Tras las fabulosas huellas de Amélie Poulain. Por José Havel (24/07/2009).

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Desde el mismo amanecer, ya sea invierno o verano, Montmartre es un colorido recital costumbrista de cálido bullicio callejero. Allí vuelvo siempre que puedo, pues es la parte de París en la que mejor recibido me siento. Además de poder asistir al espectáculo de cómo despierta el barrio, eso de visitar Montmartre bien de mañana tiene en verano el valor añadido de hacerle un pequeño regate al calor (los rigores estivales parisinos no son moco de pavo). Y es lo que hice en mi última visita al lugar, allá por agosto de 2008, en una mañana de turismo donde el cine, la pintura, la historia, fueron, una vez más, los alicientes principales.

Dicho espectáculo comienza con la llegada a la estación de metro de Abbesses, la misma donde Amélie Poulain (Audrey Tautou) se encontraba por vez primera con Nino Quincampoix (Mathieu Kassovitz), cuando éste recoge fotos desechadas bajo un fotomatón y, tras mirarse, ella se va precipitadamente sin coger el metro, toda nerviosa. Diseñada por Héctor Guimard, es una de las pocas estaciones Art Nouveau originales (¡esa entrada con arcos verdes de hierro labrado y luces de ámbar!). Sus inacabables escaleras llenas de frescos dejan claro, nada más llegar, que estamos en el barrio de los pintores por antonomasia, pese a que hoy quizá sea la película Amelie (Le Fabuleux Destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001) el principal reclamo de Montmartre para muchos turistas.

Acto seguido me gusta encaminarme hasta Square Willette, al pie del Sacré Coeur. Como a cada visita, en esta plaza albergo la esperanza de toparme con Amélie, escondida detrás de una cabina telefónica, junto al tiovivo que allí está todavía, mientras ordena a Nino seguir las flechas pintadas en el suelo hacia el mirador del citado Sacré Coeur, desde donde él la descubrirá a lo lejos. Obviamente, no subo las empinadas rampas a pie como el pobre Quincampoix. Para eso está el funicular. Montmartre, como buena colina, es pura cuesta con escarpadas escalinatas por doquier. (Con permiso de la torre Eiffel, es la cúpula del Sacré Coeur el punto más alto de París.) Por muy temprano que sea, como aquel día de principios de agosto, es raro no encontrarse con una generosa congregación de turistas in crescendo, a cuya caza andan los pintores callejeros con objeto de retratarlos a cambio de unos euros. Las gárgolas de esta basílica iglesia neorromántica imponen con sus formas de dragón casi suspendidas en el aire.

Callejuelas estrechas, flanqueadas por numerosas tiendas de souvenirs, me llevan hasta el animado mercadillo de pintores de la Place du Tertre, tan colorista como un musical de Vincente Minnelli. Y de allí, tras un buen rato, hacia la Rue des Trois Fréres, ya cuesta abajo, con el sol empezando a sacudir. En el número 56 se encuentra Maison Collignon, el comercio de comestibles del “malo” cascarrabias de la peli. Esta tienda de frutas, legumbres, especias y vinos, llamada en realidad Maison “Chez Ali”, conserva su exterior tal cual salía en la película. Por dentro, la verdad es que este angosto establecimiento no desprende encanto alguno. No obstante, como de costumbre entro a comprar algunas tarjetas postales que suelo escribir, pocos minutos después, en el lugar estrella de mis peregrinaciones a Montmartre: el Café Tabac Des 2 Moulins, donde trabajaba Amélie de camarera. Apenas unos metros más allá, Rue Lepic abajo, a mano derecha, se halla el célebre Moulin Rouge, algo más pequeño de lo que uno se imaginaba. Al parecer, lo de tanto Moulin en los nombres responde a que, en el pasado, abundaban aquí los molinos de viento a causa del carácter ventoso de la zona.

En el Café Des 2 Moulins me siento, si puedo, enfrente de lo que sería el estanco (inexistente ya), pegado a la cristalera por donde en la película entra Nino (y que ahora da a la terraza del café), poco antes de que la protagonista escriba el menú del día en un cristal, sin atreverse a hablar directamente con él. (A pesar de los ruegos de los visitantes, los propietarios de este Bar Brasserie no acaban de recuperar aquel vidrio de atrezzo.) Todas las ocasiones en que he ido, siempre de mañana, me ha encantado contemplar desde allí la colorista actividad de esta hormigueante calle de comerciantes. Vida de barrio en estado puro. Algo que agradezco enormemente en París, ciudad hermosa, cortés y cosmopolita, pero tan a menudo fría, seca, distante, un poco a lo Catherine Deneuve. Oteo a mi alrededor, aprovecho para garabatear las postales tomando una cerveza. Entretanto los demás clientes (el número de españoles aumenta a cada año) se retratan, muchas veces con la ayuda de las amables camareras, en distintos lugares del café, sobre todo ante la barra y al fondo del local, junto al cartel original de Le Fabuleux Destin d’Amélie Poulain.

Y, feliz de la vida, de nuevo allí vuelvo a preguntarme por qué estimo tanto a un filme tan alejado del tipo de cine que a mí más me interesa. Vuelvo a pensar en lo mucho que nos gusta pasearnos por los escenarios de la ficción, quizá bajo el impulso de querer borrar las fronteras que la separan de la realidad. Siempre con la sensación de que la pizpireta Amélie Poulain aparecerá en cualquier instante, siempre con el imperioso deseo de regresar aun sin haberme ido todavía de allí.

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