aún es saber, gracias a esos paseos y estancias de reposo en Pravia, que “nuestro poeta”, como lo llama Azorín, solía despertar a deshoras de la noche para escribir, en las cuartillas pegadas en la pared a la que se hallaba arrimado el lecho, los barruntos de versos que le dictaba el sueño. ¡Milagros de su inspiración!