Los cuervos del Karolinska y el Cementerio del bosque. Por Ángel García Prieto (30/06/2009).

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La capital sueca, Estocolmo, es una ciudad magnífica, que debe su riqueza artística y cultural en parte a sus numerosos museos. Desde los clásicos, como la Galería Nacional o el Museo de Historia, pasando por los dedicados a las colecciones reales o a las casas y palacios de personajes ilustres, su variedad llega hasta los que coleccionan objetos nimios, como el de cerillas o el de tranvías. Hay algunos espectaculares y originales, como el Vasamuseet, que exhibe un navío del s. XVII de una manera muy atractiva y didáctica en todas sus fases de construcción, elementos, utillaje, armamento, etc.

En esta panorámica museística se encuadra el Medicinhistoriska Museet Eugenia que, en el pabellón construido por la princesa Eugenia (1830 – 1889) para casa de acogida de niños discapacitados, muestra en la actualidad ejemplos de los medios que durante siglos se ha servido la medicina para sus fines curativos o paliativos. Está situado en la misma enorme finca que, al norte de la ciudad, acoge al mundialmente famoso Karolinska Sjukhuset (hospital), célebre institución médica universitaria que tiene un prestigio de primer orden tanto en su aspecto asistencial, como formativo y de investigación, con seis premios Nobel de Medicina en su haber. En una de las salas del museo, dedicado a las epidemias, se exhibe un horrible muñeco de tamaño humano, con cabeza de cuervo y túnica negra, que servía para llamar la atención sobre los apestados. Esta imagen, junto a mascarillas de cera con pústulas sifilíticas, artilugios ortopédicos de siglos pasados, quirófanos de campaña y otras cosas por el estilo pueden dar la sensación de una cámara de los horrores que, además, se ve ambientada por un buen número de verdaderos cuervos de gran tamaño o cornejas —allí hay muchos y son notablemente mayores que los que acostumbramos a ver por aquí— que merodean por el pinar exterior al edificio.

Por contraste, en el otro extremo de la ciudad, en el sur, está el Skogskyrkogarden (Cementerio del Bosque) un lugar bellísimo y sosegador –sin cuervos— diseñado en los años veinte del siglo pasado por los famosos arquitectos Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz. Ha merecido ser declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, pues además de la acertada arquitectura de sus construcciones del crematorio y de las capillas de la Resurrección y del Bosque, la armonía de líneas entre el arbolado, las praderías y otras ornamentaciones naturales hacen del lugar un espacio de sobrecogedor atractivo, que invita a la contemplación y meditación.

La enfermedad y todo lo que le rodea no es un motivo para celebrar su recuerdo. No vale la pena hacer una exposición de la memoria con algo tan negativamente efímero. La enfermedad es para sobrellevarla lo mejor posible, pero para pasar página de ella, cuanto antes, pues –usando una cita del pensador George Steiner, Premio Príncipe de Asturias— “Cuando estamos enfermos, cuando el terror psicológico o físico se apodera de nosotros, cuando nuestros hijos mueren en nuestros brazos, gritamos. Y que ese grito resuene en el vacío, que sea un reflejo perfectamente natural, incluso terapéutico, pero nada más, es imposible de soportar”. La muerte, en cambio, es otra cosa –ahora con unos versos de Dámaso Alonso—: “Dije que muere el alma cuando el cuerpo se muere. / (…)/ Pero yo era ignorante, tenía sueño, no sabía/ Que la muerte es el único pórtico de tu inmortalidad”. Sí, la muerte es otra cosa, es la última cosa con que enfrentarse en esta vida, en esta tierra, pero su valor es sustancial y eterno. Para otra Vida y otro Cielo. Quizá por todo esto sean más bellos los árboles del Cementerio del Bosque que los cuervos del Karolinska, quizá.

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