martes, 30 de septiembre de 2025
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Underground: La Canción del Verano. Por Manolo D. Abad (12/06/2009).

Andan algunos buscando como locos en estas fechas eso que se dio en llamar la canción del verano, sin saber hasta qué punto los tiempos van cambiando, a pesar de todo. Buscan desesperados esos a los que se les ha parado el reloj hace ya mucho tiempo, esos que todavía creen que la industria es el motor del mundo de la música pop, esos mismos que elogiaban a Soraya hasta pocas horas antes de su sorayazo, ese batacazo que les obligó a hacer mutis por el foro, como cuando el Botones Sacarino o Mortadelo y Filemón silbaban mirando hacia el lado contrario de su fechoria. Estos expertos –más de boquilla y de presunción que otra cosa, veteranos voceros de la cosa musical— desconocen que basta con conectarse al Facebook cada mañana para encontrar recomendaciones constantes de canciones de cualquier época. Ya no se necesita una sola canción para acompañar las jornadas de sol y playa, ya nadie escucha los temas afables, puro formulismo, de Georgie Dann en el chiringuito, abstraídos como están con su ipod, su mp3 o incluso su cd portátil.

Pero, claro, a algunos de esos que viven musicalmente a mediados de los 80 –y ya entonces el concepto empezaba a oler— lo de la canción del verano les permite rellenar las líneas que deberían estar ocupando con músicas que desconocen y que, en algún lamentable caso, hasta detestan per se (más que nada porque delatan su ignorancia). Hoy en día la época de ocio por excelencia nos permite asistir a un crisol de festivales de verano tan variopinto que tal parecen adaptados para que nadie -sea cual sea su edad, sea cual sea su gusto musical- se pierda una de estas convocatorias. Y ahí está el cambio de costumbres más claro. Cada uno busca, sabe y encuentra (o, al menos, lo intenta) cuál es su propia sintonía veraniega y si ésta se acompaña de unas buenas vacaciones y con el escenario (musical) soñado será cien mil veces mejor que el soniquete mediocre con el que algunos pretenden volver a retrotraernos a una nostalgia caduca.

La Ciudad (Antología 1985-2008), de Karmelo C. Irribarren. Por Rubén Rodríguez (11/06/2009).

 

Karmelo C. Irribarren,

La Ciudad (Antología 1985-2008),

Sevilla, Renacimiento, 2008.  

 

Hablar de Karmelo C. Irribarren es hablar de una poesía insertada en una corriente estética clara: el llamado realismo sucio. Literatura realizada por autores norteamericanos como: Charles Bukowsky, Raymond Chandler, Carver y un largo ecétera. En España contamos con Roger Wolfe, uno de sus más afamados representantes y camarada cómplice literario Irribarren. Una ocasión perfecta esta antología para sumergirnos en el mundo de los bares y sus personajes, bajo un estilo directo, de verso breve y ausente de retórica donde la ironía, el humor y el fracaso de sus habitantes y su mundo se dan la mano de manera magistral. Como botón de muestra el poema que lleva por título Malos tiempos: Ándate con cuidado, / que no se entere nadie/de que lo pasas bien, /que tu vida funciona/ y eres feliz a ratos. / Hay gente que es capaz/ de cualquier cosa, / cuando ve una sonrisa.

No todos los poemas tienen el mismo resultado e intensidad, pues la complejidad del verso libre y el mundo de la noche y sus seres es difícil de describir sin caer en el tópico. Pero Irribaren consigue desde el primer poema crear un mundo propio con un estilo personal y directo que no dejará indiferente a ningún lector que se acerque a sus páginas. La temática sin ser original consigue en un instante preciso para describir: la derrota y las luchas por el día a día, la fauna nocturna y diurna que el poeta va observando (Habitantes de la noche: Los tejados se confunden/ con el cielo; / las farolas imprimen/ en el aire/ su lánguida tristeza/ amarilla; / cruza un autobús/ vacío/, quizás el último/ de hoy./ Pienso/ en los borrachos,/ las putas,/ los taxistas/, los auténticos habitantes/ del corazón/ de la noche,/ los que quizás impiden / que deje de latir.)

Carnal y tumultuosa la ciudad imaginaria y real de Karmelo aparece de forma obsesiva, como la de cualquier hombre que ha vivido mucho y nos lo cuenta casi todo.

Los años 50, revisitados, por Jorge Ordaz. 10/06/2009.

 

La publicación el año pasado de Vía revolucionaria (1961) de Richard Yates y ahora la reedición de El hombre del traje gris (1955) de Sloan Wilson vuelven a poner de actualidad los años cincuenta del pasado siglo. De la novela de Yates vimos no hace mucho su adaptación al cine, realizada por Sam Mendes. De la novela de Wilson se hizo también una temprana versión cinematográfica, dirigida por Nunnally Johnson y protagonizada por Gregory Peck.

Frank y April Wheeler, los jóvenes protagonistas de Vía revolucionaria tienen muchos puntos en común con Tom y Betsy Rath de El hombre del traje gris. Todos ellos reflejan las contradicciones de la american way of life. Ambas parejas pertenecen a la clase media-alta, viven en urbanizaciones del extrarradio, en casas confortables con garaje donde guardan sus pontiacs o chevrolets. Los maridos trabajan como ejecutivos en grandes empresas de Nueva York. Las esposas son amas de casa que saben prepararles los dry martinis cuando llegan cansados de sus trabajos. Tienen hijos y parecen felices.

Sin embargo, detrás de esta luminosa fachada se oculta una realidad más oscura donde anidan los problemas: incomunicación, conformismo, insatisfacción, tortuosos recuerdos de la guerra, pérdida de valores… Es la otra cara del sueño americano. Las novelas de Yates y Wilson son, en este sentido, dos fieles radiografías de una sociedad y una forma de vida determinadas; dos miradas lúcidas y compasivas hacia una generación que le tocó vivir una época de opulencia y de temores.

En Estados Unidos los 50 son los años de las oportunidades de la era Eisenhower, del Hollywood glamuroso, de las charlas radiofónicas de Walter Winchell, del show de Lucille Ball en televisión, de los escándalos de Lolita de Nabokov y Peyton Place de Grace Metalious, de los beatniks y el rock.and.roll. Pero también son los años de la guerra fría, del anticomunismo, del maccarthysmo y de la discriminación racial.

Jonathan Franzen, en el prólogo a la presente edición de El hombre del traje gris (¿por qué no se ha aprovechado para traducir el título completo: El hombre del traje de franela gris?) apunta que “los años cincuenta fueron, al fin y al cabo, los que les dieron a los sesenta su idealismo. Y su rabia”. Estos años son ya historia; pero su recuerdo no solo no se ha desvanecido, sino que perdura con fuerza gracias a valiosos testimonios literarios de la época, como los de Wilson y Yates. 

 

De mar a mar. Redescubriendo al negro, por José Luis Espina. 09/06/2009

Del pasado VISOR’09 Líneas de sombra: Crónica negravuelvo ileso y redivivo. Hacía muchos años que no leía tanta novela negra de un tirón. En el año ochenta y dos, cuando el género en España tomaba cariz y las editoriales apostaban por la divulgación de un sinfín de nombres de aquí y de allá, cayó en mis manos aquel Triste, solitario y final de Osvaldo Soriano que me puso en la senda de lo criminal, una historia delirante donde el protagonista toma prestada la ayuda del cáustico Philip Marlowe para documentarse sobre la vida de Stan Laurel y Oliver Hardy.
Resulta curioso que en ese libro, y no en los propios de Raymond Chandler, conociese la existencia de su detective, pero no sería la primera ni la última maravillosa sorpresa que me depararían mis desajustes como lector.
El segundo título de aquellos inventariados como de género criminal al que recuerdo haber accedido fue Un asesino en las calles de Gil Brewer, novela en la que, como dice en la reseña de la contraportada “No hay nada en ella que resolver, ningún asesino que descubrir. El asesino está ahí, frío e implacable, desde las primeras páginas, y como él hay miles. Porque la responsabilidad de la muerte ha dejado de pertenecer única y exclusivamente a la sabia naturaleza para pasar a manos de una sociedad disparatada, monstruosa y ciega que parece complacerse en su autodestrucción”.
Dicen algunos que las obras de Brewer no pueden considerarse excelsas, si bien Un asesino en las calles, la única suya que he leído y que me cautivó desde el inicio, es considera la mejor de sus creaciones. Su vida no fue un camino de rosas y harto de cardos y espinas, decidió poner tierra de por medio y elevarse a la espiritualidad llevándose a sí mismo por delante.
Parece evidente que no llegué a la novela negra por las vías principales sino a través de carreteras secundarias, aunque a pesar de la arbitrariedad de los accesos, esta deplorable memoria que desde siempre me ha acompañado conserva el recuerdo lúcido de algunos títulos y argumentos, algo a lo que no han resistido lecturas mucho más recientes.
Después llegaron muchos más, sin orden ni concierto, como caídos del cielo por obra de un azar del que ya no recuerdo rostros ni nombres, probablemente colegas con los que compartía aficiones y lecturas.
Ross Macdonald, Chester Himes, David Goodis, Mario Lacruz, M.V. Montalván, Carlos Pérez Merinero, James M. Cain, J. Thompson y tantos y tantos otros. Por aficionarme, hasta me aficioné al Gimlet, bebida predilecta de Marlowe, una combinación de ginebra y lima que todavía hoy me gusta paladear cuando el Jack Danields resulta prematuro o se agradece un punto de frescor ácido en las amígdalas.
Agoté muchas horas de lectura bajo las luces del flexo que iluminaba mi cuarto de estudiante, y a través de las páginas ásperas de las ediciones baratas que preludiaban las colecciones de bolsillo, descubrí los paisajes sórdidos de sus escenarios, los detectives dipsómanos y melancólicos que nada tenían que perder, los barrios de Harlem con iglesias de negros cantores, las historias de malos con causa, las bajezas de asesinos detestables y las crueldades de psicópatas enfermizos sin otra solución que terminar con un bala entre las cejas… Hasta que un día, no sé cuando, abandone la obstinación por lo negro para remitirme a otras fuentes menos catalogadas.
No fue ninguna abjuración, la literatura negra deja también impronta en otros autores sin dedicación preferencial por ningún género literario, y de lo último leído podría referirme a Abril rojo de Roncagliolo, al Tiempo de los emperadores extraños de Nacho del Valle, a algunos relatos de Cristina Fernández Cubas y a Los asesinos, una perla descubierta casualmente durante el periodo de preparación de la jornada VISOR’09. Los asesinos es una muestra magistral de la narrativa breve de Hemingway. Una historia condensada en trece páginas de la edición publicada por Debolsillo, en la que se incluye una ilustrativa introducción de García Márquez.
Los asesinos es un relato de género negro sin muerto, pero que puede tenerlo; sin justificación de la posible muerte, pero que puede tenerla. Es esa punta del iceberg a la que Hemingway gustaba de recurrir cuando quería explicar el fundamento de un buen cuento. Los asesinos es una narración cargada de elipsis significativas, de interrogantes y omisiones que ponen al lector ante la obligación de implicarse en la historia.
No es material para haraganes, ni para espectadores pasivos, amantes de historias circulares y cerradas. La grandeza del relato, la potencia de las imágenes que permite recrear en la mente del lector y las innumerables elucubraciones que genera, podrían dar lugar a un material mucho más amplio y explicito. Afortunadamente Hemingway no cayó en esa falta, loada sea su intuición.

¡Good Morning, Inglaterra!: Radio encubierta. Por Tanja Pérez Hunte (07/06/2009).

A mediados de los años 60, época de cambios, el joven Carl (Tom Sturridge) acaba de ser expulsado del instituto y su madre, miembro de la jet-set, decide que para encauzarle en la vida, lo mejor será que pase algún tiempo con su padrino Quentin (Bill Nighy). Pero da la casualidad de que Quentin es el jefe de Radio Rock, una emisora pirata instalada en un barco en el mar del Norte, fuera de las aguas territoriales inglesas. Allí Carl se encuentra con todo su equipo, todo un mundo rico en personalidades y acontecimientos diversos, integrado, entre otros, por El Conde (Philip Seymour Hoffman), disc-jockey americano conocido como el “dios de las ondas”; Thick Kevin (Tom Brooke), el documentalista con menos inteligencia del mundo; Dave (Nick Frost), DJ de ironía acerada; Midnight Mark (Tom Wisdom), presentador seductor y parco en palabras; Wee Small Hours Bob (Half Brown), pinchadiscos matinal colgado del folk y de las drogas… Poco a poco, Carl descubre que tal vez sea hijo de uno de esos chiflados de a bordo, que las chavalas son hermosas, que el mundo está cambiando y que no hay nada mejor que canturrear «yeah, yeah, yeah» chasqueando los dedos.

Inspirado en la historia de Radio Caroline, Radio encubierta restituye el clima de los sixties y la oposición del gobierno de Su (nada) Graciosa Majestad, apoyado sobre la exclusividad de la BBC. Richard Curtis gusta de los relatos entrecruzados, los personajes pintorescos, la emoción atemperada con desenvoltura, mediante una cierta nostalgia de algo indefinido. El guionista de Four weddings and a funeral (1994) y Notting Hill (1999), así como realizador de Love actually (2003) firma un filme divertido, musicado con una banda sonora que quizá sea la mejor compilación posible del rock anglosajón de los años 60.

Pasada la primera mitad, introductoria y delirante, degustable como una teleserie agradable de episodios encadenados, el filme bascula hacia una parte más consciente, abordando su verdadero tema: el poder de la música, del Rock, como fuerza contestataria de primera necesidad cotidiana. Posiblemente inspirándose en el “Hey hey, my my, rock’n’roll can never die” de Neil Young, según bien dice el personaje de Philip Seymour Hoffman, en ese final rocambolesco montado sobre una cobertura musical espléndida (A whiter shade of pale de Procul Harum, Won’t get fooled again des Who, Father and son de Cat Sevens, Night in white satin de Moody Blues, Wouldn’t it be nice des Beach Boys), podrán intentar siempre callarnos, pero el Rock, la música como revulsivo, siempre estará ahí.

 

RADIO ENCUBIERTA (The boat that rocked). Reino Unido, 2009. Dirección: Richard Curtis. Producción: Tim Bevan, Eric Fellner y Hilary Bevan Jones. Fotografía: Danny Cohen. Montaje: Emma Hickox. Diseño de producción: Mark Tildesley. Vestuario: Joanna Johnston. Intérpretes: Philip Seymour Hoffman (El Conde), Bill Nighy (Quentin), Rhys Ifans (Gavin), Nick Frost (Dave), Kenneth Branagh (ministro Dormandy), Tom Sturridge (Carl), Jack Davenport (Twatt), Ralph Brown (Bob), Chris O’Dowd (Simon)… Duración: 130 minutos.

Los escenarios del Nobel. Por Ángel García Prieto (08/06/2009).

La capital sueca se engalana cada año, el 10 de diciembre, para la entrega de los premios más prestigiosos que hasta ahora y desde 1910 se conceden a personas significadas en el mundo de la literatura, la medicina, la economía y las ciencias. Y también Oslo participa en la celebración, pues el galardón de la paz se concede, a la misma hora y el mismo día, en el ayuntamiento esta ciudad noruega, a aquella persona que a su juicio más se ha destacado en acciones por la consecución de la paz en el mundo.

Estocolmo, ciudad asentada sobre más de una docena de islas situadas entre el mar Báltico y el lago Malären, es un magnífico lugar, tan brillante y solemne, como sugestivo y bello. En estas fechas vive en casi total nocturnidad, a cambio de tener una temporada en el verano que apenas conocen la oscuridad de la noche. Precisamente por eso, el día 13, festividad santa Lucía, la capital sueca celebra una de sus más esperadas fiestas, con hogueras en los parques, fuegos artificiales en los jardines de Skansen, canciones populares y comidas entre grupos. A ello están invitados los premiados con el Nobel, a los que la Reina de la luz, sus damas de honor y sus chicas estrella obsequian con unos bollitos de azafrán tradicionales.

La Fundación Nobel –que tiene su sede en un edificio nada llamativo de la calle Sturegatan, en el céntrico barrio de estilo parisino de Ostermalm– se creó con el legado del, químico, inventor de la dinamita e industrial Alfred Nobel (1833-1896). Y con sus réditos se financian los premios y los gastos de la solemne ceremonia de su entrega. El rey de Suecia preside el acto en el Konserthuset, sala de conciertos construida en los años veinte del siglo pasado, en estilo neoclásico, a modo de templo griego con formas nórdicas y que debió ser remodelado posteriormente para ganar sonoridad, precisamente por un nieto –Svante— del arquitecto original, Ivar Tegbon.

Hay que decir que Estocolmo es una ciudad de arquitectos y de arquitectura, pues está llena de estudiadas soluciones urbanísticas y la construcción, aun de las casas más normales, tiene con frecuencia originales diseños. Sobre todo al principio del siglo XX, cuando el modernismo en los países nórdicos –jugendstil— adquiere una peculiar significación. En esa misma línea está el segundo escenario de los premios, el ayuntamiento o Stadhuset, donde en su Salón Azul la noche del 10 de enero se celebra la cena de honor. Este emblemático edificio, situado en el extremo de levante de la isla Kungsholmen, se debe a otro célebre arquitecto, llamado Ragnar Öbsger ( 1866–1945) y fue construido en la misma época que la sala de conciertos aludida, con un estilo romántico nacional y rasgos del gótico nórdico y el lombardo. Está adornado interiormente – salón Dorado, sala del Concejo, galería del Príncipe -con riqueza de elementos, que contrastan con el ladrillo exterior. Su torre de 106 metros, visible desde toda la ciudad, está coronada con el símbolo heráldico sueco, el Tre Kronor.

Suecia es una nación de vocación marítima y lacustre, por geografía y por cultura. Y su capital encarna a la perfección esta manera de ser : se fundó en el s.XIII en Gamla Stan –la Ciudad Vieja– una isla situada en la desembocadura del lago Malaren –con varios cientos de kilómetros de orilla e infinidad de islas– en el mar Báltico. Y alrededor de esta zona histórica ha ido creciendo la actual urbe, tras ocupar parte del “continente” y catorce de las treinta y cinco mil islas que conforman el archipiélago hasta llegar al mar abierto. Quizá por todo esto, el otro escenario, donde se alojan los premiados e invitados ilustres, sea el impresionante y afamado Grand Hotel Stockholm, situado en el barrio de Blasieholmen, a la misma orilla de una de las ensenadas del Báltico en la ciudad. Un lugar lleno de encanto, ajardinado, con el fluir de embarcaciones de todo tipo que se pasean con turistas para disfrutar de las diversas perspectivas de la ciudad desde el agua, para viajar a cualquiera de los países vecinos o simplemente para trasladar ciudadanos a la orilla de enfrente, a Skeppsholmen o a Djurgárden, en ese trajín cotidiano de una ciudad grande, rica, comercial e industrial, capital del estado del bienestar, a la que todos miran, al menos este día de los Premios Nobel.

Reseña de Los lugares Intactos, de Luis Artigue. Por Rubén Rodríguez (05/06/2009).

Luis Artigue,
Los lugares Intactos,
Pre-Textos, Valencia, 2009.
Premio de poesía “Arcipreste de Hita” 2008.

 

El cazador de corazones plenos o el arte de amar bajo las ciudades del sueño: Un acercamiento a la poesía de Luis Artigue.

Para cualquier enteradillo del mundo literario el nombre de Luis Artigue (León, 1974) debe ser uno de sus autores de referencia dentro de la nueva literatura aparecida en León durante la década de los noventa. Escritor no sólo consagrado al ámbito de la poesía, pues hasta la fecha también ha publicado varias novelas (en las que cabe destacar: Las perlas del Loco Ventura y La mujer de nadie), su obra poética más extensa cuenta con títulos ineludibles como Tu amor en la licorería y Tres, dos, uno… jazz.

Con Los Lugares Intactos Luis Artigue vuelve a la carga con un nuevo poemario sorprendente, siguiendo la línea estética de anteriores libros (Tres, dos, uno… jazz), bajo una mezcla de surrealismo, ciertos toques de lirismo neorromántico unidos en dosis perfectas a una estructura fragmentaria en algunos momentos, y en otros, a un formato narrativo que hacen de esta obra una de las señas de identidad más notables.

El motor fundamental del poemario es el viaje como concepto de descubrimiento, como lugar donde el poeta halla los elementos primigenios para la vida: el amor, el placer artístico, el recuerdo de la infancia, la amistad, etc., lugares todos ellos para la reflexión y la meditación (“Momentos incorporados. Dones. / Emociones traducidas que hablan sobre la imposibilidad/ y la perplejidad. / Ciudades que instruyen mi corazón/ establecidas a lo largo del recuerdo como cruces en un / mapa/ de carne/ y templos en cuyos incómodos bancos me he sentado/ con los ojos cerrados frente a los vitrales/ como un ladrón de la santidad…”).

La estructura del libro consta de un poema introductorio bajo el tan sugerente título de “Una ciudad o un estuche en el que acomodar tu corazón y el resto de joyas”, título y contenido del poema que resume de forma perfecta la filosofía de Los Lugares Intactos. Tanto “Hallazgo del perdidizo”,“Una ilusión de continuidad” y “Todo tránsito” forman los tres capítulos del libro, pero que pudieran ordenarse como un todo, pues tanto estilo como contenidos y filosofía tienen una misma unidad.

Las ciudades que el poeta va descubriendo (Amsterdam, Toronto, Florencia, Machu Picchu, Aveiro, etc.) son lugares comunes, lugares intactos que el viajero encuentra a modo de fotografía sentimental y reflexiva. También su ciudad natal, León, está presente, pues el poeta no pretende huir de nada sino que, al contrario, encuentra ahí bajo el recuerdo y los lugares lejanos parte de su ciudad primigenia. (“En verano,/ sentados en el filo de una acera de León/ como quien cierra los ojos para adentrarse en el enigma, fundamos cierto lugar frente a la Catedral/ para leer/ a Gamoneda./ Verdades primigenias./ El logos hecho mapa de tus besos./ Versos/ con los que descubrimos así, a cuatro manos/ bajo la luz prohibida de la noche,/ que la intuición se adentra en la pulpa del misterio/ como pala en la tierra.”).

Artigue no cae en el cosmopolitismo trasnochado. Nos muestra sus ciudades, sus lugares intactos bajo un tono de susurro, de secreto no confesado que consigue atraparnos desde la primera página, esa cercanía con el yo del poeta supone que el lector viaja con el autor y observa, como mirón sin complejos, el paso de la vida, es otro de los puntos fuertes de este poemario (“Luego / nuestras almas se enhebran a la hora del regreso. /La armadura oxidada de un héroe que parece el mar/ mientras el sol vencido quiere morir matando…/ Eso es la amistad: / una gota de sangre, todo el atardecer/ o un Citroën también rojo igual que amar la vida.”).

El tono de confesión del libro contrasta en algunos momentos con un discurso más humorístico o socarrón que adquiere así un contrapunto perfecto y permite un mayor dinamismo a los poemas.

Las reflexiones sobre el oficio del escritor aparecen diseminadas por todo el libro en dosis exactas: la palabra como elemento fundamental, liberador, que salva al poeta de sus terrores (la muerte, la ausencia de un ser querido, etc.) (“La poesía./Sangra/ como un tomate/ roto/ el atardece.,”) (“La poesía, como un gran viaje, puede/ aminorar la violencia de las humanas relaciones/ porque/ de algún modo disipa la condición de extraño.”).

Ya lo decía el maestro Konstantino Kavafis en su memorable poema “La ciudad”: “…Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques/ -no la hay-/, ni caminos ni barco para ti.”). Y el guiño al maestro en este libro está asegurado.

Un poemario que no nos va a dejar indiferentes, que habla del viaje a otras ciudades, a otros mundos extraños y misteriosos, pero que en definitiva son los lugares comunes, pequeñas felicidades del día a día, la invocación del poeta que ama la vida por encima de todas las cosas (“Blues que me rompe: / al / menos/ cuando/ llegue a ti el sueño no elegido/ dile a la muerte que/ la odio”).

Agenda literaria (05.06.2009)

La tarde literaria de este viernes 5 de junio nos propone dos citas de interés: un encuentro poético con la asturiana Carmen Sánchez Álvarez, en Gijón, y la presentación del último poemario del leonés Luis Artigue, en Oviedo. 


Carmen Sánchez Álvarez es la protagonista de la 101 entrega de los “Encuentros poéticos en el Antiguo Instituto”, que coordina Antonio Merayo. Con presentación del poeta ovetense Javier Almuzara y con música de Daniel García de la Cuesta, el evento tendrá lugar hoy, viernes 5 de junio, a las 20:00 horas, en la Sala de Conferencias del Antiguo Instituto, con el apoyo de la Fundación Municipal de Cultura, Educación y Universidad popular del Ayuntamiento de Gijón.

Funcionaria, bióloga, madre de tres hijas, poeta, Carmen Sánchez Álvarez es una asturiana nacida en Burgos en 1949 que vivió en Canarias, País Vasco y Cataluña. Le gusta depositar palabras en el papel para rescatarlas del olvido, momentos silentes que guarda en su caja de corales más preciados y que intenta revivir en el poema. Se encuentra cómoda con la poesía de la experiencia, aunque el eclecticismo es una de sus características. Ángel González y José Hierro son sus poetas favoritos y T.S. Elliot y Antonio Gamoneda le hicieron despertar e interrogarse acerca de la poesía. En búsqueda constante del canto del poema convive con la duda de cómo contar, cómo contarse a sí misma, lo que vive y piensa cuando pone en marcha sus borradores de palabras unidas. Cofundadora del grupo poético Encadenados, finalista varios años en las Justas Literarias de la Fundación Municipal de Cultura de Gijón, comparte lecturas y recitales con otros grupos como Poesía y Caudal. Tiene cinco poemarios inéditos, y poemas suyos han aparecido en las publicaciones colectivas Eco de palabras, Notas y versos y Voces desnudas. Su quinto poemario Esferas y silencios es un viaje interior, introspección en la esfera individual que somos y la esfera colectiva que vivimos.


Con los escritores asturianos Rubén Rodríguez y Diego Medrano como maestros de ceremonias, el autor leonés Luis Artigue presenta su libro de poemas Los lugares intactos  a las 19:00 horas, en el Salón de actos del claustro de la Universidad de Oviedo, con la colaboración de la Universidad de Oviedo y la Asociación de Escritores de Asturias (AEA).

Jerusalén, Alaska, Machu Pichu, Stonehenge, Túnez, Lima, Nueva York, Florencia… Los lugares intactos, de Luis Artigue, es un libro sobre esos rincones que nos instruyen el corazón, geografía anímica, recuento de percepciones e interconexiones, cartografía para saber de dónde venimos además de saber ir. Así, mediante estos poemas que se configuran con metáforas o hallazgos de perdidizo, este poemario nos invita a unir emocionalmente todas nuestras lejanías y cada una de nuestras procedencias… La poesía concebida como modo de viajar… Los diferentes grados que admite la cercanía… El desplazado como forjador de alianzas… Esos espacios del mundo que hemos descubierto así, como se encuentra el amor -sin pretenderlo pero mereciéndolo- son los lugares intactos.

Luis Artigue nació en León el 6 de noviembre de 1974. En su debut narrativo, El viajero se ha ido, como es lógico, recreó el mundo de la bohemia femenina del París de los locos años 20. Su obra poética, por la cual ha obtenido el Premio Esquío, el Fundación Jorge Guillén y el Arcipreste de Hita (Pretextos), está reunida en el volumen Empezar por número tres (Poesía 1995-2005), y los poemarios El hombre de cristal y otros poemas y Los lugares intactos. Ha obtenido el Premio Joven de Narrativa Fundación UCM por su segunda novela Las perlas del loco ventura (Edaf, 2007). Posteriormente publicó La mujer de nadie, una historia sobre el donjuanismo femenino en el México surrealista. En 2007 resultó ganador del Premio Ojo Crítico que Otorga Radio Nacional de España.