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Ganadores de los XI Premios de la Crítica de Asturias. 7/10/2010

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Berta Piñán (Lliteratura infantil y xuvenil), Carlos Suari (Poesía n’asturianu), Ismael González Arias (Columnismu lliterariu), Francisco García Pérez (Columnismo literario en lengua española), Pablo Huerga (Narrativa de no ficción en lengua española), José Ángel Ordiz Llaneza (Cuento en lengua española) e Ignacio del Valle (novela en lengua española), son los ganadores de los XI Premios de la Crítica de Asturias. Al acto de entrega de estos galardones (jueves, 7 de octubre, a partir de las 8 de la tarde) que ya cuentan con más de 50 premiados entre sus once ediciones, se suma el ganador del V Premio de las Letras de Asturias, que este año ha reconocido el quehacer de Juan Cueto.

La diligencia de John Ford o la modernidad de los clásicos. Por José Havel (05/11/2010).

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¡Qué cosecha la del aquel año! En 1939 se realizaron Caballero sin espada, de Frank Capra; Ninotchka, de Ernst Lubitsch; Sólo los ángeles tienen alas, de Howard Hawks; La regla del juego, de Jean Renoir; Lo que el viento se llevó y El mago de Oz, de Victor Fleming; Cumbres borrascosas, de William Wyler; Beau Geste, de William A. Wellman; Gunga Din, de George Stevens; Los violentos años veinte, de Raoul Walsh, Unión Pacífico, de Cecil B. De Mille… Y, cómo olvidarlo, el western por excelencia, La diligencia, de John Ford.

A finales de los años treinta, en una época en que casi ninguna primera figura realizaba ya westerns —el propio Ford no había filmado ninguno desde 1926—, el cineasta de Maine descubre, en el Collier’s magazine,el relato de Ernest B. Haycox titulado Diligencia para Lordsburg, armazón argumental sobre el que Dudley Nichols construiría el guión de La diligencia (Stagecoach). Aunque la historia de Haycox no estaba muy bien desarrollada, Ford estima que sus personajes son altamente interesantes y se hace con los derechos. Por tratarse de una película del Oeste (éstas habían quedado prácticamente relegadas a la serie B), John Ford no encuentra compradores para el proyecto, hasta que gracias al interés de Walter Wanger, de la United Artists, puede finalmente comenzar el rodaje en Monument Valley, lugar al que retornaría en numerosas ocasiones hasta convertirlo en un paraje mítico. El largometraje no sólo obtendría un clamoroso éxito, provocando el renacimiento de los filmes del Oeste y lanzando definitivamente al estrellato a John Wayne, en adelante paradigma del westernman, sino que también supondría un antes y un después en la trayectoria cinematográfica de Ford, el género del western y el discurso fílmico.

Con anterioridad a La diligencia, John Ford había dirigido ya alrededor de noventa y dos películas, aproximadamente sesenta y siete mudas y veinticinco sonoras. Pero, aunque producciones como La patrulla perdida (1934) o El delator (1935) le aportan prestigio internacional, será sobre todo a partir de La diligencia (1939) cuando mayoritariamente se empieza a pensar en Ford como autor (es decir, a considerarlo como un director con un universo artístico propio), marcando dicho filme un enérgico punto de inflexión en su carrera, pues ésta generará desde entonces obras maestras de manera casi ininterrumpida.

Al igual que en muchas de sus otras narraciones, John Ford aboca, combinando la amplitud de los espacios abiertos del Far West con la rigurosa unidad espacial del carruaje, a un pequeño grupo de individuos a una peligrosa situación límite: nueve personas se ven obligadas a adentrarse en territorio indio —ámbito donde, relevantemente, se superará la convención/barrera social—, durante el alzamiento de Gerónimo, en su necesario camino a Lordsburg. Semejante coyuntura le permite abordar, mientras de paso critica furibundamente la hipocresía e intolerancia sociales, uno de sus temas mayores: el conocimiento y la aceptación del Otro. Como en toda película de itinerario que se precie de tal —el trayecto físico comporta otro moral—, los integrantes del microcosmos norteamericano encerrado en la diligencia no solamente se irán mostrando tal como son en realidad a causa de las trágicas circunstancias, sino que además adquirirán consciencia de sí mismos, redescubriendo simultáneamente el verdadero significado del concepto de sociedad.

A efectos genéricos, La diligencia se caracteriza por su función de obra-puente, puesto que asimila los aspectos aprovechables de la tradición westeriana anterior y asimismo sienta las bases del western del futuro. Del esquemático western primitivo el relato de Ford conserva algunos toscos interiores y ciertos elementos iconográficos (sombreros, grandes pistolas); pero también retoma del mismo personajes arquetípicos para trascenderlos mediante la dotación de una densidad psicológica desconocida hasta entonces dentro del género, ya que esos personajes son sometidos a complejizadoras tensiones internas que hacen de ellos seres configurados por una situación mediatizante, y no meros soportes estereotipados de una idea. Igualmente son rasgos de modernidad las tomas filmadas desde el techo de la diligencia, el acertado uso del off visual, la inteligente utilización de la elipsis o la excelente ejecución de la secuencia del ataque apache al carricoche.

Por otra parte, debe señalarse que, con La diligencia, Ford se salta las rígidas normas de la ortodoxia academicista cuando sus necesidades expresivas así lo requieren. En este sentido, vulnera sin problema alguno la ley del cambio de eje (durante el ataque indio a la diligencia, se producen hasta trece saltos de eje violentando los raccords de dirección y acción) o bien no contempla la preceptiva gama de grises buscando una fotografía de fuertes contrastes. De idéntico modo, es necesario hacer hincapié —tal como últimamente vienen observando con acierto los estudiosos más sagaces— en que el filme de Ford es el legítimo depositario de una serie de avances equivocadamente asignados a Ciudadano Kane (Orson Welles, 1940): la profundidad de campo obtenida a través del trabajo con objetivos de gran angular, así como el recurso a un menor número de fuentes lumínicas artificiales merced a la utilización de emulsiones de una mayor sensibilidad; todo lo cual permitió la composición, con fines dramáticos, abundando en las iluminaciones laterales, de planos contrapicados que mostraban inusualmente los techos de los decorados (recuérdese que en la industria hollywoodiense se iluminaba desde arriba).

Setenta y un años después de su estreno, un 2 de marzo de 1939, La diligencia, western que recuperó, reactivó y elevó a la categoría de Arte el género al que se adscribe, se nos aparece hoy, a pesar de ciertos resabios del western primitivo, como una obra plenamente imbuida de la intemporal modernidad de la que, tan elegantemente, siempre han hecho gala los maestros del cine clásico americano. 

A la sombre de los hermosos libros en flor, Francisca Aguirre. 4/10/2010.

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 A la sombra de los hermosos libros en flor

 
            Entre las muchas cosas que el tiempo nos va arrebatando hay algunas que desde un punto de vista estrictamente personal, como es mi caso, me resultan francamente dolorosas. Sin duda yo podría hacer una lista que sería casi interminable, pero como todo viene regido por algún tipo de ley, en este caso, el espacio de un folio, para que nadie abuse y todos tengan derecho a disponer de un folio donde poder desarrollar sus pocas o muchas emociones, yo he elegido el tema de los libros. Y lo he elegido porque dentro del panorama de cosas de las que habremos de prescindir antes o después, para la persona que les habla, es decir: para una mujer a la que enseñaron muy pronto que había que prescindir de casi todo, sin embargo, una de las pocas cosas que la ayudaron a aceptar esa condición y no convertirse en un ser lleno de odio, lleno de ira, y dispuesto para la venganza, fueron los libros. Los libros fueron ese tablón que misteriosamente encuentran los náufragos, fueron esa tabla de salvación que en tiempo de espanto me ayudó a cruzar una frontera que me permitía llegar a muy distintos lugares, todos ellos maravillosos. Decía Rilke que lo único que abriga es la intemperie. Pues cuando lo que te abriga es la intemperie, un libro se convierte en el camino hacia la tierra prometida, hacia el país de la abundancia, hacia el territorio en donde todo lo que sucede es el resultado de la aventura de vivir. A lo largo de mi vida siempre me han acompañado, como si fueran ángeles guardianes, las páginas de muchos libros. Cuando se me negaba todo yo sabía que dentro de un libro había un camino que conducía a lugares maravillosos, a historias más tristes que la mía. Un libro era un talismán, un libro era un mundo, un mundo distinto. Dentro de un libro se podía viajar a las estrellas o ir al centro de la tierra. No puedo concebir mi vida sin libros. ¿Cómo habría sido yo sin los libros? Pertenezco a esa especie afortunada que ha tenido por amigos a muchos libros, libros para consolarme, libros para inquietarme, libros para hacerme más libre, más compañera, más comprensiva. En definitiva: más humana. Toda mi vida está relacionada con los libros. Las páginas de un libro siempre me han abrigado, siempre me han conducido a la patria de las emociones, el territorio de la aventura, al planeta del conocimiento. Un poema de Antonio Machado me iluminaba como un rayo de sol. Un verso de Vallejo me devolvía a la inocencia. Un soneto de Miguel Hernández me ayudaba a cruzar el Valle de las Tinieblas. Desde que leí a Lewis Carroll me convertí en Alicia en el país de las maravillas. Aunque afuera todo estuviera mal yo sabía que si entraba en un libro siempre salía a un sitio maravilloso, un sitio donde se podía vivir y soñar. Un sitio donde desaparecían las pesadillas. Es decir: un objeto en papel, a veces viejo, a veces nuevo, pero en el que se podían hacer anotaciones, doblar una hojita, una especie de fetiche que nos acompañaba y al que volvíamos cuando lo necesitábamos. Quiero mucho a Eduardo Aute y me gustaría terminar esta reflexión diciéndole que tiene razón: «Todo está en los libros». Confío en que las generaciones futuras tengan también a su lado un libro que los ayude a vivir. Existen ya muy pocos milagros, pero uno de esos pocos es un libro, un maravilloso y extraordinario libro. Gracias le sean dadas.
 
Francisca Aguirre es poeta. Su último libro, Historia de una anatomía, ha obtenido el Premio Internacional Miguel Hernández. Publicado por Hiperión, 2010.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

Juan Cueto gana el V Premio de las Letras de Asturias. 1/10/2010

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El jurado del V Premio de las Letras de Asturias concedió ayer el galardón al escritor y ensayista Juan Cueto (Oviedo, 1942) . Los miembros valoraron la trayectoria como ensayista y articulista así como sus sucesivas aportaciones a las letras asturianas, tanto desde su visión crítica y original de la modernidad como también desde la dirección de la Enciclopedia Temática de Asturias o el lugar ya emblemático que posibilitó para la literatura y otras disciplinas en  la revista Cuadernos del Norte.
En esta ocasión el jurado estuvo formado por Carmelo Fernández, José Havel, Manolo Abad, Ernesto Colsa, Javier Lasheras, Mariano Arias, Miguel Rojo y Violeta Varela. El premio, consistente en la ya tradicional obra de Jaime Herrero, Apolo, le será entregado el próximo jueves, 7 de octubre, a partir de las 8 de la tarde en el Salón de Actos de Cajastur de Oviedo, junto al resto de galardonados en los XI Premios de la Crítica de Asturias.

 

El reino blanco, de Luis Alberto de Cuenca, por Javier Lasheras. 30/09/2010.

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El reino blanco.

Luis Alberto de Cuenca.

Visor. Col. Palabra de honor. Madrid, 2010.168 páginas. 20 euros.


JAVIER LASHERAS.

 

Todos los sueños —no así las pesadillas— tienen su puerta de entrada y de suyo una oferta enigmática de manillas que interpelan al visitante y convierten al más acerado intérprete en un morador iniciático. Y como tal, me doy el aviso: en El reino blanco de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), cada poema parece latir como una razón emocionada que sirve de llave para transitar por su universo, ya sea original o revisitado, para adivinar el sentido de algún poema anterior o atisbar algunos versos posteriores, en una suerte de laberinto con múltiples atajos y pasadizos que entretejen también el sentido de la vida.
 
Publicado con oficio en la colección Palabra de honor —dirigida por Luis García Montero y Jesús García Sánchez para la editorial Visor—, El reino blanco reúne 90 poemas bajo diez epígrafes bien distintos en su extensión, comprendiendo desde unas sabrosas y bien humoradas seguidillas hasta el majestuoso, delicado, amargo y tierno…, pero delicioso El cuervo, pasando por esas fantasías sexosensuales de ayer y hoy que son, entre otras, esas Puertas y paisajes en endecasílabos ligeros y elegantes.
 
Es obvio que el autor domina una variada versificación y la ejercita de tal manera que su presencia se me antoja el andamiaje perfecto para que las historias sugeridas y narradas respiren y caminen esbeltas por la pasarela de la lectura, sin que las cinturas ni los tobillos del poema —ni del lector— sufran escorzos ni esguinces agudos. Pero la extensión no debe llevarnos a engaños. Luis Alberto de Cuenca mantiene nexos temáticos más allá de las unidades que componen cada parte, junto con propuestas simbólicas a través del uso de un vocabulario rico y equilibrado, nutritivo, que aporta luz, regocijo y reflexión: una suerte de bocados y tragos con retrogusto a maderas clásicas de verdad y belleza y un fondo de amargura existencial irreparable, producto del noble envejecimiento, en las barricas de la poesía, de la experiencia vital y lectora.
 
Así, la textura culta transita sin el soniquete de una erudición falsa, didáctico y entretenido a un tiempo, ajeno a la deriva presuntuosa o epatante, como una marca de la casa perfeccionada durante años y que al fin ha devenido en una de las señas de identidad de su estilo. No en vano, leer a Luis Alberto de Cuenca es encontrarse con su vasta biblioteca, comprender a ese escritor más ufano de sus lecturas que de su escritura. Tríptico de Foxá o los poemas pertenecientes a Homenajes componen el pináculo de estas afirmaciones, sin que ello suponga ningún obstáculo para disfrutar a lo largo de todo el libro con cada referencia, incluso con las desconocidas, ya sea sólo por el valor de la muestra y la ventana que se abre.
 
Existe también un despliegue alrededor de una querencia fetichista, ya explorada por el autor en obras anteriores. Pero aquí, para mi gusto, llega a simbolizarla a través de poemas de una temperatura similar que terminan por dibujar simbólicamente un doble triángulo sagrado, compuesto el primero por el pubis y el segundo por éste y los tacones: es decir, sexo y sensualidad. Ello puede rastrearse con una lectura transversal de todo el libro, con excepción de las dos primeras partes y la última.
 
Aparece en este libro algo menos visto en su producción poética anterior: la certeza de la muerte, de la caída, la quiebra del cuerpo y su disección, el plomo de la edad y sus lastres: la memoria, el recuerdo y sus ausencias. Esta novedad tiene su relieve en poemas tales como Sueño de mi padre y Descensus ad ínferos sitos en la primera parte, muchos de la serie denominada Hojas de otoño y otros cuantos de los pertenecientes a Recuerdos, como la infantil madurez en Carta a los Reyes Magos o Vieja fotografía con tebeo sin olvidar Juntos y versos sueltos aquí y allá que también ayudan a desvelar el alcance y valor profundo de la desesperanza y la amargura que Luis Alberto de Cuenca ha querido mostrar y compartir con este libro.
 
Pero no se vayan, amigos, aún hay más: esa desacralización que es Leer en voz alta, el fino humor ya demostrado en su quehacer pasado y aquí limado y sublimado en sus Caprichos, El alma de las cosas, un poco a la manera de George Perec, la contundencia en Elogio de la poesía, la dureza tras La maltratada… ¿Hay algo que no me guste? Claro, pero a estas alturas sólo revelaría desapegos subjetivos que en nada empañan el resultado final de la obra. Si acaso, para otros muchos lectores, seguramente lo acrecentarían.
 
No sería aconsejable ultimar estos párrafos sin hacer otra llamada. Se trata de la última parte titulada Paseo vespertino. En ella, como si se tratase de la llegada de un clásico a la puerta de nuestro despacho oscuro, el autor nos ofrece ese instante que no tiene luz ni esperanza, que es origen y final y que en El reino blanco ocupa un lugar destacado por ese último temblor que provocan esos versos en nuestro cerebro y en nuestro desolado corazón.
 
Por tanto, un sinfín de recursos estilísticos y formales al servicio de unos ejes temáticos que se imprimen como una marca de agua en cada página y dejan cada uno de los poemas listo para ser reescrito por la tinta de la mirada de cada lector. Bien pensado y para los tiempos que corren, todo un lujo este reino que nos ofrece Luis Alberto de Cuenca.
 
No debe extrañar al lector que el madrileño recuerde en el prólogo la deuda con Marcel Schwob. La admiración ya partió antes de Jorge Luis Borges. Dicen que su Historia universal de la infamia cuenta con alguna que otra influencia del francés. Y, claro está, el propio Luis Alberto de Cuenca no se entendería a sí mismo sin el autor bonaerense.
 
Pongamos ya fin a este reseña: para el poeta y para Luis Alberto de Cuenca no hay mejor sueño que esa Cadena perpetua que consiste en la belleza de cada momento transformado en eternidad: la que propicia un instante de sexo o un suspiro contra el tiempo y el olvido, la que otorga un susurro voraz o el jadeo despu&eac
ute;s de la poesía, ya sea su materia la vida vivida o la imaginaria. Estamos, en todo caso, ante otra manilla enigmática y honda que abre una obra no sólo para leer como un libro más de poesía, destinado a unos pocos venturosos, sino también como un libro para amantes ingenuos de la literatura: desde uno y otro lado puede cada cual encontrarse muy cercano a la certidumbre moral y artística de la estancia que ya ocupa de Cuenca en la poesía española. Así resultará más entretenido aunque no del todo fácil: el autor sabe —y los lectores también— que para acceder a los sueños hay que luchar: “Sólo entra aquí quien lucha por entrar.”. Al cabo, como dijera Whistler, el arte sucede. Después, que cada uno le ponga el nombre que quiera: Guiomar, Zenobia, Monelle…, Alicia tal vez.
 
Cuanto sé de mí
 
A casi todos, incluida tú,
con tal que no seamos unos desaprensivos,
nos ha ocurrido alguna vez
lo que a doña Mencía, el personaje
de Calderón: que hemos amado mucho
y hemos perdido mucho,
pero no la vergüenza
(que es lo último que se debe perder).
Eso quiere decir que el amor de otro tiempo
es pertinaz, como lo fuera antaño
la sequía, y que es duro renunciar al dolor
sereno que conlleva su memoria,
porque en ese dolor vencemos a la muerte,
aunque sea un poquito nada más,
y nos curtimos, y nos sale un rictus
de tristeza en la boca que nos hace más sabios
y nos pone más guapos (todavía).
Y eso quiere decir que el amor de ahora mismo
no está, se ha extraviado por ahí
sin dejar rastro, y no hay quien le dé caza
—ni tú, ni yo, ni la Brigada
de Investigación Criminal—,
lo que no debe suponer,
en modo alguno, la renuncia
al matrimonio y a su noble yugo,
porque junto al amor hay otras cosas
que merecen la pena en esta vida:
el honor, por ejemplo, y no os riáis.
De modo que la cita, repartida en dos versos,
“Tuve amor y tengo honor;
esto es cuanto sé de mí”
(y perdonad el cambio al octosílabo),
sigue vigente hoy en todas partes.
Para eso están los clásicos:
para aceptar la casa sin ventanas
en que vivimos, por inhabitable
que nos parezca, y para descubrirnos
qué pasa en nuestra alma, qué se cuece
en nuestro desolado corazón.
 
 
Luis Alberto de Cuenca.

 

Alejandro Céspedes en el Antiguo Instituto. 28/09/2010.

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Alejandro Céspedes intervendrá este viernes, 1 de octubre, en el Centro de Cultura Antiguo Instituto de Gijón.

Alejandro Céspedes

Astro Boy, de David Bowers. Por J. de Oxendain (27/10/2010).

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Segundo filme de animación de David Bowers tras Ratónpolis (2006), Astro Boy es la adaptación del manga homónimo de Osamu Tezuka, publicado a partir de 1951, asimismo base de varias series de TV emitidas en más de cuarenta países. Verdadero fenómeno social en Japón, fuera de cuyas fronteras supone un icono absoluto del estilo visual de la animación nipona, sus artífices de los Studios Imagi Animationse han inspirado en las obras de Isamu Noguchi, paisajista nipoamericano del siglo XX, y de Katsushika Hokusai, grabador del período Edo y uno de los más destacados representantes de la escuela Ukiyo-e, o pintura del mundo flotante, quien acuñó el término manga en 1814.

Pero la creación del personaje de Astro Boy tiene otros influjos originales no menos evidentes. Aunque la criatura de Osamu Tezuka se desenvuelve en el mundo futurista de Metro City, fantástica ciudad volante suspendida en el cielo, nos retrotrae a Pinocho en términos generales. Se trata de un joven robot con extraordinarias capacidades, ingeniado por el brillante Doctor Tenma para reemplazar a su hijo trágicamente desaparecido. Cuando Astro Boy descubre que es un robot y no un niño verdadero, se ve incapaz de colmar las expectativas de su creador-padre, quien lo rechaza. Entonces, el niño-robot afronta un viaje iniciático de búsqueda a lo largo del cual atraviesa aventuras de todo tipo, como su incursión en el mundo de los robots gladiadores o su enfrentamiento con el militarista Presidente Stone, dictador que anhela el Núcleo Azul, la inagotable fuente de energía que le da vida.

Con Charlize Theron, Freddie Highmore, Nicolas Cage, Kristen Bell, Donald Sutherland y Samuel L. Jackson prestando sus voces a los personajes principales en la versión original, David Bowers firma un cuento de hadas futurista sin demasiadas pretensiones, una simpática introducción a la obra de Tekuza para quienes no sean devotos de la misma. Claro que para los incondicionales del cómic, la película dará la impresión de discurrir entre lo convencional y una fidelidad laxa a la historieta, sin llegar a traicionar su espíritu, preservando lo suficiente el sustrato doloroso de la odisea como para resultar leal al universo, a veces cruel, de Osamu Tezuka. Un filme cuya naturaleza de coproducción queda patente en las reverberaciones de su cuota americana (la influencia de Wall-E para el componente ecológico, la inserción de gags relativos a objetos de consumo parlantes), así como las señas de identidad de sus orígenes japoneses en la opulencia del espacio urbano.

 

Letra y puñal estrena blog. 27/09/2010

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El fanzine Letra y puñal estrena blog. Sus creadores se reúnen cada jueves en el bar ovetense La Antigua Estación para hacer realidad sus inquietudes literarias y artísticas. Puedes leerlo en http://letraypunalfanzine.blogspot.com/

 

Recuerda, corazón, de Antonia Álvarez. 27/09/2010

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En los últimos cuatro años ha obtenido, entre otros, el Primer Premio del XII Concurso de Poesía “Háblame de amor y amistad”, Premio “Voces Nuevas” (XIX Selección) de Ediciones Torremozas, Primer Premio del I Certamen “Poemas sin rostro", Accésit del XXII Certamen Internacional “Jara Carrillo” de Poesía, VII Premio de Poesía "Pedro Marcelino Quintana”, XIV Premio Internacional de Poesía “Antonio Alcalá Venceslada” del Excmo. Ayuntamiento de Andújar, XXXVI Premio “Pastora Marcela” del Ayuntamiento de Campo de Criptana, III Premio de Poesía “Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña” del Ateneo de Valladolid, X Premio “Flor de Jara” de la Excma. Diputación de Cáceres – Institución Cultural El Brocense, VII Certamen de Poesía Iberoamericana “Víctor Jara”, Mención Especial de los IX Premios de la Crítica de Asturias, XVIII Premio de Poesía “Rafael Fernández Pombo”, X Premio Internacional “Artífice” de Loja y el XI Premio Internacional de Poesía “Paul Beckett”. Es miembro de la AEA (Asociación de Escritores de Asturias).