Para los que habitualmente nos desplazamos en el mes de julio a los festivales de Euskadi, el panorama es espectacular.

Roberto Quiroga es el director del programa de jazz La espuma de los días, en Radio Parpayuela.
Roberto Quiroga es el director del programa de jazz La espuma de los días, en Radio Parpayuela.
Hace unos días escribía sobre el azar y sobre cómo aparece, y les contaba que había leído una novela de Haruki Murakami cuyo protagonista se llamaba Watanabe. En mayo siguen creciendo lilas junto a mi ventana y me encuentro, por azar, con la triste noticia de la muerte de José Watanabe, el gran poeta peruano. Me acerqué a sus libros por prescripción de mi amigo Rafael Adolfo Téllez, quien editó, en la Colección Azul de la editorial Renacimiento, Elogio del Refrenamiento. “Hubiera querido inscribir mi poema en todo el paisaje / pero mi ojo, arbitrariamente, lo ha excluido / y sólo vuelve con obsesiva precisión / a aquel bello y extremo problema de texturas: / el muslo / contra la roca.”
Recuerdo que yo también pensé en texturas, en tu muslo contra el mío. Su vida fue una vida cargada de muertes prematuras que formaron un poso que, en lugar de agriar su carácter, lo hizo adicto a la belleza, al amor. En los últimos años se publicaron en España (editorial Pretextos) sus dos últimos poemarios con bastante éxito. Él ya sabía de su muerte en el último de ellos, Banderas detrás de la niebla, y, quizá por ello, llegó a fundirla con la vida en el breve poema Orgasmo, “¿Me dejará la muerte / gritar / como ahora?”
Las lilas siguen creciendo junto a mi ventana. Y pienso que es momento de empezar a trabajar el huerto. Quizá sea tarde, pero aquí en la sierra todo ocurre más lento y por eso aún es posible que me pregunten qué quiero ser cuando sea mayor. Siempre he pensado en mi padre, para estar junto a mi madre. Últimamente se me viene a la cabeza un nombre: Florentino Ariza. ¿Lo recuerdan? El protagonista de El amor en los tiempos del cólera. ¿Conocen la historia? Florentino Ariza ama a Fermina Daza. Ambos son muy jóvenes y se aman pero la familia de ella no permite la unión. Ella se casa con el doctor Juvenal Urbino y son felices. Sesenta años después el doctor muere y en su propio funeral aparece un ya casi olvidado Florentino Ariza a darle el pésame a la viuda y ponerse a su disposición. Había pasado todos esos años amándola en secreto. ¿Les interesa saber cómo acaba? Léanla. Es una de las historias más hermosas que conozco. Y además está el milagro de la prosa de García Márquez, ya desde el inicio, “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.” Una amiga muy querida a quien también le encanta Agatha Christie me recuerda que el olor de las almendras amargas es el olor del cianuro. Y las lilas siguen creciendo en mayo junto a mi ventana, que da al monte San Ginés. Yo de mayor quiero ser Florentino Ariza y ya voy perfilando el color de los ojos de Fermina Daza: negros y con rasgos orientales. Estos días he disfrutado de una película del gran Wong Kar-wai, La mano, incluida en el tríptico Eros. La historia de un sastre que ama a una clienta, a la que da cuerpo y alma Gong Li, cosiéndole sus trajes, tomándole medidas, haciéndole pruebas… a lo largo de más de veinte años. La sensualidad, la belleza de las películas del director de Hong-Kong ofrecen también el lado más oscuro, el de la muerte. De nuevo Eros y Thanatos, las dos caras de la misma moneda.
Estos días escucho las rimas de un músico muy joven de Aracena, Danhi Einai. Sus letras muestran, como dice el título de su primera maqueta, rabia contenida. Sí, pero también deseo de aprender y mejorar, “hay que aprender a ver antes que criticar”. Me recuerda a alguien que escribía cosas parecidas hace casi veinte años, o quizá no hace tanto, “Camino del castillo / para ver otro bello atardecer en Aracena, / no dejo de pensar / en todo aquello que me da pena / y que no puedo hacer “ná pa” remediar.” Quizá todavía me quede mucho tiempo para hacerme mayor. Quizá sus ojos negros, el lugar donde quiero vivir. Quizás el amor, las texturas o la muerte.
Denny Colt (Gabriel Macht), que en vida fuera policía, regresa misteriosamente de entre los muertos. Redivivo, será en adelante Spirit, un combatiente –enmascarado y vestido de negro— contra el Crimen, del que trata de proteger a Central City, la ciudad que lo vio nacer. Su enemigo acérrimo, el villano megalómano Octopus (Samuel L. Jackson), tiene una meta completamente diferente: en su búsqueda enloquecida de la inmortalidad se apresta a destruir la metrópoli. Así y todo, en su cruzada contra el Mal tiene Spirit tiempo para cruzarse en las calles oscuras de Central City con toda una galería de seres variopintos y fascinantes mujeres, las cuales nunca sabe muy bien si se proponen conquistarlo o, por el contrario, acabar con él, según le sucede con Sand Saref (Eva Mendes, baza principal de la función), Silken Floss (Scarlett Johansson), o Plaster de París (la española Paz Vega).
Para los que albergaban dudas con respecto a si Frank Miller había co-realizado verdaderamente Sin City: Ciudad del pecado (2005) pueden despejar (afirmativamente) la incógnita con la visión de The Spirit (2008). Uno y otro filme comparten una cierta manera común de obsesionarse con los efectos visuales. Es cierto que en su último largometraje no se limita sólo (o casi únicamente) al negro como en el primero. Verdad es que es la tonalidad que aún domina en este universo de calidades sombrías y nocturnas, pero con incrustaciones cromáticas más vivas. De esta diferencia participa también el tono para tratar un guión de poco vigor y escasa sustancia, sustentado en un humor que no rehúye la burla, dentro del que parecen autocomplacerse con delectación –a ratos hasta con delirio— los intérpretes, a los que todo indica que se les ha concedido vía libre. Precisamente gracias a ello Samuel L. Jackson, Eva Mendes o Scarlett Johansson logran colorear dramáticamente un tanto a sus respectivos personajes, que acaban resultando a nuestros ojos algo más matizados que el del torturado justiciero protagonista.
THE SPIRIT. EE UU, 2008. Dirección: Frank Miller. Intérpretes: Gabriel Macht, Samuel L. Jackson, Scarlett Johansson, Eva Mendes, Paz Vega, Eric Balfour… Duración: 103 minutos.
DVD editado por Sony Pictures H. E.
Contenido Extra: Comentarios con FranK Miller y la productora, Documentales, Final alternativo, Tráilers promocionales.
José Luis Ferris,
Carmen Conde: Vida, pasión y verso de una escritora olvidada,
Temas de Hoy, Madrid, 2007.
José Luis Ferris había demostrado cierto gusto por los entresijos sentimentales del biografiado y por la acumulación documental en su libro sobre MiguelHernández. Con motivo del centenario de la primera mujer académica de la lengua española repitió la fórmula metiéndose a fondo en la documentación conservada en el Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver de Cartagena para devolvernos una imagen bastante distinta de la que teníamos de la pareja y, muy concretamente, de una CarmenConde de cuerpo entero a la que, como si se tratara de una escultura exenta, hay que rodear para apreciar la complejidad de su volumetría.
Manejando la correspondencia y los diarios inéditos de la autora y analizando una obra que transcurrió muy pegada a la vida, Ferris consigue no traspasar la delgada línea que existe en estos casos entre el interés más o menos académico por un artista y el chismorreo insustancial. Hay, desde luego, una gran puesta en escena de los asuntos amorosos –no podía ser de otro modo tratándose de alguien que, como Conde, tanto escribió sobre el amor-, pero están siempre al servicio de poner en claro la trayectoria vital de una mujer hecha a sí misma, moderna, enérgica, con una enorme capacidad de trabajo y de relación, entregada en lo profesional y en lo personal y capaz de comprender muy bien que la literatura es una carrera de fondo en la que importa menos la posición de salida que la capacidad para soslayar los obstáculos del camino. No de otro modo cabe entender los enredos epistolares y más o menos amatorios de la autora con Ernestinade Champourcin y MaríaCegarra o su relación –la más intensa de su vida— con AmandaJunquera.
En esta biografía Carmen Conde ya no es la esposa de Antonio Oliver, ni la protegida de Juan Ramón Jiménez, ni la amiga de Miguel Hernández, o al menos no lo es preferentemente. En el extenso libro de Ferris, Carmen Conde es una mujer que desde muy joven lucha por el éxito literario sin desmayar nunca, carteándose y pidiendo consejo y favores a todo el que pueda concederlos –desde Armando Palacio Valdés a Gabriela Mistral pasando por Eduardo Marquina—. En este sentido, a Carmen Conde la definían muy bien las palabras que una dolida María Cegarra le ponía por carta a propósito de un prólogo de Gabriela Mistral por el que rivalizaron y que se acabó llevando la primera: “Eres muy inteligente, y haces las cosas… inteligentemente.” Sin duda, Carmen sabía cómo moverse para conseguir lo que quería, pero aún sabiendo hacerlo era difícil para una mujer autodidacta y condenada al trabajo por la estrechez económica familiar salir a flote en aquellos años veinte y treinta. Mucha presencia de ánimo y mucha fortaleza de espíritu hacían falta para ganarse como escritora el respeto de los hombres, ayudar a la madre a llevar una casa, sacar la carrera de Magisterio o fundar junto a Antonio Oliver la Universidad Popular de Cartagena. Eso sin mencionar los tiempos oscuros, de guerra y dictadura, que vinieron después y que para ella, mujer y republicana, serían bastante más difíciles. Carmen Conde nunca renunció a ser quien era. En su archivo conservó cuidadosamente todas las cartas –incluso aquellas que le había prometido destruir a Ernestina de Champourcin— y las notas diarias que tomaba a vuelapluma y que tanto nos dicen de ella. No se avergonzaba de sentir amor por otra mujer y llegó a vivir con Amanda Junquera después de la muerte de Antonio Oliver en 1968. Fue una mujer decidida que estuvo, como todos, al servicio de su tiempo, pero que supo también, como muy pocos, impulsarse ligeramente por encima de él.
Carmen Conde Abellán nació en 1907 en Cartagena. Durante los primeros años de vida disfrutó de una posición acomodada gracias a los negocios del padre hasta que la generosidad y la mala gestión de éste llevaron a la familia a la ruina absoluta, obligándolos a vivir de la caridad de unos parientes primero y a salir para Melilla a ganarse el sustento después. Vueltos a Cartagena en 1920, Carmela, la niña mimada y caprichosa que había llegado a tener un caballo propio, tuvo que ponerse a trabajar de calquista de planos para la Sociedad Española de Construcción Naval con poco más de 15 años. Acomplejada por la estrechez familiar y buena lectora, convierte la literatura en un mecanismo de promoción social y comienza a publicar en la prensa local. Ambiciosa, pronto llama a todas las puertas importantes, pero serán autores de la región como Andrés Cegarra Salcedo o Miguel Pelayo quienes la guíen en sus primeros pasos. En 1927 ennovia con el hombre más importante de su vida: Antonio Oliver Belmás, con quien se casa a finales de 1931 y a través de quien conocerá poco antes de la guerra al matrimonio formado por el catedrático de Historia Cayetano Alcázar y la refinada Amanda Junquera. Iniciada la guerra, Antonio se pone al servicio del gobierno republicano como telegrafista y se desplaza al frente del sur, mientras Carmen lleva a su madre a Murcia y se va a estudiar Filosofía y Letras a la universidad de Valencia, ciudad en la que se encuentra Amanda. Terminada la contienda ambas emprenden viaje a Madrid, donde Carmen vive acogida por el matrimonio Alcázar-Junquera, semioculta y firmando con seudónimos varios –entre los que destaca el de Florentina del Mar- mientras una denuncia de una vecina cartagenera agrava el procedimiento iniciado contra ella por algún escrito comprometido con la causa republicana durante la guerra. Esos años van enfriando la relación con Antonio, que por motivos judiciales no puede instalarse en Madrid hasta 1945, año en que el matrimonio vuelve a convivir sin que Carmen deje de visitar la casa de Amanda en Velintonia 5, justo al lado de la de VicenteAleixandre. Juntas permanecerán estas mujeres que sobreviven a sus maridos y juntas están cuando el 19 de enero de 1978 recibe Carmen una llamada telefónica de AlonsoZamora Vicente: ha sido propuesta para ocupar el sillón que Miguel Mihura había dejado vacante en la RAE. Como candidata estaba también Rosa Chacel, y la lucha entre las camarillas académicas fue dura. Al día siguiente de que le comunicaran la noticia Carmen anotó en su agenda: “Hablé con Dámaso, que me urgió aclarar mis relaciones con los académicos porque Rosa Chacel hace años que se lo está preparando por su cuenta. Cartas, teléfonos, gratísimas respue
stas de todos, menos de JuliánMarías, que vota a Rosa, vaga de Laín, que la presenta con aquél, y Luís Rosales, que también firmó su propuesta, se hace el carantoñero por teléfono.” En el campo de batalla –qué paradoja- estaban el exilio voluntario y el exilio interior. Al final pesaron más los cuarenta años de aguante de Carmen Conde y ella ocupó el sillón K. Con esto le vinieron muchos otros reconocimientos, se reeditó su obra, estuvo en la cresta de la ola mientras Amanda era víctima de la demencia senil hasta su muerte en 1987, presagiando el final que le esperaba también a Carmen algunos años después en una residencia geriátrica donde murió ajena al calor de los amigos, ausente, con la cabeza puesta en su soledad y su amor.
Hace poco más de treinta años de todo el agasajo público que siguió a su nombramiento como académica y, como reza el subtítulo del libro de Ferris, Carmen Conde ya es una escritora olvidada. No parece que su obra resista bien el paso del tiempo ni que vaya a cobrar nueva actualidad, pero la compleja vida de esta mujer que tuvo la precaución de guardar todos los papeles que daban fe de ella a la espera de un biógrafo, tiene su recompensa en este libro que, en algún momento, se detiene demasiado en minucias acumulativas que rompen el crescendo de esta vida apasionante –me refiero, por ejemplo, al análisis excesivamente detallado de un poema de Antonio Oliver entre las páginas 224 y 227 que cuadraría mejor en un artículo independiente—, pero que sabe guiarnos con material de primera por la vida y la obra de quien pudo parecer muchas cosas y, sin embargo, no fue otra que Carmen Conde.
Comienza otro período electoral y el hastío nos invade casi antes de que arranque. Lo que un día fue motivo para alegrarse –se dejaban atrás cuarenta años sin democracia— es hoy un tiempo donde si no queremos caer en la abstención debemos cerrar los ojos y los oídos para no sumergirnos en tanta despiadada locura de insultos, manipulaciones y engaños con las que los partidos políticos (principalmente los dos a los que les gustaría que en España sólo hubiese bipartidismo) se empeñan en gastar toneladas de millones de euros que estarían muy bien empleados en resolver problemas más importantes que urgen a toda la ciudadanía.
Particularmente deleznable es la última tendencia a la que dedican su afán esos asesores bien instalados en las estructuras de estos partidos y generosamente remunerados, de crear constantes cortinas de humo con las que manchar la campaña y generar dudas tanto en los votantes fieles como en esos indecisos, demostrada llave en las victorias de unos u otros. Se impone, por tanto, volver a contemplar la magnífica La Cortina de Humo (Wag the Dog,1997), dirigida por Barry Levinson y protagonizada por Dustin Hoffman, Robert de Niro y Anne Heche. Una película que debería proyectarse en todas las clases de historia con alumnos mayores de doce años. Más que nada para que fueran informándose de cómo funciona el mundo y estuvieran preparados para esta tormenta donde hay un sastre que no es sastre (es un comercial corrupto) que habla de una estafa cuando él mismo está bajo sospecha por facturas falsas; donde se pide la dimisión de una ministra de Defensa que, a su vez, encuentra su particular cabeza de turco en uno de sus subordinados; donde un presidente autonómico bajo sospecha va de baño de multitudes en baño de multitudes; donde… ¿qué nueva cortina saldrá a la palestra de los medios afines mañana?
¿Cómo? ¿No la han visto? No les voy a contar el argumento. Es necesario, casi diría que imprescindible, que la vean –cuantas veces sea necesario— ustedes, sin intermediarios ni manipulaciones. Y juzguen, piensen y elijan por sí mismos. Que, a fin de cuentas, es lo que pretenden que cada uno de nosotros no haga. Que elija libremente y de acuerdo a su conciencia y valores.
Texto de E.A. Poe.
La historia del Festival de Cannes con el cine español no ha sido nunca precisamente de amor, a excepción de romances aislados como el que el certamen francés mantiene con Pedro Almodóvar, al que, por cierto, no es ya que se le haya vuelto a negar la Palma de Oro, sino que este año se ha quedado en blanco en cuanto a galardones, pese a la buena acogida crítica de Los abrazos rotos. Aún así cabe hacer una lectura positiva: la presente edición de Cannes ha tenido al cine de nuestro país más en cuenta que de costumbre. Dentro de la sección oficial también compitió Isabel Coixet con Map of the sounds of Tokio; la Quincena de realizadores acogió el corto de Chema García Ibarra El ataque de los robots de Nebulosa-5; la Semana de la Crítica, apadrinada por los realizadores españoles Juan Antonio Bayona (El orfanato) y Juan Carlos Fresnadillo (Intacto, 28 semanas después), dos referentes internacionales del cine fantástico de terror, programó la película Hierro, de Gabe Ibáñez, un nuevo ejemplo de la vitalidad del cine de género hispano con Elena Anaya encabezando el reparto; mientras que fuera de competición, Alejandro Amenábar presentó su Ágora, protagonizada por Rachel Weisz.
Por lo que al resto se refiere, esta 62 edición del Festival de Cannes, contrariamente a la de 2008, que dejó amplio espacio para el descubrimiento de nuevos talentos, ha estado marcada por la presencia de valores seguros, no sólo en su sección oficial. Rara vez la Croisette ha asistido a una reunión semejante de cineastas de renombre: Alain Resnais, Jacques Audiard, Gaspar Noé, Xavier Giannoli, Alain Cavalier, Marco Bellocchio, Pedro Almodóvar, Michael Haneke, Park Chan-wookJohnnie To, Ang Lee, Tsai Ming-liang Pavel Lounguine, Hirokazu Kore-eda o Bong Joon-ho. La nómina incluía, además, a cuatro ganadores previos de la Palma de Oro: el danés Lars Von Trier, el británico Ken Loach, la neozelandesa Jane Campion el norteamericano Quentin Tarantino.
Este año dicha Palma de Oro ha ido a parar, sin demasiada sorpresa y confirmando los pronósticos, a las manos del director austríaco Michael Haneke (Funny Games, Caché), por su película Das weisse Band (La cinta blanca). Suerte de revisitación de El pueblo de los malditos en versión protestante, este relato en gélido blanco y negro, ambientado en la Alemania del Norte de 1913/1914, nos enfrenta a extraños accidentes que, poco a poco, toman el carácter de un ritual punitivo. ¿Qué se esconde detrás de todo esto? En primer término el fantasma del nazismo, que estaba por venir, apoderándose de la realidad. Globalmente, una disección clínica sobre los mecanismos del sadismo, que reflexiona acerca del origen de la violencia y la reacción ante ella en un mundo donde no hay inocentes, donde todos son (o casi) culpables.
Kinatay (Masacre), la coproducción franco-filipina dirigida por Brillante Mendoza, se llevó el premio a la mejor dirección, desde una narración casi en tiempo real, cuyo protagonista Peping, doble del espectador, nos confronta a un terrible caso de conciencia relacionado con la sociedad de Filipinas.
Lou Ye, de quien los asturianos pudimos disfrutar de su magnífico Río Suzhou en el Festival de Gijón del año 2000, se alzó con el premio al mejor guión gracias a Spring fever, su quinto y –al parecer— más conseguido largometraje, vibrante e intensa historia de un triángulo amoroso en la primaveral China de nuestros días.
Ya felizmente recuperada del grave accidente deportivo que la tuvo fuera de circulación, la maravillosa actriz y cantante francesa Charlotte Gainsbourg, hija del polémico Serge Gainsbourg y del mito erótico Jane Birkin, ha regresado al cine por la puerta grande. La suya, en el no menos polémico Antichrist de Lars von Trier, quien firma su trabajo más radical, ha sido reconocida por el jurado como la mejor interpretación femenina. Como mejor actor fue recompensado el vienés Christoph Waltz por su trabajo en la tarantiniana Inglorious basterds, desenfadado trasvase del spaghetti-western al cine bélico, de la mano de una ficción localizada en la Francia ocupada de los años 40. Quentin Tarantino en estado puro: todo un homenaje intergenérico que alcanza hasta el más pequeño detalle, siempre, claro está, según las maneras exhuberantes que le son propias.
La coreana Thirst, del experto en filmes sobre la venganza Park Chan-wook (Sympathy for Mr. Vengeance, Old Boy, Sympathy for Lady Vengeance), donde un respetado sacerdote se transforma en vampiro sediento de sangre y carne, y Fish Tank, sensible retrato de una joven airada a cargo de Andrea Arnold, ganaron, ex aequo, el Premio del Jurado. Mientras que los galardones especiales se quedaron en Francia, al recibirlos el veterano Alain Resnais (Hiroshima mo amour, El año pasado en Marienbad), gracias a la comedia Les herbes folles, y Jacques Audiard, por su thriller Un prophète.
¿Cómo un país –en este caso, el alemán— pueden asistir al asesinato masivo y planificado de millones de judíos? ¿Cómo el pueblo alemán pudo alegar su ignorancia ante semejante genocidio? Respuestas posibles a estas cuestiones fueron avanzadas por el profesor de historia Ron Jones, quien, en 1967, demostró hasta qué punto el modelo totalitario del fascismo podía dejar sentir su hechizo sobre los alumnos de un instituto de Palo Alto, en California.
Los estudiantes fueron llamados a formar en el plazo de sólo una semana un grupo compacto, disciplinado, obedeciendo a reglas de admisión rigurosas y poniendo su sentimiento de comunidad por encima de todo. En apenas 72 horas el entusiasmo de algunos por el totalitarismo deja de ser un juego para transformarse en realidad: el movimiento La Ola. Al tercer día, los alumnos comienzan a rechazar y perseguir a los que no abrazan su causa. Cuando el conflicto estalla en forma de violencia durante un partido de water-polo, el profesor decide poner fin al experimento. Pero es demasiado tarde: La Ola está fuera de control…
El filme de Dennis Gansel es la transposición de la escalofriante experiencia escolar de Ron Jones a la Alemania contemporánea. La idea de partida es absolutamente fascinante: el peso del pasado sobre la juventud germana como factor complementario al estudio. Sin embargo, su tratamiento no lo es tanto. Demasiado didáctica, La Ola no logra hacer del todo creíble la metamorfosis de un grupo de alumnos en una comunidad intolerante. Y lo que es peor, la epidemia ideológica dictatorial que sostiene la transformación de los estudiantes no está suficientemente equilibrada por una resolución que acaba por antojarse contraproductiva. Un tema tan delicado debe abordarse con mayor profundidad. El experimento (2001), de Oliver Hirschbiegel, también basada en hechos reales (la pruebas hechas en 1971 por Philip Zimbardo en la cárcel de Stanford), sigue siendo mucho más convincente.
LA OLA (Die Welle). Alemania, 2008. Dirección:Dennis Gansel. Interpretación:Jürgen Vogel, Frederick Lau, Max Riemelt, Jennifer Ulrich… Duración: 108 minutos.
DVD editado por Aurum (2 discos).
Contenido Extra: Cómo se hizo, Trailers Aurum, Tráiler, Vídeo-diario con el director, Escenas eliminadas, Tomas falsas, Final alternativo, Escenas extendidas, Entrevistas, Video musical, Storyboards.
El imperio desierto
Una novela, pues al fin y al cabo de eso se trata, que produce al leerla un sentimiento dual y contradictorio. Digo que se trata de una novela, porque fácilmente hubiese podido ser una crónica sobre sucesos históricos o un extenso reportaje periodístico. En cuanto a las dos impresiones que transmite, una de ellas es que el tono literario está excesivamente desvaído, como una planicie carece de relieves notorios, la prosa de las más de cien primeras páginas están teñidas de esta misma falta de contrastes. Hay una excesiva demora en entrar de lleno en la historia que se cuenta, y un exceso en justificar la misma.
La idea es buena, dado que cuenta fundamentalmente las experiencias vividas por un antropólogo, que va destinado al Sahara español con el ánimo de elaborar un libro de historia sobre este territorio. Y aquí se hace presente la segunda dualidad, cuando sabemos que el autor fue en su día precisamente ese antropólogo. Pero no se ha aplicado en exprimir el jugo literario de modo exhaustivo, quedando como una naranja a medias, con la mitad del zumo en la pulpa. Es la propia complejidad de la historia real vivida por los protagonistas la que salva a la novela del inicial aburrimiento que presiente el lector. Hay que mencionar que hasta los escasos amores del protagonista, narrados esporádicamente en poco más de dos escenas amatorias, dejan a uno un poco escéptico y con la sensación inevitable de presentir que no fueron reales. La primera virtud del novelista es, la de transmitir realismo y veracidad a cada una de las situaciones por las que pasa la acción narrativa, lo que no ocurre en este caso.
En cambio, la obra se salva por el contenido histórico, que cobra relevancia al pasar de las páginas. Dado que la acción se sitúa en los meses previos a la descolonización del Sahara español, a través de ella se asiste al mosaico de sus habitantes, a la creación del embrión inicial que más tarde será el Frente Polisario y desde luego a los principales sucesos que desembocaron en la fallida independencia del pueblo saharaui. Bien medida la incidencia de sus principales vecinos y aspirantes al dominio de este rico territorio por su subsuelo, como fueron Marruecos y Argelia, se entiende fácilmente que la verdadera causa del derrumbamiento de todo el proceso fue la falta total de juego diplomático del gobierno franquista de turno. El verdadero valor de El imperio desierto, radica en que puede llegar a ser un libro imprescindible para todos aquellos que estén interesados por el tema, ahonden en los días finales del mundo colonial español o deseen comprender las claves primordiales que llevaron a la frustración de un pueblo que quería ser libre, y se vio abocado a una dura y larga guerra en un territorio hostil.
Todas las guerras que Hispania sostiene contra Roma son campañas fundamentadas en la caballería. Los caballos del Centro, como posteriormente en las guerras cantábricas los del Norte, desempeñaron un papel de capital importancia en la resistencia hispana. Dejando a un lado la bravura de sus hombres, la ventaja de Sertorio o Viriato estribó en la calidad de los caballos, gracias a los cuales marchaban con una rapidez desconcertante por toda la Meseta. Fue Apiano uno de los primeros en comprender la importancia de los caballos hispanos en las luchas contra Roma, pues habla de los esfuerzos de los romanos para obtener caballos del país. Al respecto por dos veces Tito Livio cita caballos entre el botín que recogían los romanos en la Península.
Luego sabemos que Afranio y Petreyo esperaban reunir en la Celtiberia un gran contingente de caballería para luchar contra César, quien a su vez adquirió en la Península un gran número de caballos para la guerra en la Galia, ya que –según el mismo Apiano señala— los caballos romanos eran inferiores a los celtibéricos. Del año 54 a. de J. C. es la primera alusión de caballería hispánica a las órdenes de César. Éste la opuso en Hispania a las tropas de Cneo Pompeyo, que la utilizó en distintos frentes de la guerra civil y pasaron con él a África (posteriormente hallaremos de guarnición en las plazas norteafriacanas y de otros sitios a escuadrones de jinetes astures en el primer tercio del siglo II). Y en no pocas de sus campañas César prefirió una montura hispana, como el potro indómito al que erigiría una estatua ante el templo de Venus Genetrix, a modo de público tributo a la altísima calidad de los équidos hispanos.
César no fue el único en contar con jinetes hispanos entre sus filas de combate. Cneo Pompeyo también los tuvo a su mando por Sicilia. Así lo testimonian las abundantes monedas de cobre halladas en la isla. En éstas puede verse por una de sus caras a un jinete ibérico con la leyenda Hispanorum, y por la otra, la cabeza de Pallas. Aparecidas en Serra Orlando, lugar donde se localizaba la antigua Murgantia, dichas monedas, prueba de la presencia de caballería hispánica en Sicilia durante la guerra civil, se creían acuñadas por Pompeyo durante su estancia allí, pero hoy se las fecha entre la segunda mitad del siglo II a.C. y la segunda mitad
del siglo I a.C. En relación a esto, las monedas ibéricas y romanas con caballos o jinetes, son muy abundantes, lo cual atestigua la enorme riqueza en caballos en aquella época. El caballo sólo o el jinete se representa muy frecuentemente en las monedas de Sagunto, Saetabi, Ituci, Olont, Ib, Bailo, Ilipla, Iliturgi, Segobriga, Osca, Bilbilis…
Andalucía era toda una fábrica de caballos. Tanto que a César le trajo de cabeza el temor a que en aquella comarca se reuniese un contingente importante de caballería del bando rival pompeyano. Otros jefes, como Iuba I, rey de Numidia y aliado de Pompeyo, se rodeó igualmente de una escolta de 2.0000 jinetes hispanos, con seguridad reclutada en la Bética, a tenor de las fluidas relaciones que el monarca númida mantuvo con esta provincia. Significativamente, no eran sino eran cabezas de caballo los mascarones de las proas en los barcos pesqueros de Cádiz, según Estrabón un hecho privativo de los gaditanos. Y en ese puerto de Cádiz, sin duda el más relevante del Mediterráneo occidental, se embarcaban hacia Roma los caballos españoles de carreras tan estimados en todo el Imperio: en Antioquia, la opulenta capital de Siria, ciudad de celebérrimas competiciones circenses, aún corrían los caballos criados en el Tajo y en el Guadalquivir allá por los siglos III y IV.
Junto a los de Andalucía y de la Meseta, Roma utilizó para fines bélicos a los caballos del Norte de la Península Ibérica. Hay de guarnición escuadrones de jinetes astures en las plazas norteafricanas y en lugares diversos en el primer tercio del siglo II. Un dato destacable de los primitivos españoles del norte es que emplearon el caballo para el culto religioso, según parece al hilo de un rito típicamente celta. En este sentido, Estrabón habla del sacrificio de caballos en honor a una divinidad guerrera, que los autores grecorromanos identificaron con Ares, por parte de todos los pueblos del Norte: gallegos, asturianos, cántabros, vascos y pirenaicos. Se trataría de caballos criados en estado salvaje luego cazados para fines religiosos, en sacrificios realizados en torno a un número elevado de bestias.
La notoria superioridad de la caballería ibérica fue la razón de que operasen en tierras sumamente lejanas de su Península natal, como hemos visto arriba. Caballos hispánicos, con sus jinetes, sirvieron en el ejército romano en las campañas de la Galia, Sicilia, Armenia, Filippos y Norte de África. Merece la pena recordar a los 4.000 jinetes lusitanos que estuvieron en la batalla de Filipo a las órdenes de Bruto y 2.000 iberos a las de Casio, o los 10.000 jinetes ibéricos llevados por el ejército de Marco Antonio a Armenia en el año 36 a. de J. C. Es conocido el hecho de que César había comprado en la Península un gran número de caballos para la guerra en la Galia, pero ya Amílcar había exportado caballos hispanos de Hispania a África.
Porque no fueron ni mucho menos los romanos los primeros en recurrir a los jinetes hispánicos para la guerra. El cartaginés Aníbal, que por su larga estancia en nuestra Península tenía no poco de ibérico, recurrió a ellos en la segunda guerra púnica. Hechos como el cruce del Po o la batalla de Cannas –en la que Aníbal ubicó a los jinetes ibéricos y celtas enfrente de la romana— llevan a los historiadores de dicha guerra a mencionar a la caballería hispana en varias ocasiones. Polibio insiste en que la superioridad de los cartagineses frente a los romanos se debe a que aquéllos disponían de mejor caballería. Por otro lado, Tito Livio asevera la principal fuerza del ejército de Aníbal eran las tropas de Hispania. Podemos deducir, pues, que el cuerpo de ejército que más decisivo en la victoria de los púnicos sobre Roma fue la caballería hispana, la mejor del ejército cartaginés, la cual combatía mezclada con la infantería. Estrabón comparte el criterio de los dos historiadores citados en afirmar que tal caballería combatía mezclada con la infantería y el poeta Lucilio, combatiente en Numancia, aporta el dato de que los caballos hispánicos se arrodillaban para que subiesen los jinetes, defendiendo, además, que el caballo hispano supera al de Campania por su mayor resistencia en la carrera. Pero esta sobresaliente aptitud de nuestros caballos para las carreras, que los convirtió en las grandes estrellas de los circos romanos y de otros grandes espectáculos posteriores, forma ya parte de la última entrega del dossier "Crines y acero"…