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Robin Hood, de Ridley Scott: Épica, lírica y política. Por José Havel (23/05/2010).

Hasta ahora los títulos emblemáticos de la filmografía relativa al arquero legendario de Sherwood venían siendo el Robin Hood silente de Allan Dwan, protagonizado en 1922 por Douglas Fairbanks; The Adventures of Robin Hood (Michael Curtiz y William Keighley, 1939), obra que sentó la iconografía del personaje a través de Errol Flynn; y Robin and Marian (1975), donde Richard Lester relataba el crepúsculo del héroe con un Sean Connery maravilloso.

Dentro de ese cuadro de honor debe incluirse el Robin Hood de Ridley Scott. Igual que las tres anteriores, es un filme de aventuras brillante; pero también mucho más que un entretenimiento de buena factura, como las dos últimas, pues presenta elementos con intenciones de reflexión y crítica sociopolítica.

The Adventures of Robin Hood supuso una de las primeras obras antinazis de Hollywood, un canto de esperanza en un futuro pacífico pese a los aires de guerra que por entonces respiraba el planeta. Robin and Marian desmitificó la Edad Media feudal, era feudal a menudo idealizada por la ficción —no sólo cinematográfica—, al tiempo que ponía en entredicho la vigencia de la institución monárquica.

Ahora, el Robin Hood scottiano, que Russell Crowe encabeza, nos sirve un espectáculo de altura, tributario de los hallazgos de Gladiator (el hiperrealista furor épico de la acción, el lirismo visceral de la puesta en escena, la pintura cruda —aunque con licencias— de una época turbia), sin dejar de ser por ello una obra personal y con dimensión política. Deliberadamente sitúa el cineasta inglés su versión particular de Robín de los Bosques en un contexto histórico específico de depresión económica y crisis política, de financiación interesada de guerras y alimento de amenazas exteriores, firmando otra alegoría perturbadora más sobre nuestro mundo, en la estela de las lecciones de  Body of Lies, Kindgom of Heaven, Blade Runner… ¿No va siendo hora de reconocerle ya a Sir Ridley Scott su condición incontestable de autor con mayúsculas? 

Conejo blanco, por favor, sálvame. Por David Fueyo (24/05/2010).

Me adentro en la jungla de un aula de 6º de primaria. La clase en realidad es de matemáticas, más concretamente sobre los porcentajes… lo que os espera, pequeños, ya sabréis lo que es el 16% del IVA, el 26% de retenciones y el 0’75% que te darán por tus plazos fijos, eso para quienes los logren conseguir. Voy a desempolvar el espíritu subversivo que tenía tumbado al sol desde lo de la LOE y voy a cambiar un poco la clase. Toca literatura porque yo lo digo. Hablemos de Alicia en el país de las maravillas.

No, no es una película, es un libro. No, nada de Tim Burton, es Lewis Carroll, un escritor, sí, una persona que ha escrito el libro en el que se basa la película. Hace ya 150 años. Sí, mucho tiempo. ¿De verdad no conocéis el libro? Sí, la película de dibujos animados es muy antigua, pero también se ha basado en el libro. En fin.

A los 12 años, un conejo blanco vestido con chaleco y corbata me arrastró a su madriguera. A vosotros os arrastra cada tarde la pantalla amiga, con exabruptos, ordinarieces y reportajes de investigación marca Delphon, sí, como aquellos playeros míticos que ni siquiera existían. Delphon… del phondo de la basura.

No habéis atisbado un bello jardín a lo lejos, ni os habéis imaginado naufragando en un charco de lágrimas, ni habéis escuchado sabios consejos dados por una vieja oruga. Tele y siempre tele. Leer es una obligación. Si supierais lo que es querer que tu madre te cosa en su almohada después de haber leído a Lorca, si supierais como me reí con Fray Perico, con Vania el Forzudo, con el pirata garrapata, con el pequeño Nicolás. Supe lo que era la intriga con Terror en Winnipeg, y de vez en cuando me metía un chute de Alfredo Gómez Cerdá (una institución en la literatura infantil española), leyendo una y otra vez Timo Rompebombillas, mi primer libro dedicado.

Lloré, o algo parecido (los chicos no lloran), con la triste historia de Cipi, y ganas me dan ahora pensando que posiblemente sea a través de la pantalla y no de un libro por quienes conozcáis al gato de Cheshire (espero que no reciclen el dibujo del gato Isidoro para representarlo, por si aquello de la crisis).

Por aquella época las tardes eran de pan y chocolate, Espinete o Yupi, por la noche conocíamos al Lince Ibérico, o al lobo de los montes de Toledo, con Felix Rodríguez de la Fuente, y no a Kiko Matamoros despotricando. Los sábados por la mañana Pablo Carbonell (sí, Pablo Carbonell) me invitaba a leer libros o de lo contrario me convertiría en algo parecido a él. Creedme si os digo que le hice caso. Cuando empecé a ir sólo por la calle, iba a la biblioteca y leía a Asterix y a Lucky Luke. Aquello eran tardes. Recuerdo casi mejor lo imaginado que lo vivido. Lo pasé bien. Eran otros tiempos.

Hoy en día conozco a niños de 7 años que caminan solos por la calle y cuando llegan a su casa su tarde consistirá únicamente en dormir. Mama tiene que trabajar y estarás sólo. Ni se nos ha ocurrido que podrías leer. Para qué, si en la tele ponen Ben Ten. No pienses, sólo ve…

No imagináis cómo quise ser Charlie en aquella fábrica de chocolates Wonka… umm, eso posiblemente sí que lo podáis imaginar. De eso se ha hecho película.

El mundo de los niños es maravilloso, pero cada vez cojea más de imaginación. Tareas estandarizadas, dibujos para colorear y no para crear, y lecturas que no apasionan, sin fondo ni forma, como leer la etiqueta del Cola Cao. Se habla de competencias, de saber hacer, de la metáfora del maestro como pintor del lienzo en blanco que son los niños y niñas, pero no podemos de ninguna manera pretender educar de una forma integral a niños y niñas, chicos y chicas, sin fomentar en ellos y ellas la pasión por la literatura, no ya desde los clásicos, sino desde los buenos libros. No sé quién es Manuel Artigot (autor del texto que utilizo en el aula para las lecturas, y por lo visto, toda una autoridad literaria en España), pero sus textos no son atractivos, apenas tienen un vocabulario motivador y de ninguna manera pueden llegar a hacer que la lectura sea algo divertido. A este señor me lo imagino un poco como a aquel gris funcionario que, decían, había diseñado a Naranjito. Leer este tipo de textos no conlleva ningún placer, sino obligación.

Los críos escuchan ensimismados. No sé si por que realmente les interesa, o porque es una auténtica extravagancia para ellos que por una vez en su vida un profesor se salte el guión. Les cuento como crecía y encogía cada vez que leía un libro, como le pasaba a Alicia en su maravilloso país. ¿Cómo podría fomentaros este placer frente a la dictadura de la imagen? Mis libros no son como vuestros omnitrix, ni albergan pokemons edición oro. Albergan palabras, seguidlas y no os arrepentiréis. No os culparé de haber robado las tartas, sino que querréis haberlas robado vosotros y vosotras, y no la sota de corazones.  No veáis la tele por la tarde, por favor. Leed, haced deporte, vivid y no dejéis que lo mejor de vuestra vida se pierda por el sumidero de las tardes muertas frente al televisor.

Sigamos con el tanto por ciento. Recurro al tópico y realmente espero que  cuando suene el timbre me encuentre en el regazo de mi hermana y me haya despertado en un país de las maravillas donde en cada niño y niña, además, tengamos un lector.

Por cierto, que aún queda esperanza. Hace unos días me sorprendió un sonoro aplauso de mis niños y niñas, cosa que no suele ser habitual. Les acababa de leer un breve pasaje de uno de mis libros de cabecera que, por casualidad, había encontrado el domingo anterior en el rastro de Gijón. Aplaudieron tras leerles unos párrafos de literatura decimonónica. El aplaudido era el señor De Amicis. Les había leído Corazón.

 

Geografías: Últimos cigarrillos. Por Hilario J. Rodríguez (20/06/2010).

Para un cineasta tan enérgico como Robert Altman, una película implicaba un proceso en el que rodar no era necesariamente más importante que sentarse luego delante de la mesa de montaje o que hacer las mezclas de sonido. A él los guiones nunca llegaron a parecerle fiables, por eso solía pedir a sus actores que improvisasen hasta donde les fuese posible. Tampoco le gustaban las ideas prefijadas en lo concerniente a iluminación o movimientos de cámara. Era un sensualista que necesitaba dejarse inspirar por los lugares donde iba a trabajar. Incluso la planificación secuencial prefería definirla sobre la marcha, sin dar nada por sentado antes de ponerse detrás de la cámara. Le gustaba creer que el cine no consistía en ejecutar ciertas ideas establecidas de antemano, sino más bien en contrastar opiniones y en utilizar el cerebro pero sin descuidar jamás lo que olfato pudiese aportar de repente. Se consideraba más un director de orquesta que un director de cine. Por eso entendía los rodajes como experiencias colectivas, en las que la confluencia de varias fuentes daba pie a una melodía que en muchos casos él ni siquiera había compuesto.

Esa idea del arte como experiencia abierta y colectiva, en la que el público también tiene un importante papel, fue algo que comenzó a prodigarse en el mundo del arte a partir de los años cincuenta, aunque ya antes se podían detectar múltiples ejemplos, como las últimas novelas de James Joyce, ciertas composiciones de Karlheinz Stockhausen, las ideas de Bertold Brecht sobre el teatro, la poesía de Stephane Mallarmé, los cuadros y las esculturas de Marcel Duchamp o el pensamiento de Umberto Eco. Fue este último quien, en los ensayos recogidos en Obra abierta, nos recordó que «la obra de arte es un mensaje fundamentalmente ambiguo, una pluralidad de significados que conviven en un solo significante».

 

El último show (A Praire Home Companion, 2006), por su parte, fue al mismo tiempo el canto de cisne de Robert Altman y una nueva prueba de que los métodos compositivos del cineasta estadounidense tenían mucha relación con el jazz de los años cincuenta en adelante, que es un tipo de música ante todo formalista, basada en la confluencia o en el paralelismo de líneas melódicas a veces distintas entre sí. Como Nashville (ídem, 1975), El juego de Hollywood (The Player, 1990) o Gosford Park (ídem, 2001), El último show es una película coral en la que hay varias historias interconectadas. La diferencia, en este caso, estriba en que a su formalismo jazzístico, que puede resultar un poco frío, Robert Altman le sumó una banda sonora country, que nos recuerda el carácter etnográfico de ese tipo de música. Si el jazz moderno suele hablarnos sobre diferentes instrumentistas con un objetivo común pero con partituras distintas, el country suele hablarnos sobre la experiencia de vivir al compás de la música, tanto quienes la interpretan como quienes la escuchan. Lo que el jazz nos proporciona a nivel estético, el country nos lo proporciona a nivel humano. Y en la confluencia de esas dos concepciones musicales (que por un lado moldean la estructura y por otro unifican dramáticamente a los diferentes personajes) es donde se mueve la última obra de Robert Altman, que puede no ser la más inteligente de su larga y prolífica carrera, pero es, sin duda, una de las más emocionantes y divertidas.

 

La historia gira en torno al cierre de una emisora que hasta entonces había emitido desde un teatro en St. Paul (Minnesota). Aunque al día siguiente la programación desaparecerá, el director del programa principal (interpretado por el escritor y locutor Garrison Keillor, cuyo libro homónimo le sirvió de base para escribir él mismo el guión) actúa como si nada especial estuviese sucediendo. Durante la emisión vemos a los personajes comportarse con una naturalidad muy diferente de la que mostró Emili Manzano cuando su programa Saló de lectura fue retirado del canal BTV y él afirmó que aquello era un signo inequívoco de la decadencia de Barcelona. Robert Altman, en ese sentido, pudo ser culpable de muchas cosas a lo largo de su vida menos de megalomanía y tremendismo. Y El último show demuestra por enésima vez lo anterior. Ninguno de sus personajes cobra demasiada importancia y tampoco hay un hilo narrativo con una resonancia demasiado grande. Se trata de una película de atmósfera elegíaca, en la que el mundo de la música −donde la fama y el dinero parecen tener siempre el protagonismo absoluto− aparece como un espacio perfecto para fomentar el espíritu de comunidad.

Las hermanas Johnson (Lilly Tomlin y Meryl Streep), el dúo formado por Dusty y Lefty (Woody Harrelson y John C. Reilly) y el cantante Chuck Akers (L. Q. Jones) importan por la visión de conjunto que proporcionan, más que por sus historias individuales, de las cuales casi no sabemos nada. Todos ellos, y el resto de los personajes, sirven para componer un retrato colectivo de quienes dan forma a la cultura regional en un mundo cada vez más globalizado y menos abierto a lo que las pequeñas comunidades tienen que decir. Unos y otros mantienen un sentido de pequeña colonia artística. Han visto cómo sus oportunidades se agotaban, cómo ante las decisiones trascendentales no supieron elegir bien, cómo su talento para cantar era escaso y ellos mismos tenían que bromear al respecto… El suyo no es un universo rutilante y lleno glamur, es más bien un universo íntimo y bastante humilde, que Robert Altman realza gracias a la excelente fotografía de Edward Lachman y a mantener casi toda la acción en interiores.

 Una de las cosas que más se echa en falta en El último show son los espectadores a quienes van dirigidos los chistes, las canciones y los comentarios. A
lrededor de los personajes, sin embargo, también hay zonas de sombra, relacionadas con lo que algún día fueron y con lo que algún día serán, porque en torno a todos se cierne la incertidumbre. Pero mientras que Robert Altman en otras películas anteriores nos mostró universos tan concretos como el de la moda, la danza, Hollywood, Los Ángeles, un pequeño pueblo de Misisipi o una casa en mitad de la
campiña inglesa, para que viésemos su caos interno y la falta de cohesión entre quienes los habitaban; en El último show estableció una extraña comunión entre los cantantes, G. K. (Garrison Keillor), Guy Noir (Kevin Kline) y la attrezzista (Maya Rudolph). Sólo Axeman (Tommy Lee Jones), el representante de la corporación tejana que ha comprado el antiguo teatro para construir en él un parking, parece estar aparte, observando el espectáculo desde una sala insonorizada. Y quizás también el ángel que interpreta Virginia Madsen, que acaba convirtiéndose en una femme fatale.

En contra de lo que sugiere muchas veces la radio, con emisoras dedicadas enteramente a la nostalgia (como Kiss FM) o con programas que repiten los mismos esquemas sin parar (como sucede con los 40 principales), El último show rechaza cualquier tipo de victimismo y acepta que «pronto en la radio ya no habrá más que gente gritándole a los oyentes y la única música que podrá oírse será en los ordenadores». ¿Se referían Garrison Keillor y Robert Altman a que cada vez quedan personas menos que quieren escuchar y más que quieren hablar? ¿O tal vez a que la voz humana está comenzando a convertirse en la verdadera música de ciertas emisoras de radio?

 

 Los chats en Internet, el Messenger, los blogs donde opinan los lectores, los talk shows o los programas de televisión interactivos comienzan a dar cuenta de un desplazamiento de la música, que ya no es lo que congrega a la gente en torno a la radio porque ahora se vive de una manera física que requiere más movimiento y grandes espacios (como discotecas o locales de concierto). No es extraño, por consiguiente, que el tono de esta película de Robert Altman sea mortuorio, como el de Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1989, Terence Davies), y no nostálgico, como el de Días de radio (Radio Days, 1987, Woody Allen). 

El narrador de historias fantásticas, de José Ángel Ordíz. 19/05/2010

 

El narrador de historias fantásticas

José Ángel Ordiz
 
Novela coeditada por Lord Byron Ediciones y Vision Libros, Madrid, 2010.
 
Hay relatos que nos cuenta la vida, basados en las realidades de personas varias, de tiempos concretos, de lugares en los mapas. Más o menos novelados, son los que yo suelo contar, tras escucharlos con atención.
Y también hay relatos que nos cuenta la fantasía, en los que no existen lugares en los mapas, ni tiempos concretos, donde es posible lo imposible para los personajes varios que los pueblan. Más o menos desprovistos de ficción, son los que yo no suelo contar, tras imaginarlos, o soñarlos, con deleite.
No suelo contarlos pero, a veces, como en estas historias, los cuento. Logro desdibujar tiempos y lugares, consigo incluso que mis personajes crezcan hasta hacer peligrar la integridad del cielo con las testas o disminuyan hasta que la nada amenaza sus tamaños. No logro, sin embargo, que esas brujas, esos sabios, esos eternos, esos enamorados, esos homicidas, esa hermosa Bel, ese apuesto Pol, esa agraciada Rosalinda, se libren de amar, de odiar, de sentir como las personas varias de la vida real. Remedes es testigo.

Premio Raúl Castañón

 

Raúl Castañón gana el Premio de Relato Corto de Peñamellera Baja.

 

El Comercio Digital

La Nueva España

De Haití al cabo de la calle. Por Manolo D. Abad (17/05/2010).

No dejó de llamar la atención la noticia de que el estado español se convirtiese en el tercer país del mundo en volumen de ayuda a Haití. Nada que reprochar a que se colabore a recuperar a un país tan devastado por las catástrofes naturales como por la acción miserable de una oligarquía que ha esquilmado durante años esa misma colaboración internacional para darse —meses después y tras abandonar Haití con la bolsa bien llena— la vida privada en los Estados Unidos, preferentemente en Miami. Así estaban las cosas y España decidió ser más papista que el papa y superar la ayuda de otras naciones mucho más ricas de la zona euro como Francia o Alemania. Con casi cinco millones de parados, en una situación de crisis que muy pronto será crítica (a muchas familias en paro se les empieza a terminar el subsidio de desempleo) y en un marco dominado por el nulo crecimiento económico y la constante destrucción del poco empleo que se mantiene a flote, resulta grotesco convertirse en el líder en ayudas a Haití de la zona euro. A falta de otros liderazgos de fuste —el único récord de España está en la "creación" de parados: más de un millón en un sólo añito, casi nada— el gobierno de Rodríguez Zapatero sigue empeñado en proyectar una imagen del país que no se corresponde (más bien es su negativo) con la realidad. Si algún miembro del gobierno ZP se pasara por alguno de los cada vez más atestados comedores sociales podría comprobar cómo la tragedia que asola a numerosas familias españolas no es la de los habituales marginados sociales. Resulta descorazonador observar esas colas, repletas de historias corrientes que, quizás por eso, por no llenar titulares, deberían hacer reflexionar sobre lo que se hace con el dinero de todos los españoles y la responsabilidad de quienes están encargados de manejarlo.

 

El antifaz de Gómez de la Sorna, por Pepe Monteserín. 16/05/2010

 
 
 
Leí Greguerías en mi adolescencia; tenía mi padre ese libro en la colección “Crisol”, de Aguilar. Me impactó por lo poético y ocurrente. En esa época hacía yo mis primeras greguerías de la mano de su inventor; él decía: El sostén es el antifaz de los senos, y yo añadía a continuación: “Se puso un antifaz sobre el busto pero la reconocieron por los labios”. Volví a casa de mi madre estos días y hallé otro libro del madrileño, que hoy tendría 121 años, en esa colección minúscula, minúscula sólo de tamaño. Así leí El doctor Inverosímil, más de cien cuentos de humor en los que un médico cura con imaginación enfermedades originadas por no darle la vuelta a los bolsillos para descargarlos de porquería y pelusas, etc. Libro en el que no faltan esquemas y ábacos relacionados con la medicina. Obra, a mi juicio, menor. En mi biblioteca descubrí El caballero del hongo gris, de aquella colección de RTV que costaba 25 pesetas. Novela algo esperpéntica, plagada de greguerías, a veces traídas por los pelos, donde el narrador y los personajes incurren en constantes laísmos. Una fantasía estrambótica con chispas constantes y brillantes, y a veces inoportunas, de argumento e ideas disparatadas que van quitándole interés a la novela. Dice Gómez (lo saco de un ABC del 11 de agosto de 2001) que el aire novelesco es necesario, si se quiere emocionar; pero que todo lo que huele a novelería, esto es, efectismo y fósiles, hay que desecharlo. Para mí, El caballero del hongo gris, es novelería y ramonismo, más que vanguardismo. El Rastro, escrito en 1914, lo leí en la colección Austral, es costumbrismo del bueno, una recopilación desmesurada de ideas acerca del Rastro madrileño. En este género es como mejor se desenvuelve Ramón, que adolece de fluencia narrativa en el paso largo, enredado en los juegos de palabras y entregado a tracas estéticas. Hace muchos años, en la revista que me llega del Círculo de Lectores, vi una edición de El Rastro, acompañado de fotografías que el director de cine Carlos Saura hizo en 1961.
 
"Gómez de la Sorna tiene la sorna de Quevedo,
pero sin mala hostia"
 

 El Círculo de Lectores sacó también Obras Completas de Ramón (21 volúmenes); en ellas encontrará el comprador sus Retratos y biografías: Goya, El Greco, Velázquez, Solana, Azorín…, y muy alabada la de Valle-Inclán (aunque yo me quede con la que al gallego dedicó Umbral, Los botines blancos de piqué), en la que se deja ver el alma excéntrica de Gómez tanto como en su propia Automoribundia, muy alabada por Torrente Ballester. Interesantes y originales, dicen, porque no las leí todas. Siempre lo más interesante de un autor es lo que no leí. “Biografías fingidas” las denominaba el ya citado Umbral, pues Gómez de la Serna finge que escribe biografías, novelas, ensayos u obras de teatro, pero no se atiene las reglas del género, y borra los límites de la realidad y la ficción, si es que los hay. En la antología Cuentos fantásticos, descubrí este párrafo de Gómez, titulado “La sangre en el jardín”, de su libro Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías:

 
El crimen aquel hubiera quedado envuelto en el secreto durante mucho tiempo si no hubiera sido por la fuente central del jardín, que, después de realizado el asesinato, comenzó a echar agua muerta y grasienta. La correspondencia entre el disimulado crimen de dentro del palacio y la veta de agua rojiza sobre la tapa repodrida de verdosidades, dio toda la clave de lo sucedido.
 
Cualquier día tomo este párrafo para el comienzo de una novela. Gómez de la Sorna tiene la sorna de Quevedo, pero sin mala hostia, y le quita hierro y compromisos morales al lado patético de las cosas. “Odio todo lo que no sea escepticismo”, dijo en una conferencia que dictó trepado en una farola. En fin, gemas literarias, metáforas, paradojas, humor a tutiplén, fragmentarismo, audacia y crisol de incontinencia; ¡cuánto mejor escritor hubiera sido de haberse disciplinado, de habérselo creído, de haberse tomado en serio! Pero, póngase un sostén en los ojos, o un antifaz en los cojones, siempre será reconocido por las greguerías.

 

Foto: Pepe Monteserín dentro de la chimenea de la Azucarera (Pravia, 28 de abril de 2010).

 

Entrevista a Moisés González. Por José Havel (15/05/2010). Foto: María Jesús Flórez.

Actor,  director, autor y profesor teatral, también poeta, Moisés González (Langreo, Asturias, 1966) es una de esas personas renacentistas del siglo XXI que hacen del mundo un lugar más interesante. Antiguo miembro de Teatro del Norte, ahora embarcado en la codirección de la compañía El Callejón del Gato, este de creador de escritura paciente y reposada habla para LITERARIAS  de su último poemario, Vistas de un viaje (Ediciones Trea, 2009), entre función y función de la versión escénica de Senso que actualmente dirige.

—Lleva usted escribiendo poesía desde hace tiempo, sin prisas de cara a la publicación de su primer poemario, el cual ha firmado con 44 años de edad. Vistas de viaje es, pues, el resultado de una larga y nada apresurada aventura, “la paciencia del fruto”, según reza uno de sus versos.

Escribo poesía desde los quince años, salvando periodos, algunos bastante largos, de descanso. Mis primeros poemas se publicaron en 1991, pues Covadonga de Silva y yo compartimos el equivalente al premio Asturias Joven de Poesía de aquel año y nuestros poemarios se publicaron en un único volumen de la colección Texu. De aquellos poemas ninguno a estas alturas me parece memorable, a decir verdad.

—¿Con qué idea(s) emprendió el viaje de este libro y con cuál(es) lo ha terminado? ¿A cuántas ha debido renunciar por el camino?

 A partir de 1992 comencé a tomarme muy en serio mi vocación —o afición—, y de resultas inicié una búsqueda más consciente de mis temas y de los recursos técnicos para concretar una voz personal. Desde 1995 vengo editando de manera artesanal las colecciones temporales de las que fui seleccionando, con la ayuda de Luis Muñiz, los poemas que integran este libro. No puedo decir que haya tenido un propósito único; muchos poemas no han llegado a ver la luz ni en las ediciones artesanales y otros no han dado el salto de éstas a Vistas de un viaje; puedo decir que he renunciado a tantas ideas como poemas, por lo menos. 

—El poema “Los aciertos” tiene ciertos visos de poética personal.

Es cierto; al igual que "Los logros", y en el libro aparecen consecutivamente. Los aciertos es un poema reciente, y es un intento de modificar mi escritura, o al menos de ampliar el registro poético.

—Estas Vistas de un viaje se antojan concentrados retratos de vida que incluso alcanzan a los objetos. Así, en “El cepo” compartimos el punto de vista de una trampa con preocupaciones existenciales…

El oficio de actor ha sido determinante en mi escritura. Un deber de mirar desde otro, y no solo eso, la búsqueda de las emociones y pensamientos de un personaje, es en mi caso el mejor entrenamiento poético que he podido encontrar. Por otro lado, los objetos, sobre todo si son artilugios humanos, siempre tienen una historia detrás.

 —Los versos de este libro destilan una gran sensación de movimiento. Usted nos convierte en viajeros que miran tras el cristal de nuestra ventanilla.

Quizá el espacio del lector sea una de mis mayores preocupaciones. Procuro facilitar al máximo la lectura, suavizar las transiciones estróficas, y trato de imprimir un ritmo nítido, a veces demasiado explícito, pero no me importa, tampoco quiero esconderme, sino decir de la manera más precisa posible. Pienso que esa apoyatura rítmica y algunas presentaciones paisajísticas son las claves para esa sensación de movimiento.

—¿Vistas de un viaje o espejos?

Posiblemente espejos, pero donde se refleja otro.

 —Entre otras cosas, el mundo natural, bien presente en bastantes de sus versos, nos recuerda la importancia de querer sentirse vivo para no dejarnos dormir ni acabar como “manchas de sombra nada más”.

La naturaleza, o el mundo a secas, es el medio que incita las sensaciones del poeta y de todos. Sólo podemos sentirnos vivos en el mundo, pero, y esta es la paradoja, muchas veces sentimos que no se vive plenamente.

 —Entre sus facetas artísticas se encuentran la de actor y poeta. Aunque suponen vasos comunicantes en términos creativos, ¿en qué se asemejan y en qué difieren, a su juicio, las máscaras del actor y las máscaras del poeta?

Se parecen en que las dos te sirven para ver y hablar desde otro. Difieren en la técnica que se aplica en cada caso para ponerse y quitarse las máscaras. 

 

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LOS LOGROS

 
Aspirar a los logros
del maestro Hokusai
al trazar esa rama:
 
que concentre el poema
 
la tensión de tenderse,
la sorpresa del brote,
la paciencia del fruto.
 
 

Medio siglo del pequeño Nicolás. Por J. de Oxendain (14/05/2010).

Con El pequeño Nicolás (Le Petit Nicolas, 2009), adaptación cinematográfica en vivo, con personajes de carne y hueso, Laurent Tirard celebra el 50 aniversario del prestoso escolín creado en 1954 por el escritor René Goscinny —también padre de Astérix y Lucky Luke, entre otros— y el dibujante Jean-Jacques Sempé. En 1959, dentro de Sud-Ouest Dimanche y los primeros números de la revista Pilote, el personaje ya estaba rodeado de toda una pandilla de compañeros de aventuras: Alcestes, el gordito que no para de comer; Godofredo, quien tiene un padre rico que le compra todo lo que quiere; Eudes, el fortachón y broncas del grupo; Agnan, el empollón repelente de la clase, al que no se le puede pegar porque lleva gafas; María Eduvigis, la vecinita guapa… Un universo infantil, contado a través de los ojos de un niño, donde también hay adultos, otro mundo, expresivamente contrapuntual, igual de problemático y divertido o más.

En un principio, semejante apuesta fílmica con actores convencionales parecía harto difícil, si no destinada al fracaso, o al sacrilegio. Pero Tirard, que ya consiguiera un filme notable con su Molière (2007), hace vivir al pequeño Nicolás (Maxime Godart) en una película dignísima, gozosa, de cine familiar alimentado por la ternura y el humor. Más que dedicarse a espigar un ramillete de las andanzas del escolín francés, el cineasta y su coguionista, Grégoire Vigneron, optan por imaginar una historia original, eso sí, nutrida de anécdotas extraídas de los diferentes libros. Alrededor de la imagen —fidedigna— con jersey rojo, camisa blanca y pantalones cortos azules del pequeño protagonista, apenas falta nada en la reconstrucción meticulosa de la época en que se basan las novelas ilustradas del tándem Sempé-Goscinny. Ese sentido del detalle da un toque de realidad al relato sin que éste vea comprometido su ambiente irreal de fantasía, un álbum muy majo (très chouette) de tarjetas postales vivientes de una cierta Francia, entre el Jean Pierre-Jeunet de Amelie y el Jacques Tati de Mi tío.