

la tarea más desagradable y fastidiosa de todas."

Foto: reunión de amigos: entre otros, Rafael Reig y Luisgé Martín.
Foto: reunión de amigos: entre otros, Rafael Reig y Luisgé Martín.
—¿Por dónde íbamos?
James Gray, el wonderboy neoyorkino enseguida bautizado como el nuevo Terrence Malick, parece querer mostrarnos una nueva faceta genérica tras La noche es nuestra (We Own the Night, 2007), y después de librarse de la premiosidad del productor Harvey Weinstein (cinco años hubo entre sus dos primeros filmes —Little Odessa: Cuestión de sangre, de 1995 y The Yards: La otra cara del crimen, de 2000—, siete entre The Yards y La noche es nuestra), se dejó llevar por el placer de rodar rápido, a gusto y bien.
Para Two Lovers (2008), su cuarta película, Gray deja a un lado el thriller, su género predilecto, y transpone la historia de amor de las Noches blancas de Dostoyevski a la Nueva York contemporánea, con objeto de desarrollar a priori una pequeña comedia romántica. Luego de un intento de suicidio, un joven frágil, Leonard (Joaquin Phoenix), retorna al hogar de sus padres (Isabella Rossellini y Moni Moshonov). Allí, dos mujeres se cruzan en su vida: su vecina Michelle (Gwyneth Paltrow) y la hija de un empresario que sus padres ven con muy buenos ojos, Sandra (Vinessa Shaw). La primera de ellas representa la promesa (inasible) de escapar del sofocante seno familiar.
Pero en el universo de James Gray la familia corporeiza un destino ineluctable de tragedia griega. De ahí este cuento cruel y hermoso, todo de texturas y tonalidades sordas, de susurros y roces leves; este relato de amor poderoso y desgarrado, que vuelve a confirmar a su autor como uno de los más grandes cineastas americanos contemporáneos. Gray demuestra no tener igual a la hora de despojar a la comedia romántica de su sustrato trivial para hacer de ella el más indescriptible de los melodramas. A la embriaguez emanada de ese mundo de fruslerías y afectación, o de falsa seguridad, esbozado por la narración sigue un movimiento de ingravidez, a contrapelo de las habituales ficciones llenas de gravedad del realizador.
-Sueles escribir sin una línea narrativa clara, por acumulación de líneas que finalmente convergen en un mismo centro.
Sí, es así, y no sé por qué. Escribo a capas, como el que corta telas y las sobrepone. Me atraen las formas, los círculos, los embudos, los bosques, me gusta el volumen. Veo el mundo como una bomba racimo, como una madeja, como voz de voces.
-Más que historias, narras estados de ánimo.
Es la idea de que creamos el mundo cuando lo miramos. Las historias solas no me interesan. La linealidad me aburre. Me interesan las muñecas rusas, las historias abiertas, los juegos de espejos, la dilación. Mi manera de enfrentarme al texto es completamente plástica, afronto la novela como un objeto, como un gran signo. En ese sentido lo que predomina es una especie de remansamiento, supongo. Me gusta mucho la diferencia-dilación, en el sentido deconstructivista del término.
-En casi todas tus novelas el espacio tiene una enorme importancia.
Sí, y cada vez más, y no sólo porque muchas de mis novelas sean novelas de ciudad. También porque concibo las novelas como objetos espaciales, como formas que hay que esculpir.
Creo que mi escritura es esencialmente novelística porque necesita de un ritmo lento, envolvente, muy ligado al espacio. Par mí, escribir una novela es enamorarse de los objetos e ir acumulándolos, es padecer una especie de síndrome de Diógenes.
Como el jugador de ajedrez, como el tipo que construye catedrales con palillos, como el corredor de maratón. Esa humildad y esa ambición. La importancia de un gesto minúsculo repetido: todo acto ínfimo reiterado se convierte así en algo místico.
-Tus referentes literarios parecen más cercanos al modernismo (James Joyce, Gertrud Stein, Djuna Barnes) que a cualquier corriente actual.
Quizás te parezca así porque los modernistas han sido trabajadores de la estructura de la novela y grandes novelistas corales. De Barnes, que es uno de mis clásicos, me atrae ese vértigo verbal y estructural. Y la rabia. La rabia es uno de las mejores cosas que le puede pasar a la escritura. Nos despierta.
Joyce me conmueve porque era muy físico. Tenía una relación muy física con el lenguaje. A Stein casi no la he leído. Dos Passos me interesa mucho. De los más recientes, Bolaño me encanta. Sus macronovelas están edificadas como bosques. Me gustan las novelas que te engullen.
-Me pregunto si disocias mucho tu experiencia vital de tu experiencia literaria.
¿Alguien lo hace? Escribir es una opción vital que lo impregna todo. Te transforma. Te hace más frágil y también mucho más resistente. Después cada uno decide cómo disfrazarse o cómo desnudarse. Yo he huido siempre de la prosa autobiográfica explícita, desde Anatol. Siempre me ha parecido, citando a Blanchot, que escribir ha de ser hablar de otro. He jugado siempre a doblarme, triplicarme, a escindirme, a negarme. Aunque, a veces el juego más perverso es la autoficción. Nunca he querido escribir narrativa de mujer al uso, por la sencilla razón de que nunca me he sentido mujer, no he sido educada como mujer.
-Aunque casi todos tus libros son más sombríos que luminosos, La noche sucks podría definirse como una novela nocturna.
Como los románticos, como los surrealistas, veo en la noche el lugar de lo irracional, de la pérdida de control, el lugar dionisiaco por excelencia, también un poco la antesala del sueño, del desdoblamiento, de la desaparición, de la muerte. Y por supuesto es el lugar fronterizo donde se crea. Siempre creamos en una especie de duermevela. La escritura que me interesa es siempre nocturna.
Y hay en esta novela un homenaje, qué duda cabe, a una de mis novelas de cabecera desde hace ya muchos años, Nightwood : El bosque de la noche.
-Los personajes en ella van y vienen, sin cobrar forma.
Son máscaras intercambiables que desempeñan roles repartidos al azar. No se dan muchos datos sobre sus vidas, igual que no sabemos mucho sobre la gente que nos cruzamos día a día por la calle.
Si tienen algo en común es que todos ellos están solos, que viven la realidad como una celda, y que tratan de encontrar, infructuosamente, una puerta de salida.
-Todo sucede en Alburquerque (Nuevo México), un lugar fronterizo donde todo el mundo está de paso, donde a veces se interrumpen las vidas de las personas, donde nada es enteramente real ni enteramente ficticio porque nada permanece.
Me fui a Burque no sé muy bien a qué. Quizás buscaba el agujero negro alrededor del cual gira 2666. A Cesárea Tinajero o a Von Arcimboldi. El mal. El oscurecimiento del mundo.
Burque es, en verdad, así: un lugar fuera de lo real. Un no lugar. Se la conoce como Land of enchantement —no solo por sus indudable encantos, que los tiene—, sino porque tiene un efecto anestésico, paralizante sobre la gente. Muchos de los que van a parar allí de manera provisional, se quedan para siempre. Yo conseguí escapar a tiempo.
-La tuya es una obra en movimiento, como si cobrase forma desde un automóvil circulando por una larga autopista, en mitad de la noche.
Las imágenes de coches en marcha, de camiones en marcha, son una constante en La noche sucks. Los momentos más felices de mi vida los he pasado conduciendo con la v
entana abierta y la radio a todo meter, por alguna interestatal del sur de Estados Unidos. Sola. Me gustaría transmitir esa sensación letárgica de libertad, de velocidad, de peligro incontrolable. Vas leyendo los neones. Te alejas, sin saber lo que te espera. Ojalá se pudiera narrar así.
-También es una obra musical, aunque no sueles permitir que tu voz poética se sobreponga a tu voz narrativa.
Creo, como Paz, que el mundo está hecho de ritmo: las palabras son ritmo, pero también son ritmo las estaciones, las edades, las mareas, la alternancia entre vigilia y sueño. Para mí los libros son artefactos pero también partituras, a veces melodiosas, casi siempre disonantes. Las construyo así.
Además trato de hacer una ardua tarea de autocontención, que creo que se nota. Mis libros son la historia de cómo mantener a raya al lirismo. Siempre he sabido que el lirismo sólo es soportable combinado con una buena dosis de desenvoltura y de crudeza. Sigo siendo lírica pero quizás un poco más cruel.
El pecado de las hagiografías.
El lector en muchas ocasiones tiende a comportarse como un esmerado hagiógrafo ante la vida de su escritor preferido, igual que el beato bucea en las fuentes biográficas de su santo más querido. Y si eso hace el común de los lectores, el escritor, que no deja de ser un lector más esforzado y atento, con más motivos se ve tentado a saber la vida y milagros de ese autor al que tiene subido en los altares.Algo parecido me ha ocurrido a mí con J. M. Coetzee y sus libros “Infancia” y “Juventud”, editados por Mondadori.El autor de la inquietante metáfora sobre el poder “Esperando a los bárbaros” hace un repaso en estos dos libros sobre lo que fue su niñez en Sudáfrica y la posterior juventud en Inglaterra.
A principios de los años cincuenta, Coetzee vive en Worcester, una pequeña ciudad situada al norte de Ciudad del Cabo. Es un chico de clase media que habita un mundo conflictivo que apenas puede vislumbrar. Sus pequeños problemas no surgen con la población negra (demasiado lejana y poca cosa como para que entre en el horizonte de un niño blanco de diez años), sino que proceden de los afrikaners, descendientes de los colonizadores holandeses del siglo XVII a los que pertenece la propia familia de Coetzee: sus rudos modales, su violencia… golpea y escandaliza la sensibilidad del pequeño Coetzee.
El libro está narrado en tercera persona, hecho curioso tratándose de una autobiografía; quizás Coetzee trata de lograr así un mayor distanciamiento con las propias emociones, un punto de vista más objetivo a la hora de rastrear sus frustraciones familiares (la madre que adora y odia, el padre lejano, su apenas existente hermano menor), las relaciones con sus compañeros de clase o las esporádicas visitas a su familia campesina que vive en el veld (esas inmensas y desoladas mesetas sudafricanas en las que malviven los granjeros y que ya había descrito magistralmente en Desesperados)… Sin embargo, tal distanciamiento o pretendida objetividad, en poco o en nada benefician el resultado final. La sobriedad y hasta la frialdad de algunos pasajes hace que resulte penoso y aburrido el tránsito por estas páginas carentes de emoción, muy lejos de la fuerza de otros textos de Coetzee, de su capacidad para ahondar en los conflictos humanos (¿hay algo más “conflictivo”, en cuanto a emociones, sueños, miedos…, que la vida de un niño?) a la que nos tiene acostumbrados la pluma del escritor africano.
En “Juventud” se nos cuenta la historia del joven Coetzee en Londres, una vez abandonada la claustrofóbica y provinciana Ciudad del Cabo.También narrada en tercera persona, Coetzee nos muestra aquí el despuntar de un joven inseguro y lleno de contradicciones que, siendo matemático y trabajando para la IBM, sin embargo, guarda un secreto, la razón última por la que emigró a Europa, y que no es otro que la de llegar a ser poeta.
Aunque superando a “Infancia” en interés y aporte de datos biográficos, tampoco aquí la pluma del premio Nóbel alcanza altos vuelos. La visión de la sociedad inglesa de los sesenta –que ahora, con el paso de los años, nos resulta tan pacata-, el descubrimiento del cine europeo, la pintura moderna, sus difíciles e inseguras relaciones con las mujeres y, sobre todo, sus aspiraciones creativas ( “Pero lo más brutal es decir que tiene miedo: miedo de escribir, miedo de las mujeres”) van a ser la urdimbre sobre los que se levanta el libro.Quizás la angustia que trasmite el joven Coetzee en la búsqueda de una voz narrativa propia, sus anhelos y dudas sobre su capacidad como artista, resultan lo más atrayente del texto. Su desesperada búsqueda del fuego sagrado del arte, lleva a afirmar a un joven y confundido Coetzee que sólo el sufrimiento, la locura y el sexo tienen las llaves que le han de abrir la puerta de los elegidos.
En “Juventud” asistimos, además de a las repetidas teorizaciones sobre lo que debe de ser un artista, a las confesiones sobre los gustos literarios del autor, especialmente en poesía, con Eliot y Pound como escritores de cabecera, y más aún: como consejeros sobre lo que debe de ser la gran literatura. Sin embargo, el dolorido convencimiento de la falta de una voz original en poesía, acabará por llevar a Coetzee, muy a su pesar, hacia la narrativa. Sus repetidos ejercicios al estilo de Henry James, para perfeccionar su prosa, resultan, cuando menos, conmovedores, persuadido como estaba de que entre todos los géneros sólo la poesía es la verdad.
Así pues, son estos libros un recorrido por la infancia y la juventud de J.M. Coetzee (cabría preguntarse cuánto hay de realidad y de ficción en estas hojas), por sus reflexiones de entonces sobre la literatura, el arte y la vida… Pero, como ya se apuntó, alejados de la acerada luminosidad de otros textos suyos, de esa capacidad de diseccionar la realidad para mostrárnosla en crudo, sin envoltorio alguno, como no sea la elegancia de una prosa que ha hecho a Coetzee uno de los grandes de la literatura Universal. Y es que, como se descubre en las hagiografías, no todos los santos fueron siempre buenos.
Club Prensa Asturiana. c/ Calvo Sotelo. Oviedo. miércoles 26 de mayo. 8 de la tarde.
Club Prensa Asturiana. c/ Calvo Sotelo, Oviedo. 26 de mayo, miércoles. 8 de la tarde